Poéticas de la racionalidad (I). El blindaje griego.

Como conocen los lectores de estas colaboraciones, estoy intentando compartir una intuición de la experiencia poética de la conciencia, que tiene que ver con la asunción de la pregunta como pregunta, y que supone, en el ámbito del lenguaje, un movimiento de salida de la palabra, salida que le permite liberarse del relato, tal como la conciencia conlleva la posibilidad de liberación de la racionalidad fáctica, pero que en cualquier caso lo que plantea es la necesidad de hacerse cargo de la conciencia como nuevo estadio en el orden de la existencia. En las entregas anteriores he procurado delimitar esta intuición en la medida de mis posibilidades, entendiendo que la tradición del haiku y la experiencia del haijín se encuentran íntimamente vinculadas a la intuición que propongo. Sin embargo, es obvio que en nuestra tradición cultural la experiencia poética ya ha sido interpretada desde la razón, como no podía ser de otra manera, y por eso ahora quisiera comentar, sucintamente, lo que entiendo que es el fundamento de las poéticas de la racionalidad, para poner en evidencia hasta qué punto vengo utilizando de manera impropia el término ‘poética’, puesto que tal concepto refiere en nuestra tradición occidental la interpretación racional de las ‘obras’ en tanto formas (literarias) construidas a partir de una determinada intencionalidad (artística). Nada que ver, por tanto, con esa peculiar experiencia de la conciencia de la pregunta, que constituye la base de la intuición que vengo compartiendo en este espacio.

Resulta obligada, por tanto, la referencia a estas poéticas de la racionalidad, que tal vez ayude a marcar distancias y seguir profundizando, en la medida de lo posible, en la relación entre racionalidad y facticidad, clave para determinar la extrañeza, y acaso la ‘novedad’, de la conciencia poética que estoy intentando exponer. De hecho, una de las dificultades casi insuperables que tiene la experiencia poética de la conciencia para ser reconocida como tal en la tradición occidental tiene que ver con este persistente y absoluto dominio de las hermenéuticas de la racionalidad, cuestión que tiene su lógico origen en una de las intuiciones básicas que ya he subrayado en anteriores entregas: la de que la racionalidad es una configuración y formalización de la propia experiencia práctica de supervivencia de los seres vivos, lo que le garantiza a priori la ‘autoridad’ para erigirse en intérprete general de las obras del hombre. (Desde mi intuición, si la racionalidad queda justificada y legitimada desde ‘el origen’, la conciencia solo encuentra legitimación desde ‘el horizonte’).

El conjunto ordenado de acciones (a pesar de sus infinitas variables) que permiten a la vida mantenerse y desarrollarse es a lo que yo llamo ‘racionalidad’ en sentido primigenio, aunque el desarrollo de tal facultad se vaya haciendo más complejo a medida que evolucionan las especies y no alcance un estatuto claramente conceptual hasta la muy tardía civilización griega, cuyo indudable y decisivo mérito consiste, a mi entender, en haber conseguido extraer la lógica interna de la supervivencia en una noción que va a servir de eje sobre el que pivoten las crecientes capacidades de un cerebro que se ha ido haciendo más complejo en la medida en que ha ido intentando dar respuestas eficaces a cuestiones cada vez más intrincadas. Nace pues el ‘pensamiento’, a mi juicio, cuando la mente humana es capaz de asimilar la lógica de resolución de problemas que viene desarrollando la vida animal desde su origen. Diríamos que la supervivencia se ha alcanzado porque la vida ha desarrollado una peculiar estructura que lo posibilita, esa estructura que favorece la supervivencia es la ‘lógica’ de la vida, por eso decimos que la vida es un proceso ‘bio-lógico’. Y cuando la mente humana alcanza la auto comprensión de lo que está sucediendo en la vida, entonces, a mi juicio, aparece eso que llamamos racionalidad, de manera que la razón, a partir de ahí, pueda desplegar la lógica de la supervivencia en los diferentes aspectos que van ocupando al hombre: la defensa del territorio, la producción y gestión de los recursos, el lenguaje y sus modalidades, el gobierno de las sociedades, el sentido de la propia existencia, y todo aquello que tenga que ver con alguna cuestión necesitada de respuesta.

