Poéticas de la racionalidad (II). Kant y Heidegger.

Reconociendo la importancia y la mayor o menor influencia que han tenido las poéticas que se han ido desarrollando a partir de los cimientos griegos, no es este el lugar para detenernos en ello. Abrams (1975) estableció una interesante tipología cronológica atendiendo a los cuatro elementos que enmarcan la obra literaria (autor, lector, obra y universo), que pudiera servirnos de referencia general. Así, las iniciales teorías miméticas que vimos en la entrega anterior (el arte como imitación de aspectos del universo y de los comportamientos humanos), que tuvieron un amplísimo refrendo hasta la Edad Moderna, se fueron enriqueciendo con las teorías pragmáticas del XVII y XVIII (que fijaban su atención en la relación entre la obra y el lector), las teorías expresivas del romanticismo (con su énfasis en el autor como ‘creador’ de la obra), o las teorías objetivas, a partir del simbolismo (que se fijaban en el obra de arte en sí). Todas ellas, por supuesto, establecidas como estudio general de la literatura, como se han encargado de subrayar en el siglo XX los formalistas rusos o los críticos estructuralistas, aunque desde la modernidad se haya reconocido la radicalidad del lenguaje poético respecto al de la prosa (Cohen, 1984). En general, lo que se aprecia es un lento y progresivo deslizamiento que va desde el lenguaje poético como comunicación hacia el lenguaje poético como conocimiento, paralelo al reconocimiento de que dicho lenguaje supone un desvío de las normas que rigen el lenguaje común. Fundar un pretendido ‘conocimiento’ a través de un lenguaje puramente imaginativo, ajeno al criterio de verdad, es quizá uno de los aspectos más significativos del debate actual. Si en la época griega la creación imaginativa (sujeta a las reglas pertinentes) se proyectaba básicamente sobre los hechos de la realidad, para mejor comprenderla e incorporarla a los criterios del comportamiento, con un carácter podríamos decir que pedagógico, con el paso de los siglos parece que tal capacidad creativa ha soltado amarras y se dirige directamente a ensanchar el dominio de la propia racionalidad, es decir, el dominio del propio criterio de verdad que da sentido a la razón. Dicho de otra forma, la separación que Platón estableció entre la mente y los sentidos, cimiento sobre el que Descartes levantó los muros de su racionalización del mundo, no ha dejado de ser agrietado por los que, siguiendo a Vico, entienden que las ficciones poéticas son otra manera de presentar auténticas verdades filosóficas. Desde el punto de vista que mantengo en estas colaboraciones, lo que me parece significativo subrayar, en cualquier caso, es que la reivindicación de la experiencia poética vendrá una y otra vez del lado de la racionalidad, como muestra, por ejemplo, la defensa del valor cognoscitivo de la metáfora y la capacidad de la poesía para acceder a la verdad; un recurso, dicho sea de paso, que la posmodernidad ha podido utilizar como herramienta útil frente a la realidad inestable y fragmentada que ha quedado ante nuestros ojos tras la crisis de las metafísicas.

