Archivo de la categoría: Para ir a donde no sabes / has de ir por donde no sabes (José Manuel Martín Portales)

La racionalidad de lo fáctico

Un primer planteamiento que me parece esencial para ir concretando la intuición que quiero compartir en este espacio es el que tiene que ver con la concepción del Universo. Es obvio que sabemos del Universo aquello que de momento podemos saber, es decir aquello que nuestra capacidad racional va siendo capaz de conocer de la realidad física que nos envuelve y de la que formamos parte. Al último tramo de ese camino interminable llamamos ciencia, y sin duda nos llevará en el futuro a una comprensión cabal de su génesis, composición y estructura. En realidad no sabemos cuándo llegaremos a tener un conocimiento absoluto del Universo, pero sí sabemos ya que ese conocimiento que adquiriremos estará absolutamente condicionado por nuestra capacidad racional. Desde nuestra racionalidad sabemos que el Universo es una realidad física y fáctica. Más allá de la racionalidad imaginativa de las antiguas leyendas mitológicas, la búsqueda de sus leyes internas objetivas ha venido ocupándonos desde Aristóteles. En la medida en que avanza nuestra observación (apoyada en los recursos técnicos) también avanza nuestra racionalidad, es decir la capacidad conceptual de elaborar teorías cada vez más consensuadas y verificables. La verdad es que si pudiéramos hacer el ejercicio de distanciarnos un poco de lo que hace nuestra razón, no sabríamos decir con certeza si el Universo ha creado la racionalidad o si la racionalidad ha creado la idea de Universo. Parece que ambas cosas estén ocurriendo, en realidad, al mismo tiempo.

Lo cierto, desde mi punto de vista, y esto es lo fundamental, es que solo puede darse algún tipo de saber en el ámbito de la facticidad. Para mí no solo es fáctico aquello que tiene que ver con los hechos (y no con la imaginación o la teoría). Esta definición académica me parece insuficiente. Fáctico es lo que ya es como es, lo que va a seguir siendo como está previsto (aunque ‘lo previsto’ esté sujeto a muchas las variables). Lo que ya posee una identidad concreta y definitiva, aunque sea desconocida de momento, aunque sea una identidad en desarrollo. Solo en tanto fáctico el Universo puede ser conocido, la naturaleza puede ser estudiada… Y esa capacidad para conocer y saber de lo fáctico es la racionalidad, que podríamos entender entonces como una auto-capacidad de lo fáctico de conocerse y reconocerse a sí mismo. Así pues, como antes apuntaba, el fenómeno del conocimiento que se está dando en el hombre podemos entenderlo desde dos perspectivas posibles: o bien el Universo fáctico ha generado una capacidad de auto-conocerse en eso que llamamos racionalidad humana, o bien la especie del homo sapiens sapiens, como especie animal, ha ido madurando una racionalidad o capacidad de conocer (su principal cualidad para sobrevivir) con la que ahora se propone dar cuenta del Universo. En cualquier caso, la vinculación entre la racionalidad y la facticidad es esencial y necesaria.

