Archivo de la categoría: El asunto del pino (Emiliano Castro)

Las olas y el mar

¡Hombre libre, siempre adorarás el mar!
El mar es tu espejo; contemplas tu alma
En el desarrollo infinito de su oleaje,
Y tu espíritu no es un abismo menos amargo.
Baudelaire, Las flores del mal

El ancho mar le ofrece al infinito cielo su espejo. Lo mismo hace con el alma. “Limites al alma no podrás hallarle, aún cuando recorras todos los caminos” decía Heráclito. Algo comparten el cielo y el alma que se espejea en el mar.

Como Baudelaire señala, tanto el alma como el mar están en un constante vaivén. Día y noche las olas colisionan con la línea costera y regresan sobre sí para volver a lanzarse. Igualmente la conciencia se lanza al mundo y se devuelve reflexivamente sobre sí. Quien ha contemplado un rato el oleaje ha notado que a pesar de que este movimiento es infinito, cada ola es diferente. Unas apenas alcanzan la costa, otras son altas y rompen sobre sí mismas, otras parecen pequeñas pero logran alcanzar a mojar nuestros pies y hasta nuestras cosas que descansan en la arena. Las líneas en la playa son el libro donde se narran estos acontecimientos oceánicos, donde las más poderosas olas graban su nombre en sombras sobre la roca. Igual cada pensamiento, cada experiencia, cada volición, cada recuerdo son acontecimientos únicos, aunque sean todos expresiones del mismo fondo.

Además, así como en el océano, hay algo en el alma que se resiste a los límites. Es conmovedor dejar nuestra mirada perderse en el horizonte azul del mar y no ver frontera alguna. Lo mismo hacia abajo. El infinito movimiento del mar emerge de un fondo oscuro y profundo, un fondo insondable donde hacen su morada los seres más fantásticos. No hay que ser psicoanalista para reconocer en el alma también un fondo insondable habitado por monstruos más terribles que el leviatán.

Esta profunda conexión entre el mar y el alma está presente en la tradición budista. En su artículo “El despertar del sí mismo en el Buddhismo” Nishitani recuerda un pasaje de la vida de Buda. Cuentan que él le dijo a sus discípulos que así como todos los ríos de la India tienen su propio nombre pero, al desembocar en el océano, todos pasan a llamarse “el gran océano”; así todos los seguidores de la enseñanza budista pueden venir de distintas castas, contextos e identidades, pero el camino de la práctica los lleva a desembocar también al gran océano más allá de todos los nombres. A partir de esta historia algunas sectas adoptaron la práctica de cambiar el nombre de los jóvenes practicantes que ingresaban a los templos por el de “gran océano”.

Todos somos olas del mismo mar, ríos que desembocan en el mismo océano. Cada acto, cada poema, cada recuerdo, cada pensamiento, cada deseo emerge desde el mismo abismo. Esta analogía dice mucho sobre la interesante relación que el budismo sostiene entre mismidad absoluta e identidad singular. Cada acto  singular es un acontecimiento único pero que emerge desde el mismo fondo que, a su vez, no es más que sus manifestaciones singulares. No porque todos los ríos desemboquen al mismo océano dejan de ser ríos pero tampoco dejan de ser el mismo océano. Así cada acto que hacemos, y cada yo que lo acompaña, es en tanto que emerge de un mismo fondo que, a su vez, sólo halla su expresión en cada acontecimiento singular. No en vano decía Heráclito “Habiendo escuchado, no a mí, sino al logos, sabio es convenir que todo es uno”.

Poemas y cadáveres

(Porque la tumba siempre comprenderá al poeta)
Baudelaire, Las flores del mal

La poesía intenta llevar a la palabra de forma siempre única las fuerzas fundamentales de la existencia. Por eso, logra superar las barreras epocales y culturales, apelando a experiencias que son comprensibles para todas y todos. No es casual que abunde la poesía sobre el amor, sobre la belleza, sobre el júbilo. Pero también la poesía ha prestado palabra a la muerte. Como señala Baudelaire, hay algo en la muerte que invita a la poesía. Quién más es capaz de llevar a la palabra esa condición que no queremos ver.

