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Notas primaverales

Llega calladamente, como si no quisiera perturbar el sopor de las cosas. No se sabe de dónde viene ni a dónde va, pero está ahí, detrás de la niebla, como ruborizada por su propio esplendor. Al fin la primavera se decide y lo llena todo con su luminosa alegría. No se hable más -dice Buson-; es preciso vivirla. Unas notas dispersas, rescatadas al azar, dan fe de ese milagro.

Se ensancha la luz y despiertan los arroyos… Aún chorrean las canales, y el verdín de las tejas rezuma humedad, pero ya están ahí las golondrinas… ¡Qué maravilla verlas volar, raudas, graciosas, con quiebros y giros repentinos, subiendo y bajando como si crearan el espacio!… Un chillido ensordecedor sobrevuela las calles: es el “tsuit-tsuit-tsuit” que celebra la vida… También las crías ensayan la delicia del vuelo, prestando al lenguaje popular la metáfora del crecer, cuando se dice de un niño que “ya va volarguero” trasponiendo el andar al volar, y el balbuceo al canto…

Los niños chupan los carámbanos goteantes de luz, y ya todo verdea y se rebulle, en el tiempo de las semillas voladoras y de los tiernos brotes: los del sauce -que aquí llaman “musigatitos”- se asoman, curiosos, sobre las torrenteras, junto a las blancas sombrillas del “cirimomo” en flor, los alisos, los fresnos, los endrinos… Una luz líquida resbala por los aleros que vuelan y se quiebran sobre las hondas callejas en zig-zag. A media mañana, la claridad va avanzando por los “pozos de luz”, penetra en los  patios de tierra y, de pronto, se queda como fija, creando islas de “sol-solito” para los gatos que se ovillan envueltos en su tibia pereza… A lo lejos, sobre los prados de la orilla del río, la ropa puesta a solear es otro signo primaveral. Pero es en las solanas de madera labrada donde el deshielo se hace más vivo: en los hilos de aguanieve, en el suave chorrear de la ropa tendida… Suena ya por los campos el canto del herrerito, el “chichipán” alegre, insistente, en la fragua del aire…

Entre marzo y abril, empieza la floración de los cerezos: una explosión silenciosa de luz alada… A lo lejos, la arboleda se descompone en amplios rodales color ceniza, como la luz del cielo cuando empieza a romper el día, pero esa claridad lechosa se convierte, al acercarnos, en una blancura cegadora que parece restallar contra el azul y se hace aún más intensa en los días oscuros de niebla baja. Esa blancura tónica se matiza con algún toque rosado, que revela las diferentes variedades de cerezo o la presencia de otros árboles –el manzano, el melocotonero- entreverados en el paisaje. Todo lo llena esa presencia real, esa fiebre inmaculada, como si, de repente, se creara otro mundo que prevalece sobre los prados verdes, las aguas claras, el canto de los pájaros…

Mientras dura la floración de los cerezos, no hay ojos para las otras flores, sobre todo para las que brotan, humildes y anónimas, a ras de tierra, en los bordes de los caminos y de los regatos, al pie de las paredes o en las fincas abandonadas. Las barreras de los montes rebrillan con las hojas nuevas del roble melojo, y en los prados se van encendiendo las flores del botón de oro. Hay tantas flores que casi no se pueden nombrar: los alfileres color violeta, el malvavisco –algo más pálido que la malva-, la flor blanca de la cañaheja y de las sombrillas del cirimomo, la flor rosada de la zarzamora o del trébol silvestre que los niños suelen mojar en el agua para luego chuparla, la flor color tabaco de la juncia… La naturaleza cumple su ciclo inexorable, pero en las zonas altas, apenas hay testigos del milagro, y abajo no se le puede poner nombre a ese exceso floral que se despliega, desde marzo hasta bien entrado el verano, con exacto desorden.

Pasan los años. Las abejas construyen su colmena en la fachada de la casa vacía, y las golondrinas regresan al antiguo nido en una esquina de la solana. Ha vuelto la primavera.

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Cantar y contar

En su viaje por las tierras del norte, Bashô acaba de cruzar el paso de Shirakawa, deslumbrado por la blancura de los espinos en flor. En la posada del río Suga alguien le pregunta cómo se ha sentido al atravesar ese paso, uno de los tres más famosos de Japón y el favorito de los poetas. Bashô responde: “En verdad, desasosegado por viaje tan largo y el cuerpo tan cansado como el espíritu; además, la riqueza del paisaje y tantos recuerdos del pasado me turbaron e impidieron la paz necesaria a la concentración.” De pronto, una imagen campestre le inspira y le devuelve al origen: “plantando arroz, / cantan: primer encuentro / con la poesía”. En otro momento, otro poeta -Raizan- evoca la misma escena: la de las sembradoras de arroz, hundidas en el lodo: en ellas, “todo es fangoso… menos su canto”. Ahí está, bellamente expresada, la esencia de la poesía, el “cantar” y el “contar”, como la define Antonio Machado.

