Poemas y cadáveres

(Porque la tumba siempre comprenderá al poeta)
Baudelaire, Las flores del mal

La poesía intenta llevar a la palabra de forma siempre única las fuerzas fundamentales de la existencia. Por eso, logra superar las barreras epocales y culturales, apelando a experiencias que son comprensibles para todas y todos. No es casual que abunde la poesía sobre el amor, sobre la belleza, sobre el júbilo. Pero también la poesía ha prestado palabra a la muerte. Como señala Baudelaire, hay algo en la muerte que invita a la poesía. Quién más es capaz de llevar a la palabra esa condición que no queremos ver.

En la vida cotidiana la muerte no figura. Intentamos pintarla como algo lejano, algo que vendrá en el futuro. Como señala Masao Abe, el cristianismo llega al extremo de tratar la muerte como un accidente de la vida; un inconveniente que se interpone a la vida después de la salida del edén y que terminará junto con el juicio final. Pero aunque no queramos verla, la muerte siempre está ahí y hace falta un poema para darle voz.

Uno de los temas de la “cosecha tardía” de Baudelaire es el encuentro entre las fuerzas del amor y la muerte. El amor nos hace desear que dure para siempre. Ya Fausto o la Comedia de Dante subrayaron el motivo del amor que se sobrepone a la muerte. En cambio, Baudelaire nos propone un final fáustico invertido, en que reconocemos que aún en el amor la muerte está siempre presente. En el poema número XXIX, titulado “La carroña”, nuestro poeta recuerda un paseo por un sendero con la amada en que se encontraron con un cadáver. Pinta una escena en que mezcla erotismo y muerte, con el deseo y la descomposición entremezclados y remata diciendo “¡Sí! así estarás, oh reina de las gracias, / después de los últimos sacramentos”. Reconoce Baudelaire que ni el impulso vital del amor puede desembarazarse de la condición carnal de la muerte. Hasta ese cuerpo amado será un día comido por gusanos y está ya caminando a la tumba. Estos poemas no sólo logran llamar la atención sobre la muerte que no queremos ver sino que nos recuerdan la unidad interna de vida y muerte, de erotismo y descomposición.

En un tono parecido encontramos al poeta y maestro zen del siglo XV Ikkyu Sojun en su híbrido de poesía y prosa titulado “Esqueletos”. En este texto nos narra su peregrinación a un templo zen. Ikkyu llega tarde a su destino y decide pasar la noche a las afueras del templo, donde como es costumbre hay un cementerio. Ikkyu es despertado a la mitad de la noche por el ruido de una fiesta y se encuentra con que, tras caer el sol, los esqueletos del cementerio se levantan de sus tumbas y emulan sus actividades cuando vivían. Y después de dialogar con los esqueletos que, en las noches, andan como vivos, El poeta se pregunta: “¿Quién no es un esqueleto? Es sólo porque los humanos estamos cubiertos de piel de distintos colores que las pasiones sexuales entre hombres y mujeres existen. Al parar la respiración y la piel del cuerpo romperse, ya no queda forma, ni mayor ni menor”.

Tanto Ikkyu como Baudelaire, separados por siglos y barreras culturales, reconocen una conexión entre erotismo y muerte en la carne. La carne es la dimensión del erotismo pero, poco a poco, bajo ella se asoma el esqueleto. Más aún, el esqueleto de nuestro ser amado ya está aquí en los huesos de la mano que acariciamos o los pómulos que se marcan en su rostro. Nishitani decía que no hay una dualidad vida/muerte, no son dos sino el mismo fenómeno vida-muerte. Y, en ese sentido, nuestros poetas nos recuerdan que el eje de esta unidad es el propio cuerpo. Yo a veces pienso en la tradición del tabú de la desnudez. Solemos pensar que tiene que ver con la dimensión erótica del cuerpo como fuente de deseo. Pero a veces pienso que la cultura occidental ha vuelto costumbre cubrir todo menos la cabeza para hacer como si fuéramos serafines, subjetividades sin cuerpo. Y si viéramos desnudas nuestras costillas, escucháramos nuestra barriga, viéramos nuestra piel cada vez más delgada, arrugada, reconoceríamos nuestro carácter carnal, nuestro carácter animal y que, en última instancia, ya somos cadáveres.

julio 2021

CONSTRUIR

En el silencio
del río, quince patos.
Cerca, la noche.