En la vida cotidiana la muerte no figura. Intentamos pintarla como algo lejano, algo que vendrá en el futuro. Como señala Masao Abe, el cristianismo llega al extremo de tratar la muerte como un accidente de la vida; un inconveniente que se interpone a la vida después de la salida del edén y que terminará junto con el juicio final. Pero aunque no queramos verla, la muerte siempre está ahí y hace falta un poema para darle voz.

Uno de los temas de la “cosecha tardía” de Baudelaire es el encuentro entre las fuerzas del amor y la muerte. El amor nos hace desear que dure para siempre. Ya Fausto o la Comedia de Dante subrayaron el motivo del amor que se sobrepone a la muerte. En cambio, Baudelaire nos propone un final fáustico invertido, en que reconocemos que aún en el amor la muerte está siempre presente. En el poema número XXIX, titulado “La carroña”, nuestro poeta recuerda un paseo por un sendero con la amada en que se encontraron con un cadáver. Pinta una escena en que mezcla erotismo y muerte, con el deseo y la descomposición entremezclados y remata diciendo “¡Sí! así estarás, oh reina de las gracias, / después de los últimos sacramentos”. Reconoce Baudelaire que ni el impulso vital del amor puede desembarazarse de la condición carnal de la muerte. Hasta ese cuerpo amado será un día comido por gusanos y está ya caminando a la tumba. Estos poemas no sólo logran llamar la atención sobre la muerte que no queremos ver sino que nos recuerdan la unidad interna de vida y muerte, de erotismo y descomposición.

En un tono parecido encontramos al poeta y maestro zen del siglo XV Ikkyu Sojun en su híbrido de poesía y prosa titulado “Esqueletos”. En este texto nos narra su peregrinación a un templo zen. Ikkyu llega tarde a su destino y decide pasar la noche a las afueras del templo, donde como es costumbre hay un cementerio. Ikkyu es despertado a la mitad de la noche por el ruido de una fiesta y se encuentra con que, tras caer el sol, los esqueletos del cementerio se levantan de sus tumbas y emulan sus actividades cuando vivían. Y después de dialogar con los esqueletos que, en las noches, andan como vivos, El poeta se pregunta: “¿Quién no es un esqueleto? Es sólo porque los humanos estamos cubiertos de piel de distintos colores que las pasiones sexuales entre hombres y mujeres existen. Al parar la respiración y la piel del cuerpo romperse, ya no queda forma, ni mayor ni menor”.

Tanto Ikkyu como Baudelaire, separados por siglos y barreras culturales, reconocen una conexión entre erotismo y muerte en la carne. La carne es la dimensión del erotismo pero, poco a poco, bajo ella se asoma el esqueleto. Más aún, el esqueleto de nuestro ser amado ya está aquí en los huesos de la mano que acariciamos o los pómulos que se marcan en su rostro. Nishitani decía que no hay una dualidad vida/muerte, no son dos sino el mismo fenómeno vida-muerte. Y, en ese sentido, nuestros poetas nos recuerdan que el eje de esta unidad es el propio cuerpo. Yo a veces pienso en la tradición del tabú de la desnudez. Solemos pensar que tiene que ver con la dimensión erótica del cuerpo como fuente de deseo. Pero a veces pienso que la cultura occidental ha vuelto costumbre cubrir todo menos la cabeza para hacer como si fuéramos serafines, subjetividades sin cuerpo. Y si viéramos desnudas nuestras costillas, escucháramos nuestra barriga, viéramos nuestra piel cada vez más delgada, arrugada, reconoceríamos nuestro carácter carnal, nuestro carácter animal y que, en última instancia, ya somos cadáveres.

