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shakuhachi

けいこ笛田はことごとく青みけり
keiko fue ta wa kotogotoku aomi keri

 

práctica de flauta

campos de arroz

un verdor que lo cubre todo

Issa Kobayashi

 

Sentado en seiza el maestro de shakuhachi espera a su alumno. Un sencillo té verde sobre el tatami. Llega un señor tan mayor como el propio maestro. Reverencias, apenas un susurro que no alcanzo a entender.

El alumno hace una reverencia al cojín sobre el tatami, como en el zen pienso yo, y se sienta también en seiza frente al maestro. Un pañuelo delante de las rodillas. Despacio, tranquilamente. El maestro examina las partituras y extiende una sobre el cojín, frente a su alumno. Este le corresponde con una reverencia.

Silencio.

El único requisito para estar aquí es que guarde silencio. Miro como el alumno toma entre sus manos el shakuhachi, la flauta tradicional japonesa de ocho pies (literalmente shakuhachi) y se lo acerca a los labios.

Silencio.

Un silencio que se alarga hasta tensar el mío. Por un momento pienso que le pasa algo, que se le ha olvidado tocar, que no ve la partitura….

De pronto ese silencio se rompe, bueno no, en realidad no se rompe. Ese silencio… no sé… De pronto suena un leve viento que no sé cómo ni de dónde viene.

Las notas… las no-notas, no sé… ese sonido de ese viento parece llegar desde las montañas que rodean la ciudad, se transforman unas en otras como deslizándose por el filo de las hojas del bambú.

Un sonido que se hace silencio, un silencio que se hace sonido…

Levemente sinuosas, las hileras de arroz joven recorren el campo recién anegado. En el fondo, o en el cielo, unas pocas nubes se mueven apenas con el viento que sopla levemente. La mochila me pesa cada vez más desde que el sendero comenzó a empinarse. Aún queda un trecho hasta el santuario y el sol a esta hora de la tarde cae de plano sobre los arrozales.

Sentado junto al agua cristalina miro los renacuajos quietos junto a los brotes de arroz mientras bebo agua y como un onigiri. Qué silencio hay aquí. Ahora. Justo cuando el viento mueve un poquillo las hojas verdes del arroz y alivia mi pies recalentados. Me quito el kasa, el sombrero de junco, para sentir ese viento en el pelo aunque sea por un momento.

Shinmai. Así se llama al arroz joven. Recuerdo de pronto. También significa “principiante”. Qué bonito, pienso sin saber por qué. Como el arroz joven. Un principiante en todo. Lleno del verdor de las cosas que comienzan a vivir. Abarcarlo todo con una mirada tan transparente como esta agua que se llena de todo sin aferrarse a nada y sustenta el arroz que será. Ajeno al peso de las cosas o su voluntad, como el viento…

Qué silencio hay aquí. Sí.

Un silencio que se hace sonido, un sonido que se hace silencio…

El alumno ha finalizado. Un nuevo silencio que desde el aire va depositándose sobre todas las cosas. Una reverencia al maestro. Serenidad.

El maestro da la vuelta al cojín y repite algunos fragmentos. En frente, su alumno no mueve ni un músculo. Asiente tan levemente con los ojos entornados que apenas alcanzo a verlo.

El maestro concluye y sonríe. Hace una reverencia a su alumno.

Suena un claxon. Ah, estamos en la ciudad, es verdad. Se me había olvidado. Sobra la ciudad aquí y ahora.

Después de la clase el maestro me muestra su casa. La colección de shakuhachi, las fotografías de sus maestros, ilustraciones de los “monjes de la nada”, los kumosô, esos tan llamativos de la secta fuke con la cesta en la cabeza para no distraerse absolutamente con nada. Caminar y tocar el shakuhachi, y ya está. Por un momento me imagino así. Con un cesto en la cabeza. Pero sin tocar nada. Y dando tumbos a trompicones de aquí para allá.

