Presentación de la serie

¿Cómo suenan los haikus en otras voces que no sean castellano?

La sonoridad al describir un instante.

Incluso ir más allá: ¿cuál es la imagen y la música que los puede acompañar?

¿Cuál es el eco en nuestro interior?

Voces del haiku, quiere indagar en esa musicalidad del haiku en otras lenguas.

Cómo suena una puesta de sol, una noche de luna llena, o la paz de un bosque en otoño con la fonética de otro lenguaje.  Plasmar en la entonación el instante que se ha vivido. Estoy seguro que cada voz, cada cultura lo expresará de diferente manera. Aunque el haiku en forma de pajarillo es él mismo como nos dice Frutos Soriano: “…de cada sitio por donde pasa coge algo, pero él es siempre él: un pajarillo que avanza con sus patitas mojadas por la terraza de madera.”

En las producciones de “La noche y el día” no queremos transmitir un video más, hermoso y placentero, sino una combinación de música, imagen y texto. La alquimia de los tres elementos para preguntarnos sobre la belleza del mundo a través de nuestra mirada de haijin: hacer silencio y escuchar.

Enero 2021


Ascender hasta la cumbre por la ladera norte; sin senda, sin camino, monte a través; entre margas horadadas, rocas desprendidas que van descendiendo con lentitud geológica; por el pinar poblado de matas y arbustos… Llegar a la cima y otear el horizonte difuminado bajo la luz anaranjada de la tarde. Aspirar la humedad del relente cuando el sol declina. Observar la variedad de líquenes impresos en el gris de las piedras esculpidas por el viento y las lluvias. Caminar despacio por la cresta que se abisma en el verdor del bosque hasta las tierras yermas que circundan el embalse. Y bajar, al fin, por el mismo lugar del ascenso, sumido en las sombras del crepúsculo, respirando el aire empapado de la última luz.

Pino seco.
Las estrías del agua
en las rocas.

 

Enero 2021

Cuando la aurora
aún luce tintes malvas,
canta el cuclillo

– Matsuo Bashô
(trad. Fernando Rodríguez-Izquierdo)

«Todos compartimos una responsabilidad hacia el bienestar presente y futuro de la familia humana y del mundo viviente en su amplitud.

El espíritu de solidaridad humana y de afinidad con toda la vida se fortalece cuando vivimos con reverencia ante el misterio del ser, con gratitud por el regalo de la vida y con humildad con respecto al lugar que ocupa el ser humano en la naturaleza.»

(de la Carta de la Tierra)

ARTE, NATURALEZA Y PAISAJE INTERIOR

Un viejo texto egipcio, conocido como “La Tabla Esmeralda”, dice: “Lo que está arriba es como lo que está abajo, y lo que está abajo es como lo que está arriba, para perpetuar los milagros de una sola cosa…” La polaridad arriba/abajo expresa, en todas las culturas, la relación de lo divino con lo humano, sugerida también por una constelación de pares: adentro-afuera, vacío-lleno, contracción-expansión. La coexistencia armónica de los opuestos complementarios, y la tensión creativa que se establece entre ellos, marca, de manera muy viva, la espiritualidad y el arte de Oriente. En China, el Tao; en Japón, el sintoísmo y el budismo Zen; en la India, los textos de yoga, uno de los cuales, el “Shiva Samhita”, nos dice: “El ser interno posee una naturaleza pulsátil que tanto se expande como se contrae, compuesta esencialmente de una mezcla de Potente Vacío y Energía Creativa que vive en el Templo del Cuerpo”. El arte chino y el arte japonés, que hereda y modula a su manera gran parte de la estética taoísta, abordan la Naturaleza como “paisaje interior” o, mejor dicho, como paisaje interiorizado. El artista no se limita a copiar; necesita impregnarse primero del alma de las cosas. “Antes de pintar un bambú -dice Su Dong Po, en el siglo XI-, es preciso que el bambú crezca en vuestro interior”. Con frecuencia, el artista se retira y se sumerge en la Naturaleza, hasta hacerse uno con ella. La visión de conjunto y la precisión del detalle nacen -de manera espontánea y sin retoques- de esa comunión previa, y el ritmo de los gestos al pintar responde, con admirable precisión, al ritmo del alma, sin distracción alguna: “Cuando Yuke pinta bambúes, todo es bambú, nadie es gente. ¿Acaso no ve a la gente? Tampoco se ve a sí mismo. Absorto, bambú que crece y crece…” Por eso puede hablarse de un pintor que desaparece en la bruma del paisaje que acaba de pintar… La mera reproducción mecánica de la Naturaleza, aunque parezca deslumbrar por su precisión o por su grandiosidad, es insuficiente. Se cuenta que un emperador chino se quejó ante el pintor que había decorado su palacio con poderosas escenas de montañas y aguas, diciendo: “¡Las cascadas que habéis pintado hacen demasiado ruido: no me dejan dormir!”…