Esta obviedad que acabo de delimitar no solo constituye la condición de posibilidad de la ciencia, sino también la práctica totalidad del acervo cultural en el que nos movemos, nos relacionamos y pensamos. Hasta el momento, no se ha planteado ninguna alternativa al pensamiento fáctico, aunque es extraordinariamente variado su arco de desarrollo: desde la matemática pura hasta la mística, pasando por toda la física, la filosofía, la teología, la metafísica… Desde lo más concreto hasta lo más sutil, desde lo más obvio hasta lo más indeterminado y misterioso, todo está ahí fácticamente ante nuestra mirada, su realidad se nos impone sencillamente, y nosotros intentamos reconocer qué lugar ocupamos en medio de esa realidad gracias a nuestros sentidos y a nuestra capacidad de elaborar ideas y conceptos, a través de los cuales nuestra mente ordena y discrimina los datos percibidos y los combina en síntesis nuevas, convirtiendo en ideas lo que hemos percibido, creando un pensamiento cada vez más incisivo y penetrante sobre el mundo en el que vivimos. Pero ese mundo-Universo está ahí. Y nosotros nos hemos encontrado con eso, estamos arrojados a él. Tendremos ocasión de profundizar en esta idea básica de lo fáctico dialogando, en lo posible, con Heidegger, porque me parece fundamental para entender la experiencia del haijín desde el punto de vista de la racionalidad, que es el único punto de vista que hoy está sobre la mesa para enjuiciar qué está haciendo el haijín en el preciso momento en que se encuentra escribiendo un haiku. Mi intención en estas colaboraciones es proponer otra interpretación de la experiencia del haijín, otra interpretación que tenga que ver con la emergencia de la conciencia y de la experiencia poética a ella vinculada. Pero antes debo reconocer que la interpretación de la racionalidad fáctica queda plenamente justificada si nos atenemos al propio desarrollo evolutivo de nuestra especie.

Mucho antes de la aparición del Homo Sapiens hace unos 200.000 años, la especie homo se había ido configurando a base de enfrentarse a un permanente estado de resolución de problemas, que es la tónica general en la que se ha desarrollado la vida desde hace 3.700 millones de años, y en la que han sobrevivido desde hace 700 millones de años lo que los científicos consideran propiamente animales, si bien los vertebrados aparecen 200 millones de años después. En todas las fases de este largo camino evolutivo, la adaptabilidad ha marcado la posibilidad de sobrevivir, y la adaptabilidad ha venido propiciada por una búsqueda de las respuestas más adecuadas a los problemas que se iban planteando, teniendo en cuenta que en esa búsqueda se produjeron errores, mutaciones y miles de circunstancias imprevisibles que precisamente fomentaron la versatilidad de los sistemas de respuesta-adaptación. No hay duda de que el sistema de respuesta-adaptación más eficaz y desarrollado ha venido a ser el cerebro humano, que ha conseguido en su lentísima formación convertir las necesidades en capacidades y destrezas, responder adecuadamente a cada pregunta, por decirlo de otra manera. Esa estrategia que ha posibilitado el engarce neuronal de lo que ha terminado siendo el cerebro humano continúa desarrollándose sin solución de continuidad en una progresión imparable. Pero más allá del maravilloso órgano que protege nuestro cráneo, lo que me importa subrayar es que toda esa evolución ha determinado la racionalidad desde la que ahora el hombre está intentando comprender su lugar en el Universo. La racionalidad, en efecto, se ha ido configurando a través de las estrategias de respuesta-supervivencia de algunos animales (nosotros) que desarrollaron un sistema cerebral complejo.

Es tal el peso objetivo de esta realidad, que a nadie se le ocurre ‘razonablemente’ que exista algún tipo de experiencia que se salga del ámbito de la racionalidad (a no ser la locura), o que haya algún tipo de pregunta que se salga de esa esfera y no pueda ser respondida racionalmente tarde o temprano. Como ya he dicho, las experiencias místicas, vengan de la creencia religiosa o del pensamiento metafísico, quedan por completo incluidas en las formas de la racionalidad humana, cuestión a la que seguramente volveré en otro momento dada la vinculación que ha tenido el haiku con el budismo, por ejemplo.

