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HAIBUN 54

Haibun 54

Coger el viento

En la linde de los campos, los almendros tardíos conservan algunas flores.

Ya hay buñuelos de cuaresma en las pastelerías. He comprado unos pocos para llevar a la comida familiar. Prefiero llamarles buñuelos de viento… ¿será porque en la infancia no sabía cómo se podía meter el viento dentro de aquella deliciosa bola dulce que tanto me gustaba?

De camino a la ciudad se amontonan los recuerdos.
Las mañanas previas a Semana Santa mi madre nos despertaba con un dulce de pascua y un buchito de aquél “licor café” -sin la “de “, que hacía ella.
El Domingo de Ramos, con ropa de estreno, íbamos a bendecir la rama de olivo que mi padre había cortado para cada uno.
Desde que tengo recuerdo confeccionaba con esparto los serones, agüeras y cestos que necesitaba para el campo.
Días antes de La Palma, sus manos curtidas cogían aquella navaja de hoja ancha y mango marrón oscuro y hacía para nosotros una miniatura con restos de palmas: una flor trenzada, un carro como el que teníamos en casa, un cestillo, una estrella… Cada año eran nuevos la rama de olivo y el adorno.

Paramos en un camino entre cultivos… tanto té en la mañana pugna por salir.

Amarillea la colza junto al verdor del sembrado. Entre la hierba, el azul intenso de las borrajas.

Me siento y cierro los ojos para que me inunde el calor del sol. El aire es aún frío. Oigo a lo lejos el reclamo de lo que parece un pinzón. Al pasar las nubes, la luz va y viene sobre mis párpados cerrados.
En la piel la ligera humedad del viento.

Retomamos el viaje.
Los dulces buñuelos de mi niñez…

Pitas en flor.
El olor de la lluvia
en el barranco

 

M. Ángeles Millán “Hikari”
Girona-España

 

 

 

 

Haibun 53

Haibun 53

Un solo instante

 Hoy la mar tiene esa mezcla de paz y tormenta… casa de Ulises, de argonautas, de filibusteros, de callados pescadores que aún llevan, en el alma, restos de su vieja piel.

Hoy la mar escupe sobre la playa flores mustias, desvencijadas, cargadas de luto y pesar, de adioses que nunca se alejan… Sobre la arena, entre las flores, agoniza un pájaro, un arao… el pico cerrado, los ojos abiertos, sobre sus plumas brillan unas gotas de mar.

Sentado sobre una roca desgastada, contemplo…

Sentado sobre una roca desgastada, siento…

Sentado sobre una roca desgastada…

Miro el cielo, miro la mar, miro la playa… solo mis huellas en la arena, solo mis pasos. Las nubes se mueven hacia el este, el sol se eleva, la mar se aleja… y yo aquí, sentado sobre una roca desgastada.

La bahía se llena de bruma. Me lleno de bruma. Flotan sobre mi cabeza mil graznidos de gaviota, graznidos que muerden… murmulla la playa. El aire se rebela… Por un instante, un solo instante, silencio…

Brama la mar…
En una bolsa de plástico
recojo el pájaro muerto

 Dejo la playa…

Asturias, donde la tierra siempre es verde.

                                      

 Alfredo Benjamín Ramírez Sancho
 Asturias (España)

El asombro por Matsushima

Roxana Dávila Peña
“mushi”

Junto al mar sopla una suave brisa. Hoy no es tan fría y me permite ir menos abrigada que ayer.

espuma

donde las olas retroceden

destellos de sal

Después de cruzar un puente rojo hacia Oshima, se pueden ver las siluetas de cientos de otras islas a través de las hojas de los arces ya anaranjados. Apenas oigo los pasos de otros viajeros.

Por el sendero que va subiendo, hay cuevas que utilizaban los monjes budistas para meditar. Son rincones llenos de silencio y de olor a mar. Pienso en lo difícil que sería para mí recogerme, hacer nada en medio de tanta belleza natural y tantas sensaciones. Craquean los cuervos.

