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La canción de la tierra (1)

Contaba José Saramago, al recibir el Nobel en 1988, que su abuelo Jerónimo, ya gravemente enfermo, “se despidió de los árboles de su huerto, uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.” Ese hombre sabio no sabía leer ni escribir, pero encarnaba -sin saberlo- el mito de Anteo, el gigante que recobraba su fuerza al contacto con su madre Gea, la tierra, y a quien Hércules sólo pudo vencer sosteniéndolo en el aire. El mito griego subraya la intensidad de un arquetipo universal, el de la Tierra-madre y su correspondencia con el Cielo, según el dicho esotérico: “Como es arriba, es abajo”. La rama budista de la Tierra Pura (Jôdo) enlaza ambos mundos a través de la recitación del Namuamidabutsu (“Gloria a Amida Buda”), que asegura el renacer en el Paraíso del Oeste.

La conexión tierra-cielo se concreta en el símbolo del árbol, el Árbol de la Vida, que conecta, en ascensión permanente, los tres niveles del cosmos: el subterráneo, por las raíces; el de la superficie terrestre, por el tronco y las ramas, y el de las alturas, por la copa. La poesía también nace y se expande en todas las direcciones del universo. Ki no Tsurayuki escribía, en los albores del siglo X, presentando la antología imperial del Kokinhsû: “Poesía es aquello que, sin esfuerzo, mueve cielo y tierra, y suscita la piedad de los demonios y dioses invisibles; es aquello que endulza los vínculos entre hombres y mujeres, y aquello que puede confortar el corazón de los feroces guerreros”. Y recordaba los momentos en que se inspiraban los poetas: “Cuando contemplaban las flores dispersas en una mañana de primavera; cuando escuchaban la caída de la hoja en un atardecer de otoño; cuando suspiraban ante la nieve y las olas reflejadas por sus espejos con cada año que pasaba; cuando al ver el rocío en la hierba o la espuma en el agua, les sobrecogían los pensamientos sobre la brevedad de la vida; o cuando ayer todos soberbia y esplendor, habían pasado de la fortuna al abandono; o cuando, habiendo sido amados tiernamente, se encuentran abandonados”.

Como elemento primordial -junto al aire, el fuego y el agua-, la tierra sugiere fertilidad, solidez, masa; pero el nombre se precipita por todas partes en un abanico casi infinito de connotaciones: alimento, vida, biodiversidad. En la cultura japonesa, la Naturaleza es esencial: divinizada por el sintoísmo en infinitos kami o deidades, y dignificada también por el budismo; sentida como presencia íntima; contemplada y compartida; reproducida y cantada. El jardín japonés la imita y, al mismo tiempo, la encarna, matizada por el paso de las estaciones: cerezos, lotos, arces y camelias. Se habla de la fragilidad y la fugacidad de la flor del cerezo, pero hay plantas, como la sagaribana, que sólo florece una vez al año, por la noche, para flotar después, río abajo… En el karesansui -jardín seco o jardín zen-, la piedra y la arena rastrillada evocan las colinas y el agua, las islas y el mar… La tierra lo abarca todo, porque incluye todos los elementos, como el Fujiyama, la montaña más bella del mundo, abierta al aire, con su nieve visible y su fuego secreto.

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Espacio para el vuelo (y 2)

Viento en los pinos

Escucho “La ascensión de la alondra”, de Vaughan Williams, y me pierdo en un abismo de sensaciones. Ese poema sinfónico, inspirado en el poema homónimo de George Meredith, evoca “el canto hecho de luz” y me lleva al mundo de los trovadores: a Bernart de Ventadorn, viendo cómo la alondra mueve sus alas de alegría contra el rayo de sol, y se desvanece, y se deja caer por la dulzura que le llega al corazón, despertando en el enamorado la llama del deseo… Esa es también la alondra de Bashô, que canta sobre los campos en absoluta libertad, y la de Rikuto, desvaneciéndose en el inmenso cielo azul… En ese espacio ilimitado para el canto y el vuelo, la poesía japonesa nos sorprende con uno de los sonidos más sutiles: el del “viento en los pinos”.

                “Lo profundo es el aire”, dice Jorge Guillén, recogiendo poéticamente el vacío inagotable del Tao o el concepto japonés de Ma: espacio entre cosas cercanas, o pausa entre dos fenómenos o acciones. Si lo pensamos bien, esa “presencia por ausencia” es el alma del haiku: lo que dice más allá del decir; su aire es su silencio. Pero acercándonos a la expresión concreta, se nos despliega un inmenso abanico: el viento, por ejemplo, recibe diferentes nombres, según su procedencia, intensidad, e incluso textura: frío, cálido, seco, húmedo, violento, suave… Hay un viento de río y de mar, y hasta un viento secreto, pero el más delicado es el “viento en los pinos” (matsukaze), brisa ligera que, en las tardes de verano, suele escucharse en los bosques. Se dice que, a los amantes del té, el ruido del agua hirviendo les evoca ese sonido, que Bashô asocia con el del agua al caer las agujas empujadas por el viento. Más mundana, y con un toque de melancolía, Sogetsu-ni sólo escucha, después del baile, el rumor de los pinos y el canto de los insectos. (De la poesía arábigoandaluza nos llegan otras evocaciones. Un poeta pacense del siglo XII le pide al rey “un halcón de límpidas alas, cuyo plumaje se haya combado por el viento Norte”. Y en la Sala de Dos Hermanas de la Alhambra, hay un verso prodigioso, un delicado conjuro de defensa, que dice: “La brisa la protege con su magia”).