Probablemente influido por las ideas de Vico, fue Kant el que parece que liberó definitivamente la obra artística del principio imitativo, concediendo al ‘genio’ del autor la capacidad de ‘crear’ belleza, entendiendo que la belleza es un aspecto esencial de la naturaleza al que en ningún caso podría llegar la mera razón especulativa o conceptual. En su Crítica del Juicio (1790), Kant ensaya un esquema similar a sus otras dos críticas precedentes, encontrando en el concepto de ‘gusto’ la estructura a priori de nuestros juicios estéticos, y aplicando criterios como los de cualidad, cantidad, relación y modalidad a los juicios del gusto va desgranando su teoría de la belleza. Pero lo que me interesa destacar es que Kant está realizando un esfuerzo indecible para repensar la anchura del mundo fáctico, que Newton, culminando el proceso iniciado por Copérnico, había constreñido extraordinariamente poniendo nombre a las leyes inexorables que rigen el mundo físico. Hemos de reconocer, desde mi punto de vista, que lo que Kant reivindica no es solo que los juicios estéticos también están validados por ‘leyes’ (subjetivas), sino principalmente que el mundo fáctico no se reduce al mundo físico y mensurable, sino que ha de ser ampliado al mundo espiritual. En mi opinión, el dualismo kantiano entre materia y espíritu le autoriza a proponer que la estrategia simbólica de la poesía, que permite seguir conociendo más allá de la razón conceptual, equivale a la fe religiosa o metafísica, que permite seguir creyendo (vislumbrando una verdad) más allá de la razón práctica. Allá donde la propia racionalidad fáctica encuentra un límite, da un salto impulsada por su propia convicción de que nada puede comprenderse fuera de sí misma, y por tanto todo lo que aparentemente está más allá de ella puede ella alcanzarlo por métodos no estrictamente conceptuales: ese estiramiento de la racionalidad hacia una comprensión de la facticidad radical posibilita el particular y misterioso saber que constituye la experiencia poética o la experiencia religiosa. Al modo en que ocurre con la fe como una dimensión más allá de la razón, pero en el mismo sentido de conocer las realidades espirituales, la poesía también es considerada un paso más allá de la razón en aras de conocer las dimensión suprasensible del mundo fáctico. Diríamos que entre el mundo de la naturaleza física y el mundo de la naturaleza espiritual Kant encuentra un mundo intermedio, puente entre ambas, donde tenga algún sentido hablar de la libertad del hombre. Desde nuestro punto de vista, Kant no puede concebir la libertad como experiencia posible de salida de lo fáctico abierta por la conciencia poética de la pregunta, sino como experiencia inscrita en la facticidad ‘restringida’ del universo fáctico-mecánico hacia su propio despliegue suprasensible. La posibilidad de este tránsito, que en ningún caso supone una salida de la facticidad, explica y justifica el fin moral de la libertad, que yo llamaría pseudolibertad o sencillamente libre albedrío, como he hecho en anteriores capítulos. Es en este contexto donde la ‘belleza’ encuentra sentido como aquello que nos reclama desde lo suprasensible, y el artista encuentra protagonismo como ‘genio’ capaz de abrirnos esa puerta. La condición de posibilidad de que nos demos cuenta de que el poeta está abriéndonos esa puerta hacia lo suprasensible es lo que Kant pretende dilucidar en su Crítica del Juicio. Podríamos intuir, desde la perspectiva que nos da la historia, que Kant no hace otra cosa que releer el dualismo de Platón y dar un contenido planamente estético a la ‘forma’ de Aristóteles, porque parece evidente que su idea de lo suprasensible no es más que el paisaje iluminado por la fuerza creadora (estrictamente fáctica) de la forma.

Sea como fuere, lo cierto es que el idealismo kantiano supone una nueva vuelta de tuerca de la racionalidad fáctica, quizá la más contundente hasta ese momento, en el sentido de atrincherar a la razón en sus propias condiciones de posibilidad, o dicho de otra forma: reduciendo la realidad a lo que puede ser entendido de ella, si bien, como hemos visto, esa realidad fáctica ha sido ‘ampliada’ más allá de lo puramente mecánico. Desde el punto de vista que mantengo en estas colaboraciones, podría decirse que queda definitivamente anulada la separación radical entre el mundo físico y el de las ideas espirituales, pues estas no son más que las formas cumplidas de aquél, prolegómeno necesario para que Hegel pueda decir en su Fenomenología del Espíritu (publicada diecisiete años después de la última crítica kantiana) que es el propio Espíritu el que está desarrollando su identidad fáctica en el sucesivo acontecer (formal) de la materia y la historia.

