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Pobreza y simulacro

Comienzo esta última entrega de la serie que iniciamos el pasado enero multiplicando mi sincero agradecimiento a los responsables de mantener abierto y transparente este Rincón de encuentro y reflexión donde he tenido el honor de compartir mis intuiciones y mis perplejidades sobre una de las tradiciones más hermosas y desconcertantes de la experiencia poética universal. Y ese agradecimiento, obviamente, lo hago extensivo, de todo corazón, a los lectores que con paciente indulgencia hayan seguido estas líneas, que en ningún caso se han ido desarrollando para sumar adeptos o críticos, sino para aportar sobre la mesa común aquello que estaba en mi mano por ser objeto de mi continua reflexión personal. Ninguna de las intuiciones que he expresado en el transcurso de estas colaboraciones tiene para mí un carácter definitivo o cerrado, tampoco las que ahora pasaré a compartir. La ‘verdad’ no está en el horizonte del camino que trato de recorrer honestamente, aunque no tengo más remedio que reconocer que el carácter narrativo y explicativo del pensamiento parece inevitablemente abocado a articular afirmaciones (siempre relativas) que parecen auto justificarse en un juego de ‘ideas’ en pugna. Pero la idea es la muerte del pensamiento, como la meta lo es del camino. Valga la obviedad de que, queramos o no, habitamos el lenguaje. Lejos de amueblar ese habitáculo, procuro abrirle puertas y ventanas con la esperanza de salir algún día a la intemperie, o por lo menos poder habitar la transparencia, como a veces sucede en el poema.

Termino estas colaboraciones intentando reflexionar sobre dos aspectos fundamentales: la pobreza como experiencia esencial del haijín, y la cultura como ineludible marco de formación, interpretación y transmisión del haiku.

Si tuviera que determinar lo que a mi entender es la experiencia definitoria del haijín (su condición de posibilidad) no tendría duda de que se trata, en efecto, de la pobreza. Pero si tuviera que determinar a qué pobreza me refiero no dudaría en afirmar que no lo sé, y que lo único que sé es que no me serviría para definirla la lógica de la racionalidad, la noción que la propia racionalidad ha generado. Me enfrento a la experiencia de la pobreza como si en el punto central de lo que importa entender se produjera, precisamente allí, un vacío insuperable. Donde debiera estar la explicación, está el vacío. ¿No es esto, en sí, algo ya significativo?

La pobreza, tal como la entendemos culturalmente, es una realidad que surge a partir de lo que aquí hemos llamado ‘racionalidad extendida’, como parte de un binomio de contrarios, como elemento de una dialéctica, integrante de la solución sintética de una realidad superior. De hecho, no existiría si no existiera la riqueza. Diríamos que tiene que ver con eso que la racionalidad genera en su implacable desenvolvimiento, en su imparable dominio: la inevitable y necesaria consecuencia de su poder. Desde el neoliberalismo (que es la etapa actual en occidente de la civilización que comenzó con el establecimiento de la racionalidad extendida en el Neolítico, y que más que una ideología económico-política es una mentalidad cultural plenamente asentada), la pobreza es estrategia necesaria, inevitable correlato de la depredación, aquello que resulta de haber extraído, robado, apropiado, despojado, saqueado, pirateado, trincado, desplumado… para hacer posible la supervivencia del más fuerte a costa de controlar la supervivencia del más débil. El gran logro ‘civilizatorio’ consiste en establecer las condiciones que permitan una cierta supervivencia del más débil, al que el más fuerte necesita como esclavo. Y esto solo ha podido conseguirse anulando la capacidad de respuesta del más débil; bien por la fuerza, como hasta hace poco, bien por la persuasión y el engaño, haciendo que el más débil asuma la lógica del más fuerte, como ponen en evidencia nuestras sociedades ‘avanzadas’ del siglo XXI: la gran masa consumista que consiente y proclama su derecho a ser manipulada y sometida, y que mantiene la esperanza de alcanzar algún día el poder de manipular y someter.

Desde las tradiciones espirituales, configuraciones de sentido desde la racionalidad extendida (que lógicamente comienzan a aparecer como consecuencia de los grandes asentamientos productivos, para gestionar sus contradicciones y sus expectativas), la pobreza también aparece como estrategia necesaria, inevitable correlato de la relación del amo con el esclavo, del rey con el súbdito, del creador con la criatura, del todopoderoso con el menesteroso, del Absoluto con el contingente, del santo con el pecador. Todo lo existente, precisamente por serlo, ha de guardar una relación de sumisión indiscutible con respecto a Aquel-aquello que lo ha hecho posible, de manera similar a como el menesteroso ha de suplicar la ración de cereal que ‘pertenece’ al soberano, al dueño (aunque la haya cultivado él mismo). La pobreza, entonces, es signo definitorio de que la criatura ha reconocido su identidad, su limitación, su contingencia; primera aceptación de un rol social que hará posible la paz política, y primera autoconciencia de ‘hijo pródigo’ que abre el camino del reencuentro con aquella realidad superior de la que depende su propia existencia.

La interdependencia de estas dos formas de entender la pobreza, la política y la espiritual, ha establecido en la historia una mentalidad ambigua y paradójica: en el origen de la civilización, el poseedor de la producción buscó la legitimación divina de su estatus, se elevó a sí mismo aupado por el fervor y la necesidad de los súbditos. Y la pobreza se constituyó en una manera de pertenencia, de integración. El pobre estaba lógicamente integrado en la racionalidad extendida; su papel era tan importante como el papel del rico. Una mentalidad así construida a través de milenios, en mi opinión, ha permitido de manera imperceptible la posibilidad de que el pobre también llegue a concebir una legitimación divina para su estado, que gracias a ello podrá ser asimilado como una opción voluntaria frente a la riqueza: rebelión silenciosa, decisión libre frente al poderoso, virtud teológica que marca a los ‘elegidos’ de abajo. En esta dialéctica puramente histórica, la riqueza se materializa (como escándalo de la desigualdad económica) apropiándose de la ley que la autorice, y la pobreza se espiritualiza (resignación heroica o virtud contestataria) como revolución silenciosa frente al sistema. El cinismo político del que utiliza el poder para acrecentar su riqueza convive y coexiste con el heroísmo espiritual del que asume como virtud o ‘valor’ la no reivindicación de lo que le ha sido negado y, por supuesto, la lógica del derecho que tiene el rico a serlo. En mi opinión, las tradiciones espirituales, lo sepan o no, parecen diseñadas, como he dicho, para gestionar y procurar larga vida a la racionalidad extendida, que se desarrolla en la historia como un auténtico enfermo con salud de hierro.

Sirva esta torpe introducción para marcar distancias y dejar claro, en la medida de lo posible, que también en esta ocasión tengo que utilizar el concepto de ‘pobreza’ de manera impropia. La aparición de la pregunta como pregunta (la conciencia poética) no supone una ‘carencia’ con respecto a la pregunta como respuesta (la racionalidad) sino todo lo contrario: supone la posibilidad de salir del círculo de la facticidad. Pero en la medida en que lo fáctico nos coloca en un saber-a-qué-atenernos permanente, salir de ahí conlleva inevitablemente una experiencia extraña e imprevista. Solo en este sentido podemos decir que la experiencia poética es una experiencia de pobreza radical. Pobreza (poéticamente hablando) sería el estado existencial de la pregunta como pregunta, dado que aparece como contradicción insuperable en el estadio de la supervivencia biológica diseñada para responder. En este sentido, los pobres (poéticamente hablando) no pertenecen a la categoría política ni a la espiritual (creadas por la racionalidad), pero, como antes dije, no sé dónde están, qué insuperable vacío o territorio transparente habitan. En rigor, parecen invisibles. Ni aceptan el disfraz que les ofrece el consumo para acceder a la fiesta de los satisfechos, ni se privan de lo que necesitan para acumular méritos virtuosos. Diríase que habitan un no-lugar en el extenso mapa de este mundo. Los pobres (poéticamente hablando) son nadie: su identidad ha sido liberada de la identidad racional asentada en las lógicas motivaciones supervivientes del ego, sean esas motivaciones políticas, materiales o espirituales.

Desde el punto de vista poético que aquí mantengo, pobreza es el estado de lucidez que se adquiere en la experiencia del no-saber, y que permite la asunción de la pregunta como pregunta. Cuando la pregunta por el sentido surge (este es el primer movimiento de la conciencia en cuanto tal) hay que reconocer que nos encontramos en un territorio donde reina la razón. Ese territorio está marcado por la ley de la supervivencia y del poder de las respuestas adecuadas. Por eso, cuando surge la pregunta la razón piensa que es una cuestión entre otras que está obligada a responder. La experiencia de reconocer que no es una pregunta ‘respondible’ es a lo que yo llamo pobreza, por eso la pobreza es una experiencia que implica el reconocimiento de que ha surgido la conciencia como algo nuevo y no previsto en el orden de la existencia fáctica racional. Algo nuevo que no parece encaminado a empoderar al hombre en su lucha por la supervivencia. Algo nuevo que es para otra cosa. En rigor, pobreza es el reconocimiento del sin sentido. El reconocimiento de que la aparición de la conciencia (la aparición de la pregunta) no tiene sentido desde la racionalidad del mundo fáctico. Y sin sentido quiere decir, básicamente, que ese algo nuevo ha quedado abierto sin camino prefijado, que puede realizarse o frustrarse. Se ha inaugurado la posibilidad pura. Y la única manera de verificar esa posibilidad es a lo que hemos llamado aquí libertad y amor. En este sentido, pobreza sería algo así como la deconstrucción de lo que ya se sabe, ya se es, ya se tiene… para que en ese solar vacío, sin sentido, pueda verificarse la experiencia de salida, la experiencia no estratégica: la libertad para amar. Pobreza es no-lugar, desfondamiento del territorio que ya habíamos conquistado, salida de lo que ya sabíamos hacia el no saber. Si la construcción o creación de sentido es la mayor riqueza de la racionalidad, su meta conseguida; la apertura hacia el sin sentido sería la gran posibilidad de la conciencia, pobreza radical desde la perspectiva de la racionalidad fáctica. Así como el sin sentido es la experiencia de la conciencia que ha salido del círculo cerrado de la facticidad, la pobreza es la experiencia de que efectivamente nos hemos desasido de la riqueza del saber, de la riqueza del poseer, de todo aquello que hemos ido añadiendo a la pura pregunta como pregunta. Pobreza sería la verificación de que no estamos utilizando la pregunta como estrategia para alcanzar respuestas alternativas. No es salir de un lugar para entrar en otro, desnudarse de un ropaje para vestirse de otro. Es quedar desnudo. Quedar afuera. Pobreza y libertad son sinónimas. No puede darse la libertad sin pobreza. Si libertad es la condición de posibilidad del amor como experiencia existencial y biográfica de mantenerse en la pregunta, en la identidad abierta, en una relación posible y nunca estratégica con los demás y con el mundo, entonces la pobreza es la condición de posibilidad de la misma libertad. La libertad (poética) solo es posible desde la pobreza, de igual manera a como el libre albedrío (racional) solo es posible desde la riqueza, puesto que es mejor elegir entre una gran variedad de alternativas.

En mi opinión, es este estado de pobreza (poética) el que hace posible la experiencia del haijín. Lo existente alcanza la palabra (estadio de la conciencia) cuando el haijín ha propiciado un vaciamiento radical, se ha vuelto transparente, por decirlo así. El haijín puede ser más o menos consciente de esto en la medida en que se encuentre más o menos inmerso en una tradición determinada que le provea de interpretaciones, pero la experiencia de la conciencia está ahí. En ese estado, el haijín no es ‘autor’ del haiku, sino haiku en sí, estadio de la conciencia de aquello que hasta momentos antes había permanecido en el estadio de la naturaleza o de la vida. Para que eso que estaba ahí fuera (realidad fáctica), ahora haya accedido al estadio de la conciencia (haiku-palabra), se ha producido una determinada experiencia poética (haijín), que es necesariamente una experiencia de pobreza. En mi opinión, es esto lo que está sucediendo en el haiku, aunque la racionalidad tenga todo el derecho a establecer las interpretaciones que manejamos en nuestras tradiciones culturales. Vincular la pobreza del haijín a determinadas experiencias espirituales es tan legítimo como creer que se trata de un escritor avezado en la tradición, un orfebre especializado en tres versos de 5-7-5 sílabas. En la medida en que la tradición cultural es un poderoso instrumento de la racionalidad extendida, la posibilidad de pensar de otra manera se vuelve casi imposible. Las formas de transmisión de la cultura son, en efecto, la herramienta más poderosa de la racionalidad para mantener el imperio de sus interpretaciones. Sometido a los procesos culturales de la historia, el haiku continúa su curso en occidente. Porque la racionalidad es la encargada de asimilar y orientar (en orden al mantenimiento de su propia supervivencia), la creatividad y las experiencias novedosas (algunas de ellas experiencias genuinas de la conciencia) que han ido surgiendo aquí y allá a lo largo del tiempo. Ese proceso de acomodo permanente siempre ha estado dirigido por las elites, o más bien podríamos decir que se han convertido en elites aquellos grupos que han sido capaces de disponer los recursos culturales en beneficio propio.

Los líderes tribales, la jerarquía religiosa, el mando militar, el gobierno político, el poder económico (y, por qué no incluirlos, la autoridad universitaria y el canon académico)…, se han ido superponiendo en la historia, todos ellos obligados al control de las formas de la cultura para mantener su estatus de dominio. Lo que esto implica, dicho brevemente, es que todo lo que llamamos cultura (eso que nos ha legado la tradición y con lo que hemos construido nuestra identidad) es ya una realidad manipulada y conformada por los diferentes poderes, sobre elementos originarios que en muchos casos no han desaparecido del todo, pero se encuentran (protegidos pero olvidados) en capas muy profundas del acervo, no reconocibles en la superficie, y que exigirían de una indagación radical para ser mínimamente valorados, recuperados y activados.

Cualquier intento honesto de formular la pregunta por la identidad del hombre en el mundo tiene que contar, necesariamente, con la dificultad (o acaso la imposibilidad) de verse obligada a desmontar la manufactura (tantas veces descarada y burda  manipulación), de esa especie de ‘paquetes culturales’ (ideas, creencias, dogmas, modelos, pautas, modas…) que utilizamos con toda naturalidad como instrumental para interpretar lo que nos rodea, incluso como alfabeto obligado para ‘decir’ o preguntarnos quiénes somos. La novedad del siglo XXI en este proceso ancestral tal vez la constituya y resuma lo que hoy llamamos ‘globalización’, que no es otra cosa que lo que el siglo pasado definió como ‘cultura de masas’, ahora impulsada hasta el trastorno por las nuevas redes tecnológicas. La capacidad de desempaquetar y profundizar se ha vuelto obsoleta porque la masa no tiene tiempo que perder: engulle y digiere como puede, porque el siguiente paquete ya está en la puerta. Esta impotencia para desenvolver, descifrar y discernir (cualidades que requieren paciencia, sosiego, perspectiva y soledad) es ya congénita en la sociedad de consumo. No solo paraliza la capacidad crítica sino que directamente predispone a remar a favor de la corriente. Sin embargo, la conciencia que solemos tener de esta realidad es sumamente débil y contradictoria. Porque creemos, efectivamente, que este es el mejor de los mundos posibles, y que si hubiese habido otras alternativas superiores las habríamos seguido. Es decir: confiamos en que nadie ‘nos ha traído’ hasta aquí, sino que hemos ido llegando por la naturaleza de las cosas. Este ‘conformismo identitario’ es lo único que puede explicar que nuestra civilización se muestre extrañamente inoperante mientras se encamina al colapso.

Lo que quiero decir, obviamente, es que el proceso de asimilación del haiku en occidente ha sido, necesariamente, un proceso ‘cultural’, no exento de los avatares correspondientes. Y lo que debiéramos preguntarnos es si hemos hecho el ejercicio necesario de desempaquetarlo y desentrañarlo para intentar enfrentarnos honestamente a lo que aparezca bajo todas las capas de la cebolla. En mi opinión, el haiku ha sufrido desde su propio origen un doble embalaje típicamente cultural: el religioso-espiritual y el literario. Y ha sucedido así, con toda naturalidad, porque la experiencia genuina de los primeros haijines nace ya avocada a la interpretación racionalizadora (espiritual-literaria) de su momento histórico. Lo mismo, por ejemplo, que la experiencia genuina y desconcertante (poética) de fray Juan de la Cruz en la cárcel conventual de Toledo nace ya sometida a la interpretación religioso-teológica (racional) del propio autor de Cántico espiritual, como ya he comentado en otras ocasiones.

La necesidad de ‘desempaquetar’ de su interpretación cultural estas experiencias de la conciencia poética, que busca abrirse paso a durísimas penas para salir del sacrosanto contexto racionalizador de la cultura, es la apasionante tarea de los que intentamos dirigirnos al poema, sin saber, ciertamente, a dónde vamos.

Por eso el escándalo que hoy día nos produce la banalización del haiku, que ha llegado a convertirse en moda literaria para mayor gloria de artesanos lingüísticos y pseudo místicos urbanos, no es más que una consecuencia lógica de la asimilación ‘cultural’ que hacemos de todo lo que llega a nuestras manos, venga de donde venga. Porque la cultura no dejará de engordar y ampliar su círculo, un círculo cerrado cada vez más amplio y cada vez más cerrado.

Por lo tanto, la frivolización del haiku y la perplejidad que esto nos causa a los que nos hemos acercado a él con toda la desnudez que nos ha sido posible (conscientes de que nos encontrábamos ante una tradición –cultural/literaria– que mana de una experiencia desconcertante –genuinamente poética– que merecía y requería ser rastreada), tenemos que reconocer que es inevitable tal trivialización, pero que este mismo fenómeno nos invita a reflexionar sobre nuestra propia manera de entender qué significa tener la experiencia de haijín y, a partir de ahí, si eso puede ser o no transmitido. Porque el haiku como forma literaria podrá ser construido como simulacro, podrá mantener una formalización verosímil, podrá ser estandarizado y consumido (porque solo lo que es simplificado y esquematizado puede ser difundido por las empresas culturales con garantías de que será captado por la masa)…, pero la experiencia de haijín no.

El haijín no se encuentra entrando en la cultura sino saliendo de ella. No se encuentra entrando en la respuesta sino saliendo hacia la pregunta; no se encuentra entrando en la naturaleza sino saliendo hacia la conciencia; no se encuentra entrando en la literatura sino saliendo hacia la poesía; no se encuentra entrando en el lenguaje sino saliendo hacia la palabra; no se encuentra entrando en la identidad de su yo-mismo sino saliendo hacia el nadie pleno, ese ‘nadie’ que no sabe a dónde va porque encamina sus pasos hacia un horizonte abierto, desconocido, liberado de la racionalidad que lo sometía a los caminos, siempre orientados, del ‘saber’. A mi juicio, la experiencia del haijín es la de alguien que se encamina hacia una identidad paradójica que ya no se encuentra propiamente en el ámbito de la vida (biología-supervivencia-cultura), sino en el ámbito de la conciencia (es decir, en un nuevo estadio de la existencia que se ha abierto en el proceso de identidad de la Totalidad). El haijín parece estar realizando una experiencia de tránsito: el haiku no describe la naturaleza sino que la abre (precisamente el asombro es esa incipiente ‘apertura’ de lo que ya conocíamos), la sitúa más allá de sí misma, en la palabra, y este ejercicio, como he insistido en otras ocasiones, supone una apertura radical hacia otro estadio de lo existente. Y esta experiencia no puede ser asimilada por la masa, no puede ser simulada, imitada, falsificada… En rigor, no puede haber haiku sin haijín. Pero precisamente nuestra cultura se asienta sobre la base de la ausencia de rigor, es decir, se asienta sobre “la lógica del como si” de la que hablaban Baudrillar y Safranski. Por eso la trivialización del haiku nos lleva directamente a la pérdida de la experiencia del haijín, es decir, a la desactivación de la experiencia poética (que es la única que nos podría ayudar a seguir avanzando en el horizonte de la conciencia) a favor del enquistamiento, del enroque de la racionalidad, que vuelve a ‘triunfar’ tras convertir el haiku en una forma literaria susceptible de ser transmitida en sus talleres culturales. El triunfo de la racionalidad literaria es este: puede haber haiku sin experiencia de haijín. Es decir, puede haber falsedad ‘como si’ autenticidad. Este es el paradigma que sostiene la gran mentira global de la cultura contemporánea. El paradigma desde el que hemos acogido esta experiencia de la conciencia poética como si fuera un ejercicio, e incluso un juego, con el que mostrar nuestra destreza literaria y subirnos al carro de la última moda.

Es obvio que el haiku no aparece de la nada, exento de toda influencia cultural. Aunque comienza a ser el haiku que conocemos en el Japón del siglo XVII, parece ser que la experiencia poética que lo sustenta viene de mucho más atrás, de una antiquísima tradición china que inspira a algunos poetas japoneses del siglo VI, aunque todavía en el XVI “se escribe algo que tiene apariencia de haiku y no lo es”, en palabras de Vicente Haya. Este larguísimo recorrido podría servirnos como referencia del arduo camino de la conciencia poética en busca de sí misma, un camino tantas veces subterráneo, inapreciable y discontinuo, si bien en la superficie nada aparece fuera de la cultura, fuera de la racionalidad. Pero hay experiencias de ‘salida’ que yo creo que están vinculadas a la conciencia, y experiencias de retroalimentación que siguen vinculadas a lo establecido por la razón. Incluso cuando el haiku pasa de ser un rito pedagógico (por el que el maestro invita a los discípulos a ‘entrar’ en el poema aportando nuevos versos que le obligan a educar su mirada) para convertirse en un signo de la desnuda experiencia zen, por ejemplo, ya está dando un paso hacia afuera, pero diríamos que sigue dentro de la lógica del relato, al servicio de una experiencia más sutil pero aún codificada y enmarcada en el ámbito de una interioridad determinada, de una tradición, de una espiritualidad cultural. Pero insisto en que más allá de sus sucesivas formalizaciones, el haiku muestra a mi entender que se está produciendo una experiencia de salida, y que esa salida continúa abierta, de modo que el haijín no es aquel que queda vinculado a una tradición concreta, sino el que asume la experiencia de salida y la realiza efectivamente en la medida de sus posibilidades, la recorre hasta donde le sea posible, porque el haijín no está instalado, no está limitado, no es un técnico, ni un ungido, ni un sabio, ni alguien que rinde culto a una vía establecida, llamado a engrandecer el acervo de esta o aquella tradición cultural, sino más bien un náufrago que está realizando una experiencia de la conciencia poética en medio del océano de la racionalidad imperante. El haijín es, fundamentalmente, un pobre, un abierto, un desnudo, un exiliado. Y lo es no por necesidad de virtud o ejemplaridad, sino porque sin esa absoluta desnudez no le sería posible realizar el tránsito de la experiencia poética: hacer posible que la naturaleza y la vida alcancen el estadio de la conciencia. Este movimiento de salida de la naturaleza es lo que representa la palabra, que necesariamente queda abierta en sí, sin posibilidad de enrocarse en lenguaje, de definirse en discurso, de constituirse en interpretación, de desarrollarse en tradición. Este cúmulo de ‘imposibilidades’ es, a mi entender, el contenido de la ‘sencillez’ del haiku (su extraordinaria riqueza desde el punto de vista de la conciencia), que nuestra arrogancia occidental pretende transmitir como un paquete cultural.

Protegido por la sencillez, el haiku llegó a occidente para seguir su camino, para seguir abriendo camino más allá de la racionalidad. Y yo creo que lo que legitima esta experiencia poética no es la ‘niponidad’, ni la ‘orientalidad’, ni la espiritualidad, ni la sensibilidad, ni la habilidad retórica… es la pobreza. Al margen de todas las aventuras literarias a las que parece darnos derecho nuestro estatus cultural, sin experiencia de haijín no hay haiku. Y sin honesta pobreza, me temo, no puede haber haijín.

Poéticas de la espiritualidad

Dicen sus biógrafos que en la última etapa de su vida Basho hablaba constantemente de religión, filosofía y poesía como si fueran uno y el mismo tema. Diríamos que había alcanzado el ideal de María Zambrano, como vimos en la anterior entrega, tres siglos antes de proponerlo la pensadora malagueña. No cabe duda de que oriente y occidente comparten preguntas y respuestas más allá de sus evidentes diferencias. Desde la intuición que mantenemos en estas colaboraciones, si la filosofía y el pensamiento racional constituyen el hándicap más importante que encontramos en occidente para entender el haiku desde el punto de vista poético que aquí proponemos, en oriente podemos decir que tal hándicap viene del lado de la espiritualidad religiosa. Tal como  en capítulos pasados hemos intentado una somera crítica de las poéticas de la racionalidad, hemos de intentar ahora una crítica de las poéticas de la espiritualidad, pues para nosotros ‘razón’ y ‘espíritu’ están impidiendo hacernos cargo de la ‘conciencia’ y, en la experiencia concreta del haijín, desviando la atención de lo que significa la experiencia poética que está teniendo lugar en el haiku.

Es obvio que cada cual asume sus experiencias en base a los códigos que el acervo ha puesto a su disposición, códigos que las distintas tradiciones han ido estableciendo  como garantes de una interpretación coherente y verosímil. Debo dejar claro desde ahora, evidentemente, que toda mi discusión en estas páginas queda referida y limitada a esos códigos heredados y configurados culturalmente, y que en absoluto me estoy refiriendo o poniendo en duda la autenticidad de las experiencias particulares e intransferibles que subyacen más allá de toda interpretación.