Si nos quedamos, por tanto, con la idea comúnmente aceptada de que nuestra racionalidad es la única que puede dar cuenta de la naturaleza fáctica de la que formamos parte y en la que no tenemos más remedio que movemos para permanecer en la vida, entonces quedará claro que la experiencia del haijín, sea la que fuese, habrá de quedar enmarcada y condicionada por esa realidad, y que parece configurarse en una especie de ‘relación’ que se establece en un determinado momento entre la naturaleza fáctica y la capacidad perceptiva-racional de un determinado sujeto, relación que queda verbalizada de modo directo y sencillo. Podría servirnos de ejemplo el conocido haiku de Bashô: “Un viejo estanque; / se zambulle una rana, / ruido de agua”. El haijín, parece claro, se limita a constatar una experiencia perceptual-visual-sensorial-auditiva concreta, que le permite poner en relación fáctica al viejo estanque (cuyo contenido líquido busca el equilibrio en situación de reposo), a la rana (cuya naturaleza animal le permite saltar sobre sus patas traseras y zambullirse en el agua para reequilibrar su temperatura corporal), y el ruido de agua que se produce tras el impacto, y que no es más que el efecto sonoro de las ondas producidas por la fricción de dos cuerpos, y que en este caso podríamos entender como la consecuencia audible del primer principio de Arquímedes. Bashô, según la perspectiva de la racionalidad, acaso con toda ingenuidad, acaba de constatar la naturaleza fáctica del mundo circundante. Y puede hacerlo porque él mismo, aunque no lo tenga en cuenta, dispone de un órgano visual y otro auditivo muy sofisticados, y de los enlaces de un sistema nervioso que transmiten a su cerebro lo que esos órganos han captado.

¿Sería posible que Bashô estuviera haciendo otra cosa que lo que acabamos de decir? ¿Sería posible entender la experiencia del haijín fuera de la racionalidad? ¿Sería posible que lo que acaba de decirnos Bashô fuese, en realidad, una experiencia radical de que el mundo que sigue estando ‘ahí’ ha dejado de ser fáctico?

Intentaremos abordar estas preguntas camino del no saber.

 

 

De camino al no saber

              Con gran emoción, y enorme agradecimiento a los responsables de esta prestigiosa y rigurosa publicación que es El Rincón del Haiku, comienzo ahora una serie de colaboraciones con la sincera conciencia, como diría Borges, de que “voy a decir lo que no sé a quienes sabrán más que yo”. Pero de profundas perplejidades se nutre, dichosamente, nuestro camino en la tierra. De hecho, los lectores de esta revista somos muy afortunados de habernos encontrado algún día con una de las extrañezas más hermosas, que nos ha llegado en forma de sencilla estrofa poética desde el lejano oriente, acaso como la llave pequeñita que nos abra a horizontes no previstos en nuestros sofisticados geolocalizadores posmodernos.

            Aunque la importante acumulación de conocimientos sobre el haiku a la que hemos llegado hoy está directamente relacionada con nuestra capacidad de enamorarnos de las cosas elementales, que ya, en sí misma, supone una innegable revolución, no es menos cierto que nuestro afán de saber, nuestro instinto cultural, no tiene límites, y que ese mismo acopio pudiera colocarnos, a la vuelta de la esquina, sin darnos mucha cuenta, en un terreno seguro y confortable desde el que complacernos (como un niño burgués que manipula juguetes en su habitación alfombrada) de todo lo que ya sabemos y hemos sido capaces de acaudalar de esta peculiar tradición. Por eso me parece un ejercicio necesario volver una y otra vez al no saber, para que no nos traicione nuestra mentalidad occidental tan racionalista, y de paso nos veamos libres de caer en la tristeza de terminar enamorados de nosotros mismos, como suele ocurrir a las elites intelectuales o a los escritores de éxito. La propia elección del lema de esta sección, un inolvidable y misterioso verso de san Juan de la Cruz, sirva, pues, de aviso a navegantes, y también de petición de auxilio al poeta de las nadas, cuya ‘presencia’ me acompaña más allá del tiempo, las ideas y las creencias.

            Debo confesar, en esta especie de presentación, que mi acercamiento al haiku se produce a través de mi hermano Vicente Haya, en un momento en el que los dos iniciábamos un diálogo interminable, y que su certera punzada enseguida entró a formar parte de mi particular preocupación por entender qué sea eso de la experiencia poética, que es lo que en realidad me viene ocupando desde que comencé a escribir poemas. Por lo tanto, mi perspectiva del haiku es estrictamente poética, y eso precisamente es lo difícil de explicar, lo que me obliga a moverme en una especie de balbuceo aproximativo, que sin duda carece de la entidad argumental de los que se han acercado a él desde otras determinadas perspectivas que ya disponen de un armazón previo, como puede ser la histórica, la filosófica, la religiosa, la metafísica, la espiritual, la literaria, etc., y que a mí no me ‘interesan’ propiamente, aunque de todas ellas intento comprender sus argumentos y, desde luego, valorar sus testimonios.

