Aún aprendo

Antonio Machado nos recuerda -a través de su heterónimo Juan de Mairena- algo que oyó decir a un aceitunero sevillano: “Todo lo que sabemos lo sabemos entre todos”. Quizá por eso, Machado decía que la mayor gloria para un poeta es escuchar sus versos en boca del pueblo, como si fueran anónimos. (Anónimo es, según un conocido haiku de Shiki. el autor de un poema magistral sobre la primavera). Bashô acertó a definir en varias pinceladas la esencia del haikai: novedad, inmediatez, ligereza, inocencia, equilibrio entre lo perenne y lo efímero, y, en definitiva, sinceridad. Una y otra vez vuelven a nuestra memoria, iluminándola, sus aforismos: “No sigas las huellas de los viejos maestros; busca lo que ellos buscaron”; “Aprende las reglas y, luego, olvídalas”; “el haikai no está en la letra, sino en el corazón”…

Evocando la difícil facilidad del poema, recordamos a una Chiyo-ni insomne, bloqueada en su intento de escribir sobre el cuco, que, al ver amanecer, encuentra por fin la inspiración en su propio bloqueo. Y recordamos a Setsuko Nozawa, que expresa su desconcierto al recibir de manos de su maestro una nuez, como si fuera un enigma. Pero entre todos sabemos lo que sabemos, y frente a la crispación y a la vanidad, un proverbio yoruba nos dice que “el trato con personas sencillas refresca la mente”.  Sin olvidar la energía de algunos mensajes silenciosos: el de Buda, haciendo girar una flor en su mano; el de la niña que -según Dostoievski- señala con su dedo acusador a quien la ha violado; o el del monje Shisui, que se despide de la vida dibujando en el suelo un círculo, símbolo del vacío y de la iluminación.

En la Academia de Bellas Artes de Madrid sigue abierta -hasta el 23 de junio- la exposición “Goya. El despertar de la conciencia”, junto a las planchas de todos los grabados del genio aragonés, recientemente restauradas. Asombra la intensidad con que el pintor vive la vida en todo su arco palpitante, exaltándola -incluso en sus vertientes más sombrías- y ensanchándola infinitamente con su arte genial, de pie entre un mundo viejo que agoniza resistiéndose y un mundo nuevo que no acaba de cuajar. En sus últimos años, de 1819 a 1828, Goya abraza la litografía, un nuevo recurso pictórico que le permite seguir desarrollándose como artista y que le lleva a un renacimiento personal y vital. La litografía “Aún aprendo”, realizada en 1826 (dos años antes de su muerte) lo dice todo. También Basó aprendió a pintar al final de su vida, ilustrando algunos de sus propios poemas, en la reciente tradición del haiga. También Sócrates y Fernando Zóbel aprendieron a tocar la flauta poco antes de morir. Toda una confesión de humildad y todo un desafío.

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