Whatsuji y la hermenéutica del viaje

Sin salir de tu casa, puedes conocer la naturaleza del mundo.
Sin mirar por la ventana, puedes conocer el Camino del Cielo.
Cuanto más lejos vas, menos conoces.
Así, el Sabio conoce sin viajar.
Ve sin mirar.
Y logra sin Hacer.
Tao Te King, § 47

Las y los filósofos somos, sin duda, aventureros. Pero ¿por qué caminos ha de transcurrir nuestra aventura? Cuentan los chismes filosóficos que Heidegger mandó una carta a su admirado colega Ernst Jünger con el antes citado pasaje del Tao Te King cuando éste le contó de sus planes de embarcarse lejos de Europa en busca de jardines salvajes más allá del control de la modernidad. Jünger, al parecer, hizo caso omiso y partió en su viaje. En este episodio podemos ver dos tendencias: una que toma la filosofía como una aventura del pensar que se consuma en el fuero interno y otra que cree necesario viajar para abrirse a nuevos horizontes. En el extremo de la primera tendencia podemos imaginar a Boecio, preso en un calabozo pero libre de viajar por los caminos del pensar. En el otro extremo podemos imaginar al filósofo errante, Nietzsche, buscando un clima favorable a sus dolencias mientras sondeaba las señas del nihilismo europeo.

Hay una dicotomía parecida en el pensar japonés moderno. Nishida es considerado el primer gran filósofo japonés en crear una propuesta única a partir de la tradición del pensar japonés, concretamente del budismo zen, y su confrontación con los pensadores occidentales. Pero Nishida sólo abandonó las costas de Japón con el pensamiento, confrontando a la filosofía occidental a través de los libros. Fueron sus primeros alumnos quienes se aventuraron, como Zaratustra, a dejar su patria e ir al encuentro del pensar europeo en su fuente. En este caso, quiero llamar la atención sobre la experiencia del viaje de Watsuji Tetsuro.

En 1927 Watsuji se embarcó camino a Europa para ver ese mundo que estaba detrás de los libros que desde adolescente había devorado. Pero el viaje trajo más de lo que esperaba. De camino a Europa tuvo que pasar por China, por India y por medio oriente, confrontándose con las formas tan distintas de estos pueblos de vivir y desenvolverse en su mundo. Todos comían, todos hacían su morada pero todos de una forma peculiar, en un eterno diálogo con su medio ambiente particular. Su viaje lo llevó hasta las primeras clases de Heidegger en Friburgo y a confrontarse con su famosa obra Ser y tiempo. Pero, después de tanto viaje, Watsuji no entendía por qué Heidegger, un filósofo que quería conocer sin viajar, no tomaba en cuenta al espacio como una determinación de la existencia tan importante como el tiempo. En el tiempo nos desplegamos, cambiamos; pero es en el espacio donde nos encontramos con las y los otros y con lo otro de nosotros como los demás animales, las plantas, las montañas, los ríos y los dioses. Watsuji pensó que era esta falta de reconocimiento de la espacialidad lo que daba al pensar de Heidegger un dejo egoísta.

Y, como hemos visto, la comprensión de nuestro ser-en-el-espacio parece estar condicionada por la experiencia del viaje “[…A]l terminar el viaje y regresar a mi país, sentí hondamente que el Japón es tan raro y singular como los desiertos de Arabia, algo totalmente único en el mundo”. Sólo a través del viaje reconocemos lo peculiar de nuestra forma de estar en el mundo. Sólo así reconocemos que somos un mundo entre muchos mundos y cómo esa peculiaridad es nuestra forma única de dialogar con nuestro medio.

Como decía Marx, a todos nos da hambre pero a unos se les antoja filete, a otros pescado y a otros arroz. A mí, en lo personal, se me antojan tacos y ese taco es el índice de toda una forma de estar en el mundo con el culto al maíz, las influencias árabes del trompo de pastor, el cilantro, la cebolla y la piña, dones de la siembra en chinampa, el boing de guayaba de la cooperativa pascual, el plato de plástico de importación china y todo para comer de pie en la banqueta con los parroquianos de la taquería, cobijado por las templadas noches tropicales. En otras palabras, en un taco está toda la forma de estar en el mundo propia de los pueblos del valle de México, pero ésta es sólo una forma entre otras. Y esto sólo lo vemos cuando comemos naan o arepas o kebab. Todos son deliciosos, todos son tan parecidos y a la vez tan únicos, cada uno es el reflejo de un mundo que, a la vez es parte del mismo mundo.