Desde los primitivos grupos tribales, la supervivencia de los humanos ha estado marcada por su capacidad de organización interna, cuestión cada vez más decisiva a causa del crecimiento demográfico, la movilidad y la variedad de hábitats con los que han tenido que habérselas. Tal cohesión debió de garantizarse desde muy temprano con la ayuda de una memoria común que permitiera el trasvase generacional de los saberes prácticos y de los roles sociales, así como el reforzamiento de los vínculos afectivos. Es a partir de aquí donde comienza a tener una importancia decisiva la configuración de relatos (orales) que enraízan al grupo en un pasado común, de modo que la solidez de los clanes, cada vez más numerosos y diversos, quede asentada en la memoria colectiva. Con el paso del tiempo, la creciente distancia del origen y las sucesivas aportaciones al acervo, los relatos se vuelven más complejos y desarrollan simbologías capaces de sintetizar la información que ha de ser transmitida a las siguientes generaciones, información, por lo general, condensada en la actitud y las acciones de los héroes ancestrales y demás personificaciones de los relatos (mythos).

Cuando aparece la escritura, una invención motivada por la búsqueda de eficacia en la gestión de la información, los relatos orales quedarán fijados gráficamente, con lo que se garantiza el mantenimiento de la memoria común, al tiempo que se problematizan y diversifican sus contenidos, puesto que ahora el texto permite una reflexión más pausada y también adquiere una capacidad de influjo estratégico de mucho mayor alcance que el mensaje oral. En la antigua Grecia, el propio ‘hacer’, ‘construir’, ‘componer’, ‘escribir’, ‘crear’ estos relatos era denominado con el término poíēsis. Precisamente sobre los textos escritos de estos relatos, la inmensa mayoría compuestos en verso, en los que se va fijando la memoria histórico-legendaria de las primeras civilizaciones y la creciente complejidad de la vida social, es sobre los que la racionalidad va a ejercer su reflexión discernidora, reflexión que significa la primera vuelta de tuerca de la racionalidad sobre sí misma, puesto que lo que se va a descubrir es la forma en que la racionalidad ha construido los relatos (mythos) antes aún de saberse racionalidad. A este descubrimiento esencial y definitivo lo llamaron los griegos ‘logos’. Lo que a mí me interesa es comprender cómo este logos está directamente vinculado a la supervivencia biológica, que es lo que los filósofos no dicen, como si el gran descubrimiento conceptual surgiese de la nada, como un milagro de la mente.

Por tanto, desde el punto de vista poético que aquí mantengo, el logos griego es la primera aproximación conceptual al orden interno de los procesos biológicos de la supervivencia fáctica: al modo de ser de la propia racionalidad. Así pudo haberlo intuido Heráclito cuando vino a decir que el hombre no es consciente de que continuamente realiza su supervivencia, y que ese realizar es un “hacer con logos”, (Lledó, 1961, p. 19); del mismo calibre, pienso, que el hacer el relato, la construcción paulatina de los ‘mythos’. De manera similar, el ‘ser’ de las incipientes ontologías no sería otra cosa que el resultado de ese ‘hacer’ que permite al hombre sobrevivir, mantener-se en el estadio bio-lógico. Por eso hemos dicho más de una vez que la razón sería el modo que tiene lo fáctico biológico de reconocerse a sí mismo, un modo de definir la ley interna por la que lo fáctico se desarrolla. Y cuando el logos emanado de ahí se convierte en intérprete de lo que está fuera, entonces transfiere ese orden interno a la tierra, convirtiéndola en ‘mundo’, y a toda la existencia material, convirtiéndola en ‘universo’ o ‘cosmos’. (No es difícil imaginar que la divinidad no podía ser otra cosa que un logos superlativo y absoluto). El mismo principio racionalizador (logos) que opera en la configuración de ‘supervivencia’, ‘ser’, ‘mundo’ y ‘cosmos’ (que no son objetos sino estructuras fácticas) es el que va a operar en el concepto de ‘poética’ que utiliza Aristóteles para pensar la tradición de los relatos escritos que le preceden, relatos compuestos en verso porque han de ser cantados (lírica), declamados (épica), o representados (tragedia o comedia) en el espacio público, es decir escuchados y vistos, no escritos para ser leídos en soledad, puesto que como hemos dicho tienen el carácter general de preservar la esencia de la memoria colectiva, cimentar la identidad de la comunidad y educar a las nuevas generaciones. De hecho, Aristóteles afirma que el mytho es origen (arjé) y a la vez finalidad (télos) de la tragedia, advirtiendo, según creo, del carácter metafísico de la estructura de la racionalidad, que es más o menos como reconocer que el hombre, sus acciones y sus obras se encuentran ‘dentro’ de la racionalidad, que está comenzando a ser interpretada claramente como una estructura englobante, fáctica, superior, de alguna manera ‘más allá’ del dominio de lo puramente físico. En mi opinión, cuando el pensamiento griego asimila esta estructura en la que habita el hombre como superviviente es cuando comienza a pensar la metafísica, que no será otra cosa que el correlato de la facticidad de la supervivencia biológica que ha sido finalmente aislado, separado y reasumido por la racionalidad conceptual del entendimiento.

Pero volvamos a estos relatos que constituían la literatura griega, a la que denominaban, en general, póie-sis (producción, construcción o fabricación), del verbo poiéó (producir, hacer). El autor de los mismos era el poiétes, el productor, que como tal tenía su peculiar técnica, el conjunto de reglas de las que se servía para producir sus productos. Para Aristóteles tenía una gran importancia el papel de la técnica en la creación literaria. De haber conocido el haiku habría construido su poética a partir de su ritmo silábico y de su variedad temática, por ejemplo. Son precisamente los apuntes en los que fue estudiando las reglas a las que obedecen las diferentes técnicas de las obras literarias de su tradición lo que constituyó su Poética, un libro en el que se ocupó principalmente de la tragedia, dejando la comedia para otro volumen que no llegó a escribir o no conservamos.

Pero, ¿qué están produciendo los poetas al aplicar sus técnicas al lenguaje? En esto el pensamiento griego clásico compartía una idea general: lo que hacen es imitar las acciones de los hombres. Desde la intuición poética que mantengo, el concepto de ‘mímesis’ está directamente relacionado con el sentido del relato como mantenedor de la memoria colectiva. Mímesis sería como la imagen de la racionalidad proyectada en el espejo de las vicisitudes de las acciones humanas, aquello en lo que nos podemos reconocer puesto que ya está en nosotros antes incluso de que haya aparecido en el espejo o en el escenario de la literatura. Los espectadores se reconocían en las acciones de los personajes: valoraban y reflexionaban sobre las acciones nobles, criticaban y se mofaban de las miserables, y se emocionaban siempre, puesto que era su propio mundo el que estaba siendo representado. Y a veces era tal la intensidad de ese reconocimiento emocional que podía llevar a la kátharsis, un esclarecimiento o purificación, una especie de curación interior motivada por haber comprendido algo gracias al desdoblamiento que se estaba produciendo fuera; de liberación de un peso que el individuo por sí solo no podía gestionar por falta de perspectiva y que, sin embargo, la representación ayudaba a sanar de alguna manera, tal como sucedía en los antiquísimos ritos colectivos. Y Aristóteles valoró, sobre todo, la tékhné que posibilitaba ese hacer mediante reglas, plenamente consciente de lo que está produciendo y del resultado que pretende conseguir. La técnica, por tanto, no era otra cosa que racionalidad práctica aplicada en sentido estricto, que desde siempre había posibilitado la supervivencia biológica y ahora garantizaba también el hacer cultural o, por decirlo así, la supervivencia sociológica. (Ante la posibilidad contemporánea de que la tékhné se desvincule del télos de la supervivencia colectiva Heidegger, en La pregunta por la técnica, mostró su preocupación de que se convirtiera en una fuerza no controlable y manipulable enteramente por el sujeto humano, como tendremos ocasión de revisar en la próxima entrega).

La conclusión de Aristóteles vino precedida de interesantes controversias, porque no estuvo claro desde el principio que el logos estuviese también en el origen de los relatos míticos, que parecían representar historias inverosímiles. Heráclito había reprochado a Homero que sus obras ‘poéticas’ eran visionarias y excesivamente dependientes de las vicisitudes circunstanciales de sus personajes legendarios, y que por esto carecían del orden interno del logos y despistaban a los hombres del auténtico camino del pensamiento verdadero. Parece que fueron los sofistas los que reconocieron que los textos poéticos también estaban sujetos al logos. Esta racionalización de la poesía, que es lo que Aristóteles tiene sobre la mesa cuando compone su Poética, supone ya que el logos es en realidad el único género que existe, y que los poetas no eran iluminados sino artesanos que lograban elevar el lenguaje común gracias a medidas y técnicas precisas como el metro, el ritmo, la aliteración y demás elementos que conformaban la estructura formal de la obra. Si los sofistas estudiaron estas reglas internas del relato para mejor manipularlo en función de intereses concretos, derivando hacia la Retórica, Aristóteles asumió plenamente la idea de Gorgias de que la poesía era solo un género del logos, y a partir de ahí estructuró las diversas formas en las que se estaba desarrollando.

Sin embargo, Platón sí que había profundizado en la opinión de Heráclito. En algunos pasajes de la Iliada y la Odisea ya se invocaba a un poder superior para que dictara al poeta lo que tenía que decir. El recurso a una autoridad ancestral, incluso sobrehumana, ha sido una de las grandes estrategias de legitimación de los relatos. Esta posesión divina de la que también advertía Demócrito, que inevitablemente causaba un comportamiento anormal en el poeta, Platón consideró que se trataba de un proceso irracional que, sin embargo, producía en el oyente-lector un peculiar magnetismo emocional. Esa genialidad divina que les reconoció, justificaba, así mismo, su opinión de que debían ser apartados del gobierno de la polis, que exigía la fría determinación de lo pragmático. Tal capacidad, en efecto, podía venir directamente de alguna fuerza exterior, pero en general, como era notorio en las danzas báquicas, podía ser el resultado de que el poeta quedara preso de la armonía y el ritmo, al modo en que mucho después buscaron el éxtasis los danzantes místicos derviches. La belleza resultante de este proceso presuntamente inspirado por la divinidad fue un argumento añadido para que Platón valorase al poeta como “cosa leve, alada y sagrada” (Ion, 534b), y a su obra como un momento irracional del espíritu muy lejos del verdadero conocimiento del filósofo, que es el que debe enseñar al pueblo en los asuntos reales de la polis. A partir de aquí, precisamente, los relatos de los poetas a los que nos referíamos al principio, que transmitían en mitos las historias que compendiaban la identidad colectiva (mostrando las cualidades de los héroes y las bajezas de los villanos) dejaron de tener peso en la enseñanza, puesto que lo que se estaba dirimiendo en la Atenas del siglo IV a. C. era el rumbo que habría de tomar la educación política de los ciudadanos griegos. El dominio de la poesía fue traspasado a las Musas (símbolo de la irracionalidad y la imaginación, que nunca ha dejado de intervenir en el debate por la experiencia poética hasta hoy mismo), quedando el Logos como garante del pensamiento filosófico que ha de afrontar los problemas reales. Cuando Platón madure, en la República, su teoría de las Ideas, dejará claro que la palabra del poeta no hace comprender, sino que imita y representa. El vínculo de esa palabra poética será la belleza, no la verdad. Los poetas, para Platón, han de limitarse a cantar himnos a los dioses. Podemos decir, sin más, que en Platón se verifica un cambio de rumbo radical: si los relatos de la memoria colectiva había sido el único vehículo de transmisión del saber, a partir de ahora se confiaba tal responsabilidad educativa a los filósofos, que enseñaban en las discusiones de la Academia el conocimiento de la ley, la autoridad, el orden, y el uso correcto de la razón… correlatos ‘lógicos’ de las Ideas supremas, a las que la enajenación poética no puede acceder y solo la razón puede traducir en buen gobierno. Un gobierno, dicho sea de paso, aristocrático, autoritario y anacrónico, tan alejado de la realidad como las ‘Ideas’ de su mentor, pero de una coherencia indiscutible si lo vemos desde la perspectiva de la prevalencia de ‘lo más capacitado’ en la lucha sin cuartel por la supervivencia.

Lejos de ejercer un juicio político sobre la tradición de los poetas, Aristóteles los defendió e intentó comprender lo que estaban haciendo bajo el prisma general de la ‘imitación’, pues entendió con lucidez, como hemos dicho, que los relatos que producían (que llegó a conocer con una erudición extraordinaria) no hacían otra cosa que imitar lo que los hombres hacían en su vida y en sus circunstancias. Esa imitación era el vehículo para aprender de los hechos que ha preservado la memoria. Las obras literarias, pues, imitan las acciones de los hombres: de forma seria la epopeya y la tragedia, que imitan las acciones insignes de los hombres egregios; de forma jocosa los yambos, la sátira y la comedia, que imitan las acciones ridículas de los hombres viles. Si esto se hace de forma narrativa, tenemos la poesía épica y satírica, donde prevalece la voz del narrador; si de forma dramática, tenemos la tragedia y la comedia, donde actúan los personajes como representándose a sí mismos. El cuadro resultante (Mosterín, 1996, p. 59) sería la división de la literatura en cuatro géneros: 1) epopeya (seria y narrativa), 2) tragedia (seria y dramática), 3) satírica (jocosa y narrativa) y 4) comedia (jocosa v dramática).

Pero lo que resulta relevante, desde el punto de vista que estoy manteniendo, es que en este momento esencial del pensamiento griego se está produciendo la paulatina desvinculación de la racionalidad de los procesos biológicos hacia el dominio del entendimiento ‘puro’, exento, por decirlo así. Es decir: a partir de ahora la racionalidad quedará desvinculada de la supervivencia como tal (una racionalidad de los sentidos, del reino de lo visible) y aislada como superestructura (una racionalidad de las ideas, del reino de lo inteligible) que habrá de pilotar a partir de ahora la historia del hombre y responder a todas sus preguntas. Aunque Aristóteles no aceptó los dos mundos separados de Platón, sí que concibió una separación suficiente entre el conocimiento sensible y el nocional. Cuando habla de la ‘forma’, por ejemplo, se está refiriendo a la manera en que la materia se realiza como materia. La forma es ‘formalización de lo fáctico’, diríamos nosotros, en tanto desarrollando su propia facticidad. Forma es el modo en el que la materia persiste y es fiel a su proyecto fáctico. La realización plena de ese proyecto fáctico de la materia se muestra, pues, en la ‘forma’, que vendría a ser la propia verificación de que en efecto se está desarrollando convenientemente la facticidad de la materia. La Ideas de Platón, en este sentido, equivalen a las Formas de Aristóteles, porque en el fondo lo que se está produciendo en este momento del desarrollo de la racionalidad es la traducción de la racionalidad superviviente en racionalidad conceptual, la manera en que la racionalidad biológica está siendo traducida a pensamiento lingüístico, filosófico.

La importancia que esto tiene en la configuración de las poéticas de la racionalidad no es fácil de dilucidar. Pero a mi juicio está claro que cuando Platón propone su teoría de las Ideas como principios inmutables del ser, idénticas a sí mismas, no hace otra cosa que conceptualizar la facticidad y de alguna manera desvincularla del proceso biológico avalando su preexistencia inmutable. A partir de aquí, la racionalidad fáctica (que emerge, en mi opinión, de los procesos biológicos y que, por tanto, puede y debe ser superada en el estadio de la conciencia) será elevada al rango de la inmutabilidad absoluta, es decir, blindada como referencia última para el abordaje de las experiencias de los hombres y la cuestión del sentido. Cuando la teoría de las Ideas sea refutada, esta preeminencia de la racionalidad absoluta permanecerá a salvo. De manera similar, cuando Aristóteles nos dice que la ‘forma’ que constituye una cosa coincide con su finalidad, no hace sino cerrar el círculo de lo fáctico, garantizando la unidad orgánica, tal como ocurre con el ‘cuerpo’ de los seres vivos. Esta unidad (de lo fáctico consigo mismo) hace que la causa formal y la causa final, en la terminología de Aristóteles, coincidan plenamente. Y así ha de ser también con respecto a la Totalidad fáctica, causa formal y final del universo cuya ley interna ha de ser cognoscible, bucle perfecto de la armonía suprema de lo que se está realizando mientras se realiza, unidad sustancial que necesariamente también ha de procurarse en la obra poética, que no debe ser otra cosa que ‘imitación’ de lo que está sucediendo en la Naturaleza de la que el hombre forma parte indisoluble.

Dicho esto, es evidente que la poética de la conciencia que propongo no puede entrar en discusión con las poéticas de la racionalidad, sencillamente porque se encuentran en estadios diferentes. Pero es necesario entender que desde el inicio del pensamiento griego se ha blindado la racionalidad y que esto va a impedir la asunción de la conciencia como estadio de la existencia. Como he sugerido anteriormente, Platón podría decir que el haiku es una especie de revelación espiritual (y esta idea subyace en la tendencia a vincular el haiku con las experiencias religiosas), y Aristóteles podría decir que el haiku está sujeto al delicado pero férreo logos que hace posible su peculiar equilibrio formal y temático (idea que subyace a todas las aproximaciones literarias posteriores). En ambos casos, y con esto termino, la posibilidad de una experiencia poética como momento en el que la existencia alcanza el estadio de la conciencia al tiempo que la palabra sale del lenguaje y del relato, queda ‘razonablemente’ descartada. A mi entender, el blindaje del pensamiento griego, que en general queda sellado con el concepto de ‘Espíritu’ de Hegel, va a propiciar también la última propuesta filosófica de una ‘razón poética’, deudora de la ‘inspiración’ platónica y la tékhné aristotélica, a la que intentaremos aproximarnos en la siguiente entrega.