                Aedas y juglares acreditan el uso universal de esa forma de transmisión. La plaza de la Xemáa-el-Fná, en Marrakech (que inauguró, gracias a Juan Goytisolo, la declaración del Patrimonio inmaterial de la Humanidad) es un ejemplo insuperable. De esa plaza (y del zoco contiguo, que es su afluente o su prolongación), retengo en la memoria un bullir de sensaciones: los cucuruchos de mimbre para los madroños cubiertos con hojas; el ciego y los mendigos que gritan el nombre de Allah; los olores (cuero, especias, frutas, hortalizas…), el espectáculo humano de encantadores de cobras, contadores de cuentos, echadores de la buenaventura, aguadores tocando los platillos, mozos con monos al hombro, niños que venden cestos, cafetines, músicos ambulantes, curanderos, escritores bajo negros paraguas, vendedores de frutas y de especias y de piedras para cocinar, para embellecerse, afrodisíacas, para perfumar la ropa…

          Los pliegos de cordel -que aquí, en España, cantaban o relataban de pueblo en pueblo los ciegos- nos recuerdan los pasajes del “Heike monogatari” que en Japón recitaban los biwa-hoshi, monjes ciegos, acompañándose de un laúd tradicional: el biwa. Todos hemos silbado o cantado para acompañarnos o para conjurar el miedo, pero también son parte de nuestra memoria colectiva las nanas, las canciones infantiles, los romances (como el del Conde Olinos, que oí cantar a un niño en Santiago de Compostela), o los relatos y leyendas contados al amor de la lumbre. El haiku evoca constantemente la interacción entre el cantar y el decir: viajeros con voces soñolientas que hablan del frío; voces de gente regando los arrozales bajo la luna de verano; un novicio cantando alegres sutras una mañana helada; la contemplación de la primera nieve, que da un motivo para hablar a padre e hijo… A veces, todo se humaniza. Sôkan, por ejemplo, observa cómo la rana, erguida sobre sus patas, con respeto, recita un poema. Es esa misma rana, que -según Teishitsu- destaca en todo: en canto, en lucha y en artes marciales… Desvelado, en una larga noche, Gochiku acaba confesando: “el agua dice todo lo que yo pienso”. Chiyo-ni, bloqueada al intentar un haiku sobre el cuco, observa el respetuoso silencio de las mariposas durante un rito budista, pero se asombra de cómo el ruiseñor vuelve y vuelve a decir su canto, y no se cansa….

                Antonio Machado evoca la ingenuidad de la canción infantil –“confusa la historia y clara la pena”-; pero su hermano Manuel -recordando quizá a los cantaores del flamenco- dice: “cantando la pena, la pena se olvida”. Y Caballero Bonald matiza, reintegrándolo todo a su verdad más honda: “El cantaor no inventa, recuerda.”

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El tiempo de los dioses

Comienza un año nuevo y renace, contra toda esperanza, el sueño mítico: la armonía de cielo y tierra evocada por Shiki en un célebre haiku. Recordamos la palabra creadora del Génesis, y recordamos la leyenda de Amaterasu: la diosa del sol, enfadada y temerosa de su propio hermano, se recluye en su cueva celeste, dejando al mundo sin calor y sin luz. Ochocientas divinidades fracasan en el intento de convencerla para que salga de la cueva, hasta que Uzume, diosa de la alegría y del baile, inicia una danza lasciva que provoca el aplauso y las risas de los demás dioses. Picada por la curiosidad, Amaterasu entreabre la puerta de la cueva y ve su rostro en un espejo de bronce que habían colocado a la entrada, Deslumbrada por su propia luz, la diosa sale al exterior, los dioses cierran la puerta tras ella, y el sol vuelve a brillar sobre la tierra.

                El día de Año Nuevo ha generado todo un “corpus” poético en el calendario estacional del haiku.  Los poetas valoran el primer sueño -sobre todo, si se sueña con el Fuji o con un halcón-, expresan su alegría, su decepción o su sorpresa. A Yayû no le importa que la gente pise la nieve. Ichiku introduce una percepción sutilísima cuando dice: “día de Año Nuevo / qué lejos me parece / el día de ayer”. Sin embargo, Issa ve que el montón de basura parece el mismo, y Hôrô muestra su desencanto: “tanto esperar, ¿y qué?: / un día más…” El fin de año tiene un toque de quietud y de melancolía: Issa nos ofrece la estampa del gato sentado ahí, como uno más de la familia. Rotsû, el mendigo, expresa su soledad y desamparo, porque todos reciben regalos, pero nadie se acuerda de él.  Y Buson recuerda, nostálgico, al maestro: “se fue Bashô / y yo sigo inmaduro / y acaba el año” … Serenamente se celebra la sucesión de la estaciones -cerezo, cuco, luna y nieve- y se medita en la fugacidad de la vida.