Si pudiéramos alejarnos lo suficiente, tal vez podríamos ver el hilo (invisible pero irrompible) que une la supervivencia biológica, el logos griego y el desarrollo del Espíritu fáctico, pues todo el misterio en el que está inmersa la racionalidad se basa, a mi juicio, en que la facticidad no hace más que desarrollarse y cumplirse a sí misma en un proceso inacabable, en una rueda que se extiende y expande como el propio universo en el que nos encontramos y somos. Desde el punto de vista de la racionalidad fáctica, la experiencia poética viene a corroborar que efectivamente lo que ya es va camino de hacerse, en una continua autorrealización. Para comprender el modo auténtico de lo fáctico no basta el número y el concepto, de igual forma que para comprender la vida no basta el carbono y el hierro. Entender ese algo más que impele a lo fáctico a realizarse a sí mismo obliga continuamente a la racionalidad a ampliar sus horizontes, y a esa propia dinámica podríamos llamarla ‘poética’ de la racionalidad. Es en este contexto desde el que podemos intentar entender las propuestas de Heidegger y Zambrano. Intentaremos acercarnos ahora las ideas del alemán, y en la próxima entrega nos aproximaremos en la medida de lo posible a la propuesta de la filósofa malagueña, que tal vez nos sirva de puente para abordar en próximas entregas la experiencia estrictamente religiosa o espiritual, que tanta influencia tiene en los estudios sobre el haiku.

Desde mi punto de vista, la ‘teoría’ poética de Heidegger tiene que ver con la necesidad de una plena y auténtica asunción de la facticidad en un tiempo en el que el hombre anda como despistado y ansioso en menesteres particulares, ante árboles sin fruto que no le dejan ver el frondoso bosque donde habita. En la progresiva e imparable manipulación del mundo, en su dimensión de mera utilidad e inmediatez, el hombre ha perdido su dimensión de habitante y de cuidador. Pareciera que Heidegger, paradójicamente, temiera de algún modo que el mundo fáctico no lograse alcanzar su propia facticidad por culpa de la inautenticidad del hombre. En términos aristotélicos podríamos decir que al hombre se le ha dado el cuidado y la responsabilidad de realizar la forma, de llevar a cumplimiento la facticidad, pero el hombre está poniendo en peligro este cometido, que es su propio destino. Mas como lo fáctico se ha de realizar por su propia naturaleza, y no depende del hombre tal realización, la frustración se queda en el terreno de lo humano: es imposible que el hombre sea feliz porque parece haberse olvidado de esa destinación esencial. Desde la perspectiva de Heidegger, el olvido de tal destino es de tal calibre que equivale al olvido del Ser, que se prefigura como el cumplimiento al que están llamados los entes, pero al que los entes han de encaminarse responsablemente a través de una actitud auténtica de servicio y cuidado de lo fáctico. Y el síntoma evidente de este olvido lo aprecia el filósofo en el lenguaje, que se ha convertido en un instrumento de expresión difusa y particular, en una utilidad entre otras, perdiendo el carácter de hábitat esencial. La recuperación de la palabra que permita habitar en el sentido fáctico del mundo es a lo que llama el alemán ‘poetizar’. De nuevo, a mi juicio, la paradoja: pide Heidegger un regreso a la palabra poética para asegurar el relato que lleva a su cumplimiento fáctico en el Ser, diametralmente opuesto a nuestra intuición de que precisamente la palabra poética es una salida del relato, signo de la liberación de la conciencia respecto de la racionalidad y signo también de que la existencia puede entrar en un estadio diferente, abierto a la libertad y al amor, no sujeto a la supervivencia biológica.

La insistencia de Heidegger en el ‘habitar’ es un claro ejemplo de su interiorización de la facticidad racional, del modo en que concibe al hombre como plenamente consciente y cuidador de la facticidad del Ser, concepto que esconde la dinámica interna de su propio desarrollo porque ya Hegel le había concedido la identidad autorrealizante del Espíritu, pero que desde mi punto de vista no es sino otra manera de repensar la ‘forma’ aristotélica, porque es evidente que a lo que estamos asistiendo es al despliegue racional de la racionalidad, por decirlo así.