Al salir de la casa del maestro ya es de noche. Algunos copos de nieve parecen materializarse desde la oscuridad hasta adquirir blancura. Son muy pocos. Quizá los primeros de la nevada que vendrá.

No hay viento y caen sobre mi cara haciéndose nada serenamente. Su sabor es frío y breve.

Boroboro. Pienso de pronto, no sé por qué. Una onomatopeya. Algo que se desmorona, algo que está cayendo, como las lágrimas o el arroz. Qué cosas tienen los japoneses… lágrimas o arroz… Recuerdo a Santôka con sus manitas lamentándose del arroz derramado…

En la serena quietud de la noche parece que los primeros copos han sido también los últimos. No hay viento. No hay nada.

Silencio.

Pienso en el verano que fue, en el que será. En el verdor recién estrenado del arroz joven.

dos

Arrancamos hojas del calendario como si el tiempo fuese algo que se pueda desvanecer… pero el tiempo es memoria… es la urdimbre de la que todo está hecho.

Bajo el orbayu*… paso a paso, de sur a norte, recorro las calles… las observo, las siento… las vivo hasta no diferenciar su pulso del mío; la ciudad es como una sombra de la que no te puedes separar.

Voy camino del Cerro de Santa Catalina –origen de la ciudad de Gijón-, una roca cortada por la mar. Mi primer recuerdo del paraje es de muy niño… allí arriba parecían soplar todos los vientos mientras la mano de mi abuelo apretaba la mía con fuerza. Nunca sé con certeza lo que me lleva hasta ese lugar… quizás no soy más que un péndulo que siempre termina por detenerse en el mismo punto.

Asciendo la cuesta que por tramos llega a ser muy empinada. La lluvia se intensifica, me gusta sentir como cae sobre mí. Una vez en lo más alto, la frontera en la que ciudad y mar comparten silencios, diviso unas gaviotas que flotan en el aire ajenas a todo. En soledad, contemplo la mar… la eternidad. Busco… tal vez tratando de encontrar el paso del tiempo. Doy la espalda al Cantábrico y escudriño entre miles de tejados que parecen achicarse al pie de lejanas montañas. Lo miro todo hasta llenarme… llenarme de nada.

Y así, igual que llegué, regreso con la lluvia resbalando por mi cara, con el sonido de la hierba al ser pisada… He dejado de buscar… el tiempo reposa, adormecido, entre mi mano y la mano de mi abuelo.

Pronto se hará de noche…

mi corazón atrapado

en el vaivén de las olas

 Asturias, donde la tierra siempre es verde.

 

*En Asturias, lluvia muy menuda.

EL CAMINO DE LA SINCERIDAD

Miscelánea en torno al haiku

俳人の山小

No sé quién es el autor de esta preciosa fotografía. Siempre que la veo me hace sonreír con el corazón y me alegra el alma. Me atrapa su curiosa perspectiva, esa desde la que nos observan los gatos, las ranas y puede que hasta las hormigas. Y cómo no, imposible evitar que me evoque al Onitsura niño, que con tan sólo siete años escribió el que, según Blyth, fue “el primer haiku real”:

Koi koi to iedo hotaru ga tonde yuku

 

“ven, ven”, le dije

pero la luciérnaga

se fue volando

 

Fue Onitsura (1661-1738) el que habló de la necesidad de “sinceridad del arte” del haiku:

makoto no hoga ni haikai nashi.

 Sin autenticidad no hay haiku.

Y curiosamente, coincidía con Bashô (1644-1694) en este punto de vista con respecto al haiku, aunque no se conocían. La aparición en el S. XVII de estos dos haijines , “Bashô en el Este y Onitsura en el Oeste”, supuso un punto de inflexión que marcaría el comienzo del Haiku-dô tal y como lo conocemos hoy en día.