Si la racionalidad, como hemos repetido con insistencia, es una cualidad de la vida configurada para propiciar la supervivencia, hemos de reconocer que la noción de ‘espíritu’ con frecuencia parece escapar sutilmente de los dominios de la propia razón superviviente. Porque la noción de ‘espíritu’ engloba a todo aquello no estrictamente material que hace posible la propia vida, como si se pudiera deslindar la materia inerte del aliento o fuerza invisible que la dota de movimiento y que permite su conservación. Diríamos, en consecuencia, que el espíritu es propiamente la vida que late en la materia, y en consecuencia causa esencial de la racionalidad, que es la encargada de posibilitar la supervivencia. Sin embargo, cuando la pura racionalidad del animal superviviente evoluciona y madura, por decirlo así, hacia el logos conceptual gracias a las complejas capacidades (lenguaje simbólico, etc) del cerebro de los homos sapiens sapiens, eso que late en la materia haciéndola viviente comienza a ser pensado como una especie de principio generador o vivificador que termina siendo aislado del principio material. Diríamos que cuando la racionalidad se propone pensar lo viviente entiende que algo ha ocurrido en la materia para que ahora aparezca en ella la vida, y ese ‘algo más’ que supone el principio vital sobre la pura materialidad inerte es a lo que terminamos llamando espíritu: un algo inmaterial y dotado de razón que no deja de ser la manera en que la propia racionalidad está interpretando lo que sucede en eso que experimentamos y llamamos la vida. En el fondo es la propia razón la que se está llamando a sí misma ‘espíritu’, reconociendo implícitamente que la materia carece de racionalidad. No es necesario abundar en las consecuencias epistemológicas de esta primaria forma de dualismo, pero sí subrayar que la propia lógica de aquel principio inmaterial de la vida ha propiciado la noción de un espíritu ‘más allá’ de la vida (no ya de un espíritu más allá de la materia), proyectando la idea de una entidad separada que el racionalismo occidental ha terminado pensando como un poder-otro, sagrado y absoluto, creador y mantenedor no ya de la vida sino de todo lo existente, y que tal principio, obviamente, no puede ser otra cosa que un logos superlativo.

Me permito repetir que desde el punto de vista de la experiencia poética de la conciencia que vengo manteniendo, que intuye la existencia en sí como una pregunta en el seno de la totalidad, se puede decir que la aparición de la vida supone la salida de la materia hacia su propia problematización, es decir, que la vida sería la pregunta que ha surgido en el seno de la materia, de forma similar a como la conciencia es la pregunta que ha surgido en el seno de la vida. En este proceso, que ya hemos comentado en capítulos anteriores, el inicio del despliegue de la existencia (el momento en que surge la energía primigenia) puede concebirse poéticamente como el ‘momento de problematización’, el momento en que se está produciendo la pregunta en el seno de la totalidad. Es esta especie de crisis radical de la totalidad (a eso podríamos llamar ‘nada’ desde el punto de vista poético, pues la totalidad quedaría huérfana, vacía de identidad e impelida hacia una identidad posible de realizar o de frustrar) la que produce el proceso de la existencia, que ya siempre será un proceso de la pregunta (por qué se ha producido una crisis de identidad en la totalidad): la energía primigenia, como decimos, sería la primera forma de la pregunta; la materia, la pregunta que surge en el seno de la energía; la vida, la pregunta que surge en el seno de la materia; y, en el decisivo estadio presente, la conciencia como pregunta que surge en el estadio de la vida (la manera en que la vida no queda encerrada en sí misma sino abierta a un horizonte posible) y el momento decisivo en que se explicita que todo el proceso de lo existente se constituye en pregunta. Podemos intuir, en principio, que la racionalidad religiosa o espiritual se va a caracterizar por no asumir esa sucesiva problematicidad, ofreciendo diversos caminos de sentido, diversos tipos de respuesta, diversas propuestas para no asumir la pregunta como pregunta intentando resolver el estado problemático de la existencia como tal.

Ya hemos dedicado un capítulo a intentar entender el fenómeno de la conciencia poética (la conciencia como pregunta), y no nos detendremos en eso ahora. Lo que sí parece claro es que la racionalidad (que ya hemos dicho que emana de la estrategia biológica) solo puede pensar el proceso de la existencia desde el punto de vista de la vida que le es propio. Esa limitación marca el camino de la filosofía y de la religión. Precisamente estamos intentando hacernos cargo de la conciencia poética y esto conlleva inevitablemente una problematización radical de dicha limitación. Quedarse en lo que se puede entender racionalmente es quedarse en el ámbito de la vida fáctica, superviviente, y esto ha significado, entre otras cosas, la franca estimación del principio vital, valoración que ha tenido un lógico correlato en la desvalorización del principio material. Establecido grosso modo el drama entre materia (impura, corrompible) y espíritu (puro, eterno) como la lucha esencial de lo viviente, las religiones del próximo oriente (judaísmo, cristianismo e islam), que han terminado siendo las religiones de occidente, han proyectado su resolución subrayando la divinización del espíritu y la consecuente demonización de la materia (aunque el islam no presente una dicotomía tan radical) y, en términos generales, como una llamada a un más-allá-de-la-materia donde el Espíritu puro acoja a los ya liberados del cuerpo (fuerza unificante pos-existencia), mientras las religiones del lejano oriente (hinduismo, confucianismo, taoísmo y budismo) se han propuesto desactivar el drama apostando por la posibilidad de salir de la vida no a un más-allá-de-la-materia sino a un antes-de-la-materia, es decir, a un estadio anterior a la vida, anterior al espíritu, anterior a la materia… en definitiva, a una progresiva regresión a la nada originaria (fuerza unificante pre-existencia).

Así pues, tanto la ‘respuesta’ occidental como la oriental proponen un reencuentro con la pura facticidad: occidente en la forma fáctica de un Todo-Uno que reabsorbe lo existente superando la problematización que supone, y en oriente en la forma fáctica de una Nada que obvia lo existente diluyendo igualmente su presencia problemática. La pregunta por la existencia (la existencia como pregunta) queda pues respondida en ambos casos, porque ya sabemos que la racionalidad tiene esa capacidad de responder o, lo que es lo mismo, esa incapacidad para mantenerse en la pregunta, que es lo que nosotros pensamos que sí hace posible la conciencia poética. Lo que me importa subrayar es que en ambas tradiciones el proceso de la existencia no solo resulta oscuro y penoso para el que ha de luchar para sobrevivir, sino que también carece de verdadera significación para la totalidad: desaparecerá por reabsorción en el Uno (Otro) fáctico, o desaparecerá por disolución de su propio espejismo de pompa de jabón en la Nada. Cualquier quehacer del hombre consistirá, por tanto, en transitar uno de estos caminos: huir hacia adelante o huir hacia atrás. Sería interminable pormenorizar la infinita fenomenología en que se concretan estas opciones: desde el heroísmo moral y espiritual como salvoconducto para la ‘salvación’ futura hasta el intento de anular la misma pulsión vital para regresar a la pura indiferencia del olvido. En cualquier caso, la adhesión a un camino, sea el que sea, parece la obsesión de la racionalidad, en franca coherencia con su propio dinamismo de resolución de problemas.

Desde el punto de vista de la experiencia poética de la conciencia, que asume la existencia como pregunta, ya no es sostenible la noción de una totalidad fáctica y por tanto ha de descartarse todo proyecto de reabsorción, reunificación o disolución en el uno-totalidad-nada, puesto que la presencia de lo existente está advirtiendo de que la propia totalidad ha entrado en un proceso desconcertante. Es el estadio de la conciencia poética (que es el estadio actual de la existencia) el que nos coloca en esta tesitura de asumir la pregunta como pregunta. Pero es obvio que el reinado de la racionalidad sigue y seguirá orientando hacia la búsqueda de respuestas, algunas plenamente asentadas en nuestras tradiciones y otras que se desarrollarán en el futuro conforme avance la ciencia y la técnica, o surjan espiritualidades alternativas a partir de nuevos sincretismos.

El hecho de que la tradición del haiku hunda sus raíces en el lejano oriente implica necesariamente que es desde aquellas mentalidades desde las que la racionalidad ha configurado una noción de la experiencia del haijín y, por lo tanto, de lo que está ocurriendo en el haiku. El profesor Rodríguez Izquierdo así lo afirmaba en su estudio imprescindible: “La espiritualidad india, el espíritu práctico chino y la simplicidad japonesa sustenta a una la flor del haiku” (1972, p. 35). La profunda intuición de que nos encontramos inmersos en una totalidad fáctica marca la génesis de los procesos espirituales de aquellas zonas del mundo con mucha más claridad que los procesos abiertos desde las llamadas en occidente ‘religiones del libro’. Estas, que han configurado la creencia en un Ser superior y absoluto (ya sea una realidad personal o metafísica), digamos que han establecido un dualismo que permite una cierta ‘relación’, aunque evidentemente sea una relación de sumisión absoluta que se traduce en la obediencia a los términos de una alianza o mandato divinos. En oriente, sin embargo, la ausencia del componente personalista, la ausencia de un Dios-Otro, hace más palpable la pura facticidad del Todo-Nada en el que nos movemos y existimos.

En lo que coinciden ambas tradiciones, y es necesario recordarlo, es que tanto en oriente como en occidente la escritura poética queda enmarcada en el estadio de la racionalidad, en el ámbito de una determinada manera de comunicar experiencias que requieren de una cierta modalidad de lenguaje que permita ampliar el horizonte de la pura literalidad, lo que entendemos como expresión literaria, tan concienzudamente estudiada por las ciencias del lenguaje. Las experiencias espirituales, sutiles y subjetivas, obligan a algún tipo de distorsión o alternativa al lenguaje convencional cuando intentan comunicarse, porque están lejos del pragmatismo inmediato que requiere la simple intercomunicación social. Pero lo que quiero subrayar es que, en un sentido muy general, en el ámbito de las religiones no puede haber ‘experiencia’ poética sino ‘expresión’ poética de la experiencia espiritual o metafísica. Para la conciencia poética que aquí mantenemos, la palabra (poética) no expresa experiencias ni comunica mensajes a un interlocutor, sino que significa que lo existente ha alcanzado el estadio de la conciencia. Si la noción del haiku como ‘expresión’ poética nos permite pensar en una ‘experiencia’ subyacente que puede ser religiosa, espiritual, estética, literaria, metafísica, o de cualquier otra índole, la noción del haiku como ‘experiencia’ poética nos obliga, a mi juicio, a pensar en el estadio de la conciencia que vengo proponiendo. Este es el sentido genuino del haiku desde nuestro punto de vista, pero es evidente que tal estadio de la conciencia que nosotros concebimos como apertura a la posibilidad de superación de lo fáctico, es entendido en las tradiciones espirituales como un estricto y contundente ‘dar razón de lo fáctico’.

Este dar razón (o como suele decirse impropiamente –porque se confunde conciencia con racionalidad– ‘tomar conciencia’) de lo fáctico está muy desarrollado en las espiritualidades del lejano oriente, las que han determinado la interpretación ‘canónica’ del haiku. Aunque los antiguos textos védicos podemos considerarlos como un intento de ritualizar la propia supervivencia frente a los poderes divinos, la sensibilidad racionalista del hinduismo quedó prefigurada en la noción de ‘samsara’, que comparte con muchas otras religiones antiguas, y que concentra la intuición de que los ciclos de la vida-muerte-renacimiento giran sin principio ni meta, en una primera idea de la manera en que fluye la existencia humana en el general desarrollo de la facticidad de lo existente. Si alcanzamos la sabiduría que nos haga conocer de las leyes que nos vinculan al universo y orientan su incesante despliegue fáctico, entonces podremos liberarnos del proceso, pero no para inaugurar la posibilidad de un camino libre, creativo y desconocido sino para regresar al origen (una especie de nada divinizada) donde nos espera una paz perpetua a salvo de dolorosas reincidencias. Es evidente, desde el punto de vista que mantengo aquí, que la vida en rotación permanente tiene una definitiva connotación negativa en oriente, similar a la connotación negativa que las religiones occidentales expresan con la caída y la expulsión del edén. De cualquier manera, se impone la vuelta al Principio indiviso y pleno, donde se alcanzará la superación de la existencia aparente, la salida del samsara. El hinduismo concibe la conciencia (atmán) como conciencia de la ley de lo fáctico, y la ley de lo fáctico (karma) como la posibilitadora del despliegue de la vida, es decir, de la causalidad biológica. La paradoja se impone: aceptando radicalmente la ley es como podemos superar la angustia de la ley. Lo que se persigue, lógicamente, no es superar la ley sino alcanzar un estado en el que se favorezca su cumplimiento, un estado de no problematización. Esta contradicción tiene que ver, desde el punto de vista poético, con la extraordinaria extrañeza que introduce en lo fáctico la aparición de la conciencia, extrañeza a la que no se le ve sentido alguno desde la racionalidad. Superar la conciencia y conformarse con la pura racionalidad fáctica es entonces el camino del karma que nos garantiza quedar a salvo de la angustia. En un sentido radical, el vaciamiento de la conciencia ha buscado fórmulas prácticas desde antiguo, siendo el yoga una de las más desarrolladas. Pero lo evidente es que la supuesta ‘caída’ tiene que ver con la conciencia, origen de la percepción angustiosa de lo fáctico en las religiones orientales y origen de la liberación desobediente que condena a los padres del Génesis hebreo. En efecto, el espíritu divino no tiene conciencia ni la necesita, simplemente es. La aparición de la conciencia, entonces, se muestra claramente como la gran contradicción en el proceso de la facticidad.

A partir de estas intuiciones metafísicas que configuró el hinduismo, se produjo en oriente, a mi juicio, una paulatina asimilación personalista e histórica que condujo a una especie de traducción cívica, moral y política de estas creencias. Confucio (551-479 a C.) imprimió un carácter divino a la facticidad pura del Cielo, a cuyo orden sagrado debía someterse el hombre. Todo rueda de forma inmutable, siempre idéntica, y mantener el orden constituye la esencia de la responsabilidad moral del hombre, que consiste en aceptar una jerarquía polarizada (cielo-tierra, soberano-súbdito, padre-hijo, marido-mujer…). Lao Tze (VI-V a C.) perfiló esta armonía como una dualidad mística de contrarios, que vendría a ser la primera manifestación existencial de una unidad oscura anterior a toda diferencia (Tao), y que como tal armonía prediseñada desde el origen requiere la no intervención (la doctrina del no obrar) que la proteja de cualquier perturbación, lo que viene a ser otra forma de regreso al un estado pre-consciente. La identidad del Tao se desarrolla en la existencia fáctica de los dualismos en equilibrio, y es ese equilibrio el que la espiritualidad taoísta se propone garantizar, antes de que todo vuelva a la unidad oscura originaria. Esta doctrina del Tao subraya la creencia en la unidad indisoluble del hombre con la naturaleza, que será uno de los aspectos más importantes en la configuración de la mentalidad religiosa china y que influirá decisivamente en los monjes errantes japoneses.

Pero el orden teórico de las doctrinas choca muchas veces con la experiencia del mundo real. Cuando el príncipe Gautama propone su reinterpretación o praxis concreta del hinduismo tras recibir la iluminación, parece claro que su objetivo no es otro que liberar la vida de la propia supervivencia, puesto que la lucha (el deseo) por sobrevivir es la que alimenta el dolor desde el nacimiento de cada hombre y desde el inicio de la vida. Cuando el budismo plantea el nirvana como plenitud posible tras la superación de los esfuerzos de la supervivencia, nos conduce, sin más, a la ‘nada’, que podemos entender que se trata de una facticidad sin desarrollo, que se ha logrado detener y que carece de auto cumplimiento, porque en el fondo el budismo se ha percatado de que el sufrimiento es la manera que el hombre tiene de experimentar el desarrollo de la propia supervivencia fáctica. La envergadura del budismo consiste, a mi entender, en que propone la paralización o clausura de la dinámica de la existencia, pero el hecho de que a la no supervivencia se la considere un estadio superior a la vida conlleva un acto de fe religiosa o metafísica en una divinidad al margen de los procesos de la existencia. Dicho de otra manera, el ‘horizonte último’ al que señala el nirvana sería no solo la liberación del estadio de la vida sino también del estadio de la existencia, y la consecuente religación con el estadio pre-existencial de la facticidad pura, si es que pudiéramos decirlo así. Si el hinduismo proponía la regresión a un estadio pre-conciencia, el budismo directamente propone la regresión a un estadio pre-vida e incluso pre-existencia. Sin embargo, a mi juicio, el ‘horizonte próximo’ del budismo es regresar al estadio de la pura materialidad fáctica en su camino hacia la nada originaria, superada la ficción de la vida encarnada y el sufrimiento inútil que provoca mantenerla. Nuestra pregunta de por qué surge la encarnación de la nada, por decirlo así, no tiene sentido para el budista, que ya ha comprendido (iluminación) que la pregunta surge en el nivel de la existencia y, por tanto, es tan ilusoria como ella. Es obvio que la negación de un significado para la existencia supone, de facto, la negación de que se esté produciendo una pregunta, como nosotros proponemos. Pero también hemos de reconocer que la estrategia budista para negar la pregunta es una forma de ‘respuesta negativa’, por decirlo así. En el fondo, es la problematización de la existencia como tal la que se persigue resolver.

Desde mi punto de vista, es totalmente legítima y lógica la interpretación del haiku desde la tradición budista, en el sentido de que el haijín está teniendo una experiencia radical del estadio de la pura materialidad fáctica, como si tal materialidad pudiese dejar constancia de sí misma, tal vez reivindicando algún tipo de ‘racionalidad’ al margen de la vida. El haiku daría constancia de la ausencia de un sentido más allá del puro fenómeno de la facticidad material, puesto que tal constatación es más radical que la constatación de que en tal fenómeno late un soplo vital. El soplo vital constituiría la propia materialidad del fenómeno, no supondría un estadio diferente. La vida estaría clausurada dentro de la materia. La libélula que revolotea suspendida sobre el agua del arroyo no sería, en sí, un fenómeno de la vida de la libélula, sino un fenómeno de la materialidad fáctica del mundo. De igual manera a como la libélula no tiene conciencia de estar viva, ni de ser libélula, ni de encontrarse levitando en el agua que fluye, así mismo el haijín no añade conciencia a tal fenómeno, sino que explicita la facticidad sin más sentido que sí misma, se hace materialidad con la materialidad, porque el haijín budista ya ha alcanzado esa no diferenciación radical con la facticidad del mundo; es, en sentido estricto, mientras escribe el haiku, lo mismo que es la libélula mientras levita en el arroyo. En este sentido, podemos pensar que el budismo zen, interesado en comprender la naturaleza de la mente, termina desarrollando una especie de mente de la naturaleza, es decir, la manera en que la naturaleza da cuenta de sí misma al margen de las diferencias y oposiciones introducidas por la racionalidad superviviente. Sea como fuere, está claro que toda esta tradición espiritual (que en absoluto pretendo conocer o resumir en estas torpes líneas) conlleva la necesaria facticidad de la existencia, que es en realidad la única intuición que aborta la posibilidad de una conciencia poética tal como nosotros la concebimos. Si la tradición filosófica y psicológica occidental piensa la conciencia como una cualidad de la mente en orden a potenciar la racionalidad de la supervivencia fáctica, la tradición oriental piensa la conciencia como una cualidad de la mente en orden a revertir la supervivencia fáctica. Occidente busca un más allá de la vida, oriente un antes de la vida.

La noción del haiku como constatación de la facticidad de lo existente está muy asentada y tiene, como vemos, una tradición espiritual profundísima detrás. Para el Zen, el “ir por donde no sabes”, que nosotros hemos tomado como lema, es adentrarse en un camino que ya es guía, un camino que ya es Maestro de quien camina. Diríamos que el “no saber” se constituye en Maestro del caminante, en la esencia del camino. Tal identidad convierte el “no saber” en el único saber verdadero, en aquello que nos está enseñando el Maestro para que podamos seguir el camino. Esta tautología sutil creo que queda lejos de lo que nosotros entendemos por conciencia o estadio de la existencia no fáctico. La liberación de lo que ya sabes para alcanzar un saber superior, un estado de mayor plenitud y menor sufrimiento, es ya una ‘camino’ que el budismo predetermina y enseña, con un claro objetivo, muy distante pero no tan diferente al camino de la ascesis espiritual de la mística occidental. La lógica subyacente a la ‘iluminación’ del satori zen tiene que ver con el paso de la ignorancia o engaño en que vive el hombre preocupado por los avatares de la supervivencia al ‘conocimiento interior’ que le permite descubrir que solo existe el instante presente donde todo está siendo creado y disuelto a la vez. Ese ‘conocimiento’ es un momento de no-mente, de no-pregunta, de no-conciencia, de no-diferencia. Suzuki proponía que no existe antagonismo entre Hombre y Naturaleza, entre Dios y Naturaleza, entre Uno y Todo, porque toda diferenciación es una especie de ilusión óptica que hay que corregir, puesto que solo existe la identidad de lo Fáctico. Como podrá entenderse, la aparición de la conciencia de la pregunta que nosotros asumimos problematiza esta unidad panteísta-fáctica. Y lo que decimos es que esta Unidad Esencial es la herencia invisible de la racionalidad que ha quedado a salvo en la espiritualidad oriental a través de la metafísica.

El estadio de la conciencia poética del que nosotros hablamos no significa solamente la salida de la racionalidad fáctica, sino la apertura a una experiencia de extrañamiento radical (la pregunta como pregunta) en el seno de la totalidad. Desde el budismo zen se interpreta el haiku como reconocimiento de la facticidad pura donde no tiene sentido ningún razonamiento o cambio, puesto que todo es como es para siempre. Solo hay que constatar una y otra vez tal identidad fáctica absoluta. El lenguaje queda en suspenso. En sí mismo solo posibilita la perpetua repetición. No hay discurso hacia el saber porque ya está ahí delante lo que se sabe: el sentido ha sido descartado. Esto posibilita al haijín dar cuenta de la facticidad sin más. Barthes (2016) lo define bien: “[En el haiku] reconocemos una repetición sin origen, un acontecimiento sin causa, una memoria sin persona, un habla sin amarras”. Pero lo que nosotros decimos es que esta pura facticidad radical se convierte en sí misma en sentido (origen y respuesta) de sí misma. Si el haiku fuese sencillamente la auto-contemplación de la facticidad, tendríamos al menos que preguntarnos qué necesidad tiene la facticidad de auto-contemplarse. Desde el punto de vista de la conciencia poética que aquí mantengo, la palabra del haiku viene a evidenciar que eso que estaba en el mundo fáctico (la libélula sobre el agua del arroyo) ahora está en la conciencia, y que tal suceso supone un extrañamiento radical en el proceso de la existencia. Porque no se trata de una designación, de un señalar de la razón que dice mediante el lenguaje que ha visto a una libélula sobre el agua del arroyo, sino que se trata de que la libélula que solo estaba en la libélula, el agua que solo estaba en el agua y el arroyo que solo estaba en el arroyo, ahora están en la palabra, y estar en la palabra es estar en otro nivel de existencia. Por eso hemos dicho ya, y repetimos ahora, que lo que sucede en el haiku es el haijín. Que la libélula sobre el agua estaba ya allí desde siempre, pero que ahora está en la palabra y este tránsito, esta novedad, es de tal calibre que nos obliga a asumir que algo extraño, imprevisto e innecesario desde la pura facticidad, se ha abierto camino en el orden de la existencia. Asumir esa extrañeza, y asumir que nos lleva al no saber (pero que nos saca del saber) es lo que yo entiendo por experiencia poética de la conciencia, que el haiku muestra con especial transparencia.

Es cierto que cuando el haijín escribe que la libélula levita sobre el agua del arroyo, la punzada de su pura sensación no necesita pasar por la racionalidad. Diríamos que los sentidos se convierten en la puerta de la conciencia, directamente, porque la conciencia es conciencia de los sentidos: eso que tienen los sentidos es conciencia. El origen del asombro está, a mi juicio, en que son los sentidos en los que aparece la conciencia. Lo que la metafísica budista entiende por unidad original entre el observador y lo observado, nosotros lo entendemos como que la cosa misma ha alcanzado el estadio de la conciencia que somos nosotros. Por eso hemos dicho muchas veces que la conciencia no pertenece al hombre sino que es un estadio de la existencia. La libélula del arroyo alcanza el estadio de la conciencia en eso que llamamos experiencia del haijín. El haijín es la conciencia de la libélula y del arroyo. No es alguien separado que habla de ellos, sino ellos mismos en un estadio de existencia diferente a la pura facticidad material o viviente. Pero tal estadio de la conciencia no es meta ni sentido, es el estadio actual, que permanece abierto. Cuando el haijín Issa dice “bajo la flor de té / juegan al escondite / los gorriones”, está alzando un canto de alabanza inexplicable, el canto de la materia y la vida alcanzando el estadio de la conciencia, y eso significa una apertura radical de la materia y la vida hacia un horizonte imprevisto desde lo fáctico. Desde la experiencia poética podemos afirmar que los propios gorriones que juegan al escondite bajo la flor de té están alzando un canto de apertura desde sí mismos, y que ese canto es Issa.