El valor del Vacío

            Sugerir es más importante que abrumar; de ahí la importancia del Vacío, tanto en la pintura china como en la japonesa de inspiración zen. La regla de oro para un cuadro -un tercio de Lleno y dos tercios de Vacío- es meramente indicativa, pero recuerda que el Vacío es también cuadro y valora lo que, en términos de estética taoísta, se conoce como “el pincel más allá del pincel” o “la tinta sin tinta”. Las pinturas más refinadas y celebradas del arte japonés también participan de esa elegante vacuidad, que sugiere el estado meditativo que precede a la ejecución de la obra, que persiste incluso mientras se realiza y que se transmite también al que la contempla. El secreto del sumi-e (la pintura japonesa con tinta china) consiste en un rápido y libre fluir del pincel entintado sobre la superficie porosa. No caben vacilaciones ni errores; el artista debe pintar -como señaló Watts- «como si un torbellino guiara su mano». No hay artificio ni rectificación; no existe la estrategia. La pintura sumi-e sólo tiene sentido si está viva, si no ha perdido aún el pálpito de la inspiración instantánea. Se parece al verdadero haiku -definido por Basho como «lo que ocurre aquí, en este momento»- o a la bofetada que el maestro zen le propina al novicio para que «despierte»: la pincelada debe ser repentina, irrevocable, definitiva y vivaz; es como captar al pájaro de la inspiración un segundo antes del vuelo.

            Esa atención extrema requiere, no obstante, una meditación previa, varias horas de silencio que el sumi-e traduce en unas pocas líneas negras. Lo que capta el verdadero pintor no es el detalle sino la esencia de las cosas. A veces basta un sólo trazo para «describir» la redondez de un objeto: en ciertas escuelas zen, el círculo, dibujado así, de un solo trazo, se convirtió en el símbolo del Conocimiento, en expresión perfecta del perfecto vacío. Una lección muy antigua que podemos reconocer hoy en algunos maestros de la pintura contemporánea occidental -como Rothko, Pollock, Malevich, Tobey o Tàpies- y que nos recuerda un aforismo del poeta Bashô: “No imites a los grandes maestros; busca lo que ellos buscaron”. O, dicho de otro modo, con las palabras de un proverbio japonés, “estudiando lo pasado, se aprende lo nuevo”.  En el mundo de la palabra, que trata de expresar -como quería Rilke- el “espacio interior del mundo”, ese Vacío está representado por lo que no se dice, o, mejor dicho, por lo que no se puede decir. Es el “no sé qué que quedan balbuciendo” de San Juan de la Cruz, o la perplejidad de este haiku de Teishitsu:

«¡oh!» «¡oh!»

balbucí ante las flores

del monte Yoshino

            El Vacío no es la nada, sino la posibilidad de relación, el espacio que se abre a lo “otro” y permite que lo “otro” venga. El Vacío sugiere e insinúa, es una presencia en el hueco de la ausencia. En las artes plásticas, ese vacío es espacio puro, y está simbolizado, en la casa tradicional japonesa, por el tokonoma (un minúsculo hueco abierto en la pared de la sala). El Vacío no representa, como creerá la filosofía romántica, la atracción del abismo, sino el germen vivo de todas las posibilidades, más allá de cualquier límite preciso. Lo que podríamos ser es, realmente, lo que somos. nuestra verdadera naturaleza. Incluso Heidegger ha llegado a decir que el vacío “no es una carencia sino una creación”.

            En un sentido aún más profundo, el Vacío es imprescindible para fundirse con la Totalidad. En la mística cristiana, podemos recordar las “nadas” de San Juan de la Cruz:  «Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada»; «Para venir a gustarlo todo, no quieras gustar algo en nada», «Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada»; «Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada. La palabra japonesa utsuroi -compuesta por utsu (vacío) y hi (actividad del alma)- señala el instante del éxtasis, el momento en que el alma se enajena y percibe extáticamente el cambio: la maduración de una flor, el caminar del reflejo de una sombra sobre las aguas, la ambigüedad de la brisa marina… Desde el punto de vista del budismo zen, sería una especie de muerte en vida, una aprehensión de la belleza tan intensa que anula el tiempo.