El pequeño espacio entre cada hoja del chopo permite que el tenue sol se cuele por momentos.

Hay estelas que no están totalmente cubiertas por líquenes. Entre una y otra se pueden leer poemas de Matsuo Bashō y de Raiken que mi maestro traduce y recita. Hacemos una respetuosa reverencia esperando que los sentimientos y las emociones nos lleven al momento que inspiró a los poetas y experimentamos lo que ellos. Voy del pasado al presente en la quietud, pero con el corazón conmovido.

Más adelante, sentada junto a las raíces de un pino, percibo la tierra. Regreso al polvo.

El silencio nunca es incómodo en estas tierras. Siento en la mano el roce de la hierba susuki.

El paseo en bote por la Bahía de Matsushima nos lleva sobre aguas tranquilas y transparentes, mientras el viento sopla en el cielo nublado.

Resbalan lentamente las pocas gotas que deja la lluvia prendidas en el cristal desde donde miro la inmensidad del océano.

Las islas “parecen apiladas unas sobre otras”, cubiertas de pinos. Me recuerdan algunas pinturas de Hasegawa Tōhaku.

La erosión ha creado arcos: como vacíos que se han hecho viejos y que se han transformado en cientos de posibles figuras.

Al llegar al muelle, el eco sereno de la marea y sus intervalos me despiden con la intuición de algún día regresar. Camino al ryo-kan mi paraguas se voltea por completo con la corriente. La lluvia cesa.

Haibun 52

Haibun 52

Tarde de Reyes

Anoche llovió. Desde el amanecer el cielo cubierto de nubes acentúa la sensación de frío. Esta tarde, junto al mar, un débil círculo de luz se desplaza hacia el oeste.

En el espigón dos siluetas erguidas. La más cercana al agua, alguien que pesca… la otra, un hombre acompañado de su perro. En el azul profundo del atardecer a las dos figuras les falta poco para rozar con su cabeza la línea del horizonte.

Casi es la hora de que lleguen los Reyes Magos. En esta parte de la bahía nadie parece esperarlos. Gente que pasea tranquilamente a sus perros por la playa. Una paloma que vuela de la arena hasta la rama sin hojas del árbol paraíso. En uno de los bancos de madera dos mujeres mayores sentadas muy juntas charlan animadamente.

-Abrazar el amor…, dice una de ellas.
-Abrazar el amor y saber que no somos tan diferentes… -oigo al pasar.

Sin pizca de viento, hasta el mar parece estar en silencio.

Al otro lado, en el puerto, van juntándose cada vez más niños con los fanalets de reis* encendidos para recibirlos. Ilusionados, expectantes, algunos asustados por el bullicio de la fiesta y el movimiento. En este pueblo los Reyes llegan en barca.

Comienzan a aparecer tonos rojizos en el cielo, en el mar… en este mar sereno del atardecer.

Una y otra vez mis pensamientos van hacia la noticia que he recibido hoy. Se ha ido un amigo de la juventud. Hace muchos años que no le veía. La última vez que coincidimos fue en el 2012. Nuestros caminos hacía tiempo que se habían separado.

Siguen los hombres erguidos en el espigón. En el horizonte una franja blanca de luz contrasta con  el azul noche que nos envuelve.

Junto a una mujer cruzan tres niños. Llevan farolillos en la mano y los ojos muy grandes.

Para que la espera sea más dulce los invitan a chocolate caliente y melindros**.

Mar en calma.
La pareja de abuelos
arrastra el paso

M.Ángeles Millán “Hikari”
Palamós (Girona)

* fanalets de Reis: farolillos de Reyes

** melindro: bizcocho de soletilla

Presentación de Momiji en Japón. Hojas rojas.

Ésta es la primera entrega de una serie de 6 haibun en los que pretendo compartir algunos de los asombros percibidos en el viaje planeado por Carlos Eduardo Viveros Torres para el otoño de 2023. El objetivo era recorrer juntos, algunos de los sitios de la peregrinación espiritual que Matsuo Bashō dejó relatada con poemas en Las sendas de Oku y también lugares conectados con El relato de un Genji de Murasaki Shikibu.