A Onitsura se le atribuyen estas palabras:

“Un buen poeta es alguien que puede hacer un verso interesante. 
Un maestro es alguien cuyo verso no suena interesante, pero tiene un sabor profundo.
Una etapa aún más alta es cuando un poeta ha alcanzado lo máximo del arte y su poema no presenta ni color ni fragancia. Sólo en esa etapa se puede acreditar que ha alcanzado la quintaesencia de haikai. “

 

Sora ni naku ya mizuta no soko no hototogisu

 

canta el cuco

desde el fondo del arrozal

y su canto resuena en el cielo

 

Me pregunto si este valiente y original haijin, que optó por alejarse del juego de palabras y de superficialidad, encontró al final de sus días su camino de sinceridad para poder plasmar lo que él mismo describe como la quintaesencia del haikai: un poema sin color ni fragancia.

 

Al despedirse de la vida, dejó para la posteridad su haiku jisei:

Yume kase karasu nosamasu kiri no tsuki

 

¡devolvedme el sueño!

me han despertado los cuervos

la neblina de la luna

 

Mercedes Pérez para ERDH 2018

 

*Fuentes:

– Palabras de Luz (Tomoshibi no kotoba) 90 Haikus Ueshima Onitsura Edición de Yoshihiko Uchida, Vicente Haya y Akiko Yamada.   Miraguano Ediciones.

wkdhaikutopics.blogspot.com

 

TARDE DE FEBRERO

En la tarde anduve con los perros por el área verde en las cercanías del río Isabela.

Me interné por sendas que sólo ahora, en la época de sequía, se hacen transitables. Los matojos conservan sus flores secas y el verdor de la yerba comienza a marchitarse.

Aún así hay espacios de yerba tupida, donde Bu, el galguito joven, parecía flotar en los brincos de su veloz carrera.

Y entre la maleza, qué bueno encontrar una corriente de agua, clara y silenciosa, que deja ver las piedrecitas tranquilas de su fondo.

Ya cayendo el sol retornamos. Acompañados por la brisa.

 

Canto de ciguas.

Los perros, detenidos,

olfatean.

 

El agua clara.

Donde se ve la tierra

y se ve el cielo.

nanakusa

                             七草や黙って打つも古実顔

nanakusa ya damatte utsu mo kojitsu kao

 

moliendo las siete hierbas…

una sabiduría antigua

su rostro en silencio

Issa Kobayashi

 

Sol, nubes, bosque, una montaña…

Kôfukuji. Esta mañana de enero en el templo junto al río Nakajima que atraviesa Nagasaki. Nanakusa no sekku. El festival de las siete hierbas. Daikon, seri… buf.. apenas me acuerdo de ninguna… Masu me lo explicó en su casa, hace días, en Año Nuevo. Y también el kagami mochi, pastel arroz espejo literalmente, ese adorno tan típico japonés que hay en todas las casas y comercios japoneses por estas fechas. Dos mochi redondos, uno más pequeño sobre otro más grande, la daidai, una especie de naranja agria pequeña con una hoja bien verde sobresaliendo.

Sol, nubes, bosque, una montaña…. Eso me dijo Masu que simbolizaba, según él, esos tres elementos. El sol del daidai apareciendo sobre la blancura de las nubes de mochi. El bosque insinuándose en esa hoja solitaria. Una montaña…. Masu tiene teorías, y buenas, para todo. Da gusto escuchar. Da gusto no saber.

“Antes de que los pájaros de China lleguen, arranca las siete hierbas silvestres y ponlas en tu mano….”

A veces, los ancianos canturreaban esa cancioncilla mientras majaban las siete hierbas en torno al siete de enero, tras las fiestas de Año Nuevo. Esa cancioncilla o algo parecido…. Me dice Masu. Retazos de palabras que hablan de retazos de palabras…

Hace pocos días, justo al volver de Oita, Izumi llamó a mi ventana y me invitó a acercarme al templo principal para asistir a la ceremonia de las siete hierbas.

En los templos es costumbre que el siete de enero se invite a todo el que quiera a participar de este “desayuno” especial a base de nanakusa gayu, una especie de gachas de arroz aderezadas con un majado de las siete hierbas de la fortuna.