Las espiritualidades de occidente y de oriente parecen conducirnos hacia el reencuentro o la reabsorción en una divinidad fáctica que nos espera al final de nuestro camino por la existencia, sea ese un camino hacia el futuro o hacia el origen. Desde la experiencia poética, sin embargo, toda la existencia se encuentra jalonada de aperturas. Pensar el haiku desde la conciencia poética que proponemos invita a reconocer que la pregunta está ocurriendo ahora y solo tiene sentido como pregunta. La pregunta no puede ser respondida. Lo abierto no puede ser ya clausurado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Poéticas de la racionalidad (III). María Zambrano, la razón originaria

En el abigarrado devenir de la racionalidad occidental, en el que la filosofía escrita en castellano ha tenido un discreto protagonismo, salvando evidentes excepciones, me parece de rigurosa justicia detenerme, en la medida de mis posibilidades, en aquellos aspectos del pensamiento de María Zambrano que pueden esclarecer la reflexión que vengo manteniendo en estas colaboraciones sobre la experiencia poética como camino al no saber, donde se cifra mi visión de lo que ocurre en el haiku. De nuevo, reconozco el rodeo inevitable que tienen que tolerar los lectores de estas páginas, que tal vez preferirían un acercamiento más directo a la experiencia del haijín, pero ya saben que mi propósito, cuando menos, es el de problematizar lo que ya hemos interpretado de esa experiencia. Para aventurarse honestamente al no saber hay que desatarse del saber reconociendo los lazos que nos atan, ataduras ante las que no somos del todo conscientes porque su persistencia en el tiempo las ha vuelto invisibles.

La enorme problemática de la racionalidad que vive la filosofía contemporánea creo que tiene que ver con el malestar ante lo que he llamado “racionalidad extendida”, y que hoy suele conceptualizarse como racionalismo, pragmatismo, formalismo, estructuralismo, etc. (políticamente como nacionalismo, colonialismo, imperialismo…,  económicamente como capitalismo, neoliberalismo… y sociológicamente como consumismo…) como modos propios y ‘adecuados’ a la indagación de la facticidad del mundo y al modo en que el hombre (más fuerte) ha de actuar y sobrevivir en él. Pero es evidente que para muchos este modo de pensar y de actuar no ha dejado de empobrecer el despliegue mismo de la vida en aras de una eficiencia depredadora y ‘deshumanizadora’. Echar un somero vistazo a la geopolítica del mundo, como suelen llamarla, es reconocer que nos encontramos ante el evidente callejón sin salida de la pugna por el poder, por más que sigamos cavando callejón adentro. Pero echar un vistazo a la geoespiritualidad del mundo, si se me permite el vocablo, es reconocer que nos encontramos ante un debate confuso y desorientado, en mi opinión, que busca la auto afirmación de las diversas tradiciones, y de manera tangencial, y acaso imposible, la fórmula para que cambiemos el rumbo de nuestro modo de pensar y actuar, es decir: de que la humanidad supere la racionalidad extendida y regrese a la racionalidad biológica –diseñada para el equilibrio, no para la depredación sistemática–, de modo que podamos entablar con el  mundo fáctico una relación no autodestructiva, y entre nosotros nos ayudemos a redescubrir otro tipo de experiencias no directamente vinculadas a la supervivencia, que para la mayoría de las tradiciones solo es posible bajo creencias trascendentes. Esta ‘crisis de horizonte’ podría provocar una cierta apertura hacia la conciencia de la pregunta. Sin embargo, a mi modo de ver, las críticas que las diferentes filosofías y espiritualidades plantean a la racionalidad extendida no proponen la posibilidad real de salir de lo fáctico, sino más bien la posibilidad de cambiar el mundo fáctico de la historia que hemos construido por otra realidad fáctica allende nuestras actuales fronteras o, como acabo de apuntar, la posibilidad de un cierto regreso a una racionalidad que nos permita una supervivencia digna y solidaria.

Desde la perspectiva poética que mantengo en estas colaboraciones, no hay alternativa a la depredación racionalista fuera del reconocimiento de la conciencia de la pregunta como pregunta, única que nos coloca en un horizonte no sujeto a la supervivencia biológica (el estadio de la conciencia), y que puede en verdad situarnos en una experiencia diferente a la permanente conquista del mundo. Pero hemos de reconocer que ante el malestar por la racionalidad extendida, origen de las excelsas ‘conquistas’ de la historia y sus más hondas tragedias, no dejan de surgir replanteamientos filosóficos y alternativas espirituales. María Zambrano ha sido testigo de cargo de la racionalidad extendida y sus nefastas consecuencias (la dolorosa experiencia de su largo exilio así lo demuestra), y por eso su testimonio me parece imprescindible, como el de Lévinas, por ejemplo, y tantos otros mártires del siglo XX. Pero más allá de esto, la pensadora malagueña dedicó toda su vida a elaborar una propuesta alternativa, sin caer en el pensamiento teórico y sistemático tan propio de los filósofos universitarios, que conocemos con el ambiguo y paradójico término de ‘razón poética’. Aunque no esté en mi mano sintetizar el pensamiento de Zambrano, ni este sea el lugar para ello[i], intentaré reflexionar sobre el camino que le lleva a su propuesta ‘poética’ que, a mi juicio, en última instancia, es un diálogo crítico con la tradición con intención de proponer una nueva ‘respuesta’. De hecho, Zambrano parte de la convicción de que la poesía, como la filosofía, “nace de la oscuridad y acaba en la luz”. Recordemos, para situarnos, que el sentido de la racionalidad siempre fue el mismo: del no saber al saber. Opuesto al sentido de la conciencia que estoy intentando plantear en estas colaboraciones: del saber al no saber.

Que Zambrano no sale de una noción fáctica de la existencia lo muestra un pequeño artículo (Las preguntas y el preguntar, publicado en Notas para un método, 1989), donde reconoce que son muchas las preguntas que nos hacemos, “cada vez más y más complejas a medida que el hombre va haciendo uso de la razón”. Y afirma que la existencia de la respuesta es la que suscita la pregunta o la inspira, en un pleno reconocimiento de que lo fáctico es como es y aguarda a que la razón dé cuenta de su completa realidad. En esa indagación interrogativa de la razón para que la facticidad responda, dice Zambrano que es conveniente dejar en suspenso la mente unos instantes, precisamente para dar tiempo a la ‘revelación’. Este carácter ‘pasivo’ o ‘místico’ del acceso a la respuesta que tiene el poeta es muy característico de Zambrano, más que el asedio metódico del filósofo (y muy lejos del asedio utilitarista del pragmático), pero ambos se enfrentan con idéntica intencionalidad a idéntico panorama y, además, según propone la malagueña, ambas, filosofía y poesía, han de caminar juntas y complementarias, puesto que tienen la misma finalidad. Zambrano entendió que poesía y filosofía, que habían estado unidas en la tragedia griega, fueron escindidas por Platón y Aristóteles, quizá porque se encontraron con la prioridad de construir la polis más allá de construir a la persona. Pero en el siglo XX es el individuo escindido y angustiado el que necesita reconstrucción, y hay que volver a la unidad de filosofía y poesía para acometer esta urgencia. ¿Es posible tal unión después de los griegos y de que ambas hayan transitado por caminos tan diferentes? Sí, responde la filósofa, pero solo con la ayuda de la religión cristiana, que remite a un origen esencial desde el que es posible volver a entender la filosofía y la poesía como dos remos de una misma barca, cuyo timón religioso (el que religa al origen) garantiza el único sentido de la navegación correcta. El Dios amoroso del cristianismo, principio paternal de la creación, hace que la búsqueda del origen se convierta en el objetivo esencial de la experiencia humana, origen al que estamos llamados como hijos pródigos que han de regresar a la casa del Padre.

Esa “restauración de la unidad perdida”, que podría quedar en pura metafísica del Ser, o en la experiencia del tawhid islámico, tiene en Zambrano este componente religioso y cristiano, porque para ella ese anhelo inherente al corazón de todo hombre encuentra en la doctrina cristiana una argumentación definitiva. Es el Padre el que crea y el que espera el regreso de lo creado, y ese movimiento de ida y vuelta marca la dinámica del espíritu humano, su afán de conocimiento y su experiencia poética. Todo con un mismo objetivo esencial. El impulso o la energía para realizar ese camino de regreso lo entiende Zambrano como una llamada del Padre, que es el que provee de las fuerzas para el propio regreso, por eso el amor filiar del hijo es un amor receptivo, un dejarse alimentar por el deseo del Padre; no es el amor combativo del que cree en sus propias fuerzas, sino el amor confiado en que es la atracción del Padre la que lo conducirá al origen. Esta es la experiencia ‘mística’, no una experiencia del conquistar sino del recibir, que en Zambrano se asimila por completo a la actitud del poeta frente a la realidad, en una versión ampliada y enriquecida por la mentalidad religiosa cristiana de lo que los griegos entendían como inspiración o posesión. El poeta inspirado y poseído por las musas, que hablaba desde el delirio de su elevada imaginación, se ha desvelado en Zambrano como el hijo enamorado que solo piensa en reencontrarse con el Padre, fuente de donde partió la vida y a donde ha de regresar para que tenga sentido este periplo azaroso de la existencia. La búsqueda de la unidad radical de todo lo existente, de su última fundamentación, que es el “venerable” objeto del pensar filosófico, es también, por otra vía “no metódica”, el objeto de la experiencia poética. El “logos lleno de gracia y de verdad” (Filosofía y poesía, 1939), viene a decirnos, no podrá ser dilucidado si poesía y filosofía no entienden su complementariedad esencial. Esa es la apuesta de Zambrano, que para nosotros, como entenderán los lectores de estas colaboraciones, significa un anhelo de armonía entre distintas apuestas de la racionalidad por dar cuenta de la radical facticidad de la existencia. La ‘razón poética’ de Zambrano invita a conocer escuchando, es una razón (que nombra, que asedia, diseñada para saber), pero poética (que escucha, que acoge, diseñada para recibir).

Una primera lectura de su propuesta nos hace pensar que Zambrano construye un ‘relato’ sobre la experiencia poética con los tres ingredientes básicos de su tradición cultural: la creencia en la verdad filosófica (de los orígenes griegos), la creencia en que la belleza es una revelación de contenidos nocionales (del idealismo kantiano), y la creencia en el amor filial (de la ortodoxia cristiana). El resultado es un discurso emocional y entrañable, al que asistimos presos de su ternura, incapaces de alzar la voz con alguna pregunta para no interrumpir la venerable fábula, que además constituye el nervio oculto de nuestra propia mentalidad, el arroyo que riega los campos donde nuestra civilización (la cristiandad, en sentido amplio) ha sembrado las verdades que nos cobijan. Zambrano se nos muestra por completo deudora de la herencia griega y de la idea heideggeriana de la poesía como des-ocultación. Lo que se pro-duce de la poíesis es el camino de lo oculto a lo desvelado, el tránsito de la no-presencia a la presencia. Del no saber, al saber. La verdad ya existe desde siempre, pero está como oculta y ha de ser des-velada; esta es la idea griega de alétheia, que ya vimos. Justo lo contrario a lo que proponemos en nuestra intuición de la poética de la pregunta. La aparición de la conciencia de la pregunta hace que esa verdad que ya es como es, ese ser de la facticidad, haya sido problematizado radicalmente, abierto hacia un no-ser fáctico, hacia un no-saber que solo podrá recorrerse ‘por donde no sabes’. Nuestra propuesta de transitar la pregunta como pregunta, tan lejos de la de Zambrano, cifra lo que nosotros entendemos como experiencia poética.

Si para Heidegger y Zambrano el sentido es el camino, la dirección que toma una cosa hacia sí misma, aquello en lo que queda cumplida y a salvo su propia identidad, su esencia, para nosotros es precisamente aquello que ha sido problematizado con la pregunta y ya no podrá ser nunca más el resultado de un reencuentro con la esencia que lo identifica y lo dirige, sino el desfondamiento radical hacia un no-lugar. Para Heidegger y Zambrano, hay que dejar ser a lo que ya es para que sea lo que va a ser, que es lo mismo que ya argumentaba el hilemorfismo de Aristóteles. Este dejar ser es más efectivo, dice Zambrano, desde la meditación tranquila del pensar, que equivale a la no intervención manipuladora. La actitud espiritual de serenidad y contemplación del haijín encontrarían aquí un importante argumento filosófico, como iremos viendo en las próximas entregas.

Pero esta verdad se ha encerrado en sí misma. La razón no ha hecho otra cosa que pensarse a sí misma, y parece que el ser humano, el individuo concreto que vive su día a día en la historia, necesita una filosofía que le ayude a pensar su vulnerabilidad, sus pasiones, sus dificultades para transitar el devenir. Zambrano, tras esta primera lectura que hemos anotado, critica duramente, como lo hizo Kierkegaar, que la filosofía moderna se haya alejado tanto de la realidad inmediata del individuo concreto. La filosofía se ha distanciado de la vida, se ha convertido en un diálogo entre conceptos, “aspira a una verdad sin destinatario” (Llevadot, 2007). Y el hombre queda doblemente angustiado: por la dolencia que padece y por carecer de la medicina adecuada. Pero Zambrano va más allá porque su crítica se extiende también a la poesía, porque el poeta  parece contentarse con el canto trágico de lo inevitable o con la memoria idealizada de sus propios recuerdos, lugar donde ya solo puede habitar la imaginación. Ante los caminos errados del racionalismo y del romanticismo, Zambrano se propondrá construir un discurso comprometido con la vida concreta, un discurso ético de raíces socráticas y agustinianas, porque para ayudar a que el hombre vuelva a “entrar en realidad” se necesitan textos del calibre de las Confesiones del santo de Hipona, por ejemplo, como después veremos.

Es fundamental entender que el pensamiento de María Zambrano, que pudo quedar atrapado en las aulas universitarias, a la sombra de sus ilustres maestros Heidegger, Husserl, Ortega…, fue forzado por el exilio a salir a la intemperie, y se vio obligado a desarrollarse en la tierra de nadie en la que tuvo que vivir a partir de enero de 1939. Lo que en principio supuso una experiencia padecida, se fue revelando con el tiempo como una experiencia reveladora, no solo del drama político de las dictaduras fascistas y sus millones de desterrados sino de la desnudez ontológica del ser humano. El exilio de Zambrano fue el equivalente existencial del puro ‘ser ahí’ de Heidegger. La introducción en ese no-lugar ontológico podríamos pensar que supone de hecho, desde la perspectiva que estamos utilizando en estas colaboraciones, una entrada radical en la pregunta como pregunta, pero para Zambrano significó una entrada radical en la facticidad de la supervivencia. El hecho mismo de existir es lo único que queda y se impone en su desértica desnudez. El puro hecho de ser se impone. No hay salida. Como decía Lévinas, “se está ahí y no hay nada que hacer, nada que añadir al hecho de haber sido abandonado totalmente, al hecho de haberse ya consumado todo”. Llega a decir Lévinas que la pregunta por el ser no ha comportado nunca una respuesta (Prezzo, 2007). Cuando el ser se revela en su pura facticidad, en su clausura tautológica, todo se abisma y solo queda la pura existencia del ahí. Lévinas se planteó entonces la posibilidad de salir de esa prisión del ser, de la infernal lógica de lo fáctico experimentada por tantos judíos en los campos de concentración. Esa salida o ‘respuesta’, como nosotros diríamos, la encontró Lévinas en el otro-Otro. Nunca un ‘ser para la muerte’, sino un ‘ser para el otro’, un ser abierto a la fraternidad radical, al ‘cara a cara’ que abra a la experiencia ciertamente trascendente del ‘nosotros’, superadora de lo que aquí hemos llamado lógica depredatoria del yo más fuerte.

Ante una tesitura existencial muy similar, salvando las distancias, Zambrano optará por adentrarse en la oscuridad en busca de un nuevo inicio. El exiliado ha sido introducido en la oscura raíz del mundo, su experiencia es la del primer ser que en el pasado fue arrojado fuera, expuesto de golpe a la intemperie, sin fundamento ni puntos de referencia (Delirio y destino, 1953-1989). Y es ahí, en el origen, cuando aún no se había puesto en marcha la sucesión del tiempo histórico, donde Zambrano buscará la ‘respuesta’ a su agonía, la dimensión de la patria desconocida donde habita una luz inmemorial. A mi juicio, Zambrano busca el regreso al puro don de la vida, superando la conciencia del sin sentido. Es su opción, su apuesta: regresar al momento inicial donde todavía no se había producido la pregunta, donde todavía la vida no había devenido conciencia, al inicio de la pura racionalidad biológica, porque ella ve una esperanza en ese origen naciente del tiempo.

Esta búsqueda esperanzada supone, a mi juicio, una respuesta a la actitud nihilista de Nietzsche, que precisamente achacaba al cristianismo el haber convertido el mundo en una fábula carente de realidad, vaciado de vida real a favor de una trascendencia doctrinaria y decadente  (Bundgard, 2009). Desde mi punto de vista, el nihilismo nietzscheano también es una ‘respuesta’. Cuando dice que hay que erradicar la ficción occidental-cristiana de un mundo trascendente podríamos pensar que está apuntando a la posibilidad de quedarse en la pregunta como pregunta, pero su filosofía demuestra ser otra respuesta. Si Dios es la síntesis de todas las Respuestas (filosóficas, metafísicas, religiosas…), Nietzsche declara la muerte de Dios no para quedarse en el horizonte de la Pregunta, sino para quedarse en la única Respuesta: la facticidad. Y el superhombre será el hombre capaz de aceptar el devenir de lo fáctico, el eterno retorno, la esencial facticidad sin salida de la existencia. Tal vez el filósofo alemán quiere decirnos que la felicidad consiste en no preguntar, en haber desestimado toda pregunta y toda respuesta. En efecto, dentro de lo fáctico no cabe la pregunta por el sentido. Por eso yo creo que Nietzsche aborrece la aparición de la conciencia (la pregunta por el sentido) que ha provocado respuestas ilusorias y envenenadas. Para desmontar las respuestas, negar la pregunta. Lo fáctico es la única realidad, la repuesta anterior a todas las preguntas. El superhombre es el único capaz de vivir lo fáctico como tal, el único que no necesita motivaciones trascendentes para gozar de la facticidad de la vida en el mundo. Desde mi punto de vista, el único que puede vivir sin conciencia. Lo fáctico es ya totalidad y destino, respuesta perfecta. Como hemos dicho, Zambrano, que tal vez se quedó solo con el aspecto crítico del nihilismo, pretende superarlo religando el presente desacralizado al origen sagrado. “Toda vida es un secreto; llevará siempre adherida una placenta oscura y esbozará, aún en su forma más primaria, un interior” (El hombre y lo divino, 1955-1973). Ni la razón vital de Ortega, ni la razón pura de Kant, ni la razón fáctica de Nietzsche pueden conducirnos a tal placenta originaria, sagrado fondo último de la realidad. Pero hay un camino: la razón poética.

A medida que Zambrano culmina la elaboración a su ‘razón poética’ en sus últimas obras —Los bienaventurados (1979), De la aurora (1986), entre otras–, entendemos que su creencia en el origen sagrado no solo tiene una raíz cristiana, sino que su pensamiento se ha ido vinculando a la gran tradición gnóstica no dualista de la filosofía oriental (la razón creadora e imaginal de Corbin, por ejemplo), y que la mística de Eckhart, Böhme, el pensamiento de Shelling y el modelo de la ‘filosofía perennis’ de Massignon, Guenon y Schuon, entran en un diálogo muy fructífero con san Juan de la Cruz, su principal referencia de la experiencia mística cristiana. El interior de la placenta originaria solo puede ser accesible a través de un logos oscuro, trasunto de la noche oscura sanjuanista y de tantos místicos sufíes. Logos oscuro y razón poética se identifican, en busca del centro recóndito al que no se llegará si filosofía, poesía y religión no reman en la misma dirección. De ese centro sagrado, Zambrano quiere hacernos ver el despliegue de la facticidad de la existencia, simbolizada en la ‘esfera’: el eje de la esfera vincula el centro (el eterno presente) con la periferia (el todavía no de su propia y sucesiva realización). La esfera simboliza el despliegue de todas las posibilidades a causa de la expansión del punto primordial y central (Moreno Sanz, 2012). Pero el círculo, lejos de implosionar como ouroboros que terminará engulléndose a sí mismo, no solo se expande en horizontal, sino también en vertical, hacia lo alto, como aspirando a una ‘plenificación’ de lo fáctico. La cerrazón del círculo o la esfera dan paso a una especie de facticidad en ‘espiral’. Origen sagrado y oscuro, y verdad última autoconocida, marcan el inicio y el fin de la espiral fáctica, travesía propiamente humana de la existencia, que no debe quedar abortada por el racionalismo instrumental y deshumanizado que nos gobierna. Más allá de su ‘respuesta’ concreta, el esfuerzo intelectual de Zambrano por sacar a la filosofía de sus “verdades sin destinatario”, su respeto por las tradiciones espirituales y su vocación de ampliar el diálogo en busca de un porvenir fundamentalmente ético, me parece de una importancia incuestionable.

Sin embargo, en la línea que mantengo en estas colaboraciones, Zambrano no hace otra cosa que ensanchar la facticidad, más allá de lo que sabe de ella la racionalidad extendida, que es a la vez una racionalidad empobrecida desde el punto de vista filosófico y espiritual. “La esencia poética del pensar guarda el reino de la verdad del ser” (Claros del bosque, 1977). La experiencia del exilio creo que puso a Zambrano ciertamente a la orilla existencial del no saber. Ella aceptó el reto honestamente, pero elaboró un no saber sabiendo, como el propio san Juan de la Cruz. El fraile carmelita, adorado por la malagueña, sufrió y dio testimonio como nadie de la tesitura radical: “Entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo”. Desde mi punto de vista la experiencia estrictamente poética de fray Juan se muestra en los dos primeros versos. El tercero, ese trascender la ciencia, ir más allá del conocimiento, constituye ya la señal de que ha dado el salto hacia la fe religiosa. Tal vez un fraile del siglo XVI no podía hacer otra cosa. Demasiada poesía renacentista vuelta a lo divino, demasiada teología tridentina en las clases de Salamanca, demasiada devoción bíblica como para quedarse a solas no sabiendo, sin que eso supusiera ya, de por sí, una ciencia trascendida. En la experiencia de la conciencia poética que propongo no hay ‘ciencia trascendida’, estamos en el no saber: “entréme donde no supe y quedéme no sabiendo”. Lo demás pertenece a ‘otra’ experiencia, otra experiencia que es real, por supuesto, en el caso de fray Juan (no hay duda de que la noche mística es terrible precisamente porque se impone como una realidad incuestionable), pero que no es poética, es mística. ‘Toda ciencia trascendida’ no pertenece a la pregunta, pertenece a la respuesta. En esa estrofa, a mi juicio, se ejemplifica el drama de fray Juan que me interesa: el más radical vislumbre de la experiencia poética en un momento y un lugar que no lo permitía, en una cultura que no le dejó desarrollarlo. Cuando la crítica literaria eleva al santo de Fontiveros a la cumbre de la poesía castellana lo hace por la finura indecible de sus liras, por la delicadeza de su trazo casi invisible, por la potencia de sus imágenes, por la verdad de su aventura espiritual, por sus hallazgos en verbalizar lo inefable… Yo lo hago por los dos versos iniciales que acabo de referir, y por el extraordinario programa que supone el lema que elegí para estas colaboraciones: “para ir a donde no sabes has de ir por donde no sabes”. El problema, evidentemente, es que no has de ir por donde no sabes para llegar a un saber mayor, a un saber trascendido. Esa aspiración es otra cosa, otro tipo de experiencia. La ‘poética’, en sentido estricto, es quedarse en el no saber y caminar desde ahí, no sabiendo. La experiencia poética es la que camina el no saber. La que verifica que el no saber tiene un horizonte que ha de ser recorrido.

Creo que la formación académica de Zambrano, su pasión universitaria, sus lecturas formativas, la enseñanza de sus maestros…, no le hubieran permitido nunca quedarse en el no saber a secas. La pregunta tenía que ser respondida de alguna forma, el relato tenía que tener final feliz. La experiencia poética de la conciencia que propongo no tiene final feliz. No tiene final. No sabe, en sentido estricto, a dónde se dirige, aunque sabe que se dirige, y sabe que se dirige al no saber, y que el no saber es una conciencia de que la racionalidad ya no es el horizonte, de que la facticidad ha sido cuestionada, pero no sabe qué horizonte se abre desde el no saber. Solo el amor, como he afirmado en anteriores entregas, puede hacernos transitar ese camino.

Como ejemplo que tal vez ayude a vislumbrar la distancia entre las poéticas de la racionalidad y la poética de la conciencia de la pregunta que estoy exponiendo, voy a retomar en este último párrafo el argumento de Zambrano donde cimenta su fe en la palabra. Antes apunté al carácter testimonial de san Agustín, que nos ofreció el relato de su conversión de manera conmovedora en una obra que iluminó el camino de regreso de Zambrano hacia el origen con frases como esta: “Vuelve a ti mismo, en el interior del hombre habita la verdad” (De la verdadera religión, 390), un regreso al interior, como digo, que para la pensadora malagueña supone también un regreso al principio de los tiempos, al puro inicio que indica el Evangelio de san Juan: “En el principio era el verbo”. De este origen ‘verbal’, dice la filósofa: “En el principio era el verbo, el logos, la palabra creadora y ordenadora, que pone en movimiento y legisla” (…) “la palabra de quien lo podía todo hablando” (Filosofía y poesía, 1939). Desde el punto de vista filosófico-religioso, que es el que defiende Zambrano, la palabra es poder creador de Dios, creatividad incontenible de significación que en el plano simbolico-literario se irá desarrollando a través de la metáfora, pero que en el plano espiritual significa el manantial de donde no deja de surgir la vida toda, sagrado motor que puso en marcha la facticidad de todo lo existente. Ese poder creador lleva implícito el orden de lo creado, las claves de su progresivo desarrollo en el tiempo, códigos que sin embargo la propia dinámica expansiva de lo creado (en concreto el estadio del libre albedrío del hombre que le ha permitido lograr la racionalidad extendida) han podido perturbar, desviar de su finalidad original, momentos en los que se impone una vuelta a las fuentes para reorientar el camino. Zambrano cree que este regreso solo será posible, como antes dijimos, si filosofía, religión y poesía comprenden que comparten esa finalidad y no hacen la guerra por su cuenta.