            Mi intuición es que el haiku pertenece ‘radicalmente’ a la experiencia poética, pero no sé lo que es la experiencia poética, y ese no saber es mi campo de labranza, porque lo que llevo experimentado me deja bastante perplejo: no he podido acumular un saber sobre la experiencia poética sino más bien una intuición o una esperanza en que algún día pueda ser habitado, y pensado, el no saber. El haiku, en este sentido, no solo no ha contribuido a allanarme el camino hacia algún tipo de saber, sino que ha profundizado en ese hábitat abierto donde todo conocimiento ha de ser superado. Precisamente por eso me interesa.

            Aunque en las sucesivas entregas mensuales de este particular rincón que hoy abrimos intentaré compartir y ‘argumentar’ (poéticamente), en la medida de mis posibilidades, mi personal perspectiva de lo que significa el haiku como experiencia del haijín, resultará imprescindible abordar una mínima ‘deconstrucción cultural’, por decirlo así, porque toda nuestra experiencia, en cualquier ámbito de la vida y del pensamiento, está inevitablemente mediada por las pautas culturales que dominan nuestro tiempo y que hemos asumido de manera más o menos inocente a lo largo de nuestra vida. Por este motivo, no podemos hablar de ‘conciencia’, ‘racionalidad’, ‘facticidad’, ‘posibilidad’, ‘existencia’, ‘experiencia poética’, ‘verdad’, ‘pregunta por el sentido’, ‘lenguaje’ o ‘palabra’, pensando que todos compartimos una noción al menos similar de estos conceptos. Precisamente la ‘cultura’ nos acomoda en un terreno común y nos hace consumidores del acervo, es decir, nos provee de un conocimiento estable y progresivo, nos integra en la corriente, nos garantiza seguridad y, de paso, nos advierte de que no hay supervivencia fuera del sistema. Todo, desde luego, a condición (consciente o inconsciente) de aceptar las reglas de juego. Pero asimilar el haiku me obliga continuamente a salir de las reglas de juego, y es eso lo que pretendo compartir.

               No sé, como digo, lo que es la experiencia poética, pero sé que no es un saber sobre las cosas. Y a pesar de que puede considerarse claramente una ‘experiencia’ no es tampoco un saber sobre el hombre. Tal vez pudiera decir que es un tipo de experiencia que tiene lugar en el hombre sin que este se la pueda apropiar como suya. Algo que tiene que ver con las cosas pero que no define la mismidad de las cosas. Lo único que se puede intuir, en principio, es que se trata de una experiencia de tránsito. Desde luego, dicho negativamente, una especie de salida del saber hacia el no saber. Dicho positivamente, una salida de la racionalidad hacia la conciencia. En cualquier caso, en mi opinión, una experiencia que coloca la cuestión del sentido más allá de la racionalidad. Y que coloca al haiku dentro de la cuestión del sentido. Como si la experiencia poética fuese una experiencia que está teniendo lugar en el seno de la Totalidad, no en esta o aquella cualidad del hombre. Como si algo muy específico estuviera ocurriendo en el seno de la Totalidad, y su forma de ocurrir fuese eso que algunos hombres llaman experiencia poética, y que se ha hecho particularmente evidente en lo que algunos hombres reconocen como experiencia del haijín.

               Que esa experiencia del haijín tenga que ver directamente con algo esencial que está ocurriendo precisamente ahora en el seno de la Totalidad, y que eso tan esencial que está ocurriendo en el Todo se haga patente en la rotunda sencillez del haiku es lo que, a la postre, quisiera subrayar en las modestas consideraciones que iré desgranando en este espacio.