                El tiempo mítico persiste y reaparece en una leyenda muy nuestra: la del monje y el pájaro. Un monje medita en el misterio de la eternidad y en la duración del paraíso, se dirige hacia el bosque y de pronto escucha el canto de un pájaro junto a una fuente, pierde la noción del tiempo -pasan 300 años- y saborea el tiempo sin tiempo del paraíso. Una versión sitúa la leyenda en el siglo X, protagonizada por Virila, monje del monasterio navarro de Leyre. En otra versión, el protagonista es el monje Dom Ero, fundador del monasterio pontevedrés de Armenteira, que después aparece en la Cantiga 103 de Alfonso X el Sabio. A este tema dedicó el sabio gallego Xosé Filgueira Valverde su tesis doctoral “Noción del tiempo y gozo eterno en la narrativa medieval”. Otras leyendas, como la de “Los siete durmientes de Éfeso” o la de “Margarita la tornera”, ahondan en el enigma del sueño del tiempo o en la amorosa suplantación que la Virgen María hace de la monja raptada.

                Y llegamos a la música, “esa misteriosa forma del tiempo” -como la define Borges en su “Poema de los dones”-. También en los tiempos sombríos es posible cantar. Y aquí está, como un regalo inmenso, en la incomparable voz de Mahalia Jackson, una canción que nos habla de que hay un tiempo para cada cosa, “The green leaves of Summer”, las hojas verdes del verano.

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Gozos del tacto

                La poesía -también la del haiku- refleja y canta las cuatro sensaciones esenciales del quinto sentido: frío, calor, dolor y contacto. La gama del frío es una suma de matices: frío intenso, escalofrío, frescor que llega en oleadas, o ese fresquito delicioso que aviva la conciencia de ser, la suerte de vivir. Imágenes intensas: noches frías y mañanas heladas, para resistir o para iluminarse; gente extraña o solitaria tomando el fresco en las noches de verano, sobre un puente o en la terraza de un viejo monasterio… Tras los últimos fríos del deshielo, la tibieza primaveral se despereza por toda la piel y va buscando ya ese calor que flota sobre las hierbas requemadas, el sopor que hace caer la mano que movía el abanico, el sol ardiente que se desploma en el mar, el insoportable bochorno que presagia el fragor del trueno….

             El tacto es, esencialmente, roce, sensibilidad. Ransetsu se emociona al ver con qué ternura trata a las muñecas una mujer estéril. Y una mañana helada, Issa observa qué tiernamente se lamen unos cervatillos… Hay ternura y hay erotismo. En Sute-jo, Chiyo-ni o Sugita Hisajo, aflora la conciencia femenina de la propia piel: cálida y a la vez recatada, floreciendo como la luna llena o dejándose penetrar por su luz a través de un kimono ligero. Shiki -más intenso- percibe el calor de una escena banal: la de algunos hombres y una sola mujer… Erotismo e instinto, también en el reino animal: Issa, que ha observado a un gato vagabundo durmiendo en las rodillas del gran Buda, lo ve también buscando pareja al anochecer. Y la apasionada y heterodoxa Masajo Suzuki celebra el idilio de dos luciérnagas sobre la hierba.

                Releo a Gabriel Miró, nuestro gran escritor sensitivo, y me sumerjo en un mar de sensualidad. Beatriz y Félix, protagonistas de “Las cerezas del cementerio” viven su pasión incontenible en una especie de intimidad cósmica: “Se miraron, y vieron, dentro de sus retinas, luna, noche, inmensidad; y temblaron recibiendo el recuerdo de la mirada en el claro y vivo espejo del agua de la cisterna. […] Entonces los brazos de Félix la ciñeron. Parecióle que estaban en el templo solitario de un astro, alumbrado suavemente para ellos. Y tuvo la divina sensación de que abrazaba un alma desnuda, alma hecha de luna y jazmines. Y exclamaba: ¡Mirar el cielo y tenerla abrazada, Dios mío!».

                En “Gozos de la vista”, Dámaso Alonso ruega a Dios que se apiade de los ciegos que vieron la hermosura del mundo, y de los que no vieron jamás; pero, de esa desazón compasiva, emerge de pronto la conciencia maravillada del que ve, y pide para los ciegos “esa inundación súbita, ese riego glorioso / -bocanadas de luz, dicha, gloria, colores-“. El poeta celebra el milagro de su propia visión, y en el “Gozo del tacto” afirma aún más su asombro: “Estoy vivo y toco”, “¡Qué alegría loca! / Toca. Toca. Toca.” Su amigo Gerardo Diego lo expresa más serenamente en el soneto “Cumbre de Urbión”, en unos versos memorables –“al beso y tacto de infinita onda”- que culminan en una bellísima aliteración: “una nostalgia trémula de aquellas / palmas de Dios palpando su relieve”. Vuelvo a Miró, a las cerezas del cementerio, evocadas en una atrevida y prolongada metáfora, en un revuelo de sensaciones: “…cerezas, ya grandes, con un brillo tierno, jugoso y frio en su encendimiento de sangre y de brasa…».  Ahí están, genialmente expresados, los gozos de los cinco sentidos.