En esta mañana de enero el templo junto al río aún brilla con la lluvia de la pasada noche. A la entrada todavía los zapatos de quienes me precedieron.

Una señora sentada sobre sus talones guarda silencio frente a un altar. ¿Ora? Descalzo en el tatami siento un pudor extraño, transparente.

En la estancia más al fondo el abad Matsuo san sirve las gachas a los pocos allí presentes. Asistido en todo momento por Izumi san que abre y cierra la olla que permanece humeante sobre el irori, el tradicional hogar japonés excavado en el suelo y con forma cuadrada. A un lado otro recipiente con el arroz, blanco, sin más, imprescindible en toda comida japonesa. Y el té. El té verde. En mi bandeja busco como por inercia el sol. ¿Podría valer el jengibre? No sé….

El sol, el de verdad, el de afuera, deja su luz sobre las plantas del jardín al que está abierta la sala.

La montaña… Ummm… la montaña casi la puedo oler. Siento su presencia más allá del cementerio que asciende por la colina, tras el templo. Buscando el cielo cubierta de árboles y soledad.

Oigo el silencio de la montaña ahora mismo en una mujer mayor que ora o pide frente a kanjis que no sé leer.

El pastel de arroz espejo. Qué cosas. ¿Será todo esto el reflejo de algo tan grande o tan pequeño que no puedo ni tocar? Tan lejano y tan cercano que ni siquiera puedo ver. Imaginar. Tan antiguo, tan presente. Tan callado…

El sabor del nanakusa gayu es soso. No tiene nada de especial. Como la lluvia, o una montaña, como un hoy cualquiera.

El shimenawa, las sogas hechas con paja de arroz, junto al resto de adornos de Año Nuevo se quemarán en breve. Y el kagami mochi se romperá en pedazos para comerlo en una ocasión especial dentro de un par de sábados o domingos. El kagami biraki, la apertura del espejo.

Intento sacar una foto al vapor que exhala la olla. El miedo a olvidar, a perder momentos como este, me lleva a menudo a ejercicios fatuos e inútiles así. Como fotografiar humo. Las sonrisas de los asistentes rompen en silencio el contraluz de algo que no está dentro ni afuera.

Matsuo san posa incluso cazo en mano, sonriente, para que el gaijin tenga su momento no-momento guardado a buen recaudo.

Al salir del templo me calzo con parsimonia. Por un momento pienso en caminar descalzo sobre la hierba húmeda. Cruzar el jardín bajo el sol de la mañana que se abre y tocar despacio las antiguas vigas de madera que sostienen la montaña que no se ve.

Algunas nubes, muy blancas, parecen llegar del mar y buscar el bosque, más allá de la colina cubierta de tumbas de piedra. La luz brilla sobre una lluvia antigua y transparente.

 

nanakusa…

a nada sabe

el aire de la montaña

 

-*-

 

 

 

 

 

UNO

Cuando abres una puerta que da a la calle… es como si abrieras un libro. Cuando abres un libro… estás abriendo tu alma.

Atrás queda mi casa. Camino avenida abajo… Me gusta la ciudad: quizás porque entre tanta gente la ciudad no es de nadie; quizás porque, aunque camino sobre cloacas, por encima de todo solo hay cielo; quizás porque en la ciudad las noches no son más que un recuerdo.

Callejeo… En el devenir de la ciudad mis pisadas apenas se escuchan. Un paso, una letra… cientos de pasos, cientos de letras… palabras, huellas que me siguen y ya nunca me abandonarán.

Me muevo entre las sombras de antiguos edificios salpicados con cemento fresco. Espero al pie de un semáforo… sobre el asfalto, en una grieta, unas hierbas reverdecidas pregonan su silencio. Sin prisa, recorro las últimas manzanas que ocultan el arenal… El viento irrumpe con viveza, por instantes desordenado. En tan caótico ajetreo la vida huele a mar, sabe a mar en este día gris. Alcanzo El Muro, unos de los paseos marítimos de Gijón… las olas del mar Cantábrico se hacen sentir.