Para que el habitar del hombre sea coherente y no se deje entretener por las vicisitudes que lo despistan de su destino, para que el hombre vuelva a habitar en el relato auténtico, correcto, primigenio, el habitante ha de mirar hacia arriba, al cielo, que en cierta manera también supone un mirar hacia el pasado, hacia el origen. En lo alto y en el pasado se encuentra aún, protegida en su esencialidad metafísica, la imagen pura que ha de recuperarse si el hombre quiere retomar responsablemente su destino en el mundo, volver a su cometido de cuidador de la auténtica autorrealización del Ser. Es por esto que el filósofo alemán encuentra en su compatriota Hölderlin a esa especie de sacerdote poético cuya obra puede entenderse como una liturgia destinada al rito del regreso, a la convocación de las esencias perdidas, a la recuperación del clamor original que el hombre contemporáneo ha dejado de escuchar por culpa del martilleo de sus engendros artificiales, que le están convirtiendo en esclavo de sus propias invenciones. Como puede apreciarse, la ‘poética’ de Heidegger es un intento de purificar el relato esencial del Ser de las insustanciales y peligrosas desviaciones del lenguaje instrumental en el que el hombre contemporáneo está cayendo de forma peligrosa.  (Si a una lógica de este tenor le sumamos la creencia de que la raza aria es la que está llamada a cumplir tal cometido histórico, ya tenemos la justificación ideológica del nazismo). Como ya comentamos en el capítulo anterior, Heidegger tiene motivos para pensar que desde la revolución industrial, y sobre todo durante el siglo XX, la tékhné se está desvinculando del télos de la supervivencia de la especie, y en La pregunta por la técnica (1953) mostró su preocupación de que se convirtiera en una fuerza que se escape al control del hombre. Pienso que este temor (más o menos fundado) tiene que ver con lo que he llamado ‘racionalidad extendida’ y está actuando en la historia desde el mismo inicio de las civilizaciones. La posibilidad de superar esta situación, piensa el alemán, pasa por la necesidad de que la razón retome el control absoluto que parece haber delegado creando medios autónomos que ya no obedecen a los fines del hombre. Convocar a la experiencia poética precisamente para garantizar el retorno a la racionalidad es la paradójica apuesta filosófica de Heidegger, totalmente coherente con su progresiva asunción de la facticidad del mundo en el que el hombre ha sido arrojado con la misión de preservar la autorrealización del Ser asumiendo la destinación de los entes. Y esta propuesta es paralela a lo que ya hemos referido de convocar a la palabra para garantizar el retorno del relato, lo que el filósofo llama, en general, ‘la lengua’.

Mientras nosotros proponemos que la pregunta poética (la pregunta como pregunta) es un movimiento de salida del estadio de la vida hacia el estadio de la conciencia, y que la palabra poética (hacia el no saber) supone una salida del relato de la facticidad, Heidegger parece sacralizar el relato del que habita la autorrealización de lo fáctico, y no considera la conciencia como un movimiento de salida sino todo lo contrario, como una conciencia de que lo fáctico se encuentra realizándose ahora. Puesto que el autorrealizarse conlleva un todavía-no-completo, un algo que falta, diríamos que tal momento presente de la autorrealización introduce un elemento trágico. En efecto, el tiempo de la vida marca el todavía no de la autorrealización plena, y para Heidegger ese es el territorio donde el hombre toma ‘conciencia’, como si el hombre fuese el responsable último de la autorrealización que se está llevando a cabo, y la capacidad de comprender (racionalidad) es la cualidad que se le da al hombre para que se maneje en ese espacio. No cabe duda de que después de la propuesta de Hegel, Heidegger se ha propuesto asumir lo fáctico desde dentro. Desde su punto de vista es lógico que no se pueda aceptar una conciencia sin mundo, o una conciencia como salida del mundo. Esta asunción radical de la facticidad del mundo la experimenta el testigo esencial de lo fáctico: el Dasein, el ser-en-el-mundo, como él lo define. El ‘ahí’ del ser-ahí es la forma existencial de lo fáctico realizándose, la presencia de la esencia, diríamos. Es la propia facticidad del ser-ahí (Dasein) la que se toma como lugar de la revelación del Ser.