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Sabor de zen

Una mujer joven vuela, de Madrid a Tokio, el mismo día en que Murakami recibe en Oviedo el premio Princesa de Asturias de las Letras. De pronto, la viajera recuerda un sabor: el del pastel de té verde matcha, que resume y anticipa el de la magdalena de Proust, cuando “el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.” En mi memoria personal, el sabor de las castañas dulces evoca el de un postre servido en la mitad vacía de un erizo verde. Fue en Kioto y en otoño, tal vez acompañado por un espontáneo ikebana de hojas de arce.

En el “Genji monogatari” -el refinado relato cortesano del siglo X- se despliega todo un abanico de sabores, vinculados a las celebraciones rituales o a las veladas íntimas, junto con la poesía, el canto, la música y la danza. (Un ejemplo notable era el festival Gosechi para celebrar la entronización del emperador o los primeros frutos).  Junto a comidas más ligeras -como brotes primaverales, arroz hervido o al vapor, bacalao, frutas y frutos secos- aparecen los manjares más exquisitos: faisán, trucha, venado o jabalí para el año nuevo; tortas envueltas en hojas de camelia; pastelillos de arroz con semillas de sésamo o de amapola, o con los cinco colores budistas (rojo, blanco, negro, amarillo y azul o verde). Y siempre, como bebida por antonomasia, el sake: tan popular que, en japonés, sake es el nombre del “alcohol”…

Sabores y sabores, también en el haiku. Imágenes al vuelo, como esta de Bashô: unos monjes, sorbiendo té en silencio, frente a la muda belleza de los crisantemos. Issa, siempre intenso, se comería la nieve que cae mansamente. Ryôkan siente la suavidad de la brisa, y ve caer unas peonías blancas en su sopa. Kyoshi observa con qué silencio mastica la mariposa su comida… De repente, Hekigodô nos sorprende con una imagen poderosa: la del buey que, en un cruce, camino del matadero, mira por última vez el cielo de otoño. Santôka nos regala una apacible estampa campestre: viento fresco en los pinos; hombre comiendo, caballo comiendo. Su escudilla de mendigo acepta hojas caídas y granizo, pero esta vez hay tallarines, y Santôka recuerda su infancia: “esta es mi ofrenda, madre: me lo comeré todo…” El poeta sabe que ya es otoño porque vuelve a saborear el agua, y siente su delicia y la canta, sintiéndose morir, como si fuera su poema de adiós. (En otro poema de despedida, Shiki pide ser recordado como el que amó los caquis y la poesía).

Hay alguien que bebe solo -anota Bashô- y que no se consuela ni con las flores de cerezo, ni con la luna. Más radical, un poeta anónimo sentencia: si no hay sake, no hay belleza. La deidad sintoísta del sake es también la del cultivo y la cosecha del arroz, y es venerada en santuarios como el de Matsuo Taisha, en Kioto, o el de Oniwa, en Nara. El sake marca las grandes celebraciones religiosas o profanas, la bienvenida a los dioses y el intercambio nupcial –“tres sorbos, tres copas”- entre el novio y la novia. Dulce o seco, caliente o frío, ese “vino” de arroz fermentado acompaña cualquier comida.

Arroz y pescado -síntesis y compendio de la cocina japonesa- encuentran una combinación perfecta en el sushi, sumando mutuamente protección antibacteriana y sabor. Hay detalles de gran sutileza: según un experto, “al prensar el arroz a mano, los granos deberán estar lo suficientemente juntos como para ver la luz de una bombilla a través de los huecos…” El sashimi incluye cualquier alimento cortado en lonchas (sea pescado crudo, verdura o tofu); de ahí la importancia del cuchillo, como dice un refrán popular: “lo más importante es cortar; cocinar viene después”.

El detalle de acunar el cuenco entre la palma y los dedos viene de la costumbre antigua de comer en el suelo. Si tomamos, por ejemplo, la sopa de miso -otra gran joya gastronómica-, podemos comprender a Tanizaki: “desde que destapas un cuenco de laca hasta que te lo llevas a la boca, experimentas el placer de contemplar en sus profundidades oscuras un líquido cuyo color apenas se distingue del color del continente y que se estanca, silencioso, en el fondo. Imposible discernir la naturaleza de lo que hay en las tinieblas del cuenco, pero tu mano percibe una lenta oscilación fluida, una ligera exudación que cubre los bordes del cuenco y que dice que hay un vapor y el perfume que exhala dicho vapor ofrece un sutil anticipo del sabor del líquido antes de que te llene la boca…”

Hay otras historias con sabor de zen. En 1237, el maestro Dogen redactó unas Instrucciones para el cocinero (tenzo) de un monasterio. Allí se dice: “Remangándose es como el tenzo realiza el espíritu de la Vía. Tened cuidado de no confundir un grano de arroz con un grano de arena”. El texto recoge varias iluminaciones o satori: la anciana que ofreció al buda, con un corazón puro, el agua con que había lavado su arroz; el rey Ashoka, ya moribundo, ofreciendo medio mango a un monasterio; el maestro Tozan Shuso, que respondió al monje que le preguntaba sobre el buda: “¡Tres libras de sésamo!”… También el cocinero puede alcanzar su satori poniendo toda su atención en la preparación de la comida, sin perder el tiempo en cosas inútiles.