            La idea del vacío está próxima a las ideas de lo solitario y de lo inacabado, tan valoradas en la estética japonesa. Un escritor contemporáneo, Yasunari Kawabata -primer Nobel japonés de Literatura en 1968- lo expresa así, evocado al gran maestro de la ceremonia del té, Rikyu: “La flor solitaria contiene mayor gracia que un centenar de flores… Incluso hoy en día, en la ceremonia del té, la práctica general consiste en que haya una sola flor en la sala en donde aquélla se realiza, y que sea una flor en capullo. En el invierno, es elegida una flor especial de la temporada, es decir una camelia, que lleva el nombre de ‘Joya Blanca’ o ‘Wabisuke’, que literalmente podría traducirse por el de ‘Compañera en la soledad’, y se hace esta elección, de una camelia notable entre las camelias, por su candor y por su levedad, y en la sala se coloca un solo capullo. El blanco, que es el más limpio de los colores, contiene en sí a todos los demás. Y siempre deberá estar con rocío el capullo, humedeciéndolo con unas gotas de agua…”

Comunión con la Naturaleza

            La filosofía zen -heredera del Tao- sabía, mucho antes de que lo formulara el romántico Schelling, que “la naturaleza es el espíritu visible, y el espíritu es la naturaleza invisible”. Un texto chino, de Pu Yen-t’u, dice: «Todas las cosas bajo el Cielo tienen su visible-invisible. Lo visible es su aspecto exterior, su Yang; lo invisible es su imagen interior, su Yin. Un Yin, un Yang, esto es el Tao”. Sin embargo, la percepción de ese hecho es muy distinta:  en Occidente, los verbos son “dominar” e “intervenir”; en Oriente, “contemplar”, “intuir” y, sobre todo, “sentirse inmerso”, ser uno mismo Naturaleza y, en consecuencia, respetar sus ritmos y sus cualidades. Joan Miró, tan fascinado por los espacios vacíos, admiraba también la precisión del detalle nacida de esa íntima comunión del artista con la Naturaleza: “Dicha de lograr en el paisaje la comprensión de una brizna de hierba tan bella como el árbol o la montaña. A excepción de los primitivos o de los japoneses, ninguno se interesa por estas cosas divinas…» La clave de ese interés de los antiguos maestros, nos la da, una vez más, un texto chino: El verdadero artista necesita diez días para pintar una flor, y un instante para pintar el océano. ¿Por qué? Porque conoce la majestad de lo pequeño y posee la intuición de lo grande.

            La naturaleza en el sentido del “ser connatural” y la Naturaleza como entorno o como paisaje están íntimamente relacionadas en la mentalidad japonesa. Esa relación se explica, en gran parte, por la confluencia entre la religión autóctona, el Sintoísmo, y el Budismo indio importado desde China, hasta el punto de que suele decirse que el japonés nace y se casa según el ritual sintoísta y muere según el ritual budista. El Shinto o “camino de los dioses” imagina a sus divinidades o kamis residiendo en islotes rodeados de agua, espacios circundados de rocas y bosques espesos. La sacralización de los espacios naturales explica el amor de los japoneses por la belleza y el poder de la Naturaleza en la que viven inmersos (un detalle significativo: por respeto al árbol del cual se extrajo el papel para construir el origami -figura de papel plegado-, éste nunca se corta…) El árbol mismo es kami. El Fujiyama, la “montaña sin par”, sigue siendo hoy la imagen más representativa del país, no sólo por ser la montaña más alta (3.776 metros), no sólo por su cónica armonía, sino por ser la montaña sagrada, que, según la leyenda, se formó la misma noche que el lago Biwa. La importancia de esa montaña en el inconsciente colectivo se expresa en un antiguo refrán sobre el primer sueño del año (hatsuyumé), que dice: “Primero, el Fuji; segundo, el halcón; tercero, el nasubi (una especie de berenjena)”; es decir, si se sueña con el Fuji, la buena suerte será máxima; si se sueña con el halcón, un poco menor, y menor todavía si se sueña con el nasubi. El colmo de la buena suerte sería soñar al mismo tiempo con el Fuji y con el halcón.