Desde el punto de vista que mantengo en estas colaboraciones, si el verbo-logos original inaugura una existencia fáctica autorregulada (de la que da cuenta el lenguaje, el relato, la historia), la aparición de la pregunta por el sentido irrumpe como sin-sentido en el seno de lo fáctico. Llamo experiencia poética a la conciencia que asume la pregunta como pregunta, y palabra poética a la que sale del lenguaje-relato testimoniando el estadio de la conciencia, que ya no es el estadio de la racionalidad. Por este motivo, he dedicado algunas reflexiones a diferenciar lo que considero ‘poéticas de la racionalidad’ (la palabra hacia el saber) de la poética de la conciencia (la palabra hacia el no saber), que es donde en mi opinión se encuentra el sentido del haiku. Pero para entender esto es preciso reconocer que la conciencia no es una cualidad del hombre sino un estadio de la existencia. El haiku muestra, con especial desnudez, que eso que está ahí, en la naturaleza fáctica, ha alcanzado el estadio de la conciencia. Intentar asumir el estadio de la conciencia, el sin-sentido que tal estadio supone en el desarrollo de la facticidad, es a lo que llamo asumir la pregunta como pregunta. Esa asunción, inevitablemente enfrentada a la racionalidad, es a lo que llamo experiencia poética. La perspectiva de Zambrano tal vez ha mostrado la vinculación radical ente racionalidad y espiritualidad. En próximas entregas intentaré aproximarme a las ‘poéticas de la espiritualidad’ (que son otras fuentes habituales de comprensión de la experiencia del haijín) para mostrar, dentro de mis posibilidades, que también quedan por completo referidas a una concepción fáctica de la existencia y que suman, por tanto, más respuestas a la pregunta.

[i]  En esta aproximación general a María Zambrano he excluido conscientemente entrar en diálogo con el estudio de Chantal Maillard sobre la filósofa malagueña, que dilataría en exceso este texto y que espero publicar en otra ocasión.

Poéticas de la racionalidad (II). Kant y Heidegger.

Reconociendo la importancia y la mayor o menor influencia que han tenido las poéticas que se han ido desarrollando a partir de los cimientos griegos, no es este el lugar para detenernos en ello. Abrams (1975) estableció una interesante tipología cronológica atendiendo a los cuatro elementos que enmarcan la obra literaria (autor, lector, obra y universo), que pudiera servirnos de referencia general. Así, las iniciales teorías miméticas que vimos en la entrega anterior (el arte como imitación de aspectos del universo y de los comportamientos humanos), que tuvieron un amplísimo refrendo hasta la Edad Moderna, se fueron enriqueciendo con las teorías pragmáticas del XVII y XVIII (que fijaban su atención en la relación entre la obra y el lector), las teorías expresivas del romanticismo (con su énfasis en el autor como ‘creador’ de la obra), o las teorías objetivas, a partir del simbolismo (que se fijaban en el obra de arte en sí). Todas ellas, por supuesto, establecidas como estudio general de la literatura, como se han encargado de subrayar en el siglo XX los formalistas rusos o los críticos estructuralistas, aunque desde la modernidad se haya reconocido la radicalidad del lenguaje poético respecto al de la prosa (Cohen, 1984). En general, lo que se aprecia es un lento y progresivo deslizamiento que va desde el lenguaje poético como comunicación hacia el lenguaje poético como conocimiento, paralelo al reconocimiento de que dicho lenguaje supone un desvío de las normas que rigen el lenguaje común. Fundar un pretendido ‘conocimiento’ a través de un lenguaje puramente imaginativo, ajeno al criterio de verdad, es quizá uno de los aspectos más significativos del debate actual. Si en la época griega la creación imaginativa (sujeta a las reglas pertinentes) se proyectaba básicamente sobre los hechos de la realidad, para mejor comprenderla e incorporarla a los criterios del comportamiento, con un carácter podríamos decir que pedagógico, con el paso de los siglos parece que tal capacidad creativa ha soltado amarras y se dirige directamente a ensanchar el dominio de la propia racionalidad, es decir, el dominio del propio criterio de verdad que da sentido a la razón. Dicho de otra forma, la separación que Platón estableció entre la mente y los sentidos, cimiento sobre el que Descartes levantó los muros de su racionalización del mundo, no ha dejado de ser agrietado por los que, siguiendo a Vico, entienden que las ficciones poéticas son otra manera de presentar auténticas verdades filosóficas. Desde el punto de vista que mantengo en estas colaboraciones, lo que me parece significativo subrayar, en cualquier caso, es que la reivindicación de la experiencia poética vendrá una y otra vez del lado de la racionalidad, como muestra, por ejemplo, la defensa del valor cognoscitivo de la metáfora y la capacidad de la poesía para acceder a la verdad; un recurso, dicho sea de paso, que la posmodernidad ha podido utilizar como herramienta útil frente a la realidad inestable y fragmentada que ha quedado ante nuestros ojos tras la crisis de las metafísicas.

Probablemente influido por las ideas de Vico, fue Kant el que parece que liberó definitivamente la obra artística del principio imitativo, concediendo al ‘genio’ del autor la capacidad de ‘crear’ belleza, entendiendo que la belleza es un aspecto esencial de la naturaleza al que en ningún caso podría llegar la mera razón especulativa o conceptual. En su Crítica del Juicio (1790), Kant ensaya un esquema similar a sus otras dos críticas precedentes, encontrando en el concepto de ‘gusto’ la estructura a priori de nuestros juicios estéticos, y aplicando criterios como los de cualidad, cantidad, relación y modalidad a los juicios del gusto va desgranando su teoría de la belleza. Pero lo que me interesa destacar es que Kant está realizando un esfuerzo indecible para repensar la anchura del mundo fáctico, que Newton, culminando el proceso iniciado por Copérnico, había constreñido extraordinariamente poniendo nombre a las leyes inexorables que rigen el mundo físico. Hemos de reconocer, desde mi punto de vista, que lo que Kant reivindica no es solo que los juicios estéticos también están validados por ‘leyes’ (subjetivas), sino principalmente que el mundo fáctico no se reduce al mundo físico y mensurable, sino que ha de ser ampliado al mundo espiritual. En mi opinión, el dualismo kantiano entre materia y espíritu le autoriza a proponer que la estrategia simbólica de la poesía, que permite seguir conociendo más allá de la razón conceptual, equivale a la fe religiosa o metafísica, que permite seguir creyendo (vislumbrando una verdad) más allá de la razón práctica. Allá donde la propia racionalidad fáctica encuentra un límite, da un salto impulsada por su propia convicción de que nada puede comprenderse fuera de sí misma, y por tanto todo lo que aparentemente está más allá de ella puede ella alcanzarlo por métodos no estrictamente conceptuales: ese estiramiento de la racionalidad hacia una comprensión de la facticidad radical posibilita el particular y misterioso saber que constituye la experiencia poética o la experiencia religiosa. Al modo en que ocurre con la fe como una dimensión más allá de la razón, pero en el mismo sentido de conocer las realidades espirituales, la poesía también es considerada un paso más allá de la razón en aras de conocer las dimensión suprasensible del mundo fáctico. Diríamos que entre el mundo de la naturaleza física y el mundo de la naturaleza espiritual Kant encuentra un mundo intermedio, puente entre ambas, donde tenga algún sentido hablar de la libertad del hombre. Desde nuestro punto de vista, Kant no puede concebir la libertad como experiencia posible de salida de lo fáctico abierta por la conciencia poética de la pregunta, sino como experiencia inscrita en la facticidad ‘restringida’ del universo fáctico-mecánico hacia su propio despliegue suprasensible. La posibilidad de este tránsito, que en ningún caso supone una salida de la facticidad, explica y justifica el fin moral de la libertad, que yo llamaría pseudolibertad o sencillamente libre albedrío, como he hecho en anteriores capítulos. Es en este contexto donde la ‘belleza’ encuentra sentido como aquello que nos reclama desde lo suprasensible, y el artista encuentra protagonismo como ‘genio’ capaz de abrirnos esa puerta. La condición de posibilidad de que nos demos cuenta de que el poeta está abriéndonos esa puerta hacia lo suprasensible es lo que Kant pretende dilucidar en su Crítica del Juicio. Podríamos intuir, desde la perspectiva que nos da la historia, que Kant no hace otra cosa que releer el dualismo de Platón y dar un contenido planamente estético a la ‘forma’ de Aristóteles, porque parece evidente que su idea de lo suprasensible no es más que el paisaje iluminado por la fuerza creadora (estrictamente fáctica) de la forma.

Sea como fuere, lo cierto es que el idealismo kantiano supone una nueva vuelta de tuerca de la racionalidad fáctica, quizá la más contundente hasta ese momento, en el sentido de atrincherar a la razón en sus propias condiciones de posibilidad, o dicho de otra forma: reduciendo la realidad a lo que puede ser entendido de ella, si bien, como hemos visto, esa realidad fáctica ha sido ‘ampliada’ más allá de lo puramente mecánico. Desde el punto de vista que mantengo en estas colaboraciones, podría decirse que queda definitivamente anulada la separación radical entre el mundo físico y el de las ideas espirituales, pues estas no son más que las formas cumplidas de aquél, prolegómeno necesario para que Hegel pueda decir en su Fenomenología del Espíritu (publicada diecisiete años después de la última crítica kantiana) que es el propio Espíritu el que está desarrollando su identidad fáctica en el sucesivo acontecer (formal) de la materia y la historia.

Si pudiéramos alejarnos lo suficiente, tal vez podríamos ver el hilo (invisible pero irrompible) que une la supervivencia biológica, el logos griego y el desarrollo del Espíritu fáctico, pues todo el misterio en el que está inmersa la racionalidad se basa, a mi juicio, en que la facticidad no hace más que desarrollarse y cumplirse a sí misma en un proceso inacabable, en una rueda que se extiende y expande como el propio universo en el que nos encontramos y somos. Desde el punto de vista de la racionalidad fáctica, la experiencia poética viene a corroborar que efectivamente lo que ya es va camino de hacerse, en una continua autorrealización. Para comprender el modo auténtico de lo fáctico no basta el número y el concepto, de igual forma que para comprender la vida no basta el carbono y el hierro. Entender ese algo más que impele a lo fáctico a realizarse a sí mismo obliga continuamente a la racionalidad a ampliar sus horizontes, y a esa propia dinámica podríamos llamarla ‘poética’ de la racionalidad. Es en este contexto desde el que podemos intentar entender las propuestas de Heidegger y Zambrano. Intentaremos acercarnos ahora las ideas del alemán, y en la próxima entrega nos aproximaremos en la medida de lo posible a la propuesta de la filósofa malagueña, que tal vez nos sirva de puente para abordar en próximas entregas la experiencia estrictamente religiosa o espiritual, que tanta influencia tiene en los estudios sobre el haiku.

Desde mi punto de vista, la ‘teoría’ poética de Heidegger tiene que ver con la necesidad de una plena y auténtica asunción de la facticidad en un tiempo en el que el hombre anda como despistado y ansioso en menesteres particulares, ante árboles sin fruto que no le dejan ver el frondoso bosque donde habita. En la progresiva e imparable manipulación del mundo, en su dimensión de mera utilidad e inmediatez, el hombre ha perdido su dimensión de habitante y de cuidador. Pareciera que Heidegger, paradójicamente, temiera de algún modo que el mundo fáctico no lograse alcanzar su propia facticidad por culpa de la inautenticidad del hombre. En términos aristotélicos podríamos decir que al hombre se le ha dado el cuidado y la responsabilidad de realizar la forma, de llevar a cumplimiento la facticidad, pero el hombre está poniendo en peligro este cometido, que es su propio destino. Mas como lo fáctico se ha de realizar por su propia naturaleza, y no depende del hombre tal realización, la frustración se queda en el terreno de lo humano: es imposible que el hombre sea feliz porque parece haberse olvidado de esa destinación esencial. Desde la perspectiva de Heidegger, el olvido de tal destino es de tal calibre que equivale al olvido del Ser, que se prefigura como el cumplimiento al que están llamados los entes, pero al que los entes han de encaminarse responsablemente a través de una actitud auténtica de servicio y cuidado de lo fáctico. Y el síntoma evidente de este olvido lo aprecia el filósofo en el lenguaje, que se ha convertido en un instrumento de expresión difusa y particular, en una utilidad entre otras, perdiendo el carácter de hábitat esencial. La recuperación de la palabra que permita habitar en el sentido fáctico del mundo es a lo que llama el alemán ‘poetizar’. De nuevo, a mi juicio, la paradoja: pide Heidegger un regreso a la palabra poética para asegurar el relato que lleva a su cumplimiento fáctico en el Ser, diametralmente opuesto a nuestra intuición de que precisamente la palabra poética es una salida del relato, signo de la liberación de la conciencia respecto de la racionalidad y signo también de que la existencia puede entrar en un estadio diferente, abierto a la libertad y al amor, no sujeto a la supervivencia biológica.

La insistencia de Heidegger en el ‘habitar’ es un claro ejemplo de su interiorización de la facticidad racional, del modo en que concibe al hombre como plenamente consciente y cuidador de la facticidad del Ser, concepto que esconde la dinámica interna de su propio desarrollo porque ya Hegel le había concedido la identidad autorrealizante del Espíritu, pero que desde mi punto de vista no es sino otra manera de repensar la ‘forma’ aristotélica, porque es evidente que a lo que estamos asistiendo es al despliegue racional de la racionalidad, por decirlo así.

Para que el habitar del hombre sea coherente y no se deje entretener por las vicisitudes que lo despistan de su destino, para que el hombre vuelva a habitar en el relato auténtico, correcto, primigenio, el habitante ha de mirar hacia arriba, al cielo, que en cierta manera también supone un mirar hacia el pasado, hacia el origen. En lo alto y en el pasado se encuentra aún, protegida en su esencialidad metafísica, la imagen pura que ha de recuperarse si el hombre quiere retomar responsablemente su destino en el mundo, volver a su cometido de cuidador de la auténtica autorrealización del Ser. Es por esto que el filósofo alemán encuentra en su compatriota Hölderlin a esa especie de sacerdote poético cuya obra puede entenderse como una liturgia destinada al rito del regreso, a la convocación de las esencias perdidas, a la recuperación del clamor original que el hombre contemporáneo ha dejado de escuchar por culpa del martilleo de sus engendros artificiales, que le están convirtiendo en esclavo de sus propias invenciones. Como puede apreciarse, la ‘poética’ de Heidegger es un intento de purificar el relato esencial del Ser de las insustanciales y peligrosas desviaciones del lenguaje instrumental en el que el hombre contemporáneo está cayendo de forma peligrosa.  (Si a una lógica de este tenor le sumamos la creencia de que la raza aria es la que está llamada a cumplir tal cometido histórico, ya tenemos la justificación ideológica del nazismo). Como ya comentamos en el capítulo anterior, Heidegger tiene motivos para pensar que desde la revolución industrial, y sobre todo durante el siglo XX, la tékhné se está desvinculando del télos de la supervivencia de la especie, y en La pregunta por la técnica (1953) mostró su preocupación de que se convirtiera en una fuerza que se escape al control del hombre. Pienso que este temor (más o menos fundado) tiene que ver con lo que he llamado ‘racionalidad extendida’ y está actuando en la historia desde el mismo inicio de las civilizaciones. La posibilidad de superar esta situación, piensa el alemán, pasa por la necesidad de que la razón retome el control absoluto que parece haber delegado creando medios autónomos que ya no obedecen a los fines del hombre. Convocar a la experiencia poética precisamente para garantizar el retorno a la racionalidad es la paradójica apuesta filosófica de Heidegger, totalmente coherente con su progresiva asunción de la facticidad del mundo en el que el hombre ha sido arrojado con la misión de preservar la autorrealización del Ser asumiendo la destinación de los entes. Y esta propuesta es paralela a lo que ya hemos referido de convocar a la palabra para garantizar el retorno del relato, lo que el filósofo llama, en general, ‘la lengua’.

Mientras nosotros proponemos que la pregunta poética (la pregunta como pregunta) es un movimiento de salida del estadio de la vida hacia el estadio de la conciencia, y que la palabra poética (hacia el no saber) supone una salida del relato de la facticidad, Heidegger parece sacralizar el relato del que habita la autorrealización de lo fáctico, y no considera la conciencia como un movimiento de salida sino todo lo contrario, como una conciencia de que lo fáctico se encuentra realizándose ahora. Puesto que el autorrealizarse conlleva un todavía-no-completo, un algo que falta, diríamos que tal momento presente de la autorrealización introduce un elemento trágico. En efecto, el tiempo de la vida marca el todavía no de la autorrealización plena, y para Heidegger ese es el territorio donde el hombre toma ‘conciencia’, como si el hombre fuese el responsable último de la autorrealización que se está llevando a cabo, y la capacidad de comprender (racionalidad) es la cualidad que se le da al hombre para que se maneje en ese espacio. No cabe duda de que después de la propuesta de Hegel, Heidegger se ha propuesto asumir lo fáctico desde dentro. Desde su punto de vista es lógico que no se pueda aceptar una conciencia sin mundo, o una conciencia como salida del mundo. Esta asunción radical de la facticidad del mundo la experimenta el testigo esencial de lo fáctico: el Dasein, el ser-en-el-mundo, como él lo define. El ‘ahí’ del ser-ahí es la forma existencial de lo fáctico realizándose, la presencia de la esencia, diríamos. Es la propia facticidad del ser-ahí (Dasein) la que se toma como lugar de la revelación del Ser.

Desde el punto de vista poético que mantengo en estas colaboraciones, lo que me interesa resaltar es que Heidegger muestra la auto comprensión de lo fáctico que está intentando realizar la racionalidad. El Dasein es el momento de la revelación y de la angustia, en él se concentra el instante en el que el ‘Ser’ se está realizando ahí, que es el mismo instante en el que el ‘ahí’ está realizando al Ser. El mundo (ahí) que oculta la plenitud todavía no autorrealizada del Ser, es el mismo que posibilita el camino de dicha autorrealización. Diríamos que lo que fundamenta, falta. Pero es muy importante entender que Heidegger no sale de lo fáctico, sino que piensa que en la realización de lo fáctico se abren ciertas posibilidades. Intuimos o sabemos que lo fáctico se puede autorrealizar entre diversas posibilidades porque precisamente nos encontramos en el ‘ahí’ del mundo y del tiempo, en pleno proceso todavía. Son esas posibilidades las que alimentan la ‘comprensión’, o como hemos repetido ya, es la propia racionalidad la que va comprendiendo el modo de autorrealización de la vida fáctica, que en cada momento aparece ante nosotros como un todavía no autorrelizada, aunque ya siempre autorrealizándose. Por eso el tiempo está dentro del Ser, forma parte esencial de la ontología. Por eso, en suma, el Ser de Heidegger en ningún caso queda a salvo del tiempo, a salvo de su autorrealización en el ‘ahí’ del mundo, y por tanto en ningún caso puede ser ya autorrealizado, supremo, Dios. El ahí del mundo, la no realización intrínseca y permanente de lo que va realizándose, la temporalidad radical, queda conceptualizada como finitud, como muerte. La racionalidad, en efecto, ya lo dijimos, entiende la muerte como la frustración de la supervivencia, como finitud insuperable. Mientras que la experiencia poética que defiendo tiene ‘conciencia’ de la muerte, es decir conciencia de que la supervivencia biológica no es el horizonte del hombre; el logos fáctico solo puede dar ‘razón’ de la muerte, es decir reconocer el muro infranqueable, la finitud radical del hombre.

¿Qué tiene que ver la poesía en este confuso entramado? Parece que la idea de Heidegger es que la Palabra (en mi opinión sería más correcto decir la Lengua) se le ha dado al hombre para que pueda habitar auténticamente en el ‘ahí’ del mundo. Para que el hombre pueda construir un relato de su estar en el mundo. La Lengua (correlato esencial de la racionalidad) es la autocomprensión que va adquiriendo el hombre de su experiencia de Dasein. El hombre es el que nombra los entes, los hace reconocibles como tales, los coloca en el horizonte del Ser. Dicho desde nuestra perspectiva, el lenguaje es la forma de la autoconciencia de la racionalidad, el que la muestra como logos capaz de interpretar el mundo fáctico de la vida. Por eso dice Heidegger que al nombrar se reconoce al ente como lo que es. Esta ‘fundación’ (decirle al ente lo que es, traer el ente al ser) es lo que hace de manera esencial la palabra poética, que queda para Heidegger completamente supeditada al territorio propio del lenguaje. Diríamos que cuando el lenguaje utiliza la palabra para nombrar el ente, y da nombre, otorga, funda, entonces tiene una dimensión poética, que es lo mismo que decir que tal dimensión es la esencia del lenguaje. Esta fundación por la palabra tiene para el filósofo alemán un carácter de reconocimiento, de descubrimiento, porque en realidad el carácter esencial del ente ya existía antes de ser descubierto y nombrado. La palabra poética reconoce esa esencialidad original, mientras el lenguaje utilitario del hombre común es incapaz de hacerlo. Entre la esencialidad original (que es el ámbito de los Dioses) y el lenguaje utilitario (que es el ámbito del Pueblo), el poeta tiende el magnífico puente de su obra fundada en la Palabra. Debemos recordar que ya estaba en Aristóteles la función de la palabra como declaración de lo que la cosa es en sí misma, que nosotros decimos que es una forma de la racionalización del mundo fáctico. Desde la perspectiva que mantenemos en estas colaboraciones nada está más lejos de nuestra intuición que la propuesta de Heidegger, puesto que esta capacidad de la palabra de dar fundamento a la cosa es una experiencia propia de la racionalidad. Para nosotros, es la cosa misma la que accede a la palabra (no al contrario), y ese acceso es una salida de la cosa desde el estadio material de la existencia hacia el estadio de la conciencia, no una llegada de la razón a la cosa. La palabra de Aristóteles y de Heidegger funda la cosa en sí misma, la encierra en su ser ente, en la mundanidad fáctica como su lugar de realización. Para nosotros, la palabra (poética) significa el movimiento de salida de la cosa en sí, de la cosa que ya es como es (y así es reconocida por la racionalidad) hacia la salida de lo que ya es como es hacia un no saber que inaugura un horizonte de sentido fuera de lo fáctico (que solo puede ser ‘pensado’ desde la conciencia poética).

Desde nuestro punto de vista, está claro que la idea de Heidegger sobre la poesía implica una metafísica. Y el poeta es el que reconoce el carácter metafísico de la autorrealización de lo fáctico, mientras el hombre común afanado en sus intereses inmediatos anda como perdido en los vaivenes del mundo sin asumir el alto cometido para el que se le ha dotado: llevar los entes al Ser, fundar por la palabra… es decir: racionalizar la facticidad y cuidar su cumplimiento, habitar, construir, permanecer…, dar razón de lo fáctico, o dicho de otra forma, entender la facticidad como la esencia realizándose (en sintonía con el Espíritu hegeliano): en tanto realizándose, no conocida; en tanto esencia, preexistente y eterna. Desde nuestro punto de vista diríamos, sin más, que el logos filosófico es el que da cuenta de la experiencia poética, que se presenta como una modalidad de aquél, una modalidad que además resulta imprescindible para que tal racionalización sea considerada esencial.

Para Heidegger el hombre no es, como nosotros pensamos, la pregunta de lo existente, sino muy al contrario el ente destinado a atestiguar la facticidad, a dar cuenta del carácter fáctico de la vida, el único ente que puede comprenderse como testigo de la autorrealización del Ser. Y da cuenta de ello a través de la Lengua. La Lengua nombra lo real, y la Lengua permite que lo real sea nombrado, sea reconocido. Este bucle no es más que el autorreconocimiento de la racionalidad. El que nombra a los entes de un modo esencial es el poeta. El poeta revela que los entes que lo acompañan en el mundo están destinados al Ser, son formas de su autorrealización. Pero desde el punto de vista poético que mantengo en estas colaboraciones, el Ser es una encerrona de la razón, el concepto que le sirve para argumentarse a sí misma, para endiosarse a sí misma. Estoy convencido de que toda la filosofía occidental es un inmenso bucle en el interior de la racionalidad fáctica. Y no puedo aceptar de ninguna manera que la experiencia poética se entienda como garante de tal encerrona. Heidegger no sale del mundo griego. La filosofía no puede salir de sí misma, es un pensamiento recurrente sobre el propio pensamiento. Aunque dicen los especialistas que Heidegger, en su segunda etapa, después de 1930, da un ‘giro’ en su obra, creo que se trata más bien de una vuelta de tuerca, porque termina reconociendo lo inevitable: que no es el hombre el que habla, sino el propio lenguaje el que se dice a sí mismo. El lenguaje es el ‘decir’ del Ser. El hombre es solo su pastor, su cuidador. Es decir, el hombre pertenece a la racionalidad de lo fáctico. Como ya hemos dicho en capítulos anteriores, la racionalidad es el modo en el que se conservan los procesos. El pensamiento de Heidegger desemboca en inevitable tautología. El auténtico sentido de las cosas es que son como son. Este el mayor engaño en el que estamos metidos desde el pensamiento griego, y llevar esto a su sublime plenitud parece haber sido la gloria de Heidegger. El decirse del mundo sería la experiencia culminante y resplandeciente de su ciclo-cerrado-fáctico. Y el hombre tiene el honor (¿poético?) de hacer posible tal experiencia. El hombre, ese digno testigo inmóvil.