DECONSTRUIR

Se adjunta una foto, tomada desde el puente viejo de Talavera sobre el Tajo, en la hora mágica del crepúsculo, cuando día y noche se funden en un huidizo abrazo.

El “silencio” del primer verso está causado no tanto porque a esa hora tardía no había cerca de mí nadie, cuanto la sensación de silencio que me produce el fluir casi imperceptible de este río desde dicho puente. En tal silencio, durante unos segundos, percibí el resquicio para colarme en la vida de estas aves acuáticas. Quince; pudieran ser más o pudieran ser menos. Un puñado de seres vivos, como yo, sumidos en su propia vivencia del silencio, de la proximidad de la noche, de su diario subsistir. ¿Era esta vivencia el núcleo más profundo de su vida?

    Makoto Ueda, el comentarista japonés cuyo artículo “La impersonalidad del haiku” estamos repasando en estas entregas mensuales, identifica como “esbeltez”, al cuarto de los principios poéticos enunciados por Matsuo Bashō –ciertamente a través de sus charlas y anotaciones de sus discípulos directos, pues sabemos que el maestro no escribió nada preceptiva poética alguna–. Este principio de esbeltez significa, en la interpretación de Ueda, la capacidad de sumergirse en el corazón de un objeto, ser vivo o situación con tal intensidad que al haijin le permita capturar la atmósfera impersonal que ese objeto, ser vivo o situación comparte con el universo. Nada menos. Es como si el alma poética fuera tan fina y esbelta que pudiera introducirse ese objeto, ser vivo o situación y ser capaz de tocar su núcleo más interno.  Dos haikus que Bashō consideraba poseedores de esbeltez son estos:

 También las aves
Deben de estar dormidas
En el lago Yogo.

Con un alma esbelta el poeta, que se alojaba en una cabaña cerca del lago y estaba insomne, entró en la vida de esas aves acuáticas descubriendo en ella la misma soledad del viajero, como la de él mismo, es decir, como la de todos los seres vivos que viajamos sin parar por este mundo.

El otro haiku con esbeltez es uno muy famoso:

 En la pescadería,
de la dorada en sal ¡qué frías también
parecen las encías!

 Cito a Ueda: «La dorada que vio el poeta en la pescadería estaba por supuesto muerta. Pero nuevamente con una mente esbelta el poeta penetró en el pescado y sintió fresco. Hay ambigüedad sobre qué le hizo sentir frío. Pudo ser que el día estaba fresco; o que en la pescadería hacía frío o simplemente porque tuvo sensación de frescor porque había muy poco género en la pescadería debido a que el mal tiempo había impedido que los pescadores salieran a faenar. O, quién sabe si la vista de las encías blancas de la dorada le produjo esta sensación de frescor. La palabra de “también” del segundo verso crea esta ambigüedad. Pero la impresión general producida por estos tres versos es, inequívocamente, de soledad. Sin embargo, no importa lo esbelto que se vuelva el poeta, no es tarea fácil penetrar en la vida interna de un objeto o ser cualquiera. Requiere la completa deshumanización del haijin, la disolución de todas sus emociones. Pero es evidente que como ser humano que es, el poeta no puede vivir sin emociones, pues la suya es una existencia biológica que se debe mantener a través de deseos físicos. El poema se deshumaniza, sin embargo, solo unos segundos. Son instantes muy valiosos para el poeta, porque le brindan la única ocasión para vislumbrar la esencia impersonal del universo, la energía vital más interior que comparten todas las cosas y seres de la naturaleza. De aquí se deriva el principio de inspiración poética, el quinto necesario para componer un haiku”, sobre el cual hablaré en la próxima entrega.