Ese es también el espíritu de la Vía del té –chadô, chanoyu-, tal como lo expresó Sen Rikyû: “El té no es más que esto: Primero calientas el agua, luego preparas el té. Luego lo bebes correctamente. Eso es todo lo que necesitas saber.” Rikyû perfeccionó la Vía ahondando en los valores del wabi (frugalidad, simplicidad y humildad), con detalles como la puerta baja de la cabaña, que obligaba a todos a entrar agachándose, o la norma, para los samurai, de dejar fuera la espada… Un dicho esotérico lo resume así: “el sabor del té y el sabor del zen son uno” (cha zen ichi imi).

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Fragancias

Tan olvidado como intenso, el sentido del olfato remite inmediatamente al paraíso de la niñez, a la vaharada del heno en los prados, al “cirimomo” que despliega su blanca sombrilla sobre las torrenteras, a un huerto con rosas… Las callejas ciegas y los pasadizos que llaman “pozos de luz” crean hondas penumbras de aromas fuertes y contrarios -el orégano, el mosto, el estiércol, el sudor animal, el incienso, la fruta madura-. Un reino fragante y multicolor se despliega a través de una vegetación escalonada, a uno y otro lado del río. Pero en altas sierras frías, aún se expande el perfume dulzón de los piornos dorados en los que anida el pechiazul, y el cervunal acoge la gracia de la genciana amarilla, la flor verde del eléboro blanco de hojas venenosas, el oro del narciso nival o las flores malvas del azafrán serrano…

En el “Genji monogatari” leemos este verso memorable: “¡qué dulce perfume interior tiene el ciruelo que florece pronto!”. La obra maestra de Musaraki Shikibu está impregnada de fragancias: la del propio Genji o la del joven príncipe Niou; la de las cartas de amor escritas en papel intensamente perfumado; las de árboles y flores emblemáticos: ciruelo rojo, sakaki, naranjo tachibana, crisantemo, flor de asagao, áloe, anís estrellado, laurel, azucena, clavel silvestre, glicina, rosa amarilla, orquídea… El haiku es también una suma de fragancias. Budas antiguos y perfume de crisantemos resumen, para Bashô, la belleza de Nara. De noche, la orquídea esconde su blancura en su perfume (Buson) y en el mercado se mezclan los olores bajo la luna de verano (Bonchô). Chiyôni alaba a la flor de ciruelo porque regala su aroma a quien la corta, un aroma que requiere -para sentirlo de verdad- corazón y nariz, como advierte Onitsura. Hay melancolía de “blues” y olor de lilas en la sensibilidad femenina de Katô Chiyoko, y hay olor de orina y de crisantemos en un poema de Issa. Y aquí volvemos a Tanizaki y a su “Elogio de la sombra”:

“Un pabellón de té -escribe- es un lugar encantador, lo admito, pero lo que sí está verdaderamente concebido para la paz del espíritu son los retretes de estilo japonés. Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shôji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir.”

Habla también Tanizaki de su predilección por el cuenco de laca para tomar la sopa, del “placer de contemplar en sus profundidades oscuras un líquido cuyo color apenas se distingue del color del continente y que se estanca, silencioso, en el fondo… Imposible discernir la naturaleza de lo que hay en las tinieblas del cuenco, pero tu mano percibe una lenta oscilación fluida, una ligera exudación que cubre los bordes del cuenco y que dice que hay un vapor y el perfume que exhala dicho vapor ofrece un sutil anticipo del sabor del líquido antes de que te llene la boca…”

Alguien pregunta qué planta es ésa que nos deja su olor, como un espejismo, y nos abandona precipitadamente, llevándose el secreto. Bashô no pregunta, se abandona a la sensación pura:

aunque no sé
de qué árbol florido,
¡ah, qué fragancia!

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Diecisiete sonidos

Cuenta un mito hindú que el mundo fue naciendo del sonido de la flauta de Krishna. Quizá por eso, Ravi Shankar -el gran músico indio- se atrevió a decir que “el sonido es dios”. Pero existe también el mito de la palabra creadora, el “hágase” del Génesis, y la poderosa energía del silencio. En 1977 las ondas espaciales Voyager partieron hacia los confines del sistema solar con un disco de oro que incluía -entre otras cosas- sonidos de la Tierra, como el aullido de un lobo, el viento, el crepitar del fuego, el latido de un corazón humano, el beso de una madre a su hijo… En ese contexto más cercano, más íntimo, los diecisiete sonidos del haiku (5-7-5) recogen una maravillosa e inagotable secuencia sonora que podríamos resumir en este poema de Gochiku: “larga es la noche: / el agua dice todo / lo que yo pienso”.