En fin, si algo aportan los viajes al pensar es que nos ayudan a reconocer nuestra singularidad en un mundo plural. En términos de Foucault, viajar nos ayuda a encontrarnos pero también a perdernos, a dar un paso atrás frente a todo lo que nos es cotidiano y verlo, por un segundo, con los ojos del viajero, o sea, como algo raro, único, singular. Lo mismo pero diferente.

 

Lo femenino en la poesía japonesa

“Al principio, la mujer era realmente el sol.
Una persona auténtica. Ahora es la luna, una pálida
y enfermiza, dependiente de otro, reflejando su brillo”.

Hiratsuka Raicho, “La fundación de Seito,
la sociedad de las calcetas azules

Con estas palabras Raicho, poeta, pensadora y activista pionera del feminismo en Japón, daba nacimiento a Seito en 1911: una revista de literatura hecha exclusivamente por mujeres. Desde esta plataforma dio forma a un movimiento literario homónimo que intentaba dar voz a las mujeres durante la restauración Meiji y reivindicar su derecho a sentir y crear. Como Raicho señala, la mujer había sido reducida a un satélite de rostro blanco, orbitando al padre, al marido, al hijo y brillando sólo de su reflejo. En cambio, el propósito de la revista es que, a través de la poesía, vuelva a su estatus de persona auténtica, o sea, recupere su propia voz, su propio brillo.

Pero Raicho lanza también una provocación, una referencia a Amaterasu, la diosa del sol. Es como si, en el Japón arcaico, la mujer hubiera sido el centro poco a poco desplazada y despojada de su brillo. Y es la poesía la herramienta para recuperar el carácter áureo. En su introducción al apartado dedicado a las filósofas en Japanese Philosophy: a sourcebook, Kitgawa Sakiko habla sobre la relación entre lo femenino y la poesía en el Japón antiguo. Señala que la feminidad era vista como una categoría estética, asociada al taoyame-buri (“delicada elegancia”). Se pensaba que algo en las cualidades que en el tiempo eran consideradas parte de la “naturaleza de la mujer”, como tener una interioridad emotiva compleja, eran fundamentales para poder entender la poesía. Este lugar privilegiado de las mujeres en la poesía está simbolizado por Murasaki Shikibu, autora del Genji Monogatari (La historia de Genji), una de las obras más importantes de la literatura japonesa. Es como si, para la tradición griega, Homero hubiera sido mujer.

Pero esta primacía de lo femenino en las artes no se limita a las dicotomías sexo-genéricas tradicionales. A partir del ejemplo del propio príncipe Genji en la antes mencionada novela, Sakiko señala que, para entrar al campo de lo artístico, es necesario participar de lo femenino, aunque en tu sociedad te identifiques como hombre. Nos deja la imagen de que lo femenino era visto como el campo de la poesía en el Japón antiguo y, con ello, para participar de ella, había que feminizarse, fuera cual fuera tu rol de género en la sociedad.

Esto me recordó  un curioso fenómeno en la poesía mística, tanto oriental como occidental. Una estrategia típica de esta poesía es describir la unión con lo sagrado en términos de una unión erótica, usando como analogía las relacione eróticas cotidianas. No es raro ver a la deidad tomando el lugar de “el amado” en el poema. Pero, a su vez, es muy frecuente que el poeta asuma el lugar de “la doncella” añorando la unión erótica con el amado. Y esto pasa aunque muchos de los poetas se identificaran socialmente como hombres. ¿Qué tiene la experiencia mística que lleva al poeta no sólo a codificarla en términos eróticos, sino a hacerlo desde un punto de vista femenino aunque, en su vida cotidiana no se identifique así? Aquí vemos otro fenómeno de feminización en la poesía. Parafraseando a Eckhart, el alma tiene que hacerse mujer para que fructifique el don de dios.

