Poemas y cadáveres

(Porque la tumba siempre comprenderá al poeta)
Baudelaire, Las flores del mal

La poesía intenta llevar a la palabra de forma siempre única las fuerzas fundamentales de la existencia. Por eso, logra superar las barreras epocales y culturales, apelando a experiencias que son comprensibles para todas y todos. No es casual que abunde la poesía sobre el amor, sobre la belleza, sobre el júbilo. Pero también la poesía ha prestado palabra a la muerte. Como señala Baudelaire, hay algo en la muerte que invita a la poesía. Quién más es capaz de llevar a la palabra esa condición que no queremos ver.

En la vida cotidiana la muerte no figura. Intentamos pintarla como algo lejano, algo que vendrá en el futuro. Como señala Masao Abe, el cristianismo llega al extremo de tratar la muerte como un accidente de la vida; un inconveniente que se interpone a la vida después de la salida del edén y que terminará junto con el juicio final. Pero aunque no queramos verla, la muerte siempre está ahí y hace falta un poema para darle voz.

Uno de los temas de la “cosecha tardía” de Baudelaire es el encuentro entre las fuerzas del amor y la muerte. El amor nos hace desear que dure para siempre. Ya Fausto o la Comedia de Dante subrayaron el motivo del amor que se sobrepone a la muerte. En cambio, Baudelaire nos propone un final fáustico invertido, en que reconocemos que aún en el amor la muerte está siempre presente. En el poema número XXIX, titulado “La carroña”, nuestro poeta recuerda un paseo por un sendero con la amada en que se encontraron con un cadáver. Pinta una escena en que mezcla erotismo y muerte, con el deseo y la descomposición entremezclados y remata diciendo “¡Sí! así estarás, oh reina de las gracias, / después de los últimos sacramentos”. Reconoce Baudelaire que ni el impulso vital del amor puede desembarazarse de la condición carnal de la muerte. Hasta ese cuerpo amado será un día comido por gusanos y está ya caminando a la tumba. Estos poemas no sólo logran llamar la atención sobre la muerte que no queremos ver sino que nos recuerdan la unidad interna de vida y muerte, de erotismo y descomposición.

En un tono parecido encontramos al poeta y maestro zen del siglo XV Ikkyu Sojun en su híbrido de poesía y prosa titulado “Esqueletos”. En este texto nos narra su peregrinación a un templo zen. Ikkyu llega tarde a su destino y decide pasar la noche a las afueras del templo, donde como es costumbre hay un cementerio. Ikkyu es despertado a la mitad de la noche por el ruido de una fiesta y se encuentra con que, tras caer el sol, los esqueletos del cementerio se levantan de sus tumbas y emulan sus actividades cuando vivían. Y después de dialogar con los esqueletos que, en las noches, andan como vivos, El poeta se pregunta: “¿Quién no es un esqueleto? Es sólo porque los humanos estamos cubiertos de piel de distintos colores que las pasiones sexuales entre hombres y mujeres existen. Al parar la respiración y la piel del cuerpo romperse, ya no queda forma, ni mayor ni menor”.

Tanto Ikkyu como Baudelaire, separados por siglos y barreras culturales, reconocen una conexión entre erotismo y muerte en la carne. La carne es la dimensión del erotismo pero, poco a poco, bajo ella se asoma el esqueleto. Más aún, el esqueleto de nuestro ser amado ya está aquí en los huesos de la mano que acariciamos o los pómulos que se marcan en su rostro. Nishitani decía que no hay una dualidad vida/muerte, no son dos sino el mismo fenómeno vida-muerte. Y, en ese sentido, nuestros poetas nos recuerdan que el eje de esta unidad es el propio cuerpo. Yo a veces pienso en la tradición del tabú de la desnudez. Solemos pensar que tiene que ver con la dimensión erótica del cuerpo como fuente de deseo. Pero a veces pienso que la cultura occidental ha vuelto costumbre cubrir todo menos la cabeza para hacer como si fuéramos serafines, subjetividades sin cuerpo. Y si viéramos desnudas nuestras costillas, escucháramos nuestra barriga, viéramos nuestra piel cada vez más delgada, arrugada, reconoceríamos nuestro carácter carnal, nuestro carácter animal y que, en última instancia, ya somos cadáveres.