Volvemos siempre a los grandes maestros, a lo que ellos buscan. Bashô recoge el grito de una garza que huye asustada bajo el relámpago y el silencio contemplativo de unos monjes sorbiendo té… Buson despliega un intenso y variado tapiz sonoro, lleno de sutileza: el ciervo que brama tres veces bajo la lluvia y después enmudece; el sonido del agua que ahonda el sueño de cada durmiente en cada aldea; voces de gente regando los campos bajo la luna de verano; niños escuchando el estruendo de los canalones en el monzón; la golondrina que abandona, nerviosa, la sala de oro; el ratón que corretea sobre las cuerdas del koto; la lluvia invernal cayendo, silenciosa, sobre el musgo… y esa mariposa confiadamente dormida sobre la campana del templo… Issa ve salir la luna y escucha a un grillo que ha resistido la inundación; se alegra con los gorriones que juegan al escondite entre las flores de té, y con los insectos que cantan sobre una rama que flota a la deriva… Shiki retoma el célebre haiku de Buson sobre la mariposa, sustituyendo su sueño por el centelleo de una luciérnaga; escucha, bajo la luna brumosa, el mugido de una vaca al fondo del establo, y el chirrido de la gran puerta del templo al cerrarse, una noche de otoño…

El arco de los sonidos incluye, expresivamente, el silencio. A veces, con jovial ironía, como Ryôkan, parodiando el famosísimo haiku de Bashô: “un nuevo estanque, salta una rana y… ningún ruido”. Hay aguas calladas bajo la niebla; la belleza de un crisantemo blanco deja sin palabras a la misma flor, al anfitrión y al huésped; se abre el lirio y se escucha un sonido transparente; se está solo y se pasa un día entero en silencio: recogiendo lentejas, viendo sombras de mariposas o contemplando el oleaje que va y viene; entre las nubes se insinúa el mudo centelleo de una cascada… Todo se hace visible en el silencio, pero vuelve también la palabra consoladora: empieza a nevar, y ya tienen de qué hablar padre e hijo; alguien se está lavando los pies y se siente feliz porque hay otra persona que le habla… Volvemos al misterio de lo sagrado (que es todo). Un texto anónimo sobre las 110 vías de meditación dice: «Al comienzo del refinamiento gradual de un sonido, despiértate”. Es toda una llamada a la iluminación instantánea. Pero, entre el silencio y el sonido, hay un célebre koan -enigma o desconcierto- que nos interpela: “¿Cómo suena el aplauso con una sola mano?”

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La luz del haiku

Tan breve, tan abierto en su aparente sencillez, pero qué sorprendente… Hasta en su forma más convencional, el haiku es capaz de abarcarlo todo y de expresar los matices más sutiles. Si, por ejemplo, evocamos la luz, la memoria se enciende con un caleidoscopio de imágenes, que afloran desde todas partes y se imponen, se mezclan y se relacionan, más allá de los nombres que las imaginaron; como si, siendo ya tan nuestras, acabaran por ser anónimas: el pálido centelleo de la escarcha; la niebla luminosa flotando en el aire del embarcadero, y la niebla con llovizna que impide ver el Fuji; el rastrojo que empieza a ennegrecerse con el primer chubasco; aguas turbias fluyendo bajo las flores de cerezo; la marea olvidada entre las piedras, junto a algas verdosas; el color de unos iris un día de lluvia y la emoción al ver de pronto unas violetas en el camino; la sombra de cada cosa, intensificada por la luz del otoño, o desvelada al bajar la marea…

                En los límites del haiku clásico -17 sonidos y palabra o expresión estacional-, no hay límite. Tokugen nos propone este enigma: si nos fijamos bien, no hay nada tan negro como la nieve. Bashô se atreve a hablar del grito, casi blanco, de los patos junto al mar ya oscuro; y Buson -evocando quizá al gran maestro- ve cómo un viento súbito hace empalidecer a las aves acuáticas. A lo largo del tiempo, los poetas de haiku contemplan la Vía Láctea -tenue, pero deslumbrante- y la describen de mil maneras: sobre un mar revuelto, sobre los arrozales, colgada sobre la cima del monte, entrevista por la ventana rota, velando el baile de un borracho, acompañando a la mujer que regresa sola con su fardo de arroz o a la enamorada que acude con el pelo mojado a una cita… ¿Y la luna? Bashô la ve huir entre las ramas goteantes de lluvia, y Taigi asocia la luna brumosa con el chasquido de una red, río abajo.