En ambos procesos podemos acusar una especie de hipóstasis de características dadas típicamente al rol de género de la mujer para dar forma a esto “femenino” abstracto en la poesía. Ya sea la emotividad o la pureza o el deseo o incluso la fecundidad, estas categorías asumidas tradicionalmente como parte de la “naturaleza de la mujer” le dan una posición privilegiada a lo femenino ante la poesía. Si aceptamos, por ejemplo, la cuestionable idea de que parte de “ser mujer” es la capacidad de procrear, en nada nos ha de sorprender que se conecte lo femenino con la procreación, con la poesía y, en última instancia, con el sol; la deidad procreadora por antonomasia.

En las siguientes décadas, el pensamiento de Raicho seguiría buscando dar razón de la singularidad femenina, el encuentro de su sacralidad perdida. Reconoce un carácter masculino tendiente a la lucha y la búsqueda de reconocimiento y uno femenino tendiente al amor, al cuidado y la reproducción de la vida. Esto se refleja en la poesía en tanto el hombre siempre busca el reconocimiento a través de su obra. Mientras que las mujeres, oprimidas y sin acceso a dicho reconocimiento, son capaces de articular una poesía más pura que no nace del deseo de ser el mejor sino del de procrear. Esta dicotomía también se presenta en lo político donde el hombre siempre apuesta por el poder y el combate. Frente a esto, ella imagina en 1930 una política articulada desde el carácter femenino del cuidado y la ayuda mutua bajo la forma del cooperativismo; un movimiento articulado desde la cocina y no desde la fábrica.

Dharani: el primer poema

Gate Gate Paragate Parasamgate Bodhi Svaja
Sutra Corazón

En sentido general, poetizar es crear, traer al mundo algo nuevo. Pero, normalmente, pensamos la poesía como la creación de poemas; traer algo nuevo al mundo a través de la palabra. Crear con la palabra es una actividad tan propiamente humana como el lenguaje mismo; al punto que donde hay humanos hay poesía. Pero ¿cuál fue el primer poema?

Normalmente se dice que el primer poema, en el sentido del más antiguo, es la epopeya de Gilgamesh. Pero en este texto quiero enfocar la cuestión de forma algo diferente y para ello quiero llamar la atención sobre un género poético típico de la tradición budista llamado Dharani.  Definir un dharani es complejo ya que no tenemos claro qué es. Tal vez lo mejor que podemos hacer es describirlos. Aquí un dharani del Sutra del loto:

anye manye mane mamane chitte charite shame shamitavi
shante mukte muktame same avishame sama same
kshaye akshaye akshine shante shame dharani
alokabhasha pratyavekshani nivishte abhyantaranivishte
atyantaparishuddhi ukule mukule arade parade
shukakshi asamasame buddhavilokite dharmaparikshite
samghanirghoshani bhasyabhasya shoddhi mantra
mantrakshayate rute rutakaushalye akshara
akshayataya abalo amanyanataya

Los dharanis son colecciones de letras ordenadas como si formaran palabras y oraciones pero que, de hecho, no tienen significado en ninguna lengua conocida. Son poemas hechos de palabras sin significado, o cuasi-palabras. Y, en la medida en que divorcian el significado de la palabra, queda la pura sonoridad de las letras.

Pero el dharani no es puro sonido, la articulación de estos sonidos en una forma coherente da la sensación de que, al leerlo, se trata de una lengua desconocida, de palabras y oraciones cuyo significado simplemente desconocemos o hemos olvidado.

Los dharanis suelen encontrarse dentro de textos religiosos más amplios conocidos como sutras. Los sutras son hilos textuales que articulan las enseñanzas de budas y sabios. Dentro de estos textos, el dharani suele ser presentado como una recitación dotada de poder, dada por aquellos que han alcanzado la iluminación. Se cree que son capaces de ofrecer algún tipo de ayuda o salvación a quien los recita y que son el corazón más profundo de la enseñanza, en que se codifica la verdad última de ésta. Así entendemos que, etimológicamente, “dharani” venga de la raíz sánscrita dhr que significa “preservar o mantener”. Y tampoco es casual que de esta misma raíz venga “Dharma”, que refiere, entre otras cosas, a la enseñanza de buda.