LA VOZ DEL HAIKU EN LENGUA TWI

clicar aquí para ver el vídeo

Continuamos con voces africanas. Esta vez es un haijin de Ghana, Adjei Agyei-Baah, que nos traduce sus haikus escritos en su lengua natal, la lengua Twi, al inglés, y que gracias a la colaboración de Leticia Sicilia podemos leerlos y escucharlos en castellano.

   Adjei Agyei-Baah, profesor, traductor, editor y poeta de haiku.  Es cofundador de Africa Haiku Network, Poetry Foundation Ghana y The Mamba, la primera revista de haiku de África. La obra de Agyei-Baah fue reconocida en el Concurso de Haiku Japón-Rusia en 2014, recibió el premio The Heron’s Nest (mejor haiku de la edición) en 2016, fue preseleccionada para el premio R. H. Blyth del World Haiku Club en 2019 y antologada en Naad Anunaad: An Anthology of Contemporary World Haiku (2016) de Kala Ramesh. Su primera colección de haikus, Afriku (2016), fue elogiada por el Premio Nobel nigeriano Wole Soyinka. Su cuarto libro, Piece of My Fart (2018) es la primera colección de senryu de África.

   Una vez más os invito a que escuchéis la sonoridad del haiku en estas lenguas ancestrales.

 

Haiku 29

梅咲て帶買ふ室の遊女かな

Ume saite obi kau muro no yuujo kana

La floración del ciruelo;
unas cortesanas en su habitación
comprando fajas.

 Las cortesanas encerradas en el barrio, amurallado, del placer. Quizá Buson las contemple a través de una ventana desde Simuya, salón poético y burdel de Shimabara, en Kioto. Ellas compran mientras el ciruelo florece en plena libertad. La prisión de sus celdas frente a la libertad del ciruelo. Las flores de ciruelo son un símbolo de pureza, pero en un mundo flotante, son de corta duración.

  El primer barrio del placer se creó en Kioto y desde allí se extiende a otras ciudades, como Tokio (Yoshiwara) y Osaka (Shinmachi). Shimabara (1589-1957) algunas obras pictóricas de Buson, como “Ciruelo blanco, ciruelo rojo” está relacionada directamente con Sumiya: un burdel de clase alta en Shimabara. Ese espacio también servía como salón para artistas, poetas, donde disfrutaban de bebida, música y artes. El propietario de entonces, Toku Uemon, estudió haiku con Buson.

Julio 2021

Ina huele un perro
mientras otro ladra
Empieza a llover

*Ina es la perra del niño

Ander Arellano Gil –  9 años –
Colegio: CP Griseras –  Navarra, España

              Leeremos en esta oportunidad la selección de haiku que el Colegio Diocesano de Albacete realizó en el marco de un concurso celebrado hace unos años. Los haiku que se presentan a continuación son una muestra cabal de lo que los pequeños haijines pueden escribir a partir de sus asombros. 

            Hemos querido compartir con vosotros el FALLO DEL I CONCURSO   INTERNACIONAL DE HAIKUS DEL  C. DIOCESANO DE ALBACETE

        El Departamento de Lengua y la Biblioteca del C. Diocesano de Albacete emite el fallo del I Concurso de Haiku, con motivo del 50 aniversario del centro y el 150 aniversario de las relaciones diplomáticas de Japón y España

   Se procedió a la votación de los premios del concurso y tras la misma, se decidió otorgar una serie de menciones, así como realizar una selección para la publicación de los mismos.

      Antes de nada, el jurado desea manifestar su satisfacción por los dos centenares de haikus recibidos y la gran calidad de los mismos, por lo que ha tenido que deliberar largo y tendido para seleccionar las obras ganadoras.