            El sintoísmo, articulado entre los siglos VIII y X y reforzado por el confucianismo, da especial relevancia a las nociones de fuerza vital y purificación, al culto a los antepasados y a los ritos comunitarios. La influencia del taoísmo en el pensamiento japonés se basa, sobre todo, en la vía de la espontaneidad natural (“shizen”), que genera una estética de lo sencillo y de lo ordinario, por encima del dominio del arte y de uno mismo. Es así como se alcanza la unidad con el Tao, que es la pauta subyacente del Universo, indescriptible e inimaginable. El budismo propugna la ausencia del “yo” y subraya el carácter efímero de la existencia y el tormento que genera el deseo. Tomar conciencia de que no hay nada a lo que apegarse desemboca en el “nirvana”, que significa la liberación y lo absoluto. Pero en Japón, la fusión entre budismo y sintoísmo, con algunos elementos esenciales del Tao, hace que la iluminación búdica se convierta en una comunión con la naturaleza. El “pequeño yo” debe dar paso al “verdadero yo”, que valora por igual lo externo y lo interno y no se inmuta ante el éxito o el fracaso: “Aquellos que no se dejan conmover por el viento del gozo, siguen silenciosamente el Camino”; “Cuando no se busca nada, se está en el Camino”.

Sabor de Zen

            La propia raíz de la palabra zen (transcripción fonética al japonés del término chino ch’an (meditación, absorción de la mente) nos indica una actitud de equilibrio y de serenidad mental que, aboliendo el tiempo, se atiene al aquí y al ahora, sin ansiedad, sin expectativa. Se cuenta que el propio Buda, el “despierto”, alcanzó la iluminación, tras permanecer sentado durante ocho días, al contemplar la estrella de la mañana… En Japón, el Zen llegó a impregnar todos los aspectos de la vida, sobre todo a través de las enseñanzas del maestro Dôgen (1200-1254), que instauró la tradición Soto, fijándola en el célebre tratado del “Shobogenzo”. El zazen (permanecer sentado, sencillamente) sugiere muchas cosas. Ante todo, la anulación de cualquier ansiedad, de cualquier deseo, incluyendo el deseo de la iluminación que, en cualquier caso, es súbita, espontánea. Estar aquí y ahora no significa evadirse, pues, como nos recordará Krisnahmurti, “la verdadera atención no excluye, sino que incluye”. Lo real no desaparece, sino que reaparece en su verdadera naturaleza. Un aforismo lo explica bellamente: “Al principio, las montañas eran montañas, y los ríos eran ríos. Después, las montañas no eran montañas, y los ríos no eran ríos. Al final, las montañas eran montañas y los ríos eran ríos”.

            Los diferentes “caminos” del arte zen -el del arco, el de la espada, el del té, el de las flores…- convergen en esa quietud, a la vez atenta y desinteresada, que puede resumirse en este aforismo del kiudo (“camino del arco”): “para dar en el blanco, hay que olvidarse del blanco”. También el haiku -ese breve poema de 17 sílabas que trata de expresar la eternidad del instante- participa de ese “sabor de zen”, que no es, como podría pensarse, nada fácil. El gran poeta Bashô, que señalaba el “camino ordinario” del aquí y del ahora, decía: “El que crea de tres a cinco ‘haikus’ durante su vida, es un poeta de ‘haiku’. El que llega a diez es un maestro”.

            La armonía entre el arte, la naturaleza y el paisaje interior se logra cuando la mente, aquietada, florece sin propósito. Es entonces, cuando se saborea lo real, fundiéndose con ello. Cada instante conlleva su sabor: si es de soledad y de quietud, el sabi; si es de tristeza perceptiva, el wabi; si es de tristeza compasiva por la fugacidad de la belleza, el aware; si es de percepción repentina de algo extraño y misterioso, el yugen… En general, y a falta de un Dios personal al que referirse, el budismo Zen se atiene a lo que es, en un intercambio natural entre el adentro y el afuera. Un haiku de Bashô, por ejemplo, expresa la comunión de la Naturaleza con el espacio humano:

monte y jardín

se adentran en la casa:

salón de estío

            La propia casa tradicional japonesa, hecha de madera, insinúa esa integración, incluso en su línea pura y en la suave penumbra que se deja invadir por la luz exterior. «La arquitectura japonesa -escribe Vadime Eliseeff- es, ante todo, un signo, la notificación de un paisaje. Como tal, está impregnada de las leyes de la naturaleza… Cada año las hojas caen, la hierba amarillece y las flores abandonan al viento sus pétalos marchitos. Del mismo modo, el valor de un objeto o de una arquitectura no está ligado a la duración física de las cosas, el espíritu cuenta más que la reliquia y, en arte, la forma prevalece sobre la materia.» Uno de los ejemplos más refinados -quintaesencia de la arquitectura shoin-zukuri– es la Villa Imperial de Katsura, construida en 1624 cerca de Kyoto, con su palacio, sus pabellones de té, las perspectivas cambiantes del jardín de paseo, la plataforma para contemplar la luna… El jardín japonés forma parte también de la Naturaleza: no la imita, sino que la sigue, aunque sea a través de la expresión, un tanto atrevida, de “capturar vivo el paisaje” (shakkei), o, mejor dicho, la recrea. Incluso en los llamados “jardines secos”, que se conciben como espacios para la absorción meditativa, se tiene en cuenta el entorno natural (se dice que uno de ellos fue hecho para ser contemplado cuando hubiera luna, para ver su reflejo en la arena). Como observa G. A. Jellicoe, “la finalidad del jardín japonés es recoger los elementos de la naturaleza encerrados en el paisaje circundante, y distribuirlos de modo que cada objeto mantenga su individualidad, y al componerlos, formen una imagen en miniatura del mundo que está fuera”.

            Los jardines japoneses tienen su origen en la sacralización de los enclaves naturales, pero deben mucho también a los modelos chinos y coreanos y al espíritu del Zen, aunque modulados de una manera original, y con una variedad extraordinaria. Hay jardines de placer, jardines de paseo, jardines de meditación, jardines vinculados al pabellón de té y jardines de prestigio. Hay jardines de roca o arena, de musgo (hasta con más de cien clases de musgo), de pinos, de camelias, de iris, de cerezos, de sauces, de ciruelos, de crisantemos, de glicinas… El agua evoca la vida y las plantas marcan el paso de las estaciones. En los jardines secos, la Naturaleza está sugerida, interiorizada, como si se quisiera condensar su espíritu, más allá de las formas. El modelo perfecto sería el jardín de Ryoan-ji, realizado en Kyoto, en el siglo XV: un espacio rectangular de arena blanca rastrillada en el que emergen 15 rocas con un cerco de musgo. Ese jardín sin árboles, sin flores, sin agua, diseñado para calmar la mente, resume, en su elegante austeridad, la relación arte-naturaleza-paisaje interior.

***

Interior y exterior en el haiku

Del fondo de la soledad
Cae:
¡Oh, el aguanieve cayendo!

淋しさの底拔けて降る霙哉

Naito Joso

En su texto “Vacuidad y mismidad” el filósofo contemporáneo Nishitani Keiji (1900-1990) nos lanza una pregunta a partir de este Haiku de Joso: ¿”la soledad” se refiere al estado de ánimo del poeta o al lugar de donde cae el aguanieve? En otras palabras, ¿expresa el haiku el mundo exterior o un estado interior?

La respuesta inmediata parece ser que expresa ambas. Que justo es ese el punto del haiku, expresar recíprocamente el interior y el exterior. Pero Nishitani va un poco más allá. Claro que en el haiku se expresa tanto el interior como el exterior pero ¿en qué sentido? No es que el interior refleje el exterior o que el exterior se use como metáfora de lo interior. Piensa él que el haiku no relaciona interior y exterior, sino que expresa un lugar previo a la separación interior y exterior, sujeto y objeto. A este lugar le podemos llamar “instante”.  Desde aquí podemos decir que el haiku es el arte del instante. Pero prestemos atención a lo que esto significa.

En su texto “Uji” Dogen, maestro zen del siglo XIII, sostiene que el instante es el manifestarse mismo de lo que es. Es el instante donde tiempo y existencia se encuentran. Sólo el instante existe y la existencia sólo acontece en el instante. Somos nosotros quienes confeccionamos un mundo transtemporal concatenando los instantes en nuestros recuerdos y expectativas. Es de esta confección transtemporal de donde nace el yo que experimenta, separado del mundo experimentado; en el instante sólo acontece la experiencia. Quién no ha volteado a ver, tras un tiempo, una rabieta o decisión impulsiva y se ha preguntado “¿fui yo quien hizo eso?” cuando, en el momento, sólo pasó.