Dice Heidegger: “El existir está ‘aquí’ para sí mismo en el cómo de su ser más propio”. Nosotros decimos que el existir no está aquí para sí mismo, sino como proceso interno de una Totalidad problemática, y que tampoco está aquí en el cómo de su ser más propio (identidad fáctica) sino en el cómo de una posibilidad de apertura radical. Ni el ‘aquí’ está cerrado y encerrado en el mundo (puesto que el mundo sucede en la Existencia y la Existencia está sucediendo en la Totalidad), ni el aquí es un cómo propio, puesto que la conciencia supone una pregunta sin respuesta y plantea una identidad no determinada por el ‘mundo’. Según la intuición poética que mantengo en estas colaboraciones, no es el hombre el que se hace una pregunta, el hombre es la pregunta. El hombre es la pregunta que se está haciendo el mundo, la pregunta que se está haciendo la existencia. Es más: la existencia es la pregunta en sí, que está siendo formulada en eso que llamamos conciencia. Ya hemos hablado de esto, pero es fundamental para entender que no disponemos de un horizonte de respuesta, solo de un horizonte de pregunta. Nosotros no estamos preguntando, somos la pregunta, el estadio en que toda la existencia se hace pregunta. No estamos preguntando a nadie que nos pueda responder. Estamos siendo conscientes poéticamente de que ese alguien posible es la pregunta radical en sí misma. Algo tiene que estar sucediendo en la Totalidad para que no tenga respuesta. En lugar de un saber hermenéutico de sí mismo abocado a decirse racionalmente para el autoconocimiento de lo fáctico, intuimos un preguntar poético de sí mismo abocado a una experiencia tal que permita un proceso de identidad no fáctico: tal experiencia paradójica (única experiencia en la que la identidad es la pregunta) es a lo que nosotros llamamos amor.

Para nosotros la hermenéutica es la forma pura de evitar la pregunta como pregunta. Este es el límite que alcanza la razón, el logos, respecto a la existencia. Y la última etapa de su desarrollo es la fenomenología, que se constituye en ciencia de este saber fáctico de lo fáctico. Nosotros decimos que la pregunta radical por el sentido no se encuentra en la razón, no es una pregunta que se haga la razón. Tal preguntar sin respuesta es un acto genuino de la conciencia, la primera evidencia de que ha aparecido en el orden existencial algo que puede abrir lo cerrado de la facticidad (supervivencia-razón). Podríamos decirlo de esta manera: para la razón, la pregunta se encuentra dentro de la existencia; para la conciencia, la existencia se encuentra dentro de la pregunta. Mientras para Heidegger el hombre aparece absolutamente determinado por el mundo fáctico, nuestra perspectiva poética es la contraria: el mundo queda absolutamente problematizado por el hombre, no por el hombre-animal-superviviente, sino por el hombre-conciencia-poética que pregunta.

Debo reconocer que a muchos lectores de El rincón del Haiku estas consideraciones les podrán parecer ‘harina de otro costal’, tal vez intempestivas o excesivas. Si afirmara que el subconsciente de muchos de los que se consideran haijines occidentales responde a la metafísica heideggeriana tal vez estaría excediéndome, pero me parece necesario tener en cuenta el tenor de estas poéticas de la racionalidad que vengo comentando, porque constituyen el sustrato cultural en el que nos movemos lo queramos o no, y es ese sustrato el que hay que hacer añicos, desde mi punto de vista, para entender el haiku como estricta experiencia poética de la conciencia, que es lo que me he propuesto compartir en la medida de mis posibilidades. La palabra del haiku no es palabra que va del hombre a la cosa, para nombrarla, fundarla o definirla. El haijín no es un fenomenólogo. No es un captador de belleza, ni siquiera un descubridor de las manifiestas u ocultas relaciones entre las cosas que están ‘ahí’ en el mundo. La palabra del haiku es ‘poética’, sale de la cosa fáctica y se encuentra (en el momento del haiku) en el estadio de la conciencia. El haijín no es un testigo inmóvil del mundo. Es el momento, el estadio, en el que el mundo comienza a poder salir de su encerrona fáctica. No sabemos a dónde está saliendo. Pero sabemos que la puerta acaba de abrirse. El haiku es la apertura de esa puerta. Transitar la apertura es ir hacia el no saber.

Poéticas de la racionalidad (I). El blindaje griego.

Como conocen los lectores de estas colaboraciones, estoy intentando compartir una intuición de la experiencia poética de la conciencia, que tiene que ver con la asunción de la pregunta como pregunta, y que supone, en el ámbito del lenguaje, un movimiento de salida de la palabra, salida que le permite liberarse del relato, tal como la conciencia conlleva la posibilidad de liberación de la racionalidad fáctica, pero que en cualquier caso lo que plantea es la necesidad de hacerse cargo de la conciencia como nuevo estadio en el orden de la existencia. En las entregas anteriores he procurado delimitar esta intuición en la medida de mis posibilidades, entendiendo que la tradición del haiku y la experiencia del haijín se encuentran íntimamente vinculadas a la intuición que propongo. Sin embargo, es obvio que en nuestra tradición cultural la experiencia poética ya ha sido interpretada desde la razón, como no podía ser de otra manera, y por eso ahora quisiera comentar, sucintamente, lo que entiendo que es el fundamento de las poéticas de la racionalidad, para poner en evidencia hasta qué punto vengo utilizando de manera impropia el término ‘poética’, puesto que tal concepto refiere en nuestra tradición occidental la interpretación racional de las ‘obras’ en tanto formas (literarias) construidas a partir de una determinada intencionalidad (artística). Nada que ver, por tanto, con esa peculiar experiencia de la conciencia de la pregunta, que constituye la base de la intuición que vengo compartiendo en este espacio.

Resulta obligada, por tanto, la referencia a estas poéticas de la racionalidad, que tal vez ayude a marcar distancias y seguir profundizando, en la medida de lo posible, en la relación entre racionalidad y facticidad, clave para determinar la extrañeza, y acaso la ‘novedad’, de la conciencia poética que estoy intentando exponer. De hecho, una de las dificultades casi insuperables que tiene la experiencia poética de la conciencia para ser reconocida como tal en la tradición occidental tiene que ver con este persistente y absoluto dominio de las hermenéuticas de la racionalidad, cuestión que tiene su lógico origen en una de las intuiciones básicas que ya he subrayado en anteriores entregas: la de que la racionalidad es una configuración y formalización de la propia experiencia práctica de supervivencia de los seres vivos, lo que le garantiza a priori la ‘autoridad’ para erigirse en intérprete general de las obras del hombre. (Desde mi intuición, si la racionalidad queda justificada y legitimada desde ‘el origen’, la conciencia solo encuentra legitimación desde ‘el horizonte’).

El conjunto ordenado de acciones (a pesar de sus infinitas variables) que permiten a la vida mantenerse y desarrollarse es a lo que yo llamo ‘racionalidad’ en sentido primigenio, aunque el desarrollo de tal facultad se vaya haciendo más complejo a medida que evolucionan las especies y no alcance un estatuto claramente conceptual hasta la muy tardía civilización griega, cuyo indudable y decisivo mérito consiste, a mi entender, en haber conseguido extraer la lógica interna de la supervivencia en una noción que va a servir de eje sobre el que pivoten las crecientes capacidades de un cerebro que se ha ido haciendo más complejo en la medida en que ha ido intentando dar respuestas eficaces a cuestiones cada vez más intrincadas. Nace pues el ‘pensamiento’, a mi juicio, cuando la mente humana es capaz de asimilar la lógica de resolución de problemas que viene desarrollando la vida animal desde su origen. Diríamos que la supervivencia se ha alcanzado porque la vida ha desarrollado una peculiar estructura que lo posibilita, esa estructura que favorece la supervivencia es la ‘lógica’ de la vida, por eso decimos que la vida es un proceso ‘bio-lógico’. Y cuando la mente humana alcanza la auto comprensión de lo que está sucediendo en la vida, entonces, a mi juicio, aparece eso que llamamos racionalidad, de manera que la razón, a partir de ahí, pueda desplegar la lógica de la supervivencia en los diferentes aspectos que van ocupando al hombre: la defensa del territorio, la producción y gestión de los recursos, el lenguaje y sus modalidades, el gobierno de las sociedades, el sentido de la propia existencia, y todo aquello que tenga que ver con alguna cuestión necesitada de respuesta.

Desde los primitivos grupos tribales, la supervivencia de los humanos ha estado marcada por su capacidad de organización interna, cuestión cada vez más decisiva a causa del crecimiento demográfico, la movilidad y la variedad de hábitats con los que han tenido que habérselas. Tal cohesión debió de garantizarse desde muy temprano con la ayuda de una memoria común que permitiera el trasvase generacional de los saberes prácticos y de los roles sociales, así como el reforzamiento de los vínculos afectivos. Es a partir de aquí donde comienza a tener una importancia decisiva la configuración de relatos (orales) que enraízan al grupo en un pasado común, de modo que la solidez de los clanes, cada vez más numerosos y diversos, quede asentada en la memoria colectiva. Con el paso del tiempo, la creciente distancia del origen y las sucesivas aportaciones al acervo, los relatos se vuelven más complejos y desarrollan simbologías capaces de sintetizar la información que ha de ser transmitida a las siguientes generaciones, información, por lo general, condensada en la actitud y las acciones de los héroes ancestrales y demás personificaciones de los relatos (mythos).

Cuando aparece la escritura, una invención motivada por la búsqueda de eficacia en la gestión de la información, los relatos orales quedarán fijados gráficamente, con lo que se garantiza el mantenimiento de la memoria común, al tiempo que se problematizan y diversifican sus contenidos, puesto que ahora el texto permite una reflexión más pausada y también adquiere una capacidad de influjo estratégico de mucho mayor alcance que el mensaje oral. En la antigua Grecia, el propio ‘hacer’, ‘construir’, ‘componer’, ‘escribir’, ‘crear’ estos relatos era denominado con el término poíēsis. Precisamente sobre los textos escritos de estos relatos, la inmensa mayoría compuestos en verso, en los que se va fijando la memoria histórico-legendaria de las primeras civilizaciones y la creciente complejidad de la vida social, es sobre los que la racionalidad va a ejercer su reflexión discernidora, reflexión que significa la primera vuelta de tuerca de la racionalidad sobre sí misma, puesto que lo que se va a descubrir es la forma en que la racionalidad ha construido los relatos (mythos) antes aún de saberse racionalidad. A este descubrimiento esencial y definitivo lo llamaron los griegos ‘logos’. Lo que a mí me interesa es comprender cómo este logos está directamente vinculado a la supervivencia biológica, que es lo que los filósofos no dicen, como si el gran descubrimiento conceptual surgiese de la nada, como un milagro de la mente.

Por tanto, desde el punto de vista poético que aquí mantengo, el logos griego es la primera aproximación conceptual al orden interno de los procesos biológicos de la supervivencia fáctica: al modo de ser de la propia racionalidad. Así pudo haberlo intuido Heráclito cuando vino a decir que el hombre no es consciente de que continuamente realiza su supervivencia, y que ese realizar es un “hacer con logos”, (Lledó, 1961, p. 19); del mismo calibre, pienso, que el hacer el relato, la construcción paulatina de los ‘mythos’. De manera similar, el ‘ser’ de las incipientes ontologías no sería otra cosa que el resultado de ese ‘hacer’ que permite al hombre sobrevivir, mantener-se en el estadio bio-lógico. Por eso hemos dicho más de una vez que la razón sería el modo que tiene lo fáctico biológico de reconocerse a sí mismo, un modo de definir la ley interna por la que lo fáctico se desarrolla. Y cuando el logos emanado de ahí se convierte en intérprete de lo que está fuera, entonces transfiere ese orden interno a la tierra, convirtiéndola en ‘mundo’, y a toda la existencia material, convirtiéndola en ‘universo’ o ‘cosmos’. (No es difícil imaginar que la divinidad no podía ser otra cosa que un logos superlativo y absoluto). El mismo principio racionalizador (logos) que opera en la configuración de ‘supervivencia’, ‘ser’, ‘mundo’ y ‘cosmos’ (que no son objetos sino estructuras fácticas) es el que va a operar en el concepto de ‘poética’ que utiliza Aristóteles para pensar la tradición de los relatos escritos que le preceden, relatos compuestos en verso porque han de ser cantados (lírica), declamados (épica), o representados (tragedia o comedia) en el espacio público, es decir escuchados y vistos, no escritos para ser leídos en soledad, puesto que como hemos dicho tienen el carácter general de preservar la esencia de la memoria colectiva, cimentar la identidad de la comunidad y educar a las nuevas generaciones. De hecho, Aristóteles afirma que el mytho es origen (arjé) y a la vez finalidad (télos) de la tragedia, advirtiendo, según creo, del carácter metafísico de la estructura de la racionalidad, que es más o menos como reconocer que el hombre, sus acciones y sus obras se encuentran ‘dentro’ de la racionalidad, que está comenzando a ser interpretada claramente como una estructura englobante, fáctica, superior, de alguna manera ‘más allá’ del dominio de lo puramente físico. En mi opinión, cuando el pensamiento griego asimila esta estructura en la que habita el hombre como superviviente es cuando comienza a pensar la metafísica, que no será otra cosa que el correlato de la facticidad de la supervivencia biológica que ha sido finalmente aislado, separado y reasumido por la racionalidad conceptual del entendimiento.

Pero volvamos a estos relatos que constituían la literatura griega, a la que denominaban, en general, póie-sis (producción, construcción o fabricación), del verbo poiéó (producir, hacer). El autor de los mismos era el poiétes, el productor, que como tal tenía su peculiar técnica, el conjunto de reglas de las que se servía para producir sus productos. Para Aristóteles tenía una gran importancia el papel de la técnica en la creación literaria. De haber conocido el haiku habría construido su poética a partir de su ritmo silábico y de su variedad temática, por ejemplo. Son precisamente los apuntes en los que fue estudiando las reglas a las que obedecen las diferentes técnicas de las obras literarias de su tradición lo que constituyó su Poética, un libro en el que se ocupó principalmente de la tragedia, dejando la comedia para otro volumen que no llegó a escribir o no conservamos.

Pero, ¿qué están produciendo los poetas al aplicar sus técnicas al lenguaje? En esto el pensamiento griego clásico compartía una idea general: lo que hacen es imitar las acciones de los hombres. Desde la intuición poética que mantengo, el concepto de ‘mímesis’ está directamente relacionado con el sentido del relato como mantenedor de la memoria colectiva. Mímesis sería como la imagen de la racionalidad proyectada en el espejo de las vicisitudes de las acciones humanas, aquello en lo que nos podemos reconocer puesto que ya está en nosotros antes incluso de que haya aparecido en el espejo o en el escenario de la literatura. Los espectadores se reconocían en las acciones de los personajes: valoraban y reflexionaban sobre las acciones nobles, criticaban y se mofaban de las miserables, y se emocionaban siempre, puesto que era su propio mundo el que estaba siendo representado. Y a veces era tal la intensidad de ese reconocimiento emocional que podía llevar a la kátharsis, un esclarecimiento o purificación, una especie de curación interior motivada por haber comprendido algo gracias al desdoblamiento que se estaba produciendo fuera; de liberación de un peso que el individuo por sí solo no podía gestionar por falta de perspectiva y que, sin embargo, la representación ayudaba a sanar de alguna manera, tal como sucedía en los antiquísimos ritos colectivos. Y Aristóteles valoró, sobre todo, la tékhné que posibilitaba ese hacer mediante reglas, plenamente consciente de lo que está produciendo y del resultado que pretende conseguir. La técnica, por tanto, no era otra cosa que racionalidad práctica aplicada en sentido estricto, que desde siempre había posibilitado la supervivencia biológica y ahora garantizaba también el hacer cultural o, por decirlo así, la supervivencia sociológica. (Ante la posibilidad contemporánea de que la tékhné se desvincule del télos de la supervivencia colectiva Heidegger, en La pregunta por la técnica, mostró su preocupación de que se convirtiera en una fuerza no controlable y manipulable enteramente por el sujeto humano, como tendremos ocasión de revisar en la próxima entrega).

La conclusión de Aristóteles vino precedida de interesantes controversias, porque no estuvo claro desde el principio que el logos estuviese también en el origen de los relatos míticos, que parecían representar historias inverosímiles. Heráclito había reprochado a Homero que sus obras ‘poéticas’ eran visionarias y excesivamente dependientes de las vicisitudes circunstanciales de sus personajes legendarios, y que por esto carecían del orden interno del logos y despistaban a los hombres del auténtico camino del pensamiento verdadero. Parece que fueron los sofistas los que reconocieron que los textos poéticos también estaban sujetos al logos. Esta racionalización de la poesía, que es lo que Aristóteles tiene sobre la mesa cuando compone su Poética, supone ya que el logos es en realidad el único género que existe, y que los poetas no eran iluminados sino artesanos que lograban elevar el lenguaje común gracias a medidas y técnicas precisas como el metro, el ritmo, la aliteración y demás elementos que conformaban la estructura formal de la obra. Si los sofistas estudiaron estas reglas internas del relato para mejor manipularlo en función de intereses concretos, derivando hacia la Retórica, Aristóteles asumió plenamente la idea de Gorgias de que la poesía era solo un género del logos, y a partir de ahí estructuró las diversas formas en las que se estaba desarrollando.

Sin embargo, Platón sí que había profundizado en la opinión de Heráclito. En algunos pasajes de la Iliada y la Odisea ya se invocaba a un poder superior para que dictara al poeta lo que tenía que decir. El recurso a una autoridad ancestral, incluso sobrehumana, ha sido una de las grandes estrategias de legitimación de los relatos. Esta posesión divina de la que también advertía Demócrito, que inevitablemente causaba un comportamiento anormal en el poeta, Platón consideró que se trataba de un proceso irracional que, sin embargo, producía en el oyente-lector un peculiar magnetismo emocional. Esa genialidad divina que les reconoció, justificaba, así mismo, su opinión de que debían ser apartados del gobierno de la polis, que exigía la fría determinación de lo pragmático. Tal capacidad, en efecto, podía venir directamente de alguna fuerza exterior, pero en general, como era notorio en las danzas báquicas, podía ser el resultado de que el poeta quedara preso de la armonía y el ritmo, al modo en que mucho después buscaron el éxtasis los danzantes místicos derviches. La belleza resultante de este proceso presuntamente inspirado por la divinidad fue un argumento añadido para que Platón valorase al poeta como “cosa leve, alada y sagrada” (Ion, 534b), y a su obra como un momento irracional del espíritu muy lejos del verdadero conocimiento del filósofo, que es el que debe enseñar al pueblo en los asuntos reales de la polis. A partir de aquí, precisamente, los relatos de los poetas a los que nos referíamos al principio, que transmitían en mitos las historias que compendiaban la identidad colectiva (mostrando las cualidades de los héroes y las bajezas de los villanos) dejaron de tener peso en la enseñanza, puesto que lo que se estaba dirimiendo en la Atenas del siglo IV a. C. era el rumbo que habría de tomar la educación política de los ciudadanos griegos. El dominio de la poesía fue traspasado a las Musas (símbolo de la irracionalidad y la imaginación, que nunca ha dejado de intervenir en el debate por la experiencia poética hasta hoy mismo), quedando el Logos como garante del pensamiento filosófico que ha de afrontar los problemas reales. Cuando Platón madure, en la República, su teoría de las Ideas, dejará claro que la palabra del poeta no hace comprender, sino que imita y representa. El vínculo de esa palabra poética será la belleza, no la verdad. Los poetas, para Platón, han de limitarse a cantar himnos a los dioses. Podemos decir, sin más, que en Platón se verifica un cambio de rumbo radical: si los relatos de la memoria colectiva había sido el único vehículo de transmisión del saber, a partir de ahora se confiaba tal responsabilidad educativa a los filósofos, que enseñaban en las discusiones de la Academia el conocimiento de la ley, la autoridad, el orden, y el uso correcto de la razón… correlatos ‘lógicos’ de las Ideas supremas, a las que la enajenación poética no puede acceder y solo la razón puede traducir en buen gobierno. Un gobierno, dicho sea de paso, aristocrático, autoritario y anacrónico, tan alejado de la realidad como las ‘Ideas’ de su mentor, pero de una coherencia indiscutible si lo vemos desde la perspectiva de la prevalencia de ‘lo más capacitado’ en la lucha sin cuartel por la supervivencia.

Lejos de ejercer un juicio político sobre la tradición de los poetas, Aristóteles los defendió e intentó comprender lo que estaban haciendo bajo el prisma general de la ‘imitación’, pues entendió con lucidez, como hemos dicho, que los relatos que producían (que llegó a conocer con una erudición extraordinaria) no hacían otra cosa que imitar lo que los hombres hacían en su vida y en sus circunstancias. Esa imitación era el vehículo para aprender de los hechos que ha preservado la memoria. Las obras literarias, pues, imitan las acciones de los hombres: de forma seria la epopeya y la tragedia, que imitan las acciones insignes de los hombres egregios; de forma jocosa los yambos, la sátira y la comedia, que imitan las acciones ridículas de los hombres viles. Si esto se hace de forma narrativa, tenemos la poesía épica y satírica, donde prevalece la voz del narrador; si de forma dramática, tenemos la tragedia y la comedia, donde actúan los personajes como representándose a sí mismos. El cuadro resultante (Mosterín, 1996, p. 59) sería la división de la literatura en cuatro géneros: 1) epopeya (seria y narrativa), 2) tragedia (seria y dramática), 3) satírica (jocosa y narrativa) y 4) comedia (jocosa v dramática).

Pero lo que resulta relevante, desde el punto de vista que estoy manteniendo, es que en este momento esencial del pensamiento griego se está produciendo la paulatina desvinculación de la racionalidad de los procesos biológicos hacia el dominio del entendimiento ‘puro’, exento, por decirlo así. Es decir: a partir de ahora la racionalidad quedará desvinculada de la supervivencia como tal (una racionalidad de los sentidos, del reino de lo visible) y aislada como superestructura (una racionalidad de las ideas, del reino de lo inteligible) que habrá de pilotar a partir de ahora la historia del hombre y responder a todas sus preguntas. Aunque Aristóteles no aceptó los dos mundos separados de Platón, sí que concibió una separación suficiente entre el conocimiento sensible y el nocional. Cuando habla de la ‘forma’, por ejemplo, se está refiriendo a la manera en que la materia se realiza como materia. La forma es ‘formalización de lo fáctico’, diríamos nosotros, en tanto desarrollando su propia facticidad. Forma es el modo en el que la materia persiste y es fiel a su proyecto fáctico. La realización plena de ese proyecto fáctico de la materia se muestra, pues, en la ‘forma’, que vendría a ser la propia verificación de que en efecto se está desarrollando convenientemente la facticidad de la materia. La Ideas de Platón, en este sentido, equivalen a las Formas de Aristóteles, porque en el fondo lo que se está produciendo en este momento del desarrollo de la racionalidad es la traducción de la racionalidad superviviente en racionalidad conceptual, la manera en que la racionalidad biológica está siendo traducida a pensamiento lingüístico, filosófico.

La importancia que esto tiene en la configuración de las poéticas de la racionalidad no es fácil de dilucidar. Pero a mi juicio está claro que cuando Platón propone su teoría de las Ideas como principios inmutables del ser, idénticas a sí mismas, no hace otra cosa que conceptualizar la facticidad y de alguna manera desvincularla del proceso biológico avalando su preexistencia inmutable. A partir de aquí, la racionalidad fáctica (que emerge, en mi opinión, de los procesos biológicos y que, por tanto, puede y debe ser superada en el estadio de la conciencia) será elevada al rango de la inmutabilidad absoluta, es decir, blindada como referencia última para el abordaje de las experiencias de los hombres y la cuestión del sentido. Cuando la teoría de las Ideas sea refutada, esta preeminencia de la racionalidad absoluta permanecerá a salvo. De manera similar, cuando Aristóteles nos dice que la ‘forma’ que constituye una cosa coincide con su finalidad, no hace sino cerrar el círculo de lo fáctico, garantizando la unidad orgánica, tal como ocurre con el ‘cuerpo’ de los seres vivos. Esta unidad (de lo fáctico consigo mismo) hace que la causa formal y la causa final, en la terminología de Aristóteles, coincidan plenamente. Y así ha de ser también con respecto a la Totalidad fáctica, causa formal y final del universo cuya ley interna ha de ser cognoscible, bucle perfecto de la armonía suprema de lo que se está realizando mientras se realiza, unidad sustancial que necesariamente también ha de procurarse en la obra poética, que no debe ser otra cosa que ‘imitación’ de lo que está sucediendo en la Naturaleza de la que el hombre forma parte indisoluble.