Los premios han sido los siguientes:

Atardecer en el río.
Los tucanes
posados en las ramas.

NICOLÁS SOLER
COLEGIO VILLA DEVOTO SCHOOL.
ARGENTINA

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Día de mayo:
un lagarto bicolor
bajo la cepa.

 PABLO GONZÁLEZ
COLEGIO PRINCIPE FELIPE
EL SALOBRAL. ALBACETE

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Cascada de Ouzoud.
El ruido del agua
sobre las rocas.

MOHAMED FAOUZI
C. DIOCESANO.
ALBACETE

-.-

 

MENCIONES

El viento suena
entre los árboles del parque
la hoja vuela.

 ÁNGEL ANTONIO MORENO
CEIP REQUENA
VILLARROBLEDO. ALBACETE

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Los gatos
juegan con el hielo
en el atardecer.

 ALEJANDRA MOLINER
CEIP REQUENA
VILLARROBLEDO. ALBACETE

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El arcoíris…
Al borde del camino
las amapolas.

KRISTINA FEDORENKO
COLEGIO JOSÉ PRAT.
ALBACETE

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Mañana soleada.
Tras la liebre, -” Bolera”-
pronto la alcanza.

FÉLIX MARTÍNEZ
DIOCESANO
ALBACETE

-.-

Un agapornis rompe el huevo
mientras duermo.
El pájaro pía.

DANIEL MENDOZA
DIOCESANO
ALBACETE

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Pim, pum, pom
de aquí para allá
una libélula.

LUNA ROMERO
DEVOTO SCHOOL
ARGENTINA

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Al mediodía,
un colibrí chupa el néctar
de los jazmines.

ORNELLA IZZO
DEVOTO SCHOOL
ARGENTINA

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Día de junio:
alrededor del almendro
las amapolas.

SERGIO GONZÁLEZ
COLEGIO PRINCIPE FELIPE.
EL SALOBRAL. ALBACETE

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Tarde de abril.
El almendro florece
bajo las nubes.

ALMUDENA SÁNCHEZ
COLEGIO PRINCIPE FELIPE.
EL SALOBRAL. ALBACETE

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Haiku japonés.
Vuela en mi mente
como las nubes.

ULISES ERRANTE
COLEGIO ESTRADA DE DON TORCUATO
ARGENTINA

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Miro el cielo,
un anochecer común
sin nubes, sin sol.

BEATY FERNÁNDEZ
COLEGIO ESTRADA DE DON TORCUATO
ARGENTINA

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El agua choca
ya contra las barrancas
del Carcarañá.

JIMENA B.

ESCUELA Nº 234
“GENERAL MANUEL BELGRANO”
CARCARAÑÁ . SANTA FE. ARGENTINA

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El Carcarañá
emerge cuando llueve.
Inunda todo

 ALEXANDRA ESQUIBEL
ESCUELA Nª 234. “GENERAL MANUEL BELGRANO”
CARCARAÑÁ. SANTA FE. ARGENTINA

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 Pájaros cantan
al sonido del agua.
Luz primaveral.

MARCOS
CPEE
“HOSPITAL NIÑO JESÚS”.
MADRID

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Por la mañana,
el sol con fuerza brilla.
Es un buen día.

LEIRE
CPEE.
“HOSPITAL NIÑO JESÚS”.
MADRID

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Noche de primavera.
En el bosque
los lobos aúllan.

ROBERTO PINILLA
COLEGIO MAYOL
TOLEDO

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  Noche de verano.
El mar mueve las piedras
hacia mis pies.

MENCÍA PEÑA
COLEGIO MAYOL
TOLEDO

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¿Será el viento
moviendo esas cañas?
No, es un gato.

 MICAELA MARTÍNEZ
ITUZAINGO 2086 – DON TORCUATO
(1611) ARGENTINA

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Agradecer a todas las personas que han participado en el concurso enviando sus poemas. Os animamos a seguir escribiendo, leyendo y compartiendo poesía.