¿Qué decir de la gran luna llena, de la que un niño se encapricha, y ante la cual se siente peor el mudo que el ciego? Esa luna se detiene un instante sobre las flores para admirarlas, hipnotiza a la libélula, desvela y enmudece a sus contempladores, alumbra a quien lee una carta, ilumina la niebla que gatea sobre el agua, consuela al solitario y recibe la gratitud de quien escribe su último poema: el del adiós… Mokkoku habla de las “gotas de luna” que suben a bordo con la red barredera; observación que recuerda lo que Sei Shônagon anotaba, ocho siglos antes: “En una noche de clara luna, cuando se cruza el río, me fascina ver el agua dispersarse en gotas de cristal al paso de los bueyes”. Chiyo-ni compara la “flor de luna“ (yûgao) con la piel de una mujer al desnudarse (Yûgao es el nombre de una de las amantes secretas del príncipe Genji), pero Chiyo-ni se fija también en el rojo de labios que fluye con las aguas primaverales, en la libélula que persigue su propio reflejo, y en las jóvenes hierbas: en el resplandor del agua entre hoja y hoja…

                Todo lo que brota, florece o se marchita, se llena de luz. Y vuelven a bullir las imágenes. La garza blanca se hace invisible en la nieve, pero la nieve resalta la palidez violeta de la “flor de u” y la esbeltez del ciervo, y su fulgor inunda de quietud la casa… Hay una flor tan blanca, que no deja ver el rocío; dos valles que se alumbran uno a otro bajo el relámpago; una hortensia dudosa que acaba decantándose por el azul… El oro empañado y el verdor fresco avivan la nostalgia de Chora por los tiempos antiguos, un sentimiento compartido por Tanizaki en su “Elogio de la penumbra”, cuando habla, por ejemplo, de la estancia más apartada de la casa, cuyos tabiques móviles y biombos dorados “captan la extrema claridad del lejano jardín”: “¿No han percibido nunca sus reflejos, tan irreales como un sueño? Dichos reflejos, parecidos a una línea del horizonte crepuscular, difunden en la penumbra ambiental una pálida luz dorada… A veces, el polvo de oro que hasta entonces sólo tenía un reflejo atenuado, como adormecido, justo cuando pasas a su lado se ilumina súbitamente con una llamarada y te preguntas, atónito, cómo se ha podido condensar tanta luz en un lugar tan oscuro…”

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El pájaro de fuego

Un cuento ruso, genialmente orquestado por Igor Strawinsky, habla de un pájaro de fuego que aparece a medianoche, iluminando con su fulgor todo el jardín, para robar las manzanas de oro del zar. (Gaston Bachelard recuerda que su abuela llamaba “pájaros del fuego” a las pequeñas fogatas que ella misma provocaba al soplar con una pajita sobre la llama). El fuego está en el origen de todos los mitos. Prometeo escala el Olimpo, lo roba, lo guarda en un junco seco o en un tallo de hinojo, y se lo entrega a la humanidad, pagando un alto precio por su osadía… En otro relato mitológico, la diosa Izanami -que acaba de crear el archipiélago japonés- morirá al dar a luz a la divinidad del fuego. La chispa divina es poderosa y es ambigua. Igual que el monte Fuji -un volcán aparentemente dormido-, sugiere temor y peligro, pero también belleza y quietud. El fuego destruyó Pompeya, pero preservó, al mismo tiempo, sus ruinas bajo las cenizas del Vesubio.

                “Al amor de la lumbre” -bella expresión que remite a la niñez más cálida- se ha contado la historia de la humanidad. Nos lo recuerda Kapuscinski en su libro “Viajes con Herodoto”: “La gente se reúne alrededor del fuego para contar historias. Más tarde se llaman mitos y leyendas, pero en el momento en que se cuentan y se escucha, todo el mundo cree que son purísima verdad, la realidad más real… La luz del fuego atrae y compacta al grupo, libera sus mejores energías. La llama y la comunidad. La llama y la historia. La llama y la memoria”. En el “Alfanhuí” de Sánchez Ferlosio encontramos este pasaje delicioso: “El maestro contaba historias por la noche. Cuando empezaba a contar, la criada encendía la chimenea. La criada sabía todas las historias y avivaba el fuego cuando la historia crecía. Cuando se hacía monótona, la dejaba languidecer; en los momentos de emoción, volvía a echar leña en el fuego, hasta que la historia terminaba y lo dejaba apagarse. (…) Una noche se acabó la leña antes que la historia, y el maestro no pudo continuar”.