El dharani es el resguardo del Dharma, es donde se preserva la enseñanza última de budas y maestros, es donde recae su poder salvífico. Y, a la vez, es incomprensible para nosotros. No podemos más que intentar emular este decir sagrado incomprensible con los sonidos de nuestras letras. Por esto, cuando se traduce un dharani se intenta replicar el sonido con la escritura fonética de la nueva lengua.

El dharani suele asociarse a otra forma literaria de la tradición sánscrita que es el mantra. Ésta puede entenderse como recitaciones sacras que intentan replicar los sonidos primigenios con los que las deidades crearon el cosmos. Se supone que los humanos no podemos reproducir perfectamente estas palabras creadoras y sólo nos queda la imitación de sus sonidos con el mantra. En este sentido, mantras y dharanis son intentos de preservar los primeros poemas, las creaciones primigenias a través de la palabra.

Pero esta preservación es ella misma un acto poético que usa el lenguaje de una forma nueva, despojándolo de su significación tradicional, descomponiéndolo hasta su pura sonoridad para, desde ahí, imitar los poemas primigenios. En el dharani hay dos poemas o, mejor dicho, es un poema sobre otro poema.

Según como se le quiera ver, el dharani puede ser el primer o el último poema. Puede ser el primero en tanto imita el acto poético primigenio de crear con la palabra. Nos permite también imaginar la génesis del lenguaje, con su asociación de sonidos en espera de ser significados. ¿No será que estos dos actos son uno y el mismo?

Pero, desde otra perspectiva, es el último poema en tanto implica una descomposición del lenguaje y una renuncia al significado. El dharani es tal vez la última metáfora en tanto renuncia al sentido tradicional del lenguaje pero no lo remplaza por otro. Por eso hay algo en este tipo de poema que incomoda, no sabemos si estamos hablando en una lengua sagrada más allá de nuestra era cósmica o estamos asistiendo a la desintegración del lenguaje y al regreso al sonido. De lo humano a lo animal. O tal vez el dharani no es nada de esto y su verdadero sentido queda codificado eternamente como enigma.

El poeta peregrino

Los meses y los años son viajeros de la eternidad […]
Para aquellos que dejan flotar sus vidas
a bordo de los barcos o envejecen conduciendo caballos,
todos los días son viaje y su casa misma es viaje.
Basho, Las sendas de Oku

El día veintisiete del tercer mes Basho dejó su choza a la sombra de un banano (Basho, de donde adoptó su nombre literario) y emprendió una peregrinación junto con su discípulo Yosa a las tierras del norte que le tomó más de dos años. El producto de este viaje fue Las sendas de Oku (Oku no Hosomichi), un diario de viaje en formato de haibun (o sea, que mezcla prosa y poesía).

Basho partió con la conciencia de que los caminos cobran su peaje en vida y que semejante aventura podría implicar que nunca volviera a ver su hogar o a sus viejos amigos. Pero el riesgo valía la pena para buscar los restos de aquel Japón perdido de los poetas y los monjes. En su camino Basho buscaba la piedra donde el maestro meditó, el templo en que se guarda aquella reliquia, esa choza, esta montaña o este lago o este pino al que los poetas arcaicos cantaron. Muchos de estos antiguos templos eran ya ruinas, ya habían cortado los pinos,  y muchos otros prodigios de otrora ya habían sido olvidados al punto que nadie podía dar pista de dónde estaban. Basho nos recuerda las palabras del poeta Tu Fu: “Las patrias se derrumban, ríos y montañas permanecen; sobre las ruinas del castillo, verdea la hierba, es primavera”. Conocieron a un Buda reencarnado en dueño de una posada, a unas cortesanas atrapadas por el complejo camino, a un pintor que aún recordaba la voz del pasado y a un montón de viejos amigos por el camino. Para ver con nuestros ojos los paisajes de los poetas o vivir las aventuras de los héroes o las travesías de los santos, el precio se paga en canas y en la incertidumbre de si volveremos a nuestra choza junto al río.