  Ana López Navajas Coordinadora del Certamen

 

julio 2021

Este mes nos sumergiremos en lo misterioso de la naturaleza con dos bellos poemas, los que, a pesar de pertenecer a épocas distintas, muestran el asombro continuo del ser humano ante el mundo que habita.

El primer poema que veremos fue escrito por Kakinomoto no Hitomarou, poeta del período Asuka que vivió en la segunda mitad del siglo VII. Referido póstumamente como el Dios de la Poesía, ya era considerado en gran valía durante la época del Manyoushuu, primera antología de poesía japonesa.  Gracias a sus habilidades poéticas sirvió a varios emperadores, a quienes acompañaba en sus viajes para inmortalizarlos en bellas composiciones.

A continuación tenemos el poema 409 del rollo 9 del Kokin Wakashuu —la primera antología imperial— rollo dedicado a los poemas de viaje.

ほのぼのと明石の浦の朝霧に島隠れ行く舟をしぞ思ふ

honobono to Akashi no ura no asagiri ni sima kakure yuku fune wo shizo omofu

tenue en la bahía de Akashi, en la bruma matutina desapareciendo entre las islas, sigo el barco con mis pensamientos

En este poema, que aparece en el Tomari senshuu, primera antología en la que se presentan sus poemas, y luego en su diario de viaje Oi no kobumi, Bashou utiliza la inspiración de estas islas misteriosas y las une con la figura del “hototogisu” o cuco chico, un ave que indica el principio del verano, y que en poesía clásica siempre se compone sobre su voz, pero no sobre su silueta, otorgándole así la misma sensación de algo “no visto” que la que se da a las islas envueltas en la bruma del poema de Hitomarou.

ほとゝぎす 消行方や 島一つ

hototogisu      kieyuku hou ya   shima hitotsu

cuco chico, hacia donde desapareciste, una isla

Un ave que se oye pero no se ve, una isla que no se ve pero se percibe. El misterio del mundo rodeándonos y maravillándonos también.

Viaje a las fuentes del zen (1)

Llego con el tifón, que esta misma noche barrerá Tokio, la inmensa luciérnaga que parpadea bajo la lluvia, y que acabará desviándose en los baldíos. Veintidós horas de viaje, con música barroca, zapatillas de noche, comida japonesa y asombro cósmico en esa media vuelta alrededor del mundo, yendo siempre desde la luz hacia la luz, como si los dioses hubieran abolido la noche.

                A través de la lluvia racheada, encuentro el corazón de la vieja Edo. Japón está aquí, y el sueño imposible despunta ya, como un loto entreabriéndose. Es un viaje a la semilla, una inmersión en las raíces de la cultura antigua, en la quietud del arte zen y también en el vértigo.

                El tren super-expreso “Hikari-303” cubre, en apenas tres horas y media, los 500 kilómetros que separan Tokio de Kioto (“hikari” significa “luz”, porque el tren se desplaza, simbólicamente, a la velocidad de la luz). En la estación de la “ciudad santa”, unos ciegos tantean en la oscuridad, ajenos a la maravillosa luz de fuera, abiertos quizás a otra luz. Pero hay que hacer trasbordo al tren que, en media hora, arribará a Nara, a través de un paisaje verdísimo, transido del frescor de la lluvia.