Desde el punto de vista poético que mantengo en estas colaboraciones, lo que me interesa resaltar es que Heidegger muestra la auto comprensión de lo fáctico que está intentando realizar la racionalidad. El Dasein es el momento de la revelación y de la angustia, en él se concentra el instante en el que el ‘Ser’ se está realizando ahí, que es el mismo instante en el que el ‘ahí’ está realizando al Ser. El mundo (ahí) que oculta la plenitud todavía no autorrealizada del Ser, es el mismo que posibilita el camino de dicha autorrealización. Diríamos que lo que fundamenta, falta. Pero es muy importante entender que Heidegger no sale de lo fáctico, sino que piensa que en la realización de lo fáctico se abren ciertas posibilidades. Intuimos o sabemos que lo fáctico se puede autorrealizar entre diversas posibilidades porque precisamente nos encontramos en el ‘ahí’ del mundo y del tiempo, en pleno proceso todavía. Son esas posibilidades las que alimentan la ‘comprensión’, o como hemos repetido ya, es la propia racionalidad la que va comprendiendo el modo de autorrealización de la vida fáctica, que en cada momento aparece ante nosotros como un todavía no autorrelizada, aunque ya siempre autorrealizándose. Por eso el tiempo está dentro del Ser, forma parte esencial de la ontología. Por eso, en suma, el Ser de Heidegger en ningún caso queda a salvo del tiempo, a salvo de su autorrealización en el ‘ahí’ del mundo, y por tanto en ningún caso puede ser ya autorrealizado, supremo, Dios. El ahí del mundo, la no realización intrínseca y permanente de lo que va realizándose, la temporalidad radical, queda conceptualizada como finitud, como muerte. La racionalidad, en efecto, ya lo dijimos, entiende la muerte como la frustración de la supervivencia, como finitud insuperable. Mientras que la experiencia poética que defiendo tiene ‘conciencia’ de la muerte, es decir conciencia de que la supervivencia biológica no es el horizonte del hombre; el logos fáctico solo puede dar ‘razón’ de la muerte, es decir reconocer el muro infranqueable, la finitud radical del hombre.

¿Qué tiene que ver la poesía en este confuso entramado? Parece que la idea de Heidegger es que la Palabra (en mi opinión sería más correcto decir la Lengua) se le ha dado al hombre para que pueda habitar auténticamente en el ‘ahí’ del mundo. Para que el hombre pueda construir un relato de su estar en el mundo. La Lengua (correlato esencial de la racionalidad) es la autocomprensión que va adquiriendo el hombre de su experiencia de Dasein. El hombre es el que nombra los entes, los hace reconocibles como tales, los coloca en el horizonte del Ser. Dicho desde nuestra perspectiva, el lenguaje es la forma de la autoconciencia de la racionalidad, el que la muestra como logos capaz de interpretar el mundo fáctico de la vida. Por eso dice Heidegger que al nombrar se reconoce al ente como lo que es. Esta ‘fundación’ (decirle al ente lo que es, traer el ente al ser) es lo que hace de manera esencial la palabra poética, que queda para Heidegger completamente supeditada al territorio propio del lenguaje. Diríamos que cuando el lenguaje utiliza la palabra para nombrar el ente, y da nombre, otorga, funda, entonces tiene una dimensión poética, que es lo mismo que decir que tal dimensión es la esencia del lenguaje. Esta fundación por la palabra tiene para el filósofo alemán un carácter de reconocimiento, de descubrimiento, porque en realidad el carácter esencial del ente ya existía antes de ser descubierto y nombrado. La palabra poética reconoce esa esencialidad original, mientras el lenguaje utilitario del hombre común es incapaz de hacerlo. Entre la esencialidad original (que es el ámbito de los Dioses) y el lenguaje utilitario (que es el ámbito del Pueblo), el poeta tiende el magnífico puente de su obra fundada en la Palabra. Debemos recordar que ya estaba en Aristóteles la función de la palabra como declaración de lo que la cosa es en sí misma, que nosotros decimos que es una forma de la racionalización del mundo fáctico. Desde la perspectiva que mantenemos en estas colaboraciones nada está más lejos de nuestra intuición que la propuesta de Heidegger, puesto que esta capacidad de la palabra de dar fundamento a la cosa es una experiencia propia de la racionalidad. Para nosotros, es la cosa misma la que accede a la palabra (no al contrario), y ese acceso es una salida de la cosa desde el estadio material de la existencia hacia el estadio de la conciencia, no una llegada de la razón a la cosa. La palabra de Aristóteles y de Heidegger funda la cosa en sí misma, la encierra en su ser ente, en la mundanidad fáctica como su lugar de realización. Para nosotros, la palabra (poética) significa el movimiento de salida de la cosa en sí, de la cosa que ya es como es (y así es reconocida por la racionalidad) hacia la salida de lo que ya es como es hacia un no saber que inaugura un horizonte de sentido fuera de lo fáctico (que solo puede ser ‘pensado’ desde la conciencia poética).