Esto plantea un tremendo reto al haiku. ¿Cómo llevar el instante a la palabra? ¿No se lo traiciona al convertirlo en “aguanieve” o “soledad”? Tal vez el haiku perfecto tendría que hacerse sin palabras. Tal vez sería mejor un gesto con las manos, muy a la usanza de los mondos (diálogos entre maestros y alumnos) de la tradición zen. Si nuestro lenguaje opera con conceptos abstractos, universales, transtemporales ¿qué palabra podría decir el instante? Podría ser algún deíctico como “esto” o “aquí”.

Nietzsche dice en Ocaso de los ídolos que los conceptos son como momias. El reflejo de una cierta idiosincrasia en la filosofía de preferir lo que no cambia a lo que cambia. Los conceptos aspiran a lo eterno pero, para alcanzarlo, deben momificarse, depurarse de todo lo cambiante y vital de la experiencia. Parece ir contra la naturaleza del concepto usarlo para expresar el instante.

Pero el instante tiene algo curioso. A su modo, es también eterno. Siempre es “ahora”. Es el haiku un encuentro entre dos eternidades: la eternidad supratemporal del concepto y la eternidad instantánea del ahora. No es casual que, en este sentido, el haiku introduzca siempre componentes naturales y estacionales. En todo tiempo y lugar entendemos qué es un árbol, una laguna o la primavera. Aunque para nosotros el árbol siempre es nuestro árbol, esta laguna, esta primavera.

El haiku requiere un hábil uso de las palabras para, contra su naturaleza, usarlas para apuntar al instante. No sólo llevarnos al instante de Joso o de Basho, sino a esa fuente de la experiencia previa a la división sujeto/objeto que compartimos Joso, Basho, tú y yo. Nos lleva a un instante que es tan suyo como nuestro y por eso nos sigue siendo significativo. A un invierno que es tan del periodo Edo en Japón como del año de la pandemia en México, a una rana que puede estar saltando al estanque de un templo budista o a un humedal de Xochimilco, a un… ¡ay mira, ya está cayendo aguanieve!

Este pequeño texto es mi primera colaboración con El rincón del Haiku. De corazón les agradezco la invitación y a las y los lectores agradezco haberse dado el tiempo de leerla. Mi nombre es Emiliano y me dedico a trabajar sobre filosofía japonesa, antigua y moderna. Espero ésta sea la primera de muchas contribuciones dedicadas al haiku, la cultura japonesa y el mundo moderno pensados desde la perspectiva de la filosofía japonesa. A fin de cuentas, un camino de mil millas empieza con un paso.

Haiku 23

舞/\の場もふけたり梅がもと

mai-mai no niwa mo fuketari ume ga moto

Un escenario para la danza:
la danza sobre los héroes
alrededor del ciruelo.

 

Comentario y notas culturales:

Buson asiste a la representación de una danza sobre las hazañas de algún guerrero (samurai, con un público de familias nobles). Puede que dicha obra se escenificara en el jardín del palacio del shôgun, donde florece un único ciruelo, bajo el cual – o a su alrededor- se realiza la obra.

La danza es una muestra de admiración del pueblo japonés por la naturaleza. De su danza tradicional destacan dos modalidades: adori (más rápido y alegre) y mai (principalmente en el oeste). Con respecto al segundo, cada zona disponía de una modalidad propia, así en Kyoto se llamaba “kyomai”. En esta región surge el siglo XV una danza llamada “Kôwaka mai”, sobre la cual se centra nuestro haiku: es una danza donde sólo se mueve, ligera y lentamente, la parte superior del cuerpo. Es una forma de entretenimiento de las familias de la nobleza durante la época feudal de Japón: de hecho, su trama se relacionada con el ámbito militar (shôgun, samurais, etc.). En la danza se emplean abanicos (osensu) para representar las tormentas, el viento, las armas, la luz, el sol, etc; en ocasiones la cara se recubre de blanco, se emplea el kimono como prenda de alta distinción y la katsura o peluca negra y corta. A veces estas danzas estaban relacionadas con el teatro Kabuki y Noh. Desde la época Muromachi (1336-1576) hasta la mitad del periodo Edo, este tipo de danza fue especialmente reconocida. En primavera se danza a la belleza del cerezo, al arce en otoño, a la nieve en invierno y a la alegría y las luciérnagas en verano. Sin duda se mezcla la flor blanca del ciruelo, el blanco de los abanicos y –quizá- del maquillaje facial. El ciruelo fue, sin duda, una flor más aristocrática que el cerezo.