Acompañada por mi maestro, poco a poco me fui integrando en silencio y respetuosamente a la forma de vida japonesa. Así, en calma, sin prisa, con cortesía y consideración hacia los demás, traté de cuidar los espacios y el vacío. Con cierta curiosidad, incorporé una insólita forma de vida. La esencia de la estética y la sensibilidad japonesas me conmovió hasta los huesos y me volvió más consciente de la fragilidad y de la impermanencia de todo ser vivo, pues me permitió descubrir detalles que son difíciles de percibir y que nos llevan a un trance más profundo. Abro mi pecho y mi corazón para que la Gracia penetre.

 

Hojas rojas

Roxana Dávila Peña
“mushi”

Las hojas rojas del arce se agitan con el paso del viento.

Colina arriba, se extiende el cielo despejado sobre otros árboles bañados por el sol de la mañana que apenas calienta.

El ginkgo más alto ya tiene todas sus hojas amarillas y va perdiéndolas poco a poco con las rachas de aire frío. Parecen mariposas.

Las ramas de los cerezos ya están totalmente desnudas.

A un lado un arroyo: agua que baja entre las piedras y las hojas de colores ocres, rojos, amarillos y naranjas. Algunos destellos aparecen y otros desaparecen sobre los líquenes.

Pienso en Hashimoto Takako, en el esplendor de su vida y también en el declive… en la despedida final. Recuerdo ese haiku donde deja ir las linternas flotantes y ve todas esas cosas pasajeras.

Sigo andando. Me limpio las manos y la boca en el temizuya para entrar al mausoleo. ¡Qué frescura! Agua de las montañas sagradas de Nikko para purificarme.

Más y más arriba, con vista al santuario donde casi no llegan los turistas, en Taiyu-in, contemplo el paisaje y pienso en cómo sería percibir el mundo desde el cielo.

Escucho la voz de un monje que recita un mantra y me acerco. Una vara de incienso se va quemando y el humo asciende mientras la ceniza poco a poco va cayendo.

Emprendo el regreso con algunas ramitas de maple en el cabello. Los arboles se agitan, luego se aquietan.

Entre mis dedos,

el agua que rebasa

por poco el musgo.

Haibun 51

Haibun 51

Este dos de noviembre

La luna está en menguante. Las nubes, de un gris lagartija, arrastradas por el viento frío, la cubren de inmediato. Mis piernas temblorosas dan media vuelta y regresan a casa.
Empieza a amanecer. Me traslado, no «a lomo de mula», sino «a lomo de memoria», a la tierra de mis parientes. Desde el arroyo hasta el borde de la barranca, todo era un vergel. Y ese paraíso fue brotando, poco a poco, gracias a las manos callosas de los bisabuelos que talaron el palo hueco del huarumbo lleno de hormigas, respetaron el cornezuelo, esa especie de huizache de los linderos del siempre verde potrero, y sembraron «matas de café», «matas de plátano», árboles frutales, maíz y frijol. Pero todo fue desapareciendo a medida que se llenaba de cañaverales. Ya pasó la zafra. Mis pies se cubren de ceniza y se manchan con el cisco de los restos de la «roza», la quema de los muñones de la caña. ¿Para qué buscar a los tíos en el camposanto? Este desierto es un cementerio, sus huellas están bajo el polvo. Y en este día de muertos quiero pedirle un favor a la más chica de las tías, que me preste al «Turi», ese perro bravo y fiel, mestizo de «pastor» y «perro criollo». La familia de la abuela, en aquellos tiempos, no podía pagar el óbolo de la barca, y tenía que usar, a manera de «jamaca» o puente colgante, el rosario de la Virgen, Patrona del «pueblo», más bien del caserío que, entre todos, levantaron a su llegada. Pero mi abuelo sí necesita un can fuerte y leal para cruzar las aguas de regreso al otro mundo.

Altar de muertos –
El dibujo de un perro
junto al abuelo

Jorge Moreno Bulbarela  “Jor”
 Xalapa, Ver., México