Desde nuestro punto de vista, está claro que la idea de Heidegger sobre la poesía implica una metafísica. Y el poeta es el que reconoce el carácter metafísico de la autorrealización de lo fáctico, mientras el hombre común afanado en sus intereses inmediatos anda como perdido en los vaivenes del mundo sin asumir el alto cometido para el que se le ha dotado: llevar los entes al Ser, fundar por la palabra… es decir: racionalizar la facticidad y cuidar su cumplimiento, habitar, construir, permanecer…, dar razón de lo fáctico, o dicho de otra forma, entender la facticidad como la esencia realizándose (en sintonía con el Espíritu hegeliano): en tanto realizándose, no conocida; en tanto esencia, preexistente y eterna. Desde nuestro punto de vista diríamos, sin más, que el logos filosófico es el que da cuenta de la experiencia poética, que se presenta como una modalidad de aquél, una modalidad que además resulta imprescindible para que tal racionalización sea considerada esencial.

Para Heidegger el hombre no es, como nosotros pensamos, la pregunta de lo existente, sino muy al contrario el ente destinado a atestiguar la facticidad, a dar cuenta del carácter fáctico de la vida, el único ente que puede comprenderse como testigo de la autorrealización del Ser. Y da cuenta de ello a través de la Lengua. La Lengua nombra lo real, y la Lengua permite que lo real sea nombrado, sea reconocido. Este bucle no es más que el autorreconocimiento de la racionalidad. El que nombra a los entes de un modo esencial es el poeta. El poeta revela que los entes que lo acompañan en el mundo están destinados al Ser, son formas de su autorrealización. Pero desde el punto de vista poético que mantengo en estas colaboraciones, el Ser es una encerrona de la razón, el concepto que le sirve para argumentarse a sí misma, para endiosarse a sí misma. Estoy convencido de que toda la filosofía occidental es un inmenso bucle en el interior de la racionalidad fáctica. Y no puedo aceptar de ninguna manera que la experiencia poética se entienda como garante de tal encerrona. Heidegger no sale del mundo griego. La filosofía no puede salir de sí misma, es un pensamiento recurrente sobre el propio pensamiento. Aunque dicen los especialistas que Heidegger, en su segunda etapa, después de 1930, da un ‘giro’ en su obra, creo que se trata más bien de una vuelta de tuerca, porque termina reconociendo lo inevitable: que no es el hombre el que habla, sino el propio lenguaje el que se dice a sí mismo. El lenguaje es el ‘decir’ del Ser. El hombre es solo su pastor, su cuidador. Es decir, el hombre pertenece a la racionalidad de lo fáctico. Como ya hemos dicho en capítulos anteriores, la racionalidad es el modo en el que se conservan los procesos. El pensamiento de Heidegger desemboca en inevitable tautología. El auténtico sentido de las cosas es que son como son. Este el mayor engaño en el que estamos metidos desde el pensamiento griego, y llevar esto a su sublime plenitud parece haber sido la gloria de Heidegger. El decirse del mundo sería la experiencia culminante y resplandeciente de su ciclo-cerrado-fáctico. Y el hombre tiene el honor (¿poético?) de hacer posible tal experiencia. El hombre, ese digno testigo inmóvil.