No siempre las acciones bajo el ciruelo son tan sagradas o venerables: a veces tiene lugar el humor, lo costumbrista. Sin duda, el haiku puede mezclar elementos de alto grado y esteticismo poético (el ciruelo en flor) con otros cotidianos, propios de la vida y de sus instantes imprevisibles:

A.-

虱とる乞食の妻や梅がもと

Shirami toru / kojiki no tsuma ya / ume ga moto

Quitando los piojos,
la esposa de un mendigo
bajo el ciruelo.

(Es éste un haiku de carácter humorístico que combina el uso de tópicos clásicos, elevados (el ciruelo) junto con un lenguaje común (shirami, piojos; kojiki, mendigo). La pureza del ciruelo, con sus flores blancas abriéndose a la primavera, contrasta con la suciedad de los personajes que lo acompañan a sus pies).

Enero 2021

A este espacio le llamaré Bashou y los clásicos, dado que el propósito es buscar esas raíces de las cuales Matsuo Bashou, a quien llaman el “padre del haiku”, tomaba la semilla inspiradora para muchos de sus poemas.

Definir el haiku se hace cada vez más complejo que simple. Unos lo consideran estrictamente poesía, otros, un camino espiritual. No es mi intención en este espacio, entrar en definiciones, ni propias ni ajenas, sino, simplemente,  mostrar una faceta de este estilo lírico; una faceta que muestre el flujo constante, cambiante, evolutivo y derivativo de la poesía clásica japonesa.

Comenzaremos con un haiku que viene en una de las antologías de Kitamura Kigin — quien fuera maestro de Matsuo Bashou ­— llamada Zoku Renju. En él Bashou, toma un verso de un poema que Sugawara no Michizane — poeta, literato y político del periodo Heian — recita en su antología llamada Kanke Goshu, para construir su haiku.

Nacido en el año 845, Michizane alcanzó los más altos cargos dentro de la Corte, y llegó a ocupar el puesto de Doctor en Literatura en la academia que existía en la época para los nobles. Sin embargo, víctima de sus adversarios políticos, fue degradado a servir como oficial de bajo rango en la lejana zona de Dazaifu, actual Prefectura de Kyuushuu, falleciendo en este “exilio”. Luego de su muerte tuvieron lugar varias situaciones desafortunadas, como incendios por la caída de rayos en dependencias del Palacio Imperial, tormentas e inundaciones, y comenzó a correr la voz sobre “la maldición de Michizane”. Para aplacar su espíritu, le dedicaron el santuario de Kitano Tenmangu en Kyoto, le devolvieron póstumamente su título y rango, y se borró toda mención de su exilio de los registros oficiales. Después de 70 años, fue deificado como Tenjin, dios de la erudición. Se decía que Michizane amaba los ciruelos, por lo que todo un jardín de estos árboles se plantó en su santuario.

A continuación, el poema de Sugawara no Michizane que Bashou empleara como fuente:

家を離れて三四月、落涙百千行、万事皆夢の如し、時々彼蒼を仰ぐ

“desde que mi casa dejé treinta y cuatro lunas han pasado / lágrimas caen incesantes /  el pasado parece un sueño /  y ahora sólo a veces miro al cielo”.

Bashou toma, específicamente, el último verso del poema de Sugawara — 時々彼蒼を仰ぐ (tokidoki hisau wo afugu) y ahora sólo a veces miro al cielo ­— y lo utiliza como segundo verso de su haiku. El término hisauひさう, es un kake kotoba o palabra homófona de彼蒼 azul y 秘蔵 tesoro, y que al final deriva en soten蒼天 o cielo azul.

我も神の ひさうやあふぐ 梅の花

wa ga mo kami no    hisau ya afugu ume no hana

también yo levanto mi vista a la flor del ciruelo

Por lo tanto, mientras lo que en su exilio Michizane contempla es el cielo azul, que le mantiene conectado con su vida pasada en la capital, Bashou elige centrarse en los ciruelos de Tenmangu; demostrando, sus conocimientos de los clásicos, pero también su sensibilidad hacia la naturaleza.

Decidí dejar implícito en el “también yo”, la figura del dios Tenjin, o Michizane, que es mencionado en el primer verso del haiku. Por una parte para evitar que la traducción quedase pesada, pero también porque considero que trasmite mejor esa sutil conexión con el pasado.