                Estamos en la antigua capital del Japón, que es su puerta dormida. Inolvidables el templo de Todai-ji –que alberga la estatua de bronce más grande del mundo, la del Buda Vairocana-, el grandioso Toshodai-ji, en un paisaje muy bello, con auténtico sabor antiguo, el Yakushi-ji… Atardeciendo ya, el paseo por el inmenso parque natural que es Nara nos acerca a los ciervos sagrados, con su aire inocente de primer día de la creación. Anclada en la pura naturaleza, con el viejo sabor de lo intemporal, Nara parece el sitio donde pueden ocurrir ahora mismo esas maravillosas iluminaciones que narran los relatos zen: escuchando el murmullo del arroyo o el canto del “uguisu”, contemplando la luna creciente sobre un páramo, aspirando el aroma de un capullo que rompe…

                Kioto es, en muchos sentidos, la ciudad donde uno sería feliz, fluyendo con la naturaleza, sintiendo el aire, la luz, la belleza sencilla y exquisita, natural y, a la vez, misteriosamente distinta. Ha sido simbólico el hecho de haber entrado en el alma de Kioto a través del jardín zen de Ryoan-ji: quince pequeñas rocas recubiertas por debajo de musgo y un diminuto mar de arena rastrillada que imita el oleaje. El jardín es pequeño, rectangular, protegido por una tapia de madera sobre la que asoman cedros y arces. “La forma es el vacío; el vacío es la forma”, recuerdo al contemplar este oasis de quietud, este jardín interior que resume, hacia dentro, la esencia del zen, el espíritu “wabi” –calma, simplicidad, pureza- y el “sabi” –fugacidad nostálgica-. El entorno, tan bello, es una tentación sensorial, con sus arroyuelos, estanques de agua verde donde flotan las hojas y la flor blanca o rosada del loto, grandes arces, cerezos y cedros, y siempre la perspectiva de la montaña de Arashiyama (que significa “montaña de la tormenta”).

                Ninna-ji, primer templo de la Corte Imperial. Templo de Koryu-ji: en su museo hay una diosa bellísima; tanto, que un estudiante que se enamoró de ella le quebró un dedo de la mano, al pretender besarla, y, asustado, lo arrojó a un rosal, aunque más tarde confesaría su “culpa”.

                Tiempo para recordar la comida japonesa en la zona de Saga, al pie de la montaña, en el pequeño jardín de bambúes de un restaurante decorado con cerámica popular. La comida de Kioto es, además de sabrosa, un placer para los ojos, por la bella disposición de los platos, adornados con flores o ramas estacionales, y un punto de fina coquetería.

                Primera coronación del primer día: un paseo por Daitoku-ji, el paraíso de las carpas multicolores y de los monjes del templo; un recorrido por el sereno cementerio de Nembutsu-ji, un bosque de piedras funerarias clavadas en tierra, siempre con el maravilloso panorama de los arces al fondo. Hay allí una curiosa zona dedicada a los niños muertos en el parto o en los primeros meses de vida, donde cuelgan juguetes, a manera de exvotos, y se ven padres entristecidos que van a llevarles flores.

                ¿Cómo olvidar el mágico reflejo de las 1001 imágenes en madera dorada de la diosa de las mil manos, Kannon, la misericordiosa, alineadas oblicuamente en una inmensa sala de Sanju-sangen-do? Cada una de esas imágenes fue realizada por un imaginero diferente, y aunque todas tienen un parecido prodigioso, no hay ni una igual. Parece un campo de batalla sagrado.

                En Kiyomizu –“el templo del agua pura”- hay un escenario de teatro “noh” al aire libre, aprovechando el amplio pórtico de acceso, sobre una imponente estructura de madera: es el gran mirador de la ciudad santa. Ambos templos están situados en la zona de Higashiyama o “montaña del Este”. Cerca se extiende el parque de Maruyama, a donde la gente suele acudir para merendar a la sombra de los cerezos o llevar flores al cementerio situado en la parte alta.

                A Yasaka, el santuario shintoísta del barrio de Gion, se accede a través de un inmenso “torii” o arco de color rojo intenso. En el interior, muy lujoso, unos monjes alineados en dos frentes celebran un rito para sus familias, golpeando tablillas de madera y cantando sutras monótonos.