En su aportación a los debates de Superando la modernidad, una serie de debates convocados en julio de 1942 por el grupo literario de Bungakkai (Mundo literario) para debatir el lugar de Japón ante occidente, Kamei Katsuichiro dice un par de cosas referentes a la peregrinación de Basho. Piensa Kamei que el aumento en la velocidad de todo es una característica de la modernidad occidental. La consecuencia es que, por ejemplo, las sendas de Oku que le tomaron meses a Basho ahora se recorren por tren en unos días. “Vemos por la ventana con interés el paisaje, los pueblos y la gente pasando a toda velocidad. Pero que diferente es este mirar del mirar de Basho”. La velocidad moderna nos permite caminar con la mirada distancias impensables, desde el tren hasta el microscopio y el telescopio. Pero ¿es este mirar de la velocidad moderna el mirar de Basho? Para Basho este mirar era un peregrinar, y dicho peregrinar era, a la vez, un sacrificio. Basho dejó su vida en cada árbol, pagó cada laguna con sus canas, cada noche en una posada con el dolor de su estómago. Y es de este peregrinar, que no tiene la mirada puesta en el fin sino en el camino, de donde nace Las sendas de Oku. Oku no es el destino, es el camino mismo.

Heidegger sostiene en su famosa conferencia “La cosa” que vivimos en una época en que se ha perdido toda distancia. Con nuestros aviones y medios de comunicación ya nada queda lejos. Pero, en la medida en que hemos acabado con toda lejanía, hemos perdido también la cercanía con lo que tenemos delante. Nada en Japón queda lejos para el tren bala más que el tupido bosque de Tsutsujigaoka que nadie recuerda desde tiempos de Basho. La capacidad técnica de superar toda distancia nos condena también a pasar las cosas de largo.

Las sendas de Oku nos ofrece una visión peculiar de la trastienda del arte de hacer haiku. Para llevar el instante a la palabra hay que poder demorarse en sus signos. Hace falta establecer una relación íntima con este pino para poder verlo como algo más que una instancia del objeto llamado “pino”. Hay que sacrificarnos por la experiencia de este pino, de esta roca. Hay que darles nuestro tiempo para que nos interpelen. Y en este sacrificio dejamos algo de nosotros en el instante que plasmamos. Por eso un haiku sobre un bosque puede ser también un haiku sobre Basho.

En la época en que todo va cada vez más rápido, al punto que esa velocidad se vuelve imperceptible (como en el ciberespacio) ¿podemos todavía demorarnos en lo que existe entre el punto A y el punto B? Hay que sacrificar nuestro tiempo, nuestra vida, para ir más lento y ver lo que para la velocidad es invisible. Pero para eso necesitamos de poetas peregrinos.

A mí me gusta andar en bicicleta y no cabe duda que los caminos de la ciudad monstruo se ven muy distintos desde la ventana del auto o el camión que desde el manubrio de la bicicleta. Cada subida, cada textura, cada bache, la vegetación, los letreros por la calle, los aromas, todo lo que a la velocidad del automóvil desaparece, sale a nuestro encuentro en la bicicleta. Y no puedo más que repetir en silencio una plegaria al Buda Amida cada que veo una cruz con flores en la carretera o los restos de un perro, una víbora o un tlacuache arrollados tendidos en el camino. Aquí queda otro mártir de la velocidad, este lento peregrino te saluda.

Interior y exterior en el haiku

Del fondo de la soledad
Cae:
¡Oh, el aguanieve cayendo!

淋しさの底拔けて降る霙哉

Naito Joso

En su texto “Vacuidad y mismidad” el filósofo contemporáneo Nishitani Keiji (1900-1990) nos lanza una pregunta a partir de este Haiku de Joso: ¿”la soledad” se refiere al estado de ánimo del poeta o al lugar de donde cae el aguanieve? En otras palabras, ¿expresa el haiku el mundo exterior o un estado interior?

