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Sabor de zen

Una mujer joven vuela, de Madrid a Tokio, el mismo día en que Murakami recibe en Oviedo el premio Princesa de Asturias de las Letras. De pronto, la viajera recuerda un sabor: el del pastel de té verde matcha, que resume y anticipa el de la magdalena de Proust, cuando “el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.” En mi memoria personal, el sabor de las castañas dulces evoca el de un postre servido en la mitad vacía de un erizo verde. Fue en Kioto y en otoño, tal vez acompañado por un espontáneo ikebana de hojas de arce.

En el “Genji monogatari” -el refinado relato cortesano del siglo X- se despliega todo un abanico de sabores, vinculados a las celebraciones rituales o a las veladas íntimas, junto con la poesía, el canto, la música y la danza. (Un ejemplo notable era el festival Gosechi para celebrar la entronización del emperador o los primeros frutos).  Junto a comidas más ligeras -como brotes primaverales, arroz hervido o al vapor, bacalao, frutas y frutos secos- aparecen los manjares más exquisitos: faisán, trucha, venado o jabalí para el año nuevo; tortas envueltas en hojas de camelia; pastelillos de arroz con semillas de sésamo o de amapola, o con los cinco colores budistas (rojo, blanco, negro, amarillo y azul o verde). Y siempre, como bebida por antonomasia, el sake: tan popular que, en japonés, sake es el nombre del “alcohol”…

Sabores y sabores, también en el haiku. Imágenes al vuelo, como esta de Bashô: unos monjes, sorbiendo té en silencio, frente a la muda belleza de los crisantemos. Issa, siempre intenso, se comería la nieve que cae mansamente. Ryôkan siente la suavidad de la brisa, y ve caer unas peonías blancas en su sopa. Kyoshi observa con qué silencio mastica la mariposa su comida… De repente, Hekigodô nos sorprende con una imagen poderosa: la del buey que, en un cruce, camino del matadero, mira por última vez el cielo de otoño. Santôka nos regala una apacible estampa campestre: viento fresco en los pinos; hombre comiendo, caballo comiendo. Su escudilla de mendigo acepta hojas caídas y granizo, pero esta vez hay tallarines, y Santôka recuerda su infancia: “esta es mi ofrenda, madre: me lo comeré todo…” El poeta sabe que ya es otoño porque vuelve a saborear el agua, y siente su delicia y la canta, sintiéndose morir, como si fuera su poema de adiós. (En otro poema de despedida, Shiki pide ser recordado como el que amó los caquis y la poesía).

Hay alguien que bebe solo -anota Bashô- y que no se consuela ni con las flores de cerezo, ni con la luna. Más radical, un poeta anónimo sentencia: si no hay sake, no hay belleza. La deidad sintoísta del sake es también la del cultivo y la cosecha del arroz, y es venerada en santuarios como el de Matsuo Taisha, en Kioto, o el de Oniwa, en Nara. El sake marca las grandes celebraciones religiosas o profanas, la bienvenida a los dioses y el intercambio nupcial –“tres sorbos, tres copas”- entre el novio y la novia. Dulce o seco, caliente o frío, ese “vino” de arroz fermentado acompaña cualquier comida.

Arroz y pescado -síntesis y compendio de la cocina japonesa- encuentran una combinación perfecta en el sushi, sumando mutuamente protección antibacteriana y sabor. Hay detalles de gran sutileza: según un experto, “al prensar el arroz a mano, los granos deberán estar lo suficientemente juntos como para ver la luz de una bombilla a través de los huecos…” El sashimi incluye cualquier alimento cortado en lonchas (sea pescado crudo, verdura o tofu); de ahí la importancia del cuchillo, como dice un refrán popular: “lo más importante es cortar; cocinar viene después”.

El detalle de acunar el cuenco entre la palma y los dedos viene de la costumbre antigua de comer en el suelo. Si tomamos, por ejemplo, la sopa de miso -otra gran joya gastronómica-, podemos comprender a Tanizaki: “desde que destapas un cuenco de laca hasta que te lo llevas a la boca, experimentas el placer de contemplar en sus profundidades oscuras un líquido cuyo color apenas se distingue del color del continente y que se estanca, silencioso, en el fondo. Imposible discernir la naturaleza de lo que hay en las tinieblas del cuenco, pero tu mano percibe una lenta oscilación fluida, una ligera exudación que cubre los bordes del cuenco y que dice que hay un vapor y el perfume que exhala dicho vapor ofrece un sutil anticipo del sabor del líquido antes de que te llene la boca…”

Hay otras historias con sabor de zen. En 1237, el maestro Dogen redactó unas Instrucciones para el cocinero (tenzo) de un monasterio. Allí se dice: “Remangándose es como el tenzo realiza el espíritu de la Vía. Tened cuidado de no confundir un grano de arroz con un grano de arena”. El texto recoge varias iluminaciones o satori: la anciana que ofreció al buda, con un corazón puro, el agua con que había lavado su arroz; el rey Ashoka, ya moribundo, ofreciendo medio mango a un monasterio; el maestro Tozan Shuso, que respondió al monje que le preguntaba sobre el buda: “¡Tres libras de sésamo!”… También el cocinero puede alcanzar su satori poniendo toda su atención en la preparación de la comida, sin perder el tiempo en cosas inútiles.

Ese es también el espíritu de la Vía del té –chadô, chanoyu-, tal como lo expresó Sen Rikyû: “El té no es más que esto: Primero calientas el agua, luego preparas el té. Luego lo bebes correctamente. Eso es todo lo que necesitas saber.” Rikyû perfeccionó la Vía ahondando en los valores del wabi (frugalidad, simplicidad y humildad), con detalles como la puerta baja de la cabaña, que obligaba a todos a entrar agachándose, o la norma, para los samurai, de dejar fuera la espada… Un dicho esotérico lo resume así: “el sabor del té y el sabor del zen son uno” (cha zen ichi imi).

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Fragancias

Tan olvidado como intenso, el sentido del olfato remite inmediatamente al paraíso de la niñez, a la vaharada del heno en los prados, al “cirimomo” que despliega su blanca sombrilla sobre las torrenteras, a un huerto con rosas… Las callejas ciegas y los pasadizos que llaman “pozos de luz” crean hondas penumbras de aromas fuertes y contrarios -el orégano, el mosto, el estiércol, el sudor animal, el incienso, la fruta madura-. Un reino fragante y multicolor se despliega a través de una vegetación escalonada, a uno y otro lado del río. Pero en altas sierras frías, aún se expande el perfume dulzón de los piornos dorados en los que anida el pechiazul, y el cervunal acoge la gracia de la genciana amarilla, la flor verde del eléboro blanco de hojas venenosas, el oro del narciso nival o las flores malvas del azafrán serrano…

En el “Genji monogatari” leemos este verso memorable: “¡qué dulce perfume interior tiene el ciruelo que florece pronto!”. La obra maestra de Musaraki Shikibu está impregnada de fragancias: la del propio Genji o la del joven príncipe Niou; la de las cartas de amor escritas en papel intensamente perfumado; las de árboles y flores emblemáticos: ciruelo rojo, sakaki, naranjo tachibana, crisantemo, flor de asagao, áloe, anís estrellado, laurel, azucena, clavel silvestre, glicina, rosa amarilla, orquídea… El haiku es también una suma de fragancias. Budas antiguos y perfume de crisantemos resumen, para Bashô, la belleza de Nara. De noche, la orquídea esconde su blancura en su perfume (Buson) y en el mercado se mezclan los olores bajo la luna de verano (Bonchô). Chiyôni alaba a la flor de ciruelo porque regala su aroma a quien la corta, un aroma que requiere -para sentirlo de verdad- corazón y nariz, como advierte Onitsura. Hay melancolía de “blues” y olor de lilas en la sensibilidad femenina de Katô Chiyoko, y hay olor de orina y de crisantemos en un poema de Issa. Y aquí volvemos a Tanizaki y a su “Elogio de la sombra”:

“Un pabellón de té -escribe- es un lugar encantador, lo admito, pero lo que sí está verdaderamente concebido para la paz del espíritu son los retretes de estilo japonés. Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shôji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir.”

Habla también Tanizaki de su predilección por el cuenco de laca para tomar la sopa, del “placer de contemplar en sus profundidades oscuras un líquido cuyo color apenas se distingue del color del continente y que se estanca, silencioso, en el fondo… Imposible discernir la naturaleza de lo que hay en las tinieblas del cuenco, pero tu mano percibe una lenta oscilación fluida, una ligera exudación que cubre los bordes del cuenco y que dice que hay un vapor y el perfume que exhala dicho vapor ofrece un sutil anticipo del sabor del líquido antes de que te llene la boca…”

Alguien pregunta qué planta es ésa que nos deja su olor, como un espejismo, y nos abandona precipitadamente, llevándose el secreto. Bashô no pregunta, se abandona a la sensación pura:

aunque no sé
de qué árbol florido,
¡ah, qué fragancia!

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Diecisiete sonidos

Cuenta un mito hindú que el mundo fue naciendo del sonido de la flauta de Krishna. Quizá por eso, Ravi Shankar -el gran músico indio- se atrevió a decir que “el sonido es dios”. Pero existe también el mito de la palabra creadora, el “hágase” del Génesis, y la poderosa energía del silencio. En 1977 las ondas espaciales Voyager partieron hacia los confines del sistema solar con un disco de oro que incluía -entre otras cosas- sonidos de la Tierra, como el aullido de un lobo, el viento, el crepitar del fuego, el latido de un corazón humano, el beso de una madre a su hijo… En ese contexto más cercano, más íntimo, los diecisiete sonidos del haiku (5-7-5) recogen una maravillosa e inagotable secuencia sonora que podríamos resumir en este poema de Gochiku: “larga es la noche: / el agua dice todo / lo que yo pienso”.

Volvemos siempre a los grandes maestros, a lo que ellos buscan. Bashô recoge el grito de una garza que huye asustada bajo el relámpago y el silencio contemplativo de unos monjes sorbiendo té… Buson despliega un intenso y variado tapiz sonoro, lleno de sutileza: el ciervo que brama tres veces bajo la lluvia y después enmudece; el sonido del agua que ahonda el sueño de cada durmiente en cada aldea; voces de gente regando los campos bajo la luna de verano; niños escuchando el estruendo de los canalones en el monzón; la golondrina que abandona, nerviosa, la sala de oro; el ratón que corretea sobre las cuerdas del koto; la lluvia invernal cayendo, silenciosa, sobre el musgo… y esa mariposa confiadamente dormida sobre la campana del templo… Issa ve salir la luna y escucha a un grillo que ha resistido la inundación; se alegra con los gorriones que juegan al escondite entre las flores de té, y con los insectos que cantan sobre una rama que flota a la deriva… Shiki retoma el célebre haiku de Buson sobre la mariposa, sustituyendo su sueño por el centelleo de una luciérnaga; escucha, bajo la luna brumosa, el mugido de una vaca al fondo del establo, y el chirrido de la gran puerta del templo al cerrarse, una noche de otoño…

El arco de los sonidos incluye, expresivamente, el silencio. A veces, con jovial ironía, como Ryôkan, parodiando el famosísimo haiku de Bashô: “un nuevo estanque, salta una rana y… ningún ruido”. Hay aguas calladas bajo la niebla; la belleza de un crisantemo blanco deja sin palabras a la misma flor, al anfitrión y al huésped; se abre el lirio y se escucha un sonido transparente; se está solo y se pasa un día entero en silencio: recogiendo lentejas, viendo sombras de mariposas o contemplando el oleaje que va y viene; entre las nubes se insinúa el mudo centelleo de una cascada… Todo se hace visible en el silencio, pero vuelve también la palabra consoladora: empieza a nevar, y ya tienen de qué hablar padre e hijo; alguien se está lavando los pies y se siente feliz porque hay otra persona que le habla… Volvemos al misterio de lo sagrado (que es todo). Un texto anónimo sobre las 110 vías de meditación dice: «Al comienzo del refinamiento gradual de un sonido, despiértate”. Es toda una llamada a la iluminación instantánea. Pero, entre el silencio y el sonido, hay un célebre koan -enigma o desconcierto- que nos interpela: “¿Cómo suena el aplauso con una sola mano?”

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La luz del haiku

Tan breve, tan abierto en su aparente sencillez, pero qué sorprendente… Hasta en su forma más convencional, el haiku es capaz de abarcarlo todo y de expresar los matices más sutiles. Si, por ejemplo, evocamos la luz, la memoria se enciende con un caleidoscopio de imágenes, que afloran desde todas partes y se imponen, se mezclan y se relacionan, más allá de los nombres que las imaginaron; como si, siendo ya tan nuestras, acabaran por ser anónimas: el pálido centelleo de la escarcha; la niebla luminosa flotando en el aire del embarcadero, y la niebla con llovizna que impide ver el Fuji; el rastrojo que empieza a ennegrecerse con el primer chubasco; aguas turbias fluyendo bajo las flores de cerezo; la marea olvidada entre las piedras, junto a algas verdosas; el color de unos iris un día de lluvia y la emoción al ver de pronto unas violetas en el camino; la sombra de cada cosa, intensificada por la luz del otoño, o desvelada al bajar la marea…

                En los límites del haiku clásico -17 sonidos y palabra o expresión estacional-, no hay límite. Tokugen nos propone este enigma: si nos fijamos bien, no hay nada tan negro como la nieve. Bashô se atreve a hablar del grito, casi blanco, de los patos junto al mar ya oscuro; y Buson -evocando quizá al gran maestro- ve cómo un viento súbito hace empalidecer a las aves acuáticas. A lo largo del tiempo, los poetas de haiku contemplan la Vía Láctea -tenue, pero deslumbrante- y la describen de mil maneras: sobre un mar revuelto, sobre los arrozales, colgada sobre la cima del monte, entrevista por la ventana rota, velando el baile de un borracho, acompañando a la mujer que regresa sola con su fardo de arroz o a la enamorada que acude con el pelo mojado a una cita… ¿Y la luna? Bashô la ve huir entre las ramas goteantes de lluvia, y Taigi asocia la luna brumosa con el chasquido de una red, río abajo.

¿Qué decir de la gran luna llena, de la que un niño se encapricha, y ante la cual se siente peor el mudo que el ciego? Esa luna se detiene un instante sobre las flores para admirarlas, hipnotiza a la libélula, desvela y enmudece a sus contempladores, alumbra a quien lee una carta, ilumina la niebla que gatea sobre el agua, consuela al solitario y recibe la gratitud de quien escribe su último poema: el del adiós… Mokkoku habla de las “gotas de luna” que suben a bordo con la red barredera; observación que recuerda lo que Sei Shônagon anotaba, ocho siglos antes: “En una noche de clara luna, cuando se cruza el río, me fascina ver el agua dispersarse en gotas de cristal al paso de los bueyes”. Chiyo-ni compara la “flor de luna“ (yûgao) con la piel de una mujer al desnudarse (Yûgao es el nombre de una de las amantes secretas del príncipe Genji), pero Chiyo-ni se fija también en el rojo de labios que fluye con las aguas primaverales, en la libélula que persigue su propio reflejo, y en las jóvenes hierbas: en el resplandor del agua entre hoja y hoja…

                Todo lo que brota, florece o se marchita, se llena de luz. Y vuelven a bullir las imágenes. La garza blanca se hace invisible en la nieve, pero la nieve resalta la palidez violeta de la “flor de u” y la esbeltez del ciervo, y su fulgor inunda de quietud la casa… Hay una flor tan blanca, que no deja ver el rocío; dos valles que se alumbran uno a otro bajo el relámpago; una hortensia dudosa que acaba decantándose por el azul… El oro empañado y el verdor fresco avivan la nostalgia de Chora por los tiempos antiguos, un sentimiento compartido por Tanizaki en su “Elogio de la penumbra”, cuando habla, por ejemplo, de la estancia más apartada de la casa, cuyos tabiques móviles y biombos dorados “captan la extrema claridad del lejano jardín”: “¿No han percibido nunca sus reflejos, tan irreales como un sueño? Dichos reflejos, parecidos a una línea del horizonte crepuscular, difunden en la penumbra ambiental una pálida luz dorada… A veces, el polvo de oro que hasta entonces sólo tenía un reflejo atenuado, como adormecido, justo cuando pasas a su lado se ilumina súbitamente con una llamarada y te preguntas, atónito, cómo se ha podido condensar tanta luz en un lugar tan oscuro…”

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El pájaro de fuego

Un cuento ruso, genialmente orquestado por Igor Strawinsky, habla de un pájaro de fuego que aparece a medianoche, iluminando con su fulgor todo el jardín, para robar las manzanas de oro del zar. (Gaston Bachelard recuerda que su abuela llamaba “pájaros del fuego” a las pequeñas fogatas que ella misma provocaba al soplar con una pajita sobre la llama). El fuego está en el origen de todos los mitos. Prometeo escala el Olimpo, lo roba, lo guarda en un junco seco o en un tallo de hinojo, y se lo entrega a la humanidad, pagando un alto precio por su osadía… En otro relato mitológico, la diosa Izanami -que acaba de crear el archipiélago japonés- morirá al dar a luz a la divinidad del fuego. La chispa divina es poderosa y es ambigua. Igual que el monte Fuji -un volcán aparentemente dormido-, sugiere temor y peligro, pero también belleza y quietud. El fuego destruyó Pompeya, pero preservó, al mismo tiempo, sus ruinas bajo las cenizas del Vesubio.

                “Al amor de la lumbre” -bella expresión que remite a la niñez más cálida- se ha contado la historia de la humanidad. Nos lo recuerda Kapuscinski en su libro “Viajes con Herodoto”: “La gente se reúne alrededor del fuego para contar historias. Más tarde se llaman mitos y leyendas, pero en el momento en que se cuentan y se escucha, todo el mundo cree que son purísima verdad, la realidad más real… La luz del fuego atrae y compacta al grupo, libera sus mejores energías. La llama y la comunidad. La llama y la historia. La llama y la memoria”. En el “Alfanhuí” de Sánchez Ferlosio encontramos este pasaje delicioso: “El maestro contaba historias por la noche. Cuando empezaba a contar, la criada encendía la chimenea. La criada sabía todas las historias y avivaba el fuego cuando la historia crecía. Cuando se hacía monótona, la dejaba languidecer; en los momentos de emoción, volvía a echar leña en el fuego, hasta que la historia terminaba y lo dejaba apagarse. (…) Una noche se acabó la leña antes que la historia, y el maestro no pudo continuar”.

El fuego está en el corazón de la cultura japonesa; en los festivales, en la cerámica, en el chanoyu, en la poesía…  En verano, los fuegos artificiales o hanabi (flores de fuego) irrumpen desde las orillas de los ríos, en Tokio, Omagari o Nagaoka; desde los barcos, en el mar de Kumano, o frente a la costa de Mijayima. Fuegos relacionados, como nuestras “fallas”, con ritos de fertilidad y regeneración de la vida, purificación y catarsis, muerte y resurrección… Negro y rojo son los colores que identifican el lacado japonés; el rojo es un color sagrado: el color del fuego, de la sangre y del sol. En la cerámica japonesa se valora especialmente el celadón perfectamente cocido; tan exclusivo, que se conoce como “color oculto” (hisoku): un azul cristalino, similar al cielo despejado después de la lluvia… El fuego es esencial en la ceremonia del té: en el batido con agua caliente; en el sonido del agua hirviendo en la tetera; en el calor de manos y labios al contacto con la taza, en el aroma del incienso y en la cerámica (evocando aquellas tazas vidriadas, blancas o verdes, que -según Lu Yü- resaltan el color ámbar del brebaje); sobre todo, esas tazas rústicas modeladas a mano, cuya belleza, peso y tacto valora el invitado.

Con el toque humorístico, tan vinculado al haiku, Sôkan advierte: “aunque haga frío, / no te acerques al fuego, / buda de nieve…” La imagen reaparecerá, casi idéntica, en otro poema de Bashô: “enciende el fuego / y verás qué sorpresa: / ¡bola de nieve!”. Desde su pobreza alegremente asumida, Ryôkan muestra su confianza y su gratitud: “el viento trae / las hojas suficientes / para hacer fuego”. Y Hakyô -un poeta más cercano, casi contemporáneo- evoca, melancólicamente, las pálidas manos de unos enfermos calentándose sobre un fuego de hojas caídas… Y al final, una bella parábola de la tradición zen: Saliendo a la oscuridad de la noche, el maestro le ofrece el farol encendido a su discípulo, pero cuando éste va a cogerlo, el maestro apaga la llama; en ese mismo momento, el discípulo alcanza la iluminación…

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La canción de la tierra (y 2)

Hace 70 años -el 26 de mayo de 1953- el sherpa nepalí Tenzing Norgay y el alpinista neozelandés Edmund Hillary alcanzaban la cima del Everest, la montaña más alta del mundo -8.848 metros-, conocida por nepalíes y tibetanos como “La frente del cielo” o “La madre del universo”.  Años más tarde, en la Nochebuena de 1968, los astronautas del Apolo VIII – Frank Borman, James Lovell y William Anders- enviaron desde el espacio la primera fotografía de la Tierra, “un maravilloso planeta azul, cubierto con una fina capa de nubes»… Ambas hazañas parecen inspiradas, por su audacia, en este proverbio zen: “Cuando llegues a la cima de la montaña, sigue subiendo”. Meditando sobre esta Tierra fértil y frágil, amenazada por la insensata voracidad humana, apelamos a la sensibilidad que nos transmite una cultura como la japonesa.

                En la tierra, como elemento sólido y fijo, se insinúa una cierta movilidad: la de la arena en la que se bañan los gorriones y la arena rastrillada de los jardines secos que encarna toda la nostalgia del mar. La tierra elemental es también la del lodo fecundo de los arrozales y la que se multiplica, útil y bella, en la cerámica o en la alfarería. La tierra natal estrecha los lazos con la Madre Tierra, aviva la añoranza de ese potrillo que se aleja en otoño bajo la lluvia, y aviva también la amargura del desterrado… Pero cuando se habla de la totalidad de la Tierra, emerge, como símbolo universal, la Naturaleza: divinizada y, al mismo tiempo, integrada en la vida; monte y jardín adentrándose en la casa abierta al verano. El haiku recoge e intensifica el maravilloso caleidoscopio de las estaciones en todas sus facetas: momentos de estación, fenómenos meteorológicos, paisajes, plantas, animales y vida humana.

                El jardín japonés -en sus múltiples modalidades- encarna, reproduce o imita a la Naturaleza: en el jardín de la Tierra Pura, el centro es el estanque, con un puente arqueado que llega a una isla central; en la abstracción del jardín seco, las rocas representan montañas o islas, y la arena blanca, el agua que fluye; el jardín de té, con su camino y sus faroles de piedra, aúna sencillez y sosiego; otros grandes jardines invitan a perderse en el paisaje, pero todos están diseñados para la contemplación, de acuerdo con las seis características esenciales: serenidad, espacio, frescura, delicado diseño, bellas vistas y combinación perfecta entre sabiduría y respeto. Hay jardines para admirar la floración sucesiva de ciruelos, cerezos, iris, lotos, hortensias o camelias, el color de los arces, las diversas tonalidades del musgo, el fulgor de la luna o el resplandor de la nieve… La flor rosada del cerezo dura apenas una semana, y la visión del “atardecer de diamante”, con los rayos del sol refulgiendo sobre la cumbre del Fuji, está reservada a unos pocos días de primavera y de otoño (como el rayo de sol de los equinoccios sobre el capitel de la Anunciación, en San Juan de Orteha). En el fondo de la contemplación late el sentimiento de melancolía por la belleza efímera: el misterioso, el indefinible mono no aware.

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La canción de la tierra (1)

Contaba José Saramago, al recibir el Nobel en 1988, que su abuelo Jerónimo, ya gravemente enfermo, “se despidió de los árboles de su huerto, uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.” Ese hombre sabio no sabía leer ni escribir, pero encarnaba -sin saberlo- el mito de Anteo, el gigante que recobraba su fuerza al contacto con su madre Gea, la tierra, y a quien Hércules sólo pudo vencer sosteniéndolo en el aire. El mito griego subraya la intensidad de un arquetipo universal, el de la Tierra-madre y su correspondencia con el Cielo, según el dicho esotérico: “Como es arriba, es abajo”. La rama budista de la Tierra Pura (Jôdo) enlaza ambos mundos a través de la recitación del Namuamidabutsu (“Gloria a Amida Buda”), que asegura el renacer en el Paraíso del Oeste.

La conexión tierra-cielo se concreta en el símbolo del árbol, el Árbol de la Vida, que conecta, en ascensión permanente, los tres niveles del cosmos: el subterráneo, por las raíces; el de la superficie terrestre, por el tronco y las ramas, y el de las alturas, por la copa. La poesía también nace y se expande en todas las direcciones del universo. Ki no Tsurayuki escribía, en los albores del siglo X, presentando la antología imperial del Kokinhsû: “Poesía es aquello que, sin esfuerzo, mueve cielo y tierra, y suscita la piedad de los demonios y dioses invisibles; es aquello que endulza los vínculos entre hombres y mujeres, y aquello que puede confortar el corazón de los feroces guerreros”. Y recordaba los momentos en que se inspiraban los poetas: “Cuando contemplaban las flores dispersas en una mañana de primavera; cuando escuchaban la caída de la hoja en un atardecer de otoño; cuando suspiraban ante la nieve y las olas reflejadas por sus espejos con cada año que pasaba; cuando al ver el rocío en la hierba o la espuma en el agua, les sobrecogían los pensamientos sobre la brevedad de la vida; o cuando ayer todos soberbia y esplendor, habían pasado de la fortuna al abandono; o cuando, habiendo sido amados tiernamente, se encuentran abandonados”.

Como elemento primordial -junto al aire, el fuego y el agua-, la tierra sugiere fertilidad, solidez, masa; pero el nombre se precipita por todas partes en un abanico casi infinito de connotaciones: alimento, vida, biodiversidad. En la cultura japonesa, la Naturaleza es esencial: divinizada por el sintoísmo en infinitos kami o deidades, y dignificada también por el budismo; sentida como presencia íntima; contemplada y compartida; reproducida y cantada. El jardín japonés la imita y, al mismo tiempo, la encarna, matizada por el paso de las estaciones: cerezos, lotos, arces y camelias. Se habla de la fragilidad y la fugacidad de la flor del cerezo, pero hay plantas, como la sagaribana, que sólo florece una vez al año, por la noche, para flotar después, río abajo… En el karesansui -jardín seco o jardín zen-, la piedra y la arena rastrillada evocan las colinas y el agua, las islas y el mar… La tierra lo abarca todo, porque incluye todos los elementos, como el Fujiyama, la montaña más bella del mundo, abierta al aire, con su nieve visible y su fuego secreto.

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Espacio para el vuelo (y 2)

Viento en los pinos

Escucho “La ascensión de la alondra”, de Vaughan Williams, y me pierdo en un abismo de sensaciones. Ese poema sinfónico, inspirado en el poema homónimo de George Meredith, evoca “el canto hecho de luz” y me lleva al mundo de los trovadores: a Bernart de Ventadorn, viendo cómo la alondra mueve sus alas de alegría contra el rayo de sol, y se desvanece, y se deja caer por la dulzura que le llega al corazón, despertando en el enamorado la llama del deseo… Esa es también la alondra de Bashô, que canta sobre los campos en absoluta libertad, y la de Rikuto, desvaneciéndose en el inmenso cielo azul… En ese espacio ilimitado para el canto y el vuelo, la poesía japonesa nos sorprende con uno de los sonidos más sutiles: el del “viento en los pinos”.

                “Lo profundo es el aire”, dice Jorge Guillén, recogiendo poéticamente el vacío inagotable del Tao o el concepto japonés de Ma: espacio entre cosas cercanas, o pausa entre dos fenómenos o acciones. Si lo pensamos bien, esa “presencia por ausencia” es el alma del haiku: lo que dice más allá del decir; su aire es su silencio. Pero acercándonos a la expresión concreta, se nos despliega un inmenso abanico: el viento, por ejemplo, recibe diferentes nombres, según su procedencia, intensidad, e incluso textura: frío, cálido, seco, húmedo, violento, suave… Hay un viento de río y de mar, y hasta un viento secreto, pero el más delicado es el “viento en los pinos” (matsukaze), brisa ligera que, en