A un lado del paseo, la ciudad… Dos operarios colgados de una espejada fachada, en tarea desmedida, se afanan por sacar lustre a un sinfín de nubes grises. Una ventana se abre… ni siquiera así el cielo muestra su azul. Al otro lado, allí, donde la mar aparenta desbordarse por el margen de un folio… el horizonte… un tenso sedal del que prenden infinitos recuerdos. Embelesado, observo a la bruma avanzar… lo llena todo… el tiempo parece extraviado… La voz de una gaviota me saca de la contemplación… un súbito graznido que cercena el sedal y libera mis recuerdos allí donde han sido hallados, donde aún mantienen su nombre…

Camino, paso a paso. Mi piel se humedece:

 

Bruma en la bahía…

del mundo

solo quedan sus sonidos

 

Asturias, donde la tierra siempre es verde.

 

EL CAMINO DE LA INOCENCIA

LA CHOZA DEL HAIJIN

俳人の山小

fotokotori

Hace años, acostumbraba a caminar con mis nietos por la dehesa de Collado Mediano, el pueblo donde vivía en la Sierra de Guadarrama.

Estas caminatas estaban marcadas por las constantes preguntas de los críos, curiosos ante los asombros que nos producían las pequeñas cosas que se aparecían ante nosotros. Todo era fascinante y a la vez natural. La Realidad era pura magia: las aves, las vacas, las flores, los bichos, las nubes, y hasta los guijarros y las rocas gigantescas que se nos antojaban fortalezas. Y digo “nos” porque tenía la fortuna de sentirme con ellos, una niña más.

Y por supuesto, les hablé del haiku, que ya, de alguna forma, nacía de sus observaciones. “Vamos a ver si encontramos haikus en el camino” Y les gustó el juego, tanto, que me apremiaban a anotar en mi libreta todo lo que veían. Estos haikus fueron verbalizados allí mismo, en nuestros paseos, por Rodrigo cuando tenía 6 años de edad.

camino de piedras;

por la curva aparecen

un montón de vacas

 

agachado,

mi hermanito sopla

molinillos de viento*

*vilanos de diente de león

 

mientras hablo con mi abuela

las flores del romero

¡son moradas!

 

viento frío

las moscas quietas

en las flores del romero

 

huele a hierba

por el camino

dos pajaritos verdes

 

No deja de asombrarme la capacidad de conectar con lo que ES de los niños que miran el mundo con sus ojos puros y sin pretensiones.

No sé qué de todo esto que compartimos en la edad de la inocencia, habrá hecho mella en su alma. Espero que algo resuene en ella con la suficiente fuerza como para eclipsar o al menos compensar, la aparición de los Pokemons en sus vidas.

Es mi deseo esperanzado que recuerden con cariño a esta abuela rebelde, que mientras el mundo les empujaba a mirar la pantalla de un móvil, ella les invitaba a observar ese otro mundo que latía, vivo, en las briznas impregnadas de rocío o en las boñigas humeantes de las vacas.

Mercedes Pérez para ERDH 2018

AÑO NUEVO

La mañana del día de Año Nuevo es de puro ocio, de un no hacer, ni siquiera pensar.

Me levanté con el sol ya alto, pero aún ascendiendo por los cielos del este, y ahora cantan y revolotean las ciguas, distante se oyó el pájaro bobo, sopla una brisa fresca, ha llegado un colibrí. Todo sobre un gran silencio de los humanos que descansan de sus fiestas, sus afanes y sus máquinas.

El tiempo tiene el encanto de una primavera, de un primer día del mundo, de un transcurrir ilusionado. Nada ha sucedido en el año. Todo es expectativa. La rueda de la fortuna comienza un nuevo giro. A mis pies, como una extensión de mis extremidades, se ha acomodado el perro. Silencio y ciguas acaparan la atención.

Cielo del primer día.

¿A quién le gusta

el té de tilo?

 

Silencio y ciguas.

De repente el ruido

de un motorista.