Dicho esto, es evidente que la poética de la conciencia que propongo no puede entrar en discusión con las poéticas de la racionalidad, sencillamente porque se encuentran en estadios diferentes. Pero es necesario entender que desde el inicio del pensamiento griego se ha blindado la racionalidad y que esto va a impedir la asunción de la conciencia como estadio de la existencia. Como he sugerido anteriormente, Platón podría decir que el haiku es una especie de revelación espiritual (y esta idea subyace en la tendencia a vincular el haiku con las experiencias religiosas), y Aristóteles podría decir que el haiku está sujeto al delicado pero férreo logos que hace posible su peculiar equilibrio formal y temático (idea que subyace a todas las aproximaciones literarias posteriores). En ambos casos, y con esto termino, la posibilidad de una experiencia poética como momento en el que la existencia alcanza el estadio de la conciencia al tiempo que la palabra sale del lenguaje y del relato, queda ‘razonablemente’ descartada. A mi entender, el blindaje del pensamiento griego, que en general queda sellado con el concepto de ‘Espíritu’ de Hegel, va a propiciar también la última propuesta filosófica de una ‘razón poética’, deudora de la ‘inspiración’ platónica y la tékhné aristotélica, a la que intentaremos aproximarnos en la siguiente entrega.

Poética del haiku (II). Palabra, conciencia, historia

Tal como apunté en la anterior entrega, quiero ahora abordar, en la medida de mis posibilidades, el otro aspecto radical de la poética del haiku desde el punto de vista de la conciencia de la pregunta que vengo exponiendo: aquel que tiene que ver con la palabra como salida del lenguaje y, más en concreto, como salida del relato. Hemos de entender, lógicamente, del ‘relato’ de la racionalidad en el que ya se encuentra el hombre antes de haber tenido experiencia poética (en este caso de haijín), que por extensión no es otra cosa que la historia como conjunto de sucesos acaecidos a la especie.

Como ya conocen los lectores de estas colaboraciones, estoy intentando poner en evidencia que la experiencia del haiku es una clara señal de la aparición de la conciencia, fenómeno que lógicamente no se limita al haiku ni a la experiencia del haijín, pero que tiene en ellos, desde mi punto de vista, una manera especialmente clara de mostrarse, aunque toda manifestación de la conciencia se esté dando de forma casi imperceptible en el territorio omnisciente de la racionalidad. Toda ‘salida’, necesariamente, se está dando desde el relato, de manera semejante a como la propia vida supuso una salida de la pura materia físico-química, por ejemplo. La novedad radical de la conciencia en el proceso general de la existencia, como ya hemos comentado con anterioridad, es que si bien aquellas otras ‘salidas’ (de la latencia a la energía, de la energía a la materia, de la materia a la vida) se habían producido de manera fáctica, la ‘salida’ que propone la conciencia no es un paso dentro de la facticidad general de la existencia, sino precisamente el momento en que toda la existencia está en condiciones de ‘salir’ (o no) de la facticidad, provocando un acontecimiento sin precedentes en el seno de la propia Totalidad y, desde luego, un urgente replanteamiento de las respuestas ante la emergencia de la pregunta como pregunta.

Se impone, en principio, aclarar que la aparición de la conciencia no supone una ‘corrección’ de la racionalidad, algo que viene a mejorar las estrategias de la razón o a criticarlas. Ya sabemos que la racionalidad tiene el objetivo de posibilitar la supervivencia de la especie homo sapiens sapiens, y en ese complejo camino la propia racionalidad tiene que auto revisar sus estrategias, adaptarse y evaluar continuamente sus logros y sus deficiencias. Por tanto, la conciencia no aparece, desde el punto de vista poético que aquí mantengo, para criticar el proceder de la racionalidad o proponer una supervivencia diferente. Los problemas que genera la supervivencia los ha de resolver la racionalidad. Y así lo viene haciendo desde los ancestrales códigos que permitían la primitiva distribución de los roles tribales hasta las sofisticadas argumentaciones éticas del humanismo más comprometido con la dignidad de la persona, o el más crítico ecologismo que alza su grito contra la destrucción de la naturaleza. No parece, sin embargo, a decir verdad, que en este aspecto la racionalidad haya logrado su objetivo, a la vista de la desigualdad brutal y de las infinitas injusticias cotidianas en las que se asienta la marcha del hombre en la tierra, pero todo lo concerniente a la ‘supervivencia’, repito, es un asunto que concierne a la razón y ha de resolver la razón.

Desde la perspectiva poética, podemos decir que la supervivencia es la manera (racional) en que la vida se reconoce fáctica y se preserva a sí misma. La lucha por la inmortalidad, por ejemplo, sería el correlato lógico de la supervivencia, y hasta que la ciencia no provea de un método de conservación eficaz la mentalidad religiosa seguirá proyectando escenarios que la garanticen. Es lógico, en este proceso, que la promesa de una ‘vida’ futura (la supervivencia plenamente lograda) a salvo de las limitaciones de la presente (interrumpida por la muerte) ha actuado también como relato redentor de extraordinaria eficacia para mantener el estatus de desheredados de ingentes masas de población. Ya apunté mi convicción de que la racionalidad extendida (aquella que ya no está sujeta a los procesos de la estricta supervivencia biológica en equilibrio con un entorno ecológico determinado) que comienza a desarrollarse en el Neolítico, ya no buscará la supervivencia de la especie como tal sino la supervivencia de los grupos que controlan los recursos. Es precisamente en este momento, en los albores de las diferentes civilizaciones, donde aparecen (por pura lógica) los relatos (desde el poder) tendentes a que las masas asimilen su esclavitud en aras de un guión canónico, guión que, por ende, consagra la facticidad del papel de los amos y los esclavos en el indefectible engranaje de la historia. Sin duda la supervivencia de la especie no tendría por qué generar esta degradación permanente, pero ese es un problema que la racionalidad no ha sabido aún resolver.

Pues si decimos que la racionalidad procura la supervivencia como cierre de la vida en sí misma, podemos decir que la conciencia procura la vida como apertura desde sí misma. La conciencia, desde el punto de vista poético, no tiene como horizonte la supervivencia sino que coloca a la vida en ‘posición de salida’, por decirlo así, porque ya hemos dicho que la conciencia no pertenece al hombre, no pertenece a la vida, sino que aparece como un nuevo estadio en el proceso de la existencia, el estadio en el que se puede (o no) producir la salida de la facticidad, y que por tanto afecta a toda la existencia, no solamente al estadio concreto de la vida.

Sabemos que la historia es el resultado de la supervivencia, pero no sabemos cuál pudiera ser el resultado de la vida. De no haber aparecido la conciencia, sabríamos con certeza que el horizonte de la vida sería la supervivencia. Pero tras la conciencia es esto precisamente lo que salta por los aires. La conciencia abre la vida hacia un horizonte nuevo, pero no sabemos (no podemos saber, puesto que no es fáctico) cuál será su desarrollo. Sería, en todo caso, un horizonte posible, imposible de determinar antes de crearlo. Es evidente, sin embargo, que podemos rastrear en la historia de la supervivencia muchos indicios de que la experiencia de la conciencia está actuando desde antiguo, pero no disponemos de una hermenéutica, por decirlo así, que no confunda estas experiencias con las de la racionalidad. Diríamos que toda acción verdaderamente creativa (de salida) de la conciencia ha quedado irremediablemente interpretada e incluida en el relato general de la facticidad superviviente, y sospechamos que los casos más radicales de tal experiencia han debido ser manipulados o condenados al olvido ante la evidencia de que pudieran subvertir el guión establecido por la racionalidad. La contundencia ‘contra-relato’ de alguna de estas experiencias (estoy pensando, por ejemplo, en la de Jesús de Nazaret, al que quizá me refiera en próximas entregas) provocó una reacción aún más contundente de la racionalidad religiosa de su tiempo, hasta el punto de reconvertirlo en garante de la misma.

Pero volvamos a la intuición poética de que la conciencia procura la vida, y que procurar la vida (y no la supervivencia) significa procurar el horizonte de salida de la vida desde sí misma. ¿Hacia dónde? No podemos saberlo. Ya hemos dicho que la conciencia lo es de la pregunta como pregunta. Solo podemos decir que tal horizonte no puede ser fáctico. No sabemos nada más. Pero también hemos reconocido que se puede transitar el no saber. De hecho, “para ir a donde no sabes has de ir por donde no sabes”. Para intentar adentrarnos en lo posible en ese horizonte no previsto hemos de repensar poéticamente dos nuevos conceptos-experiencias que también en esta ocasión utilizaré de manera impropia, puesto que han sido mil veces definidos desde la racionalidad: la libertad y el amor.

Desde la racionalidad, la libertad es la facultad de elegir entre varias opciones (dentro de lo fáctico), elección que en última instancia pone en juego la propia supervivencia. Una elección adecuada sería aquella que permitiera garantizar de la manera más óptima posible la supervivencia de la especie. Por eso tal facultad tiene una intransferible carga de responsabilidad. Obrar a favor de la supervivencia es lo que la racionalidad exige a esta capacidad de libre albedrío del hombre. En el actual estado de racionalidad extendida la responsabilidad inherente a los actos de la libertad electiva se ha vuelto dramática: la dinámica de dominio de los que controlan los recursos ha orientado el progreso técnico a la fabricación de medios que hoy posibilitan elegir la autodestrucción. Y lo que quiero subrayar es que todo el esfuerzo ético, político, religioso, filosófico, metafísico… que se ponga encima de la mesa para elegir la no destrucción es un trabajo propio e insoslayable de la racionalidad misma.

Desde la experiencia poética la libertad no tiene nada que ver con lo que acabo de exponer. En rigor, desde la experiencia poética, dentro de lo fáctico no es posible libertad en sentido estricto. Libertad solo sería aquella experiencia que precisamente nos posibilitara salir de lo fáctico. Si no se pudiera salir de lo fáctico, la libertad no existiría, solo existiría la libre elección entre diferentes opciones, diferentes maneras de configurar el relato, diferentes modos de dirigir a los personajes de una representación ya fijada en el guión, a los que se les permiten ciertas licencias que no afecten al argumento central. Lo que quiero decir es que si no hubiera aparecido la conciencia no sería posible hablar de libertad. Desde la racionalidad no hay libertad en sentido estricto, solo hay capacidad de elegir, aunque esa capacidad de elegir lo sea sobre la igualdad o desigualdad entre los seres humanos, sobre la destrucción o conservación de la naturaleza o sobre la multiplicación de armas nucleares o su erradicación definitiva.

Aparecida la conciencia como pregunta en el seno de las respuestas que configuran el relato de la facticidad, podemos decir que llamamos libertad a la primera experiencia radical que nos pone en marcha hacia el horizonte abierto por la conciencia. La conciencia que abre a la posibilidad de un horizonte no fáctico supone en sí misma la liberación de las estrategias de la supervivencia y, de alguna manera, nos ‘desata’ del guión establecido desde la racionalidad, puesto que ya no es ese nuestro horizonte. La liberación de la supervivencia coloca a la vida en el umbral del abismo, abismo porque enfrente no hay nada, lo que haya de haber ha de ser creado. La libertad, desde la experiencia poética que aquí mantengo, es la manera en la que se asume el vacío de lo que ya no es (el relato que ya no nos sirve de referencia) y de lo que todavía no es (porque aún no ha sido generado). Es esta doble pobreza radical la que desvincula a la libertad de toda noción que pueda tener que ver con aquello de la ‘capacidad’ de elegir. La libertad (poética) no es para eso. Diríamos que tan solo es liberación posibilitadora, efectiva apertura a la novedad, asunción de la pregunta como pregunta, primer atisbo de que comenzamos a pisar un territorio desconocido. Libertad es el primer movimiento que garantiza que efectivamente se ha dado una experiencia de conciencia, que la conciencia no es un estadio de contemplación, sino de acción, de creación; que la conciencia, en suma, no es un saber donde quedarse, sino la posibilidad real de transitar un no saber. Si una de las condiciones necesarias que pone la racionalidad para reconocer y evaluar la responsabilidad de un acto libre en el horizonte de la supervivencia es precisamente un pleno conocimiento de causa (puesto que si no hay conocimiento podría ser eximida de responsabilidad), la libertad a la que me refiero desde la perspectiva de la conciencia poética no puede estar condicionada por ningún saber estratégico, por ninguna información que le oriente a la correcta consecución de un fin, puesto que decimos que lo que hay por delante es puro vacío. Por eso, desde el punto de vista que mantengo, la libertad tiene en la conciencia su condición de posibilidad, pero abre a un horizonte inaudito. A la capacidad real de crear ese horizonte llamo amor. Por eso la libertad, que es la experiencia posibilitadora a la que nos abre la conciencia, solo tiene sentido como condición de posibilidad del amor. El amor es la ‘posibilidad’ a la que abre la libertad, nuevo horizonte no fáctico abierto por la conciencia.

Desde el punto de vista poético, llamo amor a la experiencia que permite mantenerse en la pregunta, en aquello que se realiza fuera de lo fáctico, de manera no estratégica. Sin duda, se trata del concepto más complejo con el que tenemos que enfrentarnos puesto que ya ha sido interpretado desde la racionalidad y aparece incluso ‘santificado’ en los relatos que dan cuenta de los procesos de la supervivencia y en las mentalidades que entronizan la vida fáctica como un absoluto sagrado. Desde la más básica inclinación afectiva que orienta el sentimiento de los sexos en aras de la procreación de la especie, hasta la más sublime inclinación a Otro-Tú absoluto que llega incluso al engolfamiento místico, la racionalidad ha tipificado el amor desde todos los puntos de vista posibles. Los mitos de la generación, la reproducción, el instinto sexual, los sentimientos preferenciales, la teoría del deseo, el instinto maternal, el matrimonio socializante, la liberación sexual, la personalidad sentimental, la dimensión espiritual-mística, la solidaridad ética, la caridad religiosa…, así lo demuestran. Es difícil encontrar un concepto al que la racionalidad haya sacado más partido, inclusive el de utilizarlo como reclamo de la necesaria autocrítica que ha de ejercer sobre sí misma para seguir siendo racionalidad superviviente; ‘alternativa’ paradójica, pensamos, por cuanto ha servido para regenerar los propios estatus de la supervivencia. Pero hemos de subrayar que la experiencia del amor no es posible en el seno de lo fáctico. Desde lo fáctico es posible (y necesario) la generosidad, el altruismo, la compasión… y todas las cualidades que posibilitarían una historia más justa y fraternal entre los hombres. Pero el amor es otra cosa desde el punto de vista poético.

Enfrentarnos a este panorama cultural es ingenuo y casi imposible. Solo puedo decir que desde el punto de vista de la conciencia poética el amor sería una especie de relacionalidad posible, una manera no estratégica de relacionarnos con todo lo que nos rodea. En rigor, sería la experiencia que nos permite mantenernos en la pregunta, la propia pregunta convertida ya en experiencia viva, en acción actuante hacia el no saber, en efectivo camino de tránsito por el horizonte como apertura en sí. El amor sería, en efecto, la verificación de que el camino abierto por la conciencia y posibilitado por la libertad está efectivamente recorriéndose, y que ese recorrido real se mantiene como pregunta. Es decir, el amor sería aquella experiencia por la que la apertura de la conciencia se está desarrollando ya en una existencia no fáctica. La ‘posibilidad’ de salir de lo fáctico se ha verificado: ya existe realmente una experiencia concreta que nos permite transitar en la apertura de lo posible: crear radicalmente la novedad. La salida del relato que no crea un relato diferente, sino que se mantiene como salida, tránsito hacia lo no fáctico, novedad radical en el seno de la existencia y, en última instancia, atisbo de que la Totalidad no es fáctica, es decir, de que la pregunta no tiene respuesta, pero que algo inconcebible desde la racionalidad está sucediendo en el seno de la Totalidad, y eso que está sucediendo tiene que ver con la experiencia del amor al que ha abierto la conciencia.

Las consecuencias de esta experiencia del amor desde la perspectiva poética no son fáciles de imaginar. Desde luego, el proceso de identidad del yo-racionalista superviviente quedaría obsoleto. El amor situaría la vida ya en el estadio de la conciencia, no en el estadio biológico. La configuración de la identidad individual se vería sometida a una extrañeza infinita: aquello que nos hacía fuertes y nos daba seguridad se convierte en nuestro principal anclaje con el pasado; renunciar a la supervivencia como horizonte supone verdaderamente dejar de ser lo que creíamos que éramos. Pero cualquier proyección de la experiencia del amor hacia sus consecuencias futuras sería un profundo contrasentido desde el punto de vista de la conciencia, porque lo único cierto es que andaríamos por el no saber hacia el no saber. Por este motivo, prever los resultados que en la historia personal y colectiva tendría esta experiencia radical sería poco menos que volver a los modos típicos de la racionalidad.

A partir de la experiencia del amor tampoco el pensamiento sería ya pensamiento. La conciencia de la pregunta no abre a ningún nuevo horizonte especulativo sino al amor como experiencia de relacionalidad no fáctica, es decir, como primera experiencia inaugural de un nuevo estadio de la existencia. Pero teniendo en cuenta que nos encontramos instalados en el estadio de la racionalidad (del que la conciencia propone salir), la acción de salida en tanto ‘salida desde la racionalidad’ puede ser pensada a través de un ‘pensamiento’ poético. Es todavía ‘pensamiento’ (puesto que sale de la ‘racionalidad’), pero es ya ‘poético’ (puesto que ‘sale’ de la racionalidad). En ese impasse es precisamente donde tengo inevitablemente que situar estas reflexiones, provocadas por la necesitad de pensar una salida que ha sido señalada por el imperativo de la conciencia de asumir la pregunta como pregunta y que tiene en el haiku una de sus más contundentes manifestaciones. Que la palabra del haiku manifieste la aparición de la conciencia, liberando al haijín del relato de la racionalidad y abriendo a una experiencia posible de amor como nueva relacionalidad no estratégica que no podemos saber de antemano a dónde nos lleva, constituye el núcleo de lo que yo entiendo por experiencia poética, o experiencia de la pregunta como pregunta, efectiva posibilidad de recorrer el horizonte del no saber.

En las próximas entregas intentaré referirme a las poéticas de la racionalidad que, como veremos, proponen una respuesta y un sentido de la experiencia poética dentro de lo fáctico. Tal vez desde ahí podamos reconocer con más claridad las insalvables diferencias con nuestra poética del no saber.

Poética del haiku (I). Palabra, conciencia, existencia.

Como apunté al final de la anterior entrega, voy a intentar una aproximación general a lo que yo entiendo que podría ser una poética del haiku, desde el punto de vista de la conciencia de la pregunta que vengo exponiendo. La sencilla palabra que allí se dice posee para mí un doble alcance: por un lado, tiene que ver con la salida del relato (desde la perspectiva del haijín), y por otro con la salida de la facticidad (desde la perspectiva de la naturaleza-existencia). En esta entrega de junio voy a centrarme en este segundo aspecto, e intentaré abordar en la próxima qué significa la salida del relato y qué implicaciones tiene para el hombre y su historia.

Debo subrayar, antes de todo, que la experiencia poética que aquí estoy defendiendo, como capacidad de la conciencia para asumir la pregunta como pregunta, ha de generar un pensamiento poético del que carecemos, que sería la verdadera herramienta para construir una crítica global de la racionalidad de la supervivencia y, más allá de eso, recolocar al hombre de cara a un horizonte de sentido completamente diferente del establecido. Estos breves apuntes no pueden pretender algo tan ambicioso. Solo está en mi mano apuntar algunos principios que considero básicos. Es obvio que tal pensamiento poético (un pensar desde el no saber), no puede establecerse como una reflexión racional de la experiencia poética o un estudio científico de la obra resultante (que es lo que hace la tradición cultural en la que nos encontramos). Sería, más bien, un intento de la propia experiencia poética de la conciencia por dar cuenta de sí misma y, quizá en ese esfuerzo, mostrar otra forma de pensar, generar otra forma de enjuiciar lo que está pasando con el hombre, la vida, la naturaleza, la existencia, la Totalidad…, de manera que pudiéramos verdaderamente darnos cuenta de que estamos siendo reos de una interpretación, de que somos, nos movemos y existimos dentro de la interpretación racional, por muchos matices secundarios que esta tenga.

Desde mi punto de vista, si la experiencia poética de la conciencia no supone una alternativa radical a la interpretación racional de la realidad y la existencia, entonces carece de verdadera significación, no deja de ser un subproducto de la magna racionalidad omnipresente: acaso una experiencia de la subjetividad psicológica, un alegato de la sentimentalidad, una habilidad alcanzada tras la deriva simbólica del lenguaje, una artesanía que coloca de manera novedosa las piezas que el acervo va multiplicando sobre la mesa de la cultura… Pero he de señalar que el verdadero problema radica en que estamos inconscientemente convencidos de que no podemos vivir fuera de un relato, fuera de una interpretación, con lo que se supone que la hipotética posibilidad de alcanzar un pensamiento estrictamente poético lo que nos reportaría sería otra interpretación desde la que poder configurar nuestra experiencia de la vida. En rigor, lo que intento transmitir es que la experiencia poética no configura en sí misma ninguna interpretación, es precisamente la posibilidad de alcanzar una experiencia de la existencia no interpretable, radicalmente abierta, radicalmente enfrentada a cualquier interpretación: lo que he llamado la experiencia de la pregunta como pregunta.

No es posible, en efecto, crear un ‘relato’ alternativo de sentido para dar cuenta de la experiencia poética tal como la concibo. Solo es posible abundar en la pregunta como pregunta, es decir, desvincular la pregunta de todo discurso de sentido, desvincular la pregunta de toda estrategia de respuesta. Pero para hacer esto tendríamos que empezar por desactivar la lógica racional inherente a los ‘conceptos’ concretos que estamos manejando. Cuando hablo de ‘poética’, por ejemplo, no estoy refiriéndome a un hacer del haijín, a una creación personal del yo poético autor de una obra (el haiku). Ese es el planteamiento racionalista que desde el inicio de la filosofía viene orientando todas las poéticas que se han ido configurando a los largo de la historia. En próximas entregas intentaré referirme a algunas de esas poéticas (al menos la de Aristóteles, Kant, Heidegger y Zambrano) para poder comprobar hasta qué punto se encuentran en las antípodas de lo que estoy proponiendo. Cuando hablo de ‘poética’, por tanto, no estoy hablando de un quehacer creativo del poeta autor, de la forma de una obra y el particular modo en que queda ensamblada junto a otras obras en el acervo. ‘Poética’, como ya he dicho, es la manera precisa en que la conciencia se reconoce como estadio de la pregunta en el seno de la existencia. El surgimiento de la pregunta como pregunta es advertido en su particularidad con respecto al movimiento racional de la pregunta como respuesta. Cuando una pregunta nos abre a un horizonte de sentido solo transitable cuando permanece como pregunta, entonces estamos, a mi juicio, ante una experiencia ‘poética’ de la conciencia. Cuando una pregunta nos abre a un horizonte de respuesta, entonces estamos ante una experiencia de la racionalidad. La poética, por tanto, abre el horizonte, que como tal no orienta ni dirige, es pura posibilidad de transitar un no saber. Porque el no saber puede ser transitado. Puede serlo por la conciencia, no por la razón. La conciencia sí puede transitarlo como no saber. Y puede decir algo, un algo que no lleve al saber sino que profundice en la apertura, en el horizonte. Intuyo que la palabra del haiku es de este calibre. Y también lo es parte de la experiencia poética que se encuentra diseminada a lo largo de la historia, desde las más antiguas composiciones de los indios americanos a los poemas con los que muchos de nuestros contemporáneos se enfrentan a la dolorosa identidad que les impone la cultura; versos, en este caso, diluidos en la configuración general de la ‘obra’ creativa del yo-poético de la racionalidad, irreconocibles por la crítica especializada, auténtica policía del imperialismo racionalista, cuando no mera criada de los amos del comercio.

Poética’, por tanto, es para mí experiencia de la pregunta como pregunta. Y llamo ‘conciencia’ no a un saber especial sobre algo, sino al estadio en que aparece la pregunta como pregunta. Saber un no saber es lo que ‘sabe’ la conciencia. Y esto no tiene nada que ver con la antigua máxima socrática. La racionalidad dice “solo sé que no sé nada” en un gesto de honestidad, contra los engreídos y prepotentes, ante el inmenso camino que va hacía el pleno conocimiento de las cosas, hacia la respuesta como tal. Porque el camino de la respuesta, hacia la meta de la Verdad, es realmente arduo y apasionante. Pero la conciencia poética es otra cosa: el estadio de la existencia donde se ha alcanzado la pregunta como pregunta. Por tanto no es una cualidad del homo sapiens sapiens como especie animal, sino un estadio que se encuentra más allá de la determinación biológica. Lo que quiero decir es que la vida ha surgido en el proceso fáctico de la existencia material, y que la conciencia no pertenece ya a ese estadio de la existencia que llamamos vida, sino que supone un estadio diferente, completamente ‘sin sentido’ en el ámbito de los procesos fácticos que han llevado, por ejemplo, al hierro desde las estrellas hasta las células. No hay duda de que de la latencia a la energía, de la energía a la materia, y de la materia a la vida se han producido saltos cualitativos. Lo que intuyo es que de la vida a la conciencia se está produciendo un salto cualitativo aún de mayor calibre que los experimentados en el proceso de la existencia hasta ahora, porque este nuevo estadio ha aparecido como pura posibilidad, como horizonte abierto, es un estadio de extrañamiento radical. Podemos afirmar que no se ha producido de manera fáctica precisamente porque no responde a ningún desarrollo previsible de la supervivencia, porque no aparece en continuidad con la vida, porque, antes bien, parece colocar a la supervivencia en una delicada tesitura: si la supervivencia fuese la etapa culminante del desarrollo de la vida, tal estadio existencial quedaría automáticamente encerrado en sí mismo, porque el ciclo de la existencia fáctica habría llegado a su autoconocimiento pleno en eso que llamamos racionalidad. Pero la aparición de la conciencia no ratifica la supervivencia sino todo lo contrario. Por eso decimos que el desarrollo del estadio de la conciencia no se va a realizar fácticamente, sino que solo aparece como pura posibilidad, como extrañamiento radical en el orden de lo fáctico.