                En “El aire y los sueños”, Gaston Bachelard habla de nuestro “sueño de vuelo”, de una imaginación abierta, que es, sobre todo, “un tipo de movilidad espiritual, el tipo de movilidad espiritual más grande, más vivaz, más viva.” Qué fuerza tiene el aire, ese elemento invisible… El haiku lo refleja maravillosamente: en la niebla que flota, luminosa, sobre el embarcadero; en la alondra que mide sus fuerzas con el viento primaveral, el mismo que va tropezando por ahí como un borracho; en el sauce que se peina y se despeina; en los campos quemados y en la mirada de un mendigo; en la mariposa cubierta de arena y en la sombra de una cometa sobre la nieve… El viento de otoño (akikaze) es el viento por antonomasia: intenso, áspero, el que ahonda la soledad y desvela al insomne.  Santôka asume su punzante frescor como conjura ante su propia muerte. Y Masajo Suzuki, enamorada, ve pasar con él a su amor secreto. Pero Kyoshi, que se acuerda de tantos montes y de tantos ríos, nos advierte:

“está el haiku
en el viento de otoño,
pero está en todo…”

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Espacio para el vuelo (1)

Aire *

                  En la honda quietud, un escorzo de brisa, apenas perceptible en las alas de una mariposa dormida. Ahí empieza el mundo. Síntesis: todo es aire. Criatura de frontera, como la luz. Invisible y sensible: una corporalidad que brota del silencio y se va despertando, primero leve, luego firme, creciente, arrebatada hasta el aullido. El lenguaje marca las estaciones de ese viaje perfecto que vuelve a descender desde las crestas del huracán hasta los manantiales de la brisa recién nacida: aire, hálito, soplo, respiración, jadeo, grito, bramido. Lo que es y lo que significa este archipiélago del verbo se funde y se resume en una cristalización sustantiva: vivir.

                En la respiración, todo se crea y se vuelve a crear. Y el aire es su alma. Hay en el respirar un misterio de renovación infatigable que se cifra en el equilibrio del dar y del recibir. Dándose, exhalándose sin usura, el aire se recobra más limpio. Libre porque carece de posesividad, va y viene de un mundo a otro trasegando vida.

                Nombres griegos del aire: boreas, noto, meltemi… Nombres que encarnan una textura, una velocidad, una densidad e incluso un sabor. Y, coronándolos, meciéndose en la cresta de sus encarnaciones, el “neuma”: aire, pero también espíritu. Como si se dijese aire del aire, su alma viva. Aire de profecía agitando las hojas del roble sagrado en Dodona.

                ¿Qué es la palabra misma, que profetiza o que nombra las cosas, sino aire inteligible? La pitonisa en trance, balbuciendo una vaguedad sagrada. Demóstenes ordenando su tartamudez frente al bramido de las olas. Un verso de Homero que contiene y celebra el imperecedero soplo marítimo:

“aura pontiás, aura”

                (Ese verso nostálgico basta para toda una vida: frescor, oreo, sustancia del ser, primer principio, como soñara Anaxímenes).

                De la hermosura de ese aire participa también el clamor de los diez mil al avistar de nuevo la gloria del oleaje nativo: “¡Thálassa! ¡Thálassa!”

                Al ser alumbrada, la criatura prorrumpe en un grito que es, a la vez, afirmación y espanto. Abandona el misterioso soplo nutricio, en ósmosis con la madre, y asume su propio respirar. Pero esa afirmación es también desamparo. Ese grito inaugura la nostalgia del seno, el hermoso desequilibrio que resume la vida.

                El vagido primero desemboca en el suspiro último, en el expirar que es exhalación del espíritu, entrega del alma: reintegración a la invisible, misteriosa y redonda quietud. El cuerpo se desintegra, como desentendiéndose de sí, pero baja a sumarse a la gran respiración cósmica, para alentar, oculto, en las savias y en las floraciones. En esa suspensión de la vida se genera más vida. Y todo vuelve a ser soplo y germen.

                El aire es sonido. Su propia armonía infinitamente matizada y la selva de voces que transporta en sus alas relampagueantes. Toda la dulzura de Orfeo, toda la seducción de la sirena, toda la soledumbre hímnica del ángel. Y el prodigio más nuestro: la voz humana. Aria es aire. Aquella de la “Pasión según San Mateo”, de Bach, que interpretaba Norma Prochter con la tesitura más sensual que existe: la de contralto. El “Lamento” de Dido en la garganta estremecida de Kirsten Flagstad. Aquella voz de niño, en Santiago de Compostela, despertando en el romance del Conde Olinos toda la belleza del mundo. La doble octava cavernosa, inverosímil, de algunos monjes tibetanos. Y Mahalia. Y María del Mar… Y aquí, en la tierra del canto, una creciente e impetuosa dulzura: de Orfeo a María Callas; de las sirenas y de la lírica griega arcaica al marinero anónimo que estremece las noches; del treno bizantino a esas mujeres de Rodas o de Salónica que cantan la “ramita de ruda” o las gracias de la novia que sale del baño.

                La brisa expresa, en su levedad, la cualidad de lo invisible. ¿No celebran todavía en Egipto la fiesta más antigua del mundo, “Sham El Nessim”, “Sentir la brisa”? Llegado mayo, hay que salir a los jardines para sentir el “shefir”, ese suave y fresco viento del norte que los egipcios divinizaron como Zefer y los griegos como el Céfiro que les llegaba del oeste cada primavera. La brisa es la delicadeza de la ternura, el roce de las almas. Al otro lado de la vida, el huracán se adensa; se diría que, en el límite de su furia, está a punto de materializarse densamente, que nos va a revelar, por fin, el rostro de un dios…

                Hay un aire que se saborea, cargado de aromas, de humedad, de salinidad, de bochorno, de frescores, de fríos que cortan el aliento, de voces, llantos, gritos vívidos, risas, naturaleza, rumores y corrientes de amor…

                Aliado con la luz, criatura de umbral como ella, el aire de los días claros y ventosos: punzante, fresco, vivo. El de la tormenta y el de la calma, el diurno y el de la noche, el aire estacional, el de las horas y el de los meridianos, el que transforma hasta la locura, el que arrulla y el que despierta, el que ilumina y el que mata.

                El aire, que a nadie se le niega –ni siquiera al preso- es también la metáfora de la dignidad, la gracia del ser libre. Sobrevuela como la luz, asiste a toda vida. Místico y amoroso, fluye como un bramido de la eternidad, exhalado en la sílaba sagrada, “OM”, y en el delirio del poeta endiosado: el “aspirar del aire”, “el ventalle de cedros”, “al aire de tu vuelo”, “y en tu aspirar sabroso”, “noches, aires, ardores”, “en las frescas mañanas escogidas”, “¡detente, cierzo muerto; ven, austro, que recuerdas los amores!”, “el silbo de los aires amorosos”…

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* del libro “Cuaderno griego”.

Todo es posible en el agua

           Leyendo a Bachelard, el gran soñador, me reencuentro gozosamente con el agua, pues -como él dice- “quizá más que cualquier otro elemento, el agua es una realidad poética completa”, un ser total, con cuerpo, alma y voz. “Los arroyos y los ríos sonorizan con una extraña fidelidad los paisajes mudos…, las aguas ruidosas enseñan a cantar a los pájaros y a los hombres, a hablar, a repetir, y hay continuidad, en suma, entre la palabra del agua y la palabra humana. (…) «el agua es la señora del lenguaje fluido, del lenguaje sin choques, del lenguaje continuo, continuado, del lenguaje que aligera el ritmo, que da una materia uniforme a ritmos diferentes».  El agua es vida y da vida. Paraíso y oasis, pero también alma de la sequedad.

                     En la memoria personal se arremolinan imágenes y sonidos relacionados con el agua: en el Camino de Santiago, junto a San Juan de Ortega, un manantial -tan milagroso como el rayo de sol que ilumina, cada equinoccio, el capitel de la Anunciación-; y en Noruega, el bellísimo fiordo de la Luz. En Grecia, evoqué el murmullo adivinatorio del manantial de Dodona y bebí el agua inspiradora de la fuente Castalia, y al otro lado del mar, en Sicilia, recordé a Aretusa, la ninfa acosada por el río Alfeo y convertida en fuente por Artemisa, “la que hiere de lejos”. En Kioto, subí a la colina del Kiyomizu para beber el agua pura de la cascada Otowa… Pero siempre retorno a la niñez: a la contemplación de las lluvias descolgándose por los canalones; al molinillo de junco que sigue girando entre dos piedrecillas, día y noche, en la corriente de un regato; y, sobre todo, al sonido del agua, invisible pero cercana, del “Soliloquio”:

                “…Esa fuente de la plaza ha dejado en tu vida un hondo regalo: su rumor. Desde la cama, en altas horas de la noche, lo oías en su delirio –escalofrío de la soledad, palabra nocturna que repite la misma indescifrable leyenda monótona y que tiene, en esa misma monotonía, inflexiones que van desde el abatimiento hasta la exaltación–. Era a veces el viento que soplaba desde la horca del puerto, ese airazo que viene de arriba y parece arrancar de cuajo la vida, azotándola o estrellándola contra los muros para dejarla luego más despierta, más libre, más esencial, más purificada. Venía entonces el rumor como sobresaltado, como si lo quebrasen de repente, perdiéndose. Sonaba un portazo y la hojarasca atropellándose como si rodara con menudos pies. O era, pasada la medianoche, una mujer de luto que salía con el cántaro. El rumor se interrumpía entonces y después arrancaba distinto en el gorgoteo, con una sonoridad fresca, hueca, creciente, hasta hacerse hilo ahogado, altísimo ya en el rebose. El murmullo cambiante del agua cautiva te daba –a lo lejos– la medida y la figura del cántaro, te decía al oído si era de barro viejo o de latón, diseñaba su vientre o su cuello, iba dibujando para tu atención fascinada el nivel que iba alcanzando el agua dentro. Sonaba un golpe en el brocal y el rumor volvía a ensimismarse como borracho de sus soledades. Y sentías como una nostalgia del futuro, de la vida de todos revuelta con el enigma de tu propia vida. Arropado con ese murmullo, con las estrellas, con los muertos…”

                Siendo el agua en sí misma una realidad poética completa, inspira y aviva la ensoñación. “Soñando cerca de un río -vuelve a decirnos Bachelard- he consagrado mi imaginación al agua, al agua verde y clara, al agua que pone verdes los prados. No puedo sentarme cerca de un río sin caer en una profunda ensoñación, sin volver a encontrarme con mi dicha… No es necesario que sea el arroyo de uno, el agua de uno. El agua anónima sabe todos mis secretos. El mismo recuerdo surge de todas las fuentes…” De la horaciana fuente Bandusia –“más resplandeciente que el cristal”-, a las “corrientes aguas puras, cristalinas” de Garcilaso; del rumor de los arroyuelos en el campo -que tanto le gustaba oír a Santa Teresa-, a la enigmática certidumbre de San Juan de la Cruz: esa “fonte que mana y corre / aunque es de noche…” Todos los poetas del mundo cantan a esa criatura maravillosa: el agua viva en sus interminables metamorfosis (mar, río, estanque, lluvia, rocío, bruma, aguanieve, neblina…). En el haiku japonés -tan sensible, tan sabio-, el agua tiene una presencia inagotable. Está en el poema más famoso de Bashô, el de la rana y el estanque (graciosamente parodiado por Ryôkan), y en una posible antología, que sería infinita, con todas las imágenes posibles: aguas profundas que se disputan el frescor; aguas turbias que fluyen bajo las flores de cerezo; la penetrante melancolía del aguanieve; las venas de agua y los distintos verdes de los arrozales; la delicia de atravesar el arroyo con las zapatillas en la mano; el ruido de la cascada que cae al mar en una noche fría… Y al final, como intenso resumen, la vitalidad de Santôka. “sintiendo el cerco de la muerte, ¡qué buena está el agua!”

                Pedro Salinas contempla el “azul, quieto, mar de julio” y siente que está vivo, que quiere la tierra entera, a no ser por “la rosa / frágil, de espuma, blanquísima, / que él, a lo lejos se inventa”. De Salinas es este verso prodigioso: “Todo es posible en el agua”. El regante del Generalife, que lleva treinta años escuchando el agua, le dice a Juan Ramón Jiménez: “Figúrese usted las cosas que ella me habrá dicho…” Gochiku, un poeta japonés del siglo XVIII, lo había expresado mucho antes:

“larga es la noche:

el agua dice todo

lo que yo pienso”.

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La estación más hermosa

A principios del siglo XIII, el poeta Kamo no Chomei -desencantado por los desastres de su época- escribía desde su choza de ermitaño: “mi único deseo en esta vida es ver la belleza de las estaciones».  Cinco siglos más tarde, otro monje -el vitalista y melancólico Ryôkan- desvelaba el enigma de su legado a la posteridad: “¿Cuál será mi legado? Las flores de cerezo en primavera, el cuco en las montañas y las hojas de arce en el otoño…” En el umbral de un nuevo año, la memoria se vuelve hacia el mundo de las “palabras estacionales” (kigo), compiladas en los Saijiki, farragosos diccionarios que acotan y ensanchan la imparable vitalidad del haiku. Dicen que el día de fin de año Eugenio d’Ors quemaba, su página más bella, recordando quizás un dicho zen: “Cuando llegues a la cima de la montaña, sigue subiendo”.

Desde el 1 de enero de 1873, Japón se rige por el calendario solar occidental, pero su celebración del año nuevo sigue evocando el comienzo de la primavera, conforme al antiguo calendario lunar, con sus ritos y símbolos: el primer sueño auspicioso -sobre todo, si se sueña con el Fuji y con el halcón-; los adornos con ramas de pino, que simbolizan la longevidad; la bienvenida a la primera mañana con el canto del gallo… En los glosarios clásicos, la ronda de las estaciones se rige por las lunas, y aquí las iremos evocando a partir de la primavera, que comenzaba hacia el 4 de febrero, anunciada por el canto del ruiseñor. Los poetas la cantan con verdadera pasión. Shiki la ve nacer bajo su almohada de enfermo con el olor de la lavanda; Bashô da gracias al ciruelo por brindarle tan pronto sus flores, porque en su corazón todavía es invierno… Y, de pronto, la incomparable floración de los cerezos, ebrios de rosada blancura… Los poemas nos traen y nos llevan por todos los caminos primaverales: primeras violetas, primeros narcisos amarillos, primeras golondrinas, el vibrante vuelo vertical de la alondra, el grito de celo del faisán, las cometas que se entrecruzan en el aire y la cometa que el bebé de Issa sostiene, dormido, entre sus dedos…

Del verano nos llega el delicado resplandor de un arcoiris doble, tras el aguacero del monzón: un mes de lluvias torrenciales, intermitentes, que -como observa Bashô- han respetado milagrosamente el Pabellón de Oro… Después, un cielo inmenso, con largos días de luz que se corresponden, hacia el solsticio, con las noches más cortas. Buson celebra la delicia de cruzar el río estival con las zapatillas en la mano. Estación de las fiestas y de los fuegos artificiales. Estación del azul: el mar, el, cielo, las hortensias, la imposible rosa soñada; del morado de las malvas y de algunos lirios; del rojo de las amapolas y del color vino, casi negro, de las moras… En las horas de más calor, las cigarras taladran con su chirrido las rocas, y al frescor de la noche, entre las matas de hierba, junto al agua, las luciérnagas emiten su fresca luz verdeazulada…

Otoño es la estación más contemplativa. De nuevo, como en la primavera, el equinoccio iguala las noches con los días y nos regala la noche más bella: la de la luna llena de septiembre. Poco a poco, las noches se van alargando y se ahonda el sentimiento de soledad, percibido por Shiki en el sonido de la campana, cuyo sonido llega en oleadas a través de la noche oscura. Resuena en el silencio el murmullo de las oraciones y el recuerdo de los seres queridos. En las noches más claras, se ahonda el fulgor de la Vía Láctea, evocando la leyenda de Tanabata, el reencuentro amoroso del Boyero y de la Hilandera (Altair y Vega), en el río de las estrellas. Otoño: estación de los mil colores en montes y praderas; estación del rocío, de la recolección del arroz y de los frutos, de los salmones que remontan los ríos para desovar, del cri-cri de los grillos, de las bandadas de aves migratorias, de la berrea de los ciervos y de la caza…. Y nos queda el invierno, con su frío, sus nieves, su bajada al abismo de la oscuridad en el día más corto del año y su conquista progresiva del reino de la luz…

Alguien le preguntó a su maestro cuál era la estación más bella del año. Y el maestro contestó: ““En la primavera, la flor del cerezo; en el verano, el canto del cuco; en el otoño, la luna llena; en el invierno, la nieve… ¿Cuál? Esa: es decir, todas”.

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Campanas

          En el tañido de la campana de Gion resuena el eco de la impermanencia de todo. El color de las flores de sarai anuncia ya el inevitable declive de los poderosos. Dentro de poco, los arrogantes serán como sueños de una noche de primavera, y hasta los más valientes desaparecerán como polvo en el viento”. Así comienza el “Heike monogatari”, anónimo relato del ascenso y caída de un clan que parecía invencible, el de los Taira, frente al clan Genji. La campana de ese monasterio de Kioto sigue resonando en nuestra memoria y aviva su melancolía ante las ya inminentes campanadas del Año nuevo. Una vez más, tomamos conciencia del tiempo que vivimos y que nos vive. En una ventana del palacio de Mirabel de Plasencia hay un lema que resume, con dos palabras, el sentimiento de fugacidad: “Todo pasa”. Y sin embargo, para Izumi Shikibu, la genial poeta de la era Heian, “todo es eterno: perlas de rocío, sueños, mundo, quimeras…”.

                Hace ahora un siglo, nos dejaba el incomparable y sensitivo Marcel Proust, el escritor que, saliendo “en busca del tiempo perdido”, encontró así el tiempo recobrado: “Cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.” Era el sabor de la magdalena que su tía Leoncia le ofrecía los domingos por la mañana; el perfume de los espinos en flor; la sonata de Vinteuil; el sonido de las campanas de Combray… También yo rescataba en mi “Soliloquio” algunos sonidos de la infancia perdida, como el del reloj de la plaza del pueblo: aquel sonido metálico y antiguo que seguía resonando, con precisión mágica, en el fondo de la memoria: “ese mismo reloj que –enloquecido por la nevada– perdía el pulso y empezaba a dar treinta o cuarenta campanadas, y tú abajo, con los niños, contándolas a coro. O se quedaba parado durante meses y era una suspensión de todo, como si estuviera fermentando el vacío…”

                Y las campanas de la iglesia, escuchadas desde la distancia, perdidas en una maraña de sensaciones en el rodar del año: “pequeñas alegrías del verano; luz de octubre (melaza y uva negra) concentrada en un vidrio que fulge todavía, al oreo del recuerdo, sobre el canto de una calleja; un remolino de hojas secas levantado en las trochas de lodo; todo el otoño concentrado en los redondos ojos quietos de una mula; la magia ubicua del plenilunio que enciende los regatos lejanos, allí donde los arenales y el verde tierno de los viajes de agua ofrecen a los muertos la doble tentación de la sequedad y la lujuria; primeras flores del cerezo cuya noticia sabes por un ramo blanquísimo, abandonado en la penumbra de una cuadra; velones en las puertas de los atardeceres de junio; rosas cayendo sobre un muro de piedras incendiadas y manojos de orégano que se cogen por San Lorenzo y cuelgan de las vigas y defienden las casas del fuego (ramos verdifloridos, con su cogollo blanco y su aroma fortísimo de lluvia, en creciente viraje hacia una verdinegra sequedad desgranándose); más rosas –ahora rojas– de un día de primera comunión, cortadas en el huerto de la tía Eugenia; rabos de lagartija delirando en el polvo y camisas de culebra en el camino de la Nava; campanas en la umbría tocando a muerto o a las flores de mayo, a misa de alba o de doce, a muertos y a bautizos, a “pascualeja” cuando se muere un niño…”  Sí. Esos toques manuales que la UNESCO acaba de declarar Patrimonio Cultural Inmaterial.

 

 

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Cierto aire delicado

Entra el año en su ciclo más meditativo, y la espuma de los días fluye con los colores del otoño y con el resplandor de las primeras nieves. Un haiku de Kakei nos sitúa en la escena precisa: “mes de noviembre: / cigüeñas en hilera, / quietas, pensando”. El poema es del siglo XVII, pero ocho siglos antes, Izumi Shikibu y Ono no Komachi ya han sentido ese toque melancólico. La primera piensa en su amor ausente y compara la tristeza de su alma, enajenada en errante ansiedad, con la de una luciérnaga del pantano. Ono no Komachi -toda una belleza- se ve a sí misma devastada por el paso del tiempo y se lamenta en un waka memorable: “el color de las flores / se va desvaneciendo: / así pasa mi vida, vanamente, / envuelta en tristes pensamientos, / viendo caer las largas lluvias”.

Mucho más tarde, Chigetsu-ni, alumna tardía de Bashô, concentra en la brevedad de un haikai el mismo sentimiento de fugacidad: “todas las flores / están en su esplendor / y yo envejezco”. Pero esa misma mujer es capaz de observar cómo la nieve, al fundirse, aviva los brotes… La poesía japonesa es impensable sin ese toque femenino, que implica, al mismo tiempo, pasión y delicadeza. El haiku -como la verdadera atención- no excluye, sino que incluye la totalidad de la vida. En el convulso siglo XX, por ejemplo, una poeta como Tokiko Takahashi evoca la tragedia de Hiroshima en la visión de dos cadáveres besándose bajo el claro de luna… Hoy nos centramos la figura de Chiyo-jo o Chiyo-ni (1703-1775), famosa por su belleza -como lo fuera Ono no Komachi-. Nacida en una familia relacionada con la caligrafía y la pintura, Chiyo-jo se inicia desde muy joven en la composición poética. En 1754 se hace monja, firma como Chiyo-ni, adopta el nombre búdico de “Jardín desnudo” (soen) y se olvida de su lápiz de labios para saborear el agua pura… Chiyo-ni -como el ruiseñor que vuelve y vuelve a decirlo- nos sigue enamorando con su elegante naturalidad. Bullen imágenes y sensaciones en la memoria: la inesperada enredadera en el cubo del pozo, que la obliga a pedir agua en la casa vecina; o la dolorosa pregunta tras la pérdida de su hijo: “ese pequeño / cazador de libélulas, / ¿dónde habrá ido?”

Poesía y vida se entrelazan, se funden, en una secuencia prodigiosa: la primera bruma del año, velando y desvelando una y otra montaña; la lluvia primaveral que lo embellece todo; el brillo del agua resplandeciendo entre cada brizna de jóvenes hierbas; las flores del melocotonero dejándose ver, a través de las puertas abiertas, en la casa vacía…; la olla cubierta de hollín, avergonzada entre los iris… violetas, potrillos, mariposas que sueñan, campanas al atardecer, un templo abandonado, la gracia de las cosas ocultas, y todo cuanto puede decirse en apenas tres palabras: “cuco / página blanca / soledad”.  Aún nos emociona la sencillez de su despedida. Poco antes de morir, Chiyo-ni escribe, de su puño y letra, “el agua es limpia y fresca, / se extinguen las luciérnagas, / no hay más”, y dicta su último poema: “vi una vez más la luna / en este mundo, / adiós…”

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El mes sin dioses

En el calendario lunar japonés, octubre es “el mes sin dioses” (kami nashi zuki), cuando -según un relato mítico- los kami o deidades de todo el país abandonan Ise para reunirse en Izumo y decidir las bodas del año siguiente; por eso, en el santuario y en la región de Izumo, octubre es “el mes de los dioses” (kami ari zuki), cuya presencia es acogida con todos los honores. La religión originaria, el sintoísmo, diviniza las fuerzas naturales o sobrenaturales, alentando a vivir en armonía con ellas y a mantener el culto a los antepasados. El budismo zen busca el “despertar”, la iluminación o satori, a través de la meditación y otras prácticas; un camino difícil pero abierto a todos, en un proceso que se resume así: «Antes de la iluminación, los ríos eran ríos y las montañas eran montañas. Cuando empecé a experimentar la iluminación, los ríos dejaron de ser ríos y las montañas dejaron de ser montañas. Ahora, desde que estoy iluminado, los ríos vuelven a ser ríos y las montañas son montañas».

Con el tiempo, sintoísmo y budismo se han ido entreverando e incluso diluyéndose uno en otro.  Bonchô, un poeta del siglo XVII, relaciona ya ambos mundos: “un templo zen: / caen agujas de pino, / el mes sin dioses”. El templo (con la esvástica nipona o la rueda del dharma, las puertas, las campanas y las grandes estatuas de Amida o de Kannon) se asocia más al budismo, pero el último verso de Bonchô reafirma la tradición del santuario sintoísta, precedido por el rojo encendido de los torii, las cuerdas trenzadas de papel de arroz y los perros leones guardianes, antes de adentrarse en el espacio de oración y de ofrenda, umbral del reino de las divinidades. El santuario de Ise, corazón del shinto –“camino de los dioses”-, guarda uno de los tres tesoros sagrados de Japón: el espejo que hizo salir a Amaterasu, diosa del sol, de la cueva donde se había recluido dejando al mundo entero en tinieblas… (Los otros dos tesoros son la espada -que se encuentra en el templo Atsuta de Nagoya- y la joya -custodiada en el Palacio Imperial de Tokio-).

                Octubre, mes sin dioses, sugiere melancolía y recogimiento. En el silencio de las largas noches frías, el murmullo sagrado del Gloria al Buda Amida, el nembutsu, se extiende en oleadas por el espacio infinito, como si reclamase una presencia por ausencia… Pero octubre es también la estación que evoca la serie pintada por Hiroshige a mediados del siglo XIX: “Flores de otoño a la luz de la luna”, entre ellas el clavel silvestre (nadeshiko), incluido por Sei Shônagon entre las “cosas encantadoras”, junto al rostro de un niño dibujado en un melón, los huevos de pato y también sus nidos…  Octubre es el mes de la caza del halcón, el mes del sake nuevo -vino de arroz que se ofrece como primicia a las deidades-, y el pretexto para recordar a Bashô, fallecido el 12 de octubre de 1694, que había escrito en uno de sus diarios: “¡Ay, no fui capaz de escribir un solo poema…! Sin embargo, en ese preciso momento, la luz de la luna caía en un ángulo de mi habitación, pasando por las hojas y grietas de la pared.  Al prestar atención al ruido de las aldabas de madera, y a las voces de los aldeanos cazando gamos silvestres, sentí en mi corazón la soledad del otoño y dije a mis acompañantes: ‘Vamos a beber bajo el brillante resplandor de la luna…’”

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Luna de otoño

Asoma ya el otoño y, en el imaginario estético japonés, emerge la gran luna. Hay otros signos otoñales -como la brama del ciervo, las hojas de arce, las hierbas marchitas o el rocío-, pero en la sucesiva “trinidad de belleza” -nieve, luna, flores-, ninguno tan intenso como la luna. No es la primaveral, velada por la niebla; ni la que se adivina, pálida, bajo la lluvia; es la que brilla en todo su esplendor, “tierna, impecablemente inmaculada”, evocada también por una bella canción española del siglo XVI: “¡Ay, luna, que reluzes, / toda la noche m’alumbres!”. Virgilio imagina el avance de las naves argivas amparadas por su silencioso fulgor, y Borges recuerda -junto a la mariposa de Chuang-Tzu y las arenas del Ganges- “la luna que miraban los caldeos”. En los jisei no ku -poemas del “adiós”-, la luna simboliza la vida entera: última imagen, dos años más, de un mundo pasajero; despedida cortés; gratitud por su contemplación antes de regresar a casa con la propia sombra; fulgor que se refleja en el espejo del corazón ya limpio…

Pasión y sutileza. En el “Genji monogatari”, el príncipe resplandeciente seduce a la Dama de la Noche de la Luna brumosa, y en el diario de su autora, Murasaki Shikibu, se relata el episodio en que dos jóvenes cortesanos juegan a mantener prisionera a Murasaki en su habitación, mientras fuera la luna se refleja en las orillas cubiertas de musgo de un riachuelo que recorre el jardín imperial… En su “Libro de la almohada”, la deliciosa y perspicaz Sei Shônagon cita, entre las cosas que le dan placer, cruzar un río una noche de luna llena y ver brillar los guijarros en el fondo… Bashô, eterno viajero, se deja guiar por el viento de otoño, se obsesiona con las lunas del monte Obasuté y de la isla Sarashima, y pasa la noche entera rodeando el lago de la contemplación. Desde su sensibilidad femenina, Chiyo-ni compara las flores blancas de yûgao, la “flor de luna”, con su piel de mujer al desnudarse (Yûgao da nombre a una de las amantes secretas del príncipe Genji). Issa sorprende al niño que, sollozando, pide imperiosamente la luna llena… Y cuando alguien pregunta por el camino de la poesía, un maestro responde: “La luna creciente sobre las altas hierbas de un páramo seco”.

Lunas y más lunas: concentrando la energía de la meditación más poderosa, consolando a los solitarios, jugando al escondite, enamorándose de las flores, tomando el fresco sobre un puente… Luna que marcha a grandes pasos y luna solitaria sobre campos nevados. Su brillo y su frescor en la red goteante y en la campanilla que se mece al viento… La secreta energía de la fugacidad. Un escritor del siglo XVII, Asai Ryoi, describe así los matices del “mundo flotante” (ukiyo), tan cercano al sentimiento del aware: “Vivir sólo para este momento; concentrar toda la atención en la belleza de la luna, de la nieve, de los cerezos en flor y de las hojas de arce; cantar canciones, beber sake, abandonarse simplemente al placer, fluyendo, fluyendo; no preocuparse en lo más mínimo por la pobreza inminente, ahuyentar todas las tribulaciones, comportarse como la calabaza en la corriente del río…”

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Luciérnagas

Agosto evoca, en la memoria de la infancia, el misterio de las luciérnagas. Íbamos, ya de noche cerrada, hacia el arroyo o la fuentecilla donde solían esconderse, entre matas de presta o hierbabuena. Aquel fulgor intermitente era, al mismo tiempo, una sorpresa y una tentación. Cogíamos una luciérnaga con delicadeza y corríamos hacia un patio oscuro, y allí, apiñados, conteniendo el aliento, abríamos la mano y se nos revelaba, en todo su esplendor, el milagro, la magia. La luciérnaga ibérica, conocida popularmente como gusanito de luz, es terrestre y emite un resplandor verdoso amarillento que, en el recuerdo, es más bien un fulgor azulado. Las de Japón, tan celebradas por los poetas, son acuáticas y aladas. A principios de verano, coincidiendo con la temporada de las lluvias, inician al anochecer su danza ritual al borde de las aguas, como diminutas estrellas fugaces.

                Las dos variedades clásicas de luciérnaga japonesa (hotaru) evocan los clanes guerreros: Genji y Heike. La genji-hotaru crece en las corrientes de agua limpia; la heike-hotaru prefiere los arrozales y otras aguas estancadas. El imaginario popular las relaciona con las almas de los samuráis muertos en combate y, en general, con los antepasados (cuya presencia evocan, en la mitología vikinga, las auroras boreales). Esta criatura tan fascinante aparece ya en la antología poética más antigua, el Man’yôshû (siglo VIII), como metáfora del amor apasionado, y ha dado origen a un pasatiempo nacional, el hotaru-gari o caza de luciérnagas –ya en desuso- y al mágico espectáculo de su vuelo de seducción. Murasaki Shikibu, la genial escritora del Genji monogatari, introduce en su obra un pasaje largamente ilustrado durante mil años: el de las luciérnagas. El príncipe, enamorado de Tamakazura, las suelta para que iluminen el espacio nocturno, pudiendo entrever así la figura de su amada, oculta tras una cortina.

La luciérnaga, imagen del esplendor efímero, aparece y reaparece constantemente en el haiku. Aon constata –asombrado o desilusionado- que, al amanecer, ese punto de luz vuelve a ser insecto; a Bashô su reflejo sobre el río Seta le recuerda el fulgor de la luna en cada arrozal en terraza; Chiyo-ni ve fluir la oscuridad cuando cesa su danza; Issa ve volar la primera luciérnaga y siente que sólo queda el viento en su mano, la mano en la que Shiki percibe la frialdad de su luz… Hoy el toque de melancolía lo provoca la amenaza de su extinción, real en todo el planeta: la contaminación de los ecosistemas acuáticos, la pérdida del hábitat generada por los humanos y la contaminación lumínica –enemiga de su ciclo reproductivo- están acabando con esas joyas de la creación… Persiste en la memoria el resplandor del gusano de luz en la mata y en la oscuridad de los patios, el espectáculo alado y luminoso del verano japonés, y una imagen antigua: la de un ejército que avanza de noche contra el enemigo alumbrándose con la tenue luz de los faroles llenos de luciérnagas…

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