                Aunque no puede verse el Pabellón de Oro, inmortalizado en una novela de Mishima, el Pabellón de Plata es, a primera hora de la tarde, otra visión deslumbradora. No tanto por el lujo, cuanto por su armonía de líneas, su entorno de pura naturaleza y el jardín seco que lo rodea (representando el mar calmo en bandas simétricas y la montaña en forma de cono truncado). De nuevo está ahí el espíritu de Ryoan-ji, aunque más fastuoso (algo que me recuerda, en el conjunto, el aire del Generalife). Un poco más arriba del pabellón –que en realidad sirve para la ceremonia del té- nace un manantial de agua purísima que se conoce precisamente como “pozo del té”, porque de allí se saca el agua para la ceremonia.

                Santuario de Heian. Cada año, el 22 de octubre, se celebra aquí la fiesta del “Jidai” o “Jidai-matsuri”, que conmemora la llegada del emperador Kammu a Kioto y el nacimiento de Heian-Kyô o “capital de la paz”. Los jardines son un milagro, una fastuosa sucesión de lagos, puentes de madera, árboles y flores inmortalizadas en los “wakas” (poemas clásicos) y unas originales pasarelas de grandes piedras redondas: el paraíso. Después, paseo nocturno por el antiguo barrio de Gion –el más bello, el más genuino de Kioto- para admirar las filigranas de sus casas de madera, el antiguo teatro de Kabuki, el largo y estrecho túnel de Ponto-cho (o calle del puente, con su saudade portuguesa y la infinita sucesión de restaurantes, a orillas del río Kamo, el favorito de los enamorados).

                En Kioto cristaliza lo más fino de la cultura japonesa, en una secuencia alterna de sencillez y suntuosidad. El castillo de Nijo está en su mismo corazón. Es ahí donde, al cruzar el pasillo que transcurre por delante de las salas de audiencia del “shogun” Tokugawa Ieasu, el chirriar de la madera imita, al pisarla, el canto del “uguisu”, el ruiseñor japonés. El efecto se produce gracias a un ingenioso sistema de clavos ocultos bajo la madera y sabiamente dispuestos. Se dice que este trino poético avisaba de la presencia de posibles espías o asesinos. Pero lo admirable es la decoración de las salas, al estilo Momoyama, con su esplendor de vivos colores sobre fondo de oro. Los jardines responden al gusto de los caballeros, con predominio de rocas y hermosos pinos –símbolo de resistencia y de larga vida-, con una austeridad llena de recio encanto.

                Y en ese laberinto de hermosura, un toque genuino y oculto: la ermita de Sisen-do o “ermita del poeta”, retiro de un estudioso de la poesía china que murió allí y que es una síntesis del más puro zen, con un jardín japonés que cabría comparar –al menos en su ambiente-con el más bello “carmen” granadino. Ahí fuera está el “sozu” (un caño de bambú que al llenarse se vence y golpea en la piedra para asustar a los ciervos…).

                Y Kioto, que se abría para mí en el jardín de Ryoan-ji, se cierra con el sabor del “cha-do” o camino del té, en la casa Urasenke. Al huésped se le recibe con un delicioso té verde, preparado en su presencia por un maestro, con el ritual simplificado (precedido por un dulce y el triple giro de la taza, que simboliza los tres niveles de servicio: primero, a la divinidad; después, al huésped, y, finalmente, al anfitrión. En la sucesión de las distintas habitaciones –para cinco o dos invitados- surge la dedicada al espíritu del primer maestro, Sen-no-Rikyu, que codificó el rito y a quien se le ofrendan fruta y comida. Los “ikebanas” –uno en cada habitación- utilizan siempre flores o ramas estacionales recogidas en el campo (en esta época, crisantemos y ramas de pino). Es sorprendente la habitación más pequeña, en la que el anfitrión intima con un único huésped, de proporciones mínimas y siempre en penumbra para convidar al diálogo de tú a tú. Otra tiene una pequeña gatera en el techo, que se abre para recibir la luz del día, síntesis de la naturaleza entera.

                Camino de la estación, para volver a Tokio en el “tren de la luz”, el “Hikari 26” –esta vez de dos pisos-, la magia de Kioto vuelve y vuelve, emborrachándome de felicidad. Como recuerdo me llevo, además de algunos regalos que compré en las empinadas calles que conducen al Kiyomizu o “templo del agua pura”, el agua que bebí en la fuente de aquel santuario, el más bello mirador sobre Kioto, y una hoja de “sakaki”, el árbol sagrado, recogida esta misma tarde en el “rastro” del templo de Toji. “Kioto”, la maravillosa novela de Yasunari Kawabata, ha sido, junto a Harushi Kobayashi –mi inolvidable intérprete-, la mejor guía por esta ciudad única. En algunos momentos me ha parecido ver, con gozoso sobresalto, los rostros de Chieko y de Naeko, las dos gemelas, regresando al atardecer de la Montaña de los Cedros del Norte.

***

julio 2021

Se entreluce el día.
Griterío de cuervos
en el robledal.

       Los cielos de Epping Forest* están asiduamente surcados por aviones. Los que vuelan más alto dejan sus estelas blancas, raudas, rectilíneas, en los tramos azules entre nube y nube. Los que descienden hacia los aeropuertos cercanos irrumpen con el estruendo de sus motores en la sinfonía armónica del canto de los pájaros, el roce del viento en las hojas de los robles, las hayas, los tejos que pueblan el bosque, el zumbido de los abejorros, el sigilo de las ardillas, el sordo aleteo de las palomas, las pisadas y las voces atemperadas de los caminantes…  A los costados de Epping Forest*, el tráfico constante de los coches y su rozadura neumática sobre el asfalto. La prisa y el ruido de lo civilizado frente al silencio y la quietud de lo natural. El humo, los gases de combustión. El aire puro esencial. Los senderos innumerables, sinuosos, desiguales, de tierra, humus, hierba, hojarasca. El alquitrán, el cemento, las carreteras, las rutas aéreas comerciales trazadas a cuadriculada conveniencia. El vuelo de las aves tan majestuoso, tan irregular, tan liviano, tan armonioso. El decurso incierto y voluble de las nubes.

Musgo en los troncos.
Los arrastres de la lluvia
por los senderos.

*Epping Forest es una masa forestal ingente a las afueras de London, junto a la que viven mi nieta Cala y sus padres.

       Mientras escribo suena a lo lejos la sirena de una ambulancia; se pierde, regresa, se prolonga… Un aeroplano cruza por la ventana, traspasa el cristal el trepidar de sus hélices, se atenúa y se mezcla con el impúdico retumbo de los altavoces de un coche que circula por la calle. Vuelve la calma: el zureo de una paloma que se posa, sin advertirme, sobre el alféizar; el graznido de los cuervos que anidan en la chimenea en desuso de la casa; el ondeo de la ropa tendida en el jardín, el aire que mece las rosas, las hojas del tilo, las ramas del manzano; el vuelo de un moscardón que trata de salir a la intemperie.

       En la soledad de mi estancia se arropa el alma extasiada ante lo cotidiano que se extingue y se renueva en circuito sinfín.

Cabaña de ramas.
Se zambullen los patos
en la laguna.

julio 2021

Hoy la basura
toda es flor de cerezo;
templo al crepúsculo.

– Tan Taigi
(trad. Fernando Rodríguez-Izquierdo)

«7. Adoptar patrones de producción, consumo y reproducción que salvaguarden las capacidades regenerativas de la Tierra, los derechos humanos y el bienestar comunitario.
– Reducir, reutilizar y reciclar los materiales usados en los sistemas de producción y consumo y asegurar que los desechos residuales puedan ser asimilados por los sistemas ecológicos.
– Adoptar formas de vida que pongan énfasis en la calidad de vida y en la suficiencia material en un mundo finito.»
(de la Carta de la Tierra)