La respuesta inmediata parece ser que expresa ambas. Que justo es ese el punto del haiku, expresar recíprocamente el interior y el exterior. Pero Nishitani va un poco más allá. Claro que en el haiku se expresa tanto el interior como el exterior pero ¿en qué sentido? No es que el interior refleje el exterior o que el exterior se use como metáfora de lo interior. Piensa él que el haiku no relaciona interior y exterior, sino que expresa un lugar previo a la separación interior y exterior, sujeto y objeto. A este lugar le podemos llamar “instante”.  Desde aquí podemos decir que el haiku es el arte del instante. Pero prestemos atención a lo que esto significa.

En su texto “Uji” Dogen, maestro zen del siglo XIII, sostiene que el instante es el manifestarse mismo de lo que es. Es el instante donde tiempo y existencia se encuentran. Sólo el instante existe y la existencia sólo acontece en el instante. Somos nosotros quienes confeccionamos un mundo transtemporal concatenando los instantes en nuestros recuerdos y expectativas. Es de esta confección transtemporal de donde nace el yo que experimenta, separado del mundo experimentado; en el instante sólo acontece la experiencia. Quién no ha volteado a ver, tras un tiempo, una rabieta o decisión impulsiva y se ha preguntado “¿fui yo quien hizo eso?” cuando, en el momento, sólo pasó.

Esto plantea un tremendo reto al haiku. ¿Cómo llevar el instante a la palabra? ¿No se lo traiciona al convertirlo en “aguanieve” o “soledad”? Tal vez el haiku perfecto tendría que hacerse sin palabras. Tal vez sería mejor un gesto con las manos, muy a la usanza de los mondos (diálogos entre maestros y alumnos) de la tradición zen. Si nuestro lenguaje opera con conceptos abstractos, universales, transtemporales ¿qué palabra podría decir el instante? Podría ser algún deíctico como “esto” o “aquí”.

Nietzsche dice en Ocaso de los ídolos que los conceptos son como momias. El reflejo de una cierta idiosincrasia en la filosofía de preferir lo que no cambia a lo que cambia. Los conceptos aspiran a lo eterno pero, para alcanzarlo, deben momificarse, depurarse de todo lo cambiante y vital de la experiencia. Parece ir contra la naturaleza del concepto usarlo para expresar el instante.

Pero el instante tiene algo curioso. A su modo, es también eterno. Siempre es “ahora”. Es el haiku un encuentro entre dos eternidades: la eternidad supratemporal del concepto y la eternidad instantánea del ahora. No es casual que, en este sentido, el haiku introduzca siempre componentes naturales y estacionales. En todo tiempo y lugar entendemos qué es un árbol, una laguna o la primavera. Aunque para nosotros el árbol siempre es nuestro árbol, esta laguna, esta primavera.

El haiku requiere un hábil uso de las palabras para, contra su naturaleza, usarlas para apuntar al instante. No sólo llevarnos al instante de Joso o de Basho, sino a esa fuente de la experiencia previa a la división sujeto/objeto que compartimos Joso, Basho, tú y yo. Nos lleva a un instante que es tan suyo como nuestro y por eso nos sigue siendo significativo. A un invierno que es tan del periodo Edo en Japón como del año de la pandemia en México, a una rana que puede estar saltando al estanque de un templo budista o a un humedal de Xochimilco, a un… ¡ay mira, ya está cayendo aguanieve!

Este pequeño texto es mi primera colaboración con El rincón del Haiku. De corazón les agradezco la invitación y a las y los lectores agradezco haberse dado el tiempo de leerla. Mi nombre es Emiliano y me dedico a trabajar sobre filosofía japonesa, antigua y moderna. Espero ésta sea la primera de muchas contribuciones dedicadas al haiku, la cultura japonesa y el mundo moderno pensados desde la perspectiva de la filosofía japonesa. A fin de cuentas, un camino de mil millas empieza con un paso.