El fuego está en el corazón de la cultura japonesa; en los festivales, en la cerámica, en el chanoyu, en la poesía…  En verano, los fuegos artificiales o hanabi (flores de fuego) irrumpen desde las orillas de los ríos, en Tokio, Omagari o Nagaoka; desde los barcos, en el mar de Kumano, o frente a la costa de Mijayima. Fuegos relacionados, como nuestras “fallas”, con ritos de fertilidad y regeneración de la vida, purificación y catarsis, muerte y resurrección… Negro y rojo son los colores que identifican el lacado japonés; el rojo es un color sagrado: el color del fuego, de la sangre y del sol. En la cerámica japonesa se valora especialmente el celadón perfectamente cocido; tan exclusivo, que se conoce como “color oculto” (hisoku): un azul cristalino, similar al cielo despejado después de la lluvia… El fuego es esencial en la ceremonia del té: en el batido con agua caliente; en el sonido del agua hirviendo en la tetera; en el calor de manos y labios al contacto con la taza, en el aroma del incienso y en la cerámica (evocando aquellas tazas vidriadas, blancas o verdes, que -según Lu Yü- resaltan el color ámbar del brebaje); sobre todo, esas tazas rústicas modeladas a mano, cuya belleza, peso y tacto valora el invitado.

Con el toque humorístico, tan vinculado al haiku, Sôkan advierte: “aunque haga frío, / no te acerques al fuego, / buda de nieve…” La imagen reaparecerá, casi idéntica, en otro poema de Bashô: “enciende el fuego / y verás qué sorpresa: / ¡bola de nieve!”. Desde su pobreza alegremente asumida, Ryôkan muestra su confianza y su gratitud: “el viento trae / las hojas suficientes / para hacer fuego”. Y Hakyô -un poeta más cercano, casi contemporáneo- evoca, melancólicamente, las pálidas manos de unos enfermos calentándose sobre un fuego de hojas caídas… Y al final, una bella parábola de la tradición zen: Saliendo a la oscuridad de la noche, el maestro le ofrece el farol encendido a su discípulo, pero cuando éste va a cogerlo, el maestro apaga la llama; en ese mismo momento, el discípulo alcanza la iluminación…

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La canción de la tierra (y 2)

Hace 70 años -el 26 de mayo de 1953- el sherpa nepalí Tenzing Norgay y el alpinista neozelandés Edmund Hillary alcanzaban la cima del Everest, la montaña más alta del mundo -8.848 metros-, conocida por nepalíes y tibetanos como “La frente del cielo” o “La madre del universo”.  Años más tarde, en la Nochebuena de 1968, los astronautas del Apolo VIII – Frank Borman, James Lovell y William Anders- enviaron desde el espacio la primera fotografía de la Tierra, “un maravilloso planeta azul, cubierto con una fina capa de nubes»… Ambas hazañas parecen inspiradas, por su audacia, en este proverbio zen: “Cuando llegues a la cima de la montaña, sigue subiendo”. Meditando sobre esta Tierra fértil y frágil, amenazada por la insensata voracidad humana, apelamos a la sensibilidad que nos transmite una cultura como la japonesa.

                En la tierra, como elemento sólido y fijo, se insinúa una cierta movilidad: la de la arena en la que se bañan los gorriones y la arena rastrillada de los jardines secos que encarna toda la nostalgia del mar. La tierra elemental es también la del lodo fecundo de los arrozales y la que se multiplica, útil y bella, en la cerámica o en la alfarería. La tierra natal estrecha los lazos con la Madre Tierra, aviva la añoranza de ese potrillo que se aleja en otoño bajo la lluvia, y aviva también la amargura del desterrado… Pero cuando se habla de la totalidad de la Tierra, emerge, como símbolo universal, la Naturaleza: divinizada y, al mismo tiempo, integrada en la vida; monte y jardín adentrándose en la casa abierta al verano. El haiku recoge e intensifica el maravilloso caleidoscopio de las estaciones en todas sus facetas: momentos de estación, fenómenos meteorológicos, paisajes, plantas, animales y vida humana.

                El jardín japonés -en sus múltiples modalidades- encarna, reproduce o imita a la Naturaleza: en el jardín de la Tierra Pura, el centro es el estanque, con un puente arqueado que llega a una isla central; en la abstracción del jardín seco, las rocas representan montañas o islas, y la arena blanca, el agua que fluye; el jardín de té, con su camino y sus faroles de piedra, aúna sencillez y sosiego; otros grandes jardines invitan a perderse en el paisaje, pero todos están diseñados para la contemplación, de acuerdo con las seis características esenciales: serenidad, espacio, frescura, delicado diseño, bellas vistas y combinación perfecta entre sabiduría y respeto. Hay jardines para admirar la floración sucesiva de ciruelos, cerezos, iris, lotos, hortensias o camelias, el color de los arces, las diversas tonalidades del musgo, el fulgor de la luna o el resplandor de la nieve… La flor rosada del cerezo dura apenas una semana, y la visión del “atardecer de diamante”, con los rayos del sol refulgiendo sobre la cumbre del Fuji, está reservada a unos pocos días de primavera y de otoño (como el rayo de sol de los equinoccios sobre el capitel de la Anunciación, en San Juan de Orteha). En el fondo de la contemplación late el sentimiento de melancolía por la belleza efímera: el misterioso, el indefinible mono no aware.

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