Es cierto que el extrañamiento que supone la aparición de la conciencia no pulula por el aire como un fantasma invisible, sino que está dentro del corazón humano, en su punzada más honda e indescifrable. Pero ha sido sistemáticamente racionalizado. Y la racionalidad no ha hecho sino lo que podía hacer: configurar respuestas. Y lo que ha conseguido es crear el sentido en lugar de pensar el sin sentido; en lugar de asumir la sospecha, fabricar una respuesta aparentemente diversificada: la metafísica, la filosofía, la ciencia, la religión, la espiritualidad… todas ellas basadas en la idea de que la salida de la vida ha de ser fáctica, como lo fue la entrada. Una salida hacia la Nada, hacia el Todo, hacia Dios, hacia el Ser… La conciencia, sin embargo, no puede concebir una salida fáctica de la vida. La respuesta de la racionalidad ha colocado la extrañeza a la altura de la racionalidad, la ha configurado a su manera, hasta lograr que quede insertada en el proceso fáctico global que está a su alcance proponer. Todo, Ser, Verdad, Dios, Bien, Espíritu, Nada… son las configuraciones de la respuesta que le es posible concebir a la racionalidad fáctica. Si la ‘experiencia poética’ no supone una alternativa radical a este planteamiento, entonces tal experiencia carece de significación. Pero insisto en que esa ‘alternativa’ solo podría transitarse desde el no saber, no es un camino hacia el conocimiento o hacia la Verdad.

Podemos intuir que en el desarrollo de la vida biológica ha surgido una extrañeza radical: la capacidad de preguntar por el sentido no tiene sentido dentro de lo fáctico. Lo que quiere decir que la capacidad de preguntar por el sentido de la existencia (latencia, energía, materia, vida) nos advierte de que el proceso fáctico desarrollado hasta aquí se ha visto drásticamente problematizado por la aparición de esta pregunta radical. La aparición de la pregunta como pregunta abre a un horizonte de posibilidad, pues si estuviéramos ante una pregunta como respuesta nos encontraríamos en un horizonte fáctico: la respuesta ya existiría en el germen de la pregunta, la pregunta solo sería una etapa del proceso de realización de la respuesta. Si lo que está planteando la conciencia es una pregunta como pregunta, entonces se ha producido un horizonte sin realización, un no saber, una pura posibilidad de transitar, y el desarrollo posible de lo existente a partir de aquí es absolutamente inconcebible, no hay referencias, no hay señales, no hay previsiones, no hay proyecto… La experiencia poética es la experiencia de la pregunta como pregunta. Y llamo estadio de la conciencia precisamente a este en el que hemos comenzado a tener la posibilidad de experiencia poética.

Podemos decir que el hombre es el momento de la existencia biológica donde se abre esta posibilidad. Podemos afirmar que esta posibilidad no pertenece al hombre como si constituyese un mérito de su capacidad biológica, sino que pertenece, insisto, al proceso de la existencia (latencia, energía, materia, vida), que parece estar inaugurando un estadio totalmente desconcertante que incumbe a lo existente como tal. Al ser la existencia, entonces, la que se muestra ahora como pregunta radical, esto nos indica que tal pregunta se está produciendo en el seno de la Totalidad. No puede darse un fenómeno de conciencia de la pregunta sin que la Totalidad quede radicalmente problematizada. Para la racionalidad, la Totalidad (que puede asumir muchos nombres, como hemos visto) es fáctica por definición. Solo esa facticidad garantiza su correlato racionalista. O dicho de otra forma: la racionalidad solo puede concebir una Totalidad fáctica, le dé el nombre que le dé. Si es concebible la pregunta como pregunta en el seno de la existencia, entonces es la propia Totalidad la que queda abierta a un proceso de identidad, por decirlo así, no fáctico.

Es posible que algún lector piense que estoy deambulando por los cerros de Úbeda. No es así. Si no concebimos la experiencia del haijín y la palabra del haiku en este contexto, entonces la tradición del haiku carece de significación ‘poética’, a mí entender. Pero he de aclarar de inmediato algo fundamental: ni la tradición del haiku está desprovista de innumerables significaciones culturales, espirituales, literarias, etc., ni yo estoy proponiendo una visión unívoca del fenómeno. Solo estoy proponiendo la posibilidad de pensar el haiku de otra manera: desde la conciencia y la pregunta. Y solo pretendo que esta modesta perspectiva alimente el debate y ensanche, si acaso, la posibilidad de una comprensión más global de lo que está sucediendo en el haijín, por más que su propia racionalidad cultural, literaria, filosófica, espiritual, estética o religiosa ya le hayan ofrecido los parámetros desde los que interpretar lo que está haciendo. Tampoco san Juan de la Cruz –lo he comentado en otras ocasiones– pudo interpretar los versos de su propio Cántico Espiritual sino con las herramientas de la teología tridentina que acababa de estudiar en la universidad de Salamanca.

Es muy importante entender que si bien, desde el punto de vista de la racionalidad cultural, el haiku es una tradición japonesa cuya génesis se encuentra vinculada a las culturas orientales de las que tal tradición se alimentó durante siglos, desde el punto de vista de la experiencia poética que aquí mantengo el haiku es un signo de la conciencia, una experiencia de la pregunta como pregunta, y que por tanto aunque ocupe un lugar eminente de la tradición nipona que ha llegado a nosotros por derroteros estrictamente culturales, desde el punto de vista de la conciencia que aquí mantengo la identidad del haiku no se encuentra en su pasado sino en su porvenir, no le viene de su manantial sino de su horizonte. El haiku todavía no ha alcanzado su verdadera dimensión, no ha llegado a su horizonte, por eso a nuestra aproximación ‘científica’ en torno a su historia y despliegue cultural, ha de sumarse una decidida indagación de los caminos que abre como experiencia de la conciencia. Y sería, a mi modo de ver, ciertamente frustrante que una de las experiencias más desnudamente poéticas, más evidentemente desconcertantes para la racionalidad, se quedase precisamente en el cajón de la racionalidad cultural.

El haiku es una de las más evidentes manifestaciones de la conciencia poética. Aunque el haijín, como hombre de su tiempo condicionado por la cultura dominante, pueda interpretar que está realizando una descripción de lo que está ahí en la naturaleza, lo que ‘poéticamente’ está sucediendo es otra cosa: es el propio haijín el que emana de aquello que está sucediendo, acaba de salir de allí, como si brotara del propio aparecer de lo que está dando testimonio. Por eso el haiku es un testimonio del nacimiento del haijín desde lo que acaba de suceder en la naturaleza. Volvamos al haiku de Bashô que nos viene sirviendo de ejemplo: “Un viejo estanque; / se zambulle una rana, / ruido de agua”. Desde la perspectiva poética que propongo, lo que hemos de entender es que junto al “ruido de agua” lo que aparece es el propio Bashô, lo que trae el ruido del agua es al propio Bashô. Bashô ‘aparece’ tras el ruido del agua, es el propio ruido, el propio acontecer de lo que ha acontecido, porque sin Bashô ese ruido habría quedado perdido en la fenomenología fáctica de la naturaleza, en el silencio de lo que no cambia. Por tanto, lo que ocurre en este haiku es Bashô mismo, una extraña identidad que no busca reconocimiento ‘literario’, que no busca autoafirmación personal, que no construye belleza ni ofrece información, ni nada por el estilo. La acción de Bashô, su acto de escritura, ese apunte mínimo en su cuadernillo, es en realidad la manifestación de que Bashô acaba de surgir desde el ruido del agua que ha provocado la rana al saltar sobre el viejo estanque. Y ese nacimiento es la conciencia, y yo llamo ‘experiencia poética’ a la que permite que nos demos cuenta de que estamos verdaderamente ante la conciencia y no ante un supuesto mecanismo racional de creatividad artística o cualquier otra intencionalidad subjetiva.

Lo que aparece en el haiku de Bashô no es el ruido del agua del estanque tras el salto de la rana, porque eso ya estaba allí y se había producido millones de veces a lo largo del desarrollo de la facticidad. La ‘novedad’ es Bashô mismo, la palabra, la conciencia. Que eso que estaba ahí ahora está en otro nivel, en otro estadio, ahora ha accedido a la palabra, a la conciencia. Esta realidad estrictamente ‘poética’ es anterior a cualquier otra consideración de lo que está sucediendo en el haiku, aunque suele quedar sepultada por la engreída racionalidad que le concede al ‘autor’ un protagonismo patético, aduciendo su capacidad artística, su categoría espiritual, su conocimiento de las artes tradicionales, etc. Abundantes baratijas al lado del sencillo y desconcertante hecho de que él es, sencillamente, la conciencia de lo existente, el momento en el que lo existente alcanza el estadio de conciencia.

Que el haiku manifieste de una manera tan radical y desnuda que la naturaleza-existencia ha alcanzado el estadio de la conciencia, es un hecho desconcertante de extraordinaria relevancia. ¿Qué necesidad tiene la naturaleza fáctica de alcanzar un estadio de conciencia? ¿Conocerse a sí misma? ¿Necesita acaso lo fáctico conocerse a sí mismo? ¿No es precisamente lo fáctico aquello que ya es como es y siempre será como será? ¿No da cuenta de ese modo de ‘ser’ la propia racionalidad? Un pensamiento poético sería aquel que intentase transitar por el horizonte abierto por esta perplejidad: que la conciencia no le pertenece al hombre (no es un saber sobre las cosas) sino que es el estadio en el que la existencia muestra un desfondamiento sin sentido en el orden de la facticidad. Porque la palabra del haiku es precisamente (desde el punto de vista de la experiencia poética que aquí mantengo), el momento de ruptura entre el origen fáctico y el horizonte abierto de lo existente. Para la racionalidad fáctica (como tendremos ocasión de comprobar en las distintas ‘poéticas’ que comentaremos más adelante), el horizonte es solo un despliegue del origen. En rigor, no hay horizonte. El círculo está cerrado desde siempre. El haiku del haijín se limita a reconocer y certificar esa facticidad. La experiencia poética, sin embargo, es la que está intuyendo una salida de lo fáctico, es decir, la que está intuyendo que el sentido de la existencia se encuentra en su horizonte, no en su origen. Y que ese horizonte no está determinado, y por eso no podemos ‘saber’ sobre él.

Si desde la perspectiva de la racionalidad la palabra del haiku queda encerrada en el relato de la existencia fáctica, traduce a lenguaje lo que ya es como es, desde el punto de vista ‘poético’ que aquí mantengo, la palabra del haiku significa que eso que estaba sucediendo en la existencia fáctica ha pasado a suceder en el estadio de la conciencia. Que la palabra acaba de emerger sin intencionalidad de nombrar, que la palabra se ha vuelto contralingüística, porque la palabra no designa un objeto, no nos dice lo que hay ahí, sino que manifiesta que lo que hay ahí ha pasado de ahí a la conciencia. A ese tránsito, a esa conmoción profunda que hace nacer el haiku, la tradición le llama ‘aware’. Desde la experiencia ‘poética’ el aware sería justamente el modo de experimentar el momento del ‘tránsito a la palabra’, un dolor de parto que surge en la propia naturaleza y que es sentido en el corazón del haijín. Esa especie de doloroso júbilo de la naturaleza por hacerse palabra es la conmoción propia del aware, aunque sea ‘lógico’ que la interpretación racionalista se quede en el aspecto sicosomático del fenómeno, y a partir de ahí valore su intensidad espiritual, su destreza literaria, etc., todo ello haciendo hincapié en la capacidad del haijín y olvidando por completo a la naturaleza, que permanece inmóvil y estática esperando que el haijín la contemple y diga lo que ve y oye. Este olvido de la naturaleza, este increíble protagonismo del haijín como autor, es muy propio de la racionalidad, incapaz de entender que la conciencia no pertenece al hombre sino que es un estadio de la existencia. Y ese protagonismo racionalista del haijín explica el devenir del haiku como forma literaria y su empaquetado en los comercios culturales de todo el mundo, y la desoladora evidencia de que tal vez estemos perdiendo, nuevamente, la oportunidad de salir del relato, a pesar de que muy pocas veces nos hayamos encontrado ante una manifestación tan cuestionadora.

Si el haijín es lo que sucede en el haiku, y no al contrario, entonces quizá debamos desmontar el papel no solo del ‘autor’, sino del hombre mismo. Parece que desde la conciencia poética el relato de la racionalidad superviviente pudiera encontrar una salida. Pero si la conciencia no puede ofrecer un relato de reemplazo, sabemos de antemano que la racionalidad la tachará de pura aporía. Ese horizonte carece de camino. Sea como fuere, intentaremos seguir hacia el no saber.

 

Lenguaje y ‘racionalidad extendida’. Habitar el relato.

Si en anteriores entregas intenté delimitar precariamente mi intuición de lo que es la conciencia (la pregunta) confrontándola, aunque de manera sucinta, con la racionalidad como generadora de respuestas desde la lógica interna de lo fáctico, similar procedimiento propongo ahora para dar a entender el significado que para mí tiene la palabra radical de la auténtica experiencia poética del haijín, no sin antes entrever el lenguaje como gran formalización de la racionalidad. A este último aspecto concreto dedicaré la presente entrega.

Desde el punto de vista que mantengo en estas colaboraciones, ya he referido con anterioridad la evidencia de que es la propia estructura biológica de los seres vivos la que está diseñada para permanecer y desarrollarse. A esa estrategia interna de la supervivencia he llamado sin más, quizá impropiamente, racionalidad, a modo de capacidad innata mediante la que los organismos adecúan sus órganos a la resolución de las diferentes necesidades que se le plantean en relación con su medio. Este modus operandi puramente biológico se va refinando a lo largo de la evolución y alcanza en los homínidos una capacidad de desarrollo impensable si tenemos en cuenta al resto de la fauna viviente. Hace seis millones de años los individuos de una especie de los primates hominoideos, presionados por las condiciones climáticas, bajan de los árboles y se hacen bípedos terrestres. Hace dos millones y medio de años, estos homínidos se diversifican, y aparece en África el género Homo (erguido, bípedo, con destreza manual y un cerebro más grande). La industria material que desarrollan y el grado de complejidad social que van asumiendo ya será imparable. Y aún los antropólogos hablan de un evidente salto cualitativo en esta proyección: la que tiene lugar hace unos doscientos mil años con el ser humano anatómicamente moderno, que evolucionó de homo sapiens más primitivos: la subespecie homo sapiens sapiens a la que pertenecemos.

Lo que parece haber sucedido es que determinados órganos de esta especie (en principio dedicados a la pura supervivencia en equilibrio ecológico) comienzan a ofrecer (en la medida en que se interrelacionan entre sí gracias al desarrollo de la red neuronal) otras funciones (el lenguaje, por ejemplo) que van a propiciar una extraordinaria complejidad cerebral, que a su vez va a permitir una interacción social sin precedentes cuya consecuencia más significativa, a mi modo de ver, va a ser el crecimiento exponencial de la población, que ya no se va a ver limitada por su nicho ecológico, en tanto cree que puede manipularlo a su conveniencia. Al fenómeno que propicia este desarrollo desvinculado del hábitat podríamos llamarlo ‘racionalidad extendida’, una racionalidad ya no sujeta a los procesos de la estricta supervivencia biológica en un entorno ecológico determinado, y por tanto que ya no buscará la supervivencia de la especie como tal sino la supervivencia de los grupos que hayan alcanzado un estatus de poder en las diferentes poblaciones, principalmente de aquellos que controlan los beneficios de la manipulación del hábitat. Esa racionalidad extendida, germen de los procesos civilizatorios del Neolítico, orienta la definitiva desvinculación del equilibrio con la tierra y establece enemistad con las poblaciones de la misma especie que le disputan los recursos limitados del planeta, iniciando un camino de conquista fratricida cuyo fin no es otro que la extinción del hermano débil o el colapso. Que la racionalidad biológica se desvincule del hábitat de su propia supervivencia, en eso que he denominado racionalidad extendida, es la suicida contradicción en la que ha entrado el homo sapiens sapiens en su última etapa, conocida como ‘historia’. Y el suicidio como especie aparece precedido, como podemos comprobar, por la muerte (muerte física o invisibilidad social) de los individuos y comunidades de la especie que han sido desheredados.

La tesis que mantengo en esta entrega es que solo gracias al lenguaje el homo sapiens sapiens ha podido encaminarse al depredador aniquilamiento de los recursos de la tierra y dirigirse hacia el suicidio de la especie. Porque el lenguaje le ha proporcionado la posibilidad de habitar en otra parte, de habitar en el relato. El relato va a proporcionar a la racionalidad la ilusión de que puede subsistir por sí misma al margen de la tierra, el relato va a proporcionarle el horizonte cerrado donde perpetuarse como racionalidad extendida, a costa, como digo, de haberle tapado los ojos ante la evidencia. Dicho de otra forma, el relato es la configuración cultural de lo que en entregas anteriores hemos llamado la ‘respuesta’, el modo en el que el hombre vive y se desarrolla en la respuesta que se ha dado a sí mismo. Y el relato, también, va a propiciar que los desheredados asimilen y terminen aceptando su papel de víctimas en esa especie de macro-lógica de la historia creada por el relato de la racionalidad extendida.

El origen del leguaje es uno de los asuntos más controvertidos y apasionantes de la investigación actual, no solo antropológica. Para la biología, los cambios anatómicos que lo propiciarán no está claro si aparecen de manera gradual, por selección natural, o como consecuencia de una exaptación. La neurología nos da a conocer que la corteza cerebral, donde tienen lugar los procesos cognitivos y lingüísticos, presenta en los homínidos un desarrollo mayor que en los demás primates. Su inmadurez neurológica en el momento del nacimiento es muy acusada, y por eso el sistema nervioso se va configurando con una plasticidad mayor a medida que va entrando la información sensorial procedente del mundo exterior. La psicología cognitiva, por su parte, nos dice que poseemos una extraordinaria capacidad de procesar información porque hemos desarrollado un sistema neurológico capaz de recibirla, procesarla, almacenarla y recuperarla. Y el lenguaje va a ser el medio por el cual aprendemos todos los conceptos abstractos que después van a condicionar absolutamente nuestro pensamiento. Belinchón y Vygotsky (citados en Rivera 2009) reconocían que el niño, al ir asimilando las abstracciones que aprende por medio del lenguaje que escucha de la sociedad en la que vive, dentro de su periodo crítico de maduración neurológica, organiza su sistema nervioso en función de las cualidades que tales abstracciones le ofrecen. Lo que quiere decir que el lenguaje es un instrumento regulador de la conducta y del desarrollo cognitivo de los seres humanos, porque el lenguaje que usamos no forma parte de la herencia biológica (lo que se hereda es un conjunto de características anatómicas y fisiológicas que facilitan su adquisición y uso), sino que forma parte de la herencia cultural; es algo aprendido, algo que puede enseñarse.

Parece ser que las potencialidades neurológicas del homo sapiens sapiens comienzan a posibilitar una especie de bucle de la identidad. Muchos especialistas consideran que el lenguaje regula la conducta, como antes vimos, y que, después, de la propia conducta surge una especie de propiedad emergente que se llama conciencia reflexiva y que tiene que ver con la unificación funcional de todas las capacidades cognitivas. Edelman y Tononi (2000) dicen que la suma funcional de esas capacidades daría lugar a las propiedades de la autoconciencia humana. La sociología, por su parte, nos asegura que todo lo anterior solo pudo realizarse en sociedades intercomunicadas y estables, que pudieran asegurar la continuidad cultural; por tanto, solo a partir de finales del Paleolítico Medio y Superior.

Aunque parece lógico que el lenguaje hunda sus raíces en la incipiente comunicación de los primeros grupos para favorecer su propia supervivencia (como por otra parte hacen la mayoría de las especies, dependiendo de su anatomía y con sus códigos específicos), no cabe duda de que el desarrollo posterior de esta capacidad va a convertirla en la característica principal del homo sapiens sapiens. Podríamos decir que el homo sapiens ha creado el lenguaje y que el lenguaje ha creado al homo sapiens sapiens. Ese plus de ‘sabiduría’ no nos pertenece, más bien nosotros le pertenecemos. (Un ejemplo actual: nosotros creemos que estamos dirigiendo el progreso, pero es el progreso el que nos está diciendo por dónde tenemos que ir, lo que se puede y no se puede hacer. Los que hoy hablan de decrecimiento, sin ir más lejos, son tachados de herejes o ingenuos).

Dice Lledó (1996), con franco optimismo, que la vanguardia del pensamiento actual apunta hacia un reencuentro con la naturaleza, después de los grandes relatos míticos y religiosos que nos han precedido. Pero podríamos preguntarnos si el ‘pensamiento’ puede realizar ese reencuentro. Yo creo más bien que el pensamiento solo puede revisar el pensamiento, solo puede reencontrarse consigo mismo. Morris (1962), al que precisamente cita Lledó, es mucho más crudo y directo: “Desde la cuna hasta la tumba, desde que se levanta hasta que se acuesta, el individuo de hoy se halla rodeado por una interminable red de signos mediante los cuales procuran los demás adelantar sus propios objetivos. Se le indica lo que ha de creer, lo que debe aprobar o desaprobar, lo que debe hacer o evitar”. ¿Qué está ocurriendo, entonces?

La tesis que mantengo es que si bien el pensamiento pudo nacer como 1)- reflejo de la realidad en el cerebro humano, creado por el lenguaje, 2)- la actividad práctica y 3)- el conocimiento que nos proporcionaban los sentidos, estas dos últimas experiencias han sido completamente absorbidas por el lenguaje. A través de un proceso de simbolización y abstracción, el lenguaje se ha apropiado de la naturaleza y de la voluntad, las ha traído a su terreno, las ha configurado a su modo. Naturaleza y acción están ocurriendo dentro del lenguaje, que es el instrumento con el que la racionalidad extendida ha asumido el control y la interpretación de toda experiencia humana. Si el pasado (enraizado en la naturaleza) y el futuro (fruto creativo de la acción) están subsumidos en el lenguaje, entonces es que el hombre contemporáneo es un rey enrocado a la espera de la última jugada. Aunque su relato le asegure un futuro airoso: hasta ahora el progreso, hoy la vida virtual, mañana mismo la vida artificial…

La construcción de los primeros relatos formalmente constituidos como memoria de las respuestas sobre el origen y la identidad de los primeros pueblos se produjo mucho antes de que los griegos comenzasen a formular los conceptos de la racionalidad que siguen enraizando nuestra cultura occidental. Precisamente lo que hacen los primeros ‘filósofos’ es desvelar la racionalidad que subyace en las creencias mitológicas, aunque desprecien su parafernalia onírica y su poder de encantamiento emocional. Las imágenes, los sucesos y las actitudes de los personajes legendarios van a convertirse en conceptos, de la misma manera que se convirtieron en imágenes, sucesos y actitudes las recónditas emociones con las que se contemplaba el amanecer, se temía la tormenta o se proyectaba la caza. El salto hacia el lenguaje conceptual ha permitido, sobre todo, comprimir la información y centralizar la interpretación de las diferentes señales que nos llegan del exterior y que en algún momento pretérito debieron sumirnos en un auténtico éxtasis emocional, cuando todavía la tierra era una fuente inagotable de misterios. La inteligencia artificial, como es lógico, tampoco será ningún hecho extraordinario, sino la constatación de que la racionalidad extendida amplía su imperio aprovechando los recursos del momento, como siempre ha hecho.

El que habita el relato cree que está viviendo en una superestructura a la medida de sus necesidades. Pero en realidad, esa superestructura es la que ha creado al habitante. Y el habitante del relato ya solo puede pensar y sentir como habitante. En muchos aspectos, los robots que comienzan a actuar en nuestro mundo son solo una extensión lógica del comportamiento del habitante.

Me parece fundamental tomar conciencia de que somos habitantes del relato, actores de un guión impuesto por la racionalidad extendida, porque esto es lo verdaderamente difícil, ya que no tenemos perspectiva para mirarnos desde fuera. El relato ha sido blindado. No existe un ‘fuera’ del relato. La racionalidad, que emergió como el ‘logos’ interno de lo fáctico, se ha extendido hacia la construcción de esta superestructura fáctica que es el relato, que ahora actúa como nueva ‘naturaleza’ donde se desenvuelve el hombre. La tesis que yo mantengo es que esta evidencia quedaría completamente cerrada en su lógica interna (el cerebro humano no estaría sino constatando la facticidad biológica en un estadio cognitivo de racionalidad extendida) si no fuese porque ha surgido la conciencia como pregunta. A mi modo de ver, no existe, en efecto, un ‘fuera’ del relato, pero no existe porque ha de ser creado, ha de ser inaugurado con una experiencia de ‘salida’.