Dice Heidegger: “El existir está ‘aquí’ para sí mismo en el cómo de su ser más propio”. Nosotros decimos que el existir no está aquí para sí mismo, sino como proceso interno de una Totalidad problemática, y que tampoco está aquí en el cómo de su ser más propio (identidad fáctica) sino en el cómo de una posibilidad de apertura radical. Ni el ‘aquí’ está cerrado y encerrado en el mundo (puesto que el mundo sucede en la Existencia y la Existencia está sucediendo en la Totalidad), ni el aquí es un cómo propio, puesto que la conciencia supone una pregunta sin respuesta y plantea una identidad no determinada por el ‘mundo’. Según la intuición poética que mantengo en estas colaboraciones, no es el hombre el que se hace una pregunta, el hombre es la pregunta. El hombre es la pregunta que se está haciendo el mundo, la pregunta que se está haciendo la existencia. Es más: la existencia es la pregunta en sí, que está siendo formulada en eso que llamamos conciencia. Ya hemos hablado de esto, pero es fundamental para entender que no disponemos de un horizonte de respuesta, solo de un horizonte de pregunta. Nosotros no estamos preguntando, somos la pregunta, el estadio en que toda la existencia se hace pregunta. No estamos preguntando a nadie que nos pueda responder. Estamos siendo conscientes poéticamente de que ese alguien posible es la pregunta radical en sí misma. Algo tiene que estar sucediendo en la Totalidad para que no tenga respuesta. En lugar de un saber hermenéutico de sí mismo abocado a decirse racionalmente para el autoconocimiento de lo fáctico, intuimos un preguntar poético de sí mismo abocado a una experiencia tal que permita un proceso de identidad no fáctico: tal experiencia paradójica (única experiencia en la que la identidad es la pregunta) es a lo que nosotros llamamos amor.

Para nosotros la hermenéutica es la forma pura de evitar la pregunta como pregunta. Este es el límite que alcanza la razón, el logos, respecto a la existencia. Y la última etapa de su desarrollo es la fenomenología, que se constituye en ciencia de este saber fáctico de lo fáctico. Nosotros decimos que la pregunta radical por el sentido no se encuentra en la razón, no es una pregunta que se haga la razón. Tal preguntar sin respuesta es un acto genuino de la conciencia, la primera evidencia de que ha aparecido en el orden existencial algo que puede abrir lo cerrado de la facticidad (supervivencia-razón). Podríamos decirlo de esta manera: para la razón, la pregunta se encuentra dentro de la existencia; para la conciencia, la existencia se encuentra dentro de la pregunta. Mientras para Heidegger el hombre aparece absolutamente determinado por el mundo fáctico, nuestra perspectiva poética es la contraria: el mundo queda absolutamente problematizado por el hombre, no por el hombre-animal-superviviente, sino por el hombre-conciencia-poética que pregunta.

Debo reconocer que a muchos lectores de El rincón del Haiku estas consideraciones les podrán parecer ‘harina de otro costal’, tal vez intempestivas o excesivas. Si afirmara que el subconsciente de muchos de los que se consideran haijines occidentales responde a la metafísica heideggeriana tal vez estaría excediéndome, pero me parece necesario tener en cuenta el tenor de estas poéticas de la racionalidad que vengo comentando, porque constituyen el sustrato cultural en el que nos movemos lo queramos o no, y es ese sustrato el que hay que hacer añicos, desde mi punto de vista, para entender el haiku como estricta experiencia poética de la conciencia, que es lo que me he propuesto compartir en la medida de mis posibilidades. La palabra del haiku no es palabra que va del hombre a la cosa, para nombrarla, fundarla o definirla. El haijín no es un fenomenólogo. No es un captador de belleza, ni siquiera un descubridor de las manifiestas u ocultas relaciones entre las cosas que están ‘ahí’ en el mundo. La palabra del haiku es ‘poética’, sale de la cosa fáctica y se encuentra (en el momento del haiku) en el estadio de la conciencia. El haijín no es un testigo inmóvil del mundo. Es el momento, el estadio, en el que el mundo comienza a poder salir de su encerrona fáctica. No sabemos a dónde está saliendo. Pero sabemos que la puerta acaba de abrirse. El haiku es la apertura de esa puerta. Transitar la apertura es ir hacia el no saber.