Llamo experiencia poética (asumir la pregunta como pregunta) a esa experiencia de ‘salida’. Y tal experiencia ha de comportar, según lo que hemos visto hasta ahora, dos dimensiones: por una parte, la salida del relato de la racionalidad extendida, y, por otra parte, el reconocimiento de que lo existente se encuentra en un proceso de salida de lo fáctico. Esta es la ‘posibilidad’ a la que abre la experiencia poética.

En la próxima entrega intentaré, en la medida de mis posibilidades, entrever la radicalidad poética de la palabra del haiku, que para mí tiene que ver con la salida del relato (por parte del haijín) y con la salida de la facticidad (por parte de la naturaleza).

La perspectiva poética: la conciencia de la pregunta (¿Qué es la pregunta?)

Es de tal calibre el desarrollo y la potencia que ha alcanzado la racionalidad, en el curso de la evolución humana, que la cuestión del sentido ha terminado planteándose como una cuestión entre otras, como una pregunta necesitada de respuesta, un problema en vías de solución; es decir, inmerso por completo en la lógica de la lucha por el conocimiento, que es la lucha por la supervivencia. Y hemos de reconocer que la envergadura de tal pregunta ha contribuido a que la racionalidad se ejercite de manera extraordinaria, desarrollando la poderosa musculatura que podemos apreciar sin esfuerzo en la historia del pensamiento. Las diversas tradiciones religiosas, filosóficas, metafísicas, espirituales y científicas se encuentran entre las principales vías de respuesta, como ya he apuntado en entregas anteriores. Las respuestas se han ido sucediendo a lo largo del tiempo, siempre revisables, corregibles y mejorables, formando un abanico de posibilidades disponibles para que cada cual se quede con la que le parezca mejor dependiendo de su carácter, su sensibilidad y, sobre todo, su propia tradición cultural.

Debemos reconocer, por supuesto, que la racionalidad no ha hecho sino lo que podía hacer, lo que tenía que hacer. Por eso, cuando planteo la posibilidad de encarar la pregunta como pregunta no estoy cuestionando la manera de actuar de la racionalidad, ni poniendo en duda la eficacia del largo camino en pos de las estrategias de supervivencia que, como digo, viene llevando a cabo a través de la historia. Lo que sí estoy cuestionando es que la racionalidad pueda abordar la pregunta por el sentido sin meternos en un callejón sin salida. Y en estas colaboraciones lo que intento es reivindicar otro tipo de experiencia que también se ha dado y se está dando y que, sin embargo, en muchos casos se mantiene oculta incluso para aquellos que la están experimentando, precisamente porque tal experiencia ha sido “interpretada”, en el sentido rilkeano, desde la racionalidad. Me refiero a la experiencia poética.

Decía en la anterior entrega que entiendo por experiencia poética aquella que intenta asumir el sentido de la pregunta como pregunta, asumir que el sentido se encuentra en la pregunta misma, y que por tanto cualquier tipo de respuesta abortaría esa posibilidad, en rigor, abortaría la posibilidad del sentido a cambio de conquistar la verdad, la respuesta. Verdad y sentido, por tanto, se encuentran en niveles de experiencia completamente antagónicos. Para la racionalidad, el sentido vendría como culminación de haber alcanzado la verdad verdadera, la última verdad, triunfo creativo de la propia racionalidad: espejo fiel de sí misma, auto engendración, reconocimiento culminante de la facticidad de lo fáctico, de la ley que gobierna lo que es como es. Para la experiencia poética, por el contrario, el sentido no es alcanzable, permanece la pregunta como lugar de la pregunta, el sentido no es salir de la pregunta hacia un lugar seguro, el sentido es permanecer en lo que la racionalidad consideraría puro sin-sentido: primero (piensa la razón) porque poder responder y no responder no tiene sentido, y, segundo, porque dentro de lo fáctico no tiene sentido plantearse la cuestión del sentido.

Y también decía en mi anterior entrega que, aunque no sea ciertamente el concepto adecuado (puesto que ya ha sido interpretado por la racionalidad y hay toda una ciencia interdisciplinar en curso dedicada a su estudio), la “conciencia” es para mí la capacidad de preguntar qué es la pregunta. Dicho de otra forma, llamo conciencia a la capacidad de desarrollar una experiencia poética. Mientras la racionalidad quedaría siempre vinculada a la indagación en la respuesta (religión, filosofía, metafísica, espiritualidad, ciencia…), la conciencia quedaría siempre vinculada a la indagación en la pregunta (experiencia poética). Según este punto de vista, por tanto, desde la experiencia poética la conciencia no es una determinada modalidad que haya alcanzado una mente compleja, sino un estadio de lo existente que está sucediendo en el seno de la Totalidad (aunque tal estadio no se encuentre al margen de los estadios que lo preceden sino, muy al contrario, como vértice en el que todos los estadios anteriores quedan abocados a la pregunta que en sí misma significa la existencia desde su origen).

A mi juicio, la aparición de la pregunta como pregunta da un vuelco radical a nuestra percepción del hombre, del cosmos y de la existencia. Es posible que la intuición de ese vuelco radical haya sido percibida por el hombre con extraordinaria inquietud, una inquietud que se ha esforzado en aquietar con todos los medios a su alcance. En la historia del homo sapiens, la aparición de la conciencia podría rastrearse siguiendo las huellas de esa inquietud y ese asombro, aunque esto es lo verdaderamente complejo porque precisamente esas huellas han quedado sepultadas bajo las capas de las sucesivas mitologías, creencias, teorías y respuestas. Hoy podríamos decir que la envergadura de la pregunta ya solo es apreciable por la enorme batería de respuestas que se han levantado para ocultarla.

Pero volvamos a la existencia. Decía muy lúcidamente Mosterín (1987) que no tiene sentido (no sirve para nada) plantear la pregunta por el sentido del mundo o por el sentido de la vida. Que se trata de preguntas mal planteadas, puesto que como realidades fácticas que son ni el mundo ni la vida tienen sentido. Tenemos que reconocer que desde el punto de vista de la razón el filósofo español estaba en lo cierto, es más tenía toda la ‘razón’. Pero tal vez no debiéramos conformarnos con pensar en que se trata sencillamente de un mal planteamiento. El mero hecho de que el hombre tenga la posibilidad de hacerse esta pregunta debiera llamarnos la atención, porque es tal la orgullosa hegemonía de la razón que parece bastarle encerrar esa pregunta en el cajón del sin-sentido para seguir ocupándose de aquellas otras que sí que lo tienen en aras de la supervivencia humana[i]. Podemos pensar un poco sobre esto. En efecto, la pregunta por el sentido no tiene ningún sentido en el ámbito de lo fáctico. Y es entonces coherente que la razón que se desenvuelve dentro de lo fáctico desestime ocuparse de ella. Pero la pregunta también está ahí. Y dice Mosterín que la vida no tiene sentido, pero que nosotros podemos darle el que queramos. Es decir, que sí que hay una posibilidad de respuesta a la pregunta por el sentido, si bien quedaría encerrada en nuestra voluntad, nuestros intereses o nuestras creencias. Porque el sentido quedaría vinculado exclusivamente a nosotros. Y la pregunta por el sentido a merced de los intereses de nuestra propia subjetividad. Entonces, nosotros somos los que otorgamos un sentido particular (cada uno el suyo) a la vida que, como tal, carece de él. Lo que parece claro en este planteamiento son dos cosas: la primera es que la pregunta por el sentido está ahí, ha surgido en el hombre de una manera totalmente innecesaria e imprevista (innecesaria, porque no aporta nada a la supervivencia de la especie, porque no sirve para nada; imprevista, porque en el orden de lo fáctico carece efectivamente de sentido que se plantee, es decir, no estaba prevista su aparición porque lo fáctico no precisa de ella para continuar su propio desarrollo). Y la segunda es que si ha surgido a pesar de su inutilidad es que, cuanto menos, está indicando una extrañeza radical en el ámbito de lo fáctico.

Detengámonos un momento en el propio concepto de “existencia”, que refiere una acción y su resultado: del latín existere, la palabra está formada por el prefijo de exclusión “ex” y por “sistere”, que puede traducirse por parada, quietud, inmovilidad, es decir que indica una posición fija. Por tanto “existencia” nos está remitiendo a una experiencia de salida. Literalmente, existencia significa estar fuera de aquello que se considera fijo, fáctico. Sin embargo, como es lógico, la racionalidad fáctica no puede asumir una contradicción de tal calibre: por definición, no puede haber nada fuera de lo fáctico. Y para superar la contradicción, la racionalidad nos dice que esta experiencia de salida es solo aparente, puesto que en realidad se trata de una experiencia de llegada: de llegada al “ser”, de llegada a la realidad palpable del ente desde la supuesta “esencia” que lo empuja o engendra. Avicena, interpretando a Aristóteles, estableció esta especie de doble carácter del ser (esencia y existencia), que solo servía para poner a salvo la “esencia”, que se convertía en el ser necesario que explicaba desde su absoluta facticidad incausada el extraordinario espectáculo de los seres existentes. Solo el ser necesario (que santo Tomás convertiría en el motor inmóvil) podía realizar la proeza de que lo posible pudiese existir en realidad. Por lo tanto, la existencia terminó por ser concebida como una posibilidad latente en la esencia, algo así como un despliegue fenomenológico de la esencia fáctica, más aún, como un ‘poder’ discrecional de la Esencia.

La experiencia poética, por supuesto, tiene otra interpretación muy distinta de la “existencia”. El propio concepto, a mi entender, encierra una intuición de extrañeza, una especie de pregunta que ha sido precisamente abortada gracias a la respuesta de la “esencia”. En el mecanismo lógico de la racionalidad fáctica el concepto de ‘esencia’ actúa como respuesta a la pregunta ‘existencia’, a la sospecha de que somos existentes (de que somos/estamos fuera y andamos/salimos en tránsito). Y todo queda explicado desde la pura facticidad esencial que se despliega existencialmente, fenomenológicamente. Esa ‘esencia’ intocable y absoluta (pura necesidad de la razón) ha sido la base filosófica de toda la argumentación posterior de la trascendencia, y el dato que justifica y llega a legitimar la aspiración de lo existente por esa especie de regreso anhelante al origen donde pueda, al fin, reencontrarse con el útero fáctico de donde no se sabe bien por qué un día tuvo que salir. Salir para volver, esa es la máxima circular e incontestable que marca los caminos inefables de la metafísica y la espiritualidad, cimentados en la lógica racional del pensamiento filosófico y religioso. Pero para la experiencia poética, la salida es salida. No se puede volver, porque la pregunta no es una etapa en el camino hacia la verdad sino un quedarse sin camino, un estar verdaderamente ex-sistere, fuera de la quietud. Volver sería abortar el sentido de la salida. Y la salida no tiene regreso, pero tampoco tiene meta, porque la meta sería aquello que prefigura el sentido de la salida, aquello que está previsto que ocurra desde el mismo origen de la salida, aquello que le concede un sentido aún antes de haber salido. No hemos salido para dar un paseo y volver a casa. No hemos salido para culminar un trayecto. Hemos salido, sin más; y tomar ‘conciencia’ es estar ya fuera, saberse existente.

Poéticamente hablando tendríamos que pensar que la existencia toda (desde la explosión inicial en la que hoy apuesta la física hasta el más sutil razonamiento que haya alcanzado el ser más inteligente del cosmos, sea o no el hombre) es una pregunta que está teniendo lugar en el seno de la Totalidad. Y el estadio de la conciencia es el estadio en el que precisamente la existencia se asume a sí misma como pregunta. Este estadio de la pregunta no tenía que haberse producido si la existencia fuese un despliegue fáctico de la Totalidad. La verdad es que lo que no tenía que haberse producido es la existencia misma. La racionalidad responde a esto afirmando que la Totalidad ha generado un espejo donde mirarse, donde reconocerse. Un despliegue de autoconocimiento. A partir de ahí, llamamos metafísica a la elaboración de un pensamiento que nos vincula al Todo, que nos hace comprender que no hemos salido, y esto propicia, en algunas tradiciones, el anhelo espiritual de superar la apariencia de que estamos fuera, de que somos ex-sistencia, y, en otras, el camino religioso que nos permita sanar la herida de haber caído fuera y poner los medios ascéticos para retornar. Lo que llamamos proceso civilizatorio no es otra cosa que lo que van generando nuestras respuestas. Y la historia es la forma en que el hombre va gestionando las consecuencias de las respuestas que se ha dado.

Por eso digo que la racionalidad desactiva por completo el ‘sentido’ de la existencia porque no puede hacerse cargo de una pregunta sin respuesta, de una salida real sin retorno y sin meta, de un desfondamiento radical en el seno de la Totalidad que podemos pensar que efectivamente está ocurriendo porque ha surgido la pregunta que no tiene respuesta: la pregunta como pregunta. Por eso la conciencia (de la pregunta) no es una cualidad del hombre, no es algo que pueda gestionar el hombre, no es algo que pueda resolver el hombre, es algo que concierne a la experiencia misma de existencia que está teniendo lugar en la Totalidad. Desde la experiencia poética, por tanto, la pregunta de por qué está teniendo lugar la existencia no ha sido planteada para ser respondida, no es una pregunta susceptible de respuesta, como cuando Leibniz (¿por qué hay algo y no más bien nada?) la formuló en el siglo XVII. Porque pregunta y existencia son la misma cosa, la misma experiencia: la pregunta por la pregunta. La pregunta de la experiencia poética no es por qué hay algo, sino por qué me estoy haciendo esa pregunta, por qué eso que hay es una pregunta. De modo que la experiencia poética sería aquella que asume la existencia tal como se está produciendo ahora, la que puede dar cuenta de la existencia como tal, como salida, como pregunta. Por eso la cuestión no es la vida del hombre, ni de la realidad de la materia, ni del vuelo del pájaro, ni del sonido del agua cuando una rana se zambulle en el estanque, sino la dimensión de existencia que constituye a esas experiencias, la manera en que esas realidades fenomenológicas son existencia, están ocurriendo verdaderamente fuera, han alcanzado (conciencia) el estadio de la pregunta.

En la próxima entrega intentaré, en la medida de mis posibilidades, delimitar el lenguaje como condición de posibilidad de la propia racionalidad, al que se enfrenta la palabra (poética) que da cuenta de la salida, y que a mi modo de ver constituye el sentido del haiku.

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[i] Es muy habitual que el pensamiento científico niegue la pregunta en su afán de negar las respuestas que han propuesto la mitología, la metafísica o la religión. Aunque es justo reconocer que para el pensamiento científico, por definición, no puede haber preguntas sin respuesta, por más que la respuesta definitiva (la verdad) se encuentre al final de un camino infinito. De todas formas, el pensamiento científico tiene muchas dificultades para reconocer que los procesos de la mitología, la metafísica o la religión son puramente racionales, aunque no resistan el método de verificación que exige la ciencia.

La perspectiva racional: la pregunta por la conciencia (¿Qué es la conciencia?)

La posibilidad –como apuntaba al final de la anterior entrega– de que Bashô esté haciendo efectivamente otra cosa que describir, con mayor o menor destreza literaria, eso que está sucediendo ahí en el mundo fáctico, donde también está sucediendo Bashô, requiere, en principio, que nos decidamos a asumir de forma radical la pregunta por la conciencia. Y empleo ‘radical’ en el sentido de ‘raíz’, porque parto del convencimiento de que la conciencia no es un epifenómeno de la racionalidad, ni una cualidad sutil y englobante con la que la mente del homo sapiens sapiens ha visto engalanada y favorecida su identidad tras su ardua lucha por la supervivencia y por el conocimiento, sino una experiencia genuina y totalmente diferente a cuantas otras experiencias hayan aparecido en el seno de la Totalidad durante el transcurso de la existencia.

En mi opinión, mientras la racionalidad se dedica a intentar responder la pregunta por la conciencia (qué es la conciencia), la experiencia poética es la del que intenta asumir la conciencia como pregunta (qué es la pregunta). Es decir: qué es la conciencia es una pregunta propia de la racionalidad, que busca su respuesta. Qué es la pregunta es una pregunta propia de la experiencia poética, que busca el sentido de la pregunta como pregunta. Para la razón el horizonte de sentido se encuentra en la respuesta, en la aspiración a alcanzar la verdad. Para la experiencia poética el horizonte de sentido se encuentra en la pregunta, en la aspiración de liberarse de la verdad. A la capacidad de preguntar qué es la pregunta, llamo conciencia. Dicho de otra forma: entiendo por ‘experiencia poética’ a la capacidad de asumir que me encuentro en la pregunta, en el estadio de la pregunta. En esta entrega de marzo intentaré un somero repaso de la manera en que la racionalidad está abordando la pregunta (científica) por la conciencia, y en la entrega de abril intentaré aproximarme al sentido de la conciencia (poética) de la pregunta.

Científicos y filósofos admiten sin reparos que la conciencia aparece como algo ‘excepcional’ en el mundo natural. A partir de ahí, y por eso mismo, ‘encargan’ a la racionalidad, por decirlo así, que proponga teorías para que eso excepcional que ha aparecido en un momento determinado de la evolución quede ‘incluido’ y reconocido entre los objetos de estudio de las ciencias naturales. Porque para la razón, como ya vimos, todo es fáctico. Para que esa inclusión sea efectiva, es decir para que la conciencia quede dentro del ámbito de lo que tiene respuesta, de lo que puede ser racionalizado, se ha de descartar incluso la especulación racional metafísica y se ha de optar por la investigación científica de su fisiología, su etología y su filogénesis, que son las que la incardinan en la evolución biológica y evitan cualquier hipótesis que haga pensar que su aparición se ha desvinculado de aquella base material que la ha hecho posible con el objetivo de incrementar la aptitud biológica de sus portadores, es decir favorecer las cualidades de la lucha por la supervivencia del homo sapiens. No se puede ‘sacar’ la conciencia del mundo de la vida (de su facticidad biológica) hacia un mundo paralelo sobrenatural (de una facticidad esencialista o trascendente). Cualquier tipo de ‘respuesta’ ha de dar cuenta de su aparición como parte de la vida biológica y eso supone, necesariamente, someterla a la realidad fáctica de la evolución de la naturaleza, que está en vías, tarde más o menos, de ser cabalmente conocida por la ciencia.

Para la racionalidad, por tanto, solo existe un problema de la conciencia: el de explicarla científicamente. Y en ese intento de explicación científica queda progresivamente descartado, como digo, todo el ámbito de las respuestas de carácter dualista o metafísico que comenzaron a proponerse desde la ontología, hasta llegar al debate actual (aproximadamente desde el último tercio del siglo XX), de carácter explicativo, centrado en lo que los psicólogos han llamado ‘revolución cognitiva’ (la utilización de información por organismos biológicos y sistemas, que permite al cuerpo el control de sus acciones en el medio gracias a su capacidad de memorizar, elegir y proyectar). Aunque parece que experiencias cognitivas de este tipo se han podido verificar en ciertos animales sin necesidad de recurrir a una experiencia estrictamente consciente de las mismas.

Lo cierto es que, a día de hoy, no existe una definición consensuada de conciencia. Arias Domínguez (2015), al que sigo aquí, ha estudiado en profundidad los diversos tipos de abordaje de la conciencia que se están debatiendo en el ámbito conceptual, y reconoce que la ‘subjetividad’ (cómo explicar el hecho de que el sistema nervioso de un animal pueda dar lugar a procesos experimentados desde dentro) es la raíz del problema. Los planteamientos actuales tratan, por un lado, de especificar el papel que la conciencia ocupa en nuestra concepción del mundo (perspectiva heredera del debate ontológico clásico) y, por otro, tratan de averiguar el origen y los mecanismos de la conciencia (perspectivas explicativas). La autonomía de lo mental respecto de lo físico (que esconde sus raíces en el dualismo platónico, revisado y corregido por Descartes, que proponía dos sustancias completamente heterogéneas), ha sido prácticamente descartado de la discusión contemporánea, a favor de las teorías de la identidad (que dicen que los estados mentales son procesos del sistema nervioso, por tanto puede haber dos sistemas conceptuales pero nunca dos esferas ontológicas), de las teorías funcionalistas (que afirman que los estados mentales no son idénticos a los estados del sistema nervioso aunque este sea su soporte material, y se caracterizan por la función que desempeñan dentro de una cadena causal), e incluso de las teorías eliminacionistas (que dicen que el lenguaje mentalista no designa nada en realidad, y que la conciencia no existe sino que es un mero proceso neurofisiológico).

En cuanto a las teorías explicativas, que intenta responder a la pregunta de cómo surge y por qué surge la conciencia (cuáles son sus condiciones biológicas de posibilidad), parece que la reflexión contemporánea se centra en tres propuestas: las teorías cognitivas (la función que tiene la conciencia en los procesos mentales, bien como un procesador central que implicaría un control voluntario de los diferentes canales de información, bien como un espacio de trabajo global, o bien, como propone Dennett, como un flujo narrativo vinculado a la capacidad lingüística y de la memoria, que no precisaría de ningún centro de operaciones, a lo que Cleeremans ha unido la importancia del aprendizaje como potenciador de la calidad de determinadas representaciones); las teorías representacionales (la mente no tiene ninguna propiedad especial más allá de sus propiedades representacionales, sumadas a la organización funcional de sus componentes –Lycan, 1999–); y las teorías neurobiológicas (la experiencia consciente está asociada a una modalidad sensorial, principalmente la vista –Lamme–; la información específica de los diferentes módulos llega a ser conciencia cuando uno de los módulos se dedica a interpretar y dar sentido de unidad –Gazzanica–; el cerebro manipula representaciones del entorno y del cuerpo, hasta que la emergencia del lenguaje propicia metarrepresentaciones –Ramachandran, 2004–; la conciencia surge como producto de la sincronización de determinados cursos de actividad neurofisiológica –Llinás, 2001–; es el proceso adaptativo de la especie el que refuerza unos grupos neuronales y no otros, y los grupos favorecidos crean mapas interconectados gracias a una conexión espacio-temporal de los mismos y a las conexiones masivas de reentrada que propician un núcleo dinámico –Edelman y Tononi–; la capacidad de los organismos vivos de mantenerse en la vida desarrolló sistemas de incentivación y predicción que están en la base de las emociones que dirigen la experiencia consciente, una especie de proto-sí-mismo asentado en el cuerpo que propicia, gracias a la memoria, un yo autobiográfico –Damasio, 2010–; entre otros.

El extraordinario interés filosófico y científico por responder a la pregunta ‘qué es la conciencia’ nos hará volver más de una vez sobre este apasionante debate, un debate cuyos términos (desde la filosofía de Hegel y Heidegger, hasta el naturalismo científico) nos incardinan una y otra vez en un mundo fáctico que, en ningún caso, es puesto en cuestión sino todo lo contrario: condición de posibilidad de todo ‘pensar’ y ‘saber’ es que aquello que ha de ser pensado y conocido sea lo que es, sea como es. La posibilidad de que se esté produciendo otra cosa que un devenir fáctico es absolutamente inconcebible desde la racionalidad, y cuando la racionalidad propone la respuesta dualista o metafísica lo que hace es precisamente subrayar el carácter fáctico: no solo el mundo queda encerrado en sus determinaciones causales, sino que tales determinaciones han sido impuestas por entidades fácticas por definición, tal como pueden ser el concepto de dios, las ideas o lo absoluto.

Aunque brevísimo, este repaso nos hace ver que la perspectiva científica parece concentrarse en la pregunta de cómo se debe plantear la relación entre fenómenos físicos y fenómenos conscientes. Y se comienza ese camino con ayuda de la noción de lo mental como estado intencional, caracterizado por estar-referido-a-algo. Y ese estar referido significa que la mente se re-presenta ese algo. Por eso un estado intencional tiene siempre un contenido, y lo representa de un modo determinado, fenomenológicamente. Ese sería, tal vez, el mecanismo básico de lo que Bashô está realizando cuando escribe “Un viejo estanque; / se zambulle una rana, / ruido de agua”. La realidad fáctica de ese momento y ese lugar es captada por los sentidos, transmitida por el sistema nervioso y gestionada en imágenes que se relacionan entre sí dando un sentido unitario a la representación, de la que Bashô muestra tener conciencia precisamente por haber alcanzado ese nivel de experimentar un fenómeno que estaba sucediendo ahí fuera y ahora también parece estar sucediendo dentro de su sistema nervioso, en esa especie de bucle interno que forma su propia subjetividad. La escritura del haiku en cuestión vendría, desde esta perspectiva, a verificar el proceso mental que ha tenido lugar, que queda expresado (exteriorizado, comunicado) gracias a la capacidad lingüística, que es otra de las capacidades que la mente ha ido adquiriendo en su proceso socializador, imprescindible para la supervivencia de la especie y que ha coadyuvado de manera decisiva, según algunos, en la manera en que la mente se está entendiendo a sí misma.

Desde la perspectiva racional de la conciencia, la experiencia de Bashô no deja lugar a dudas sobre la realidad fáctica del mundo. En primer lugar, la experiencia del viejo estanque donde se zambulle la rana es una percepción que queda suficientemente explicada indagando en el conocimiento de la estructura biológica y neuronal del propio Bashô, y, en segundo lugar, su acto de escritura es directamente comprendido como un acto de lenguaje abocado lógicamente a la comunicación con un interlocutor o un lector. En la próxima entrega intentaré señalar, en la medida de mis posibilidades, a qué otro horizonte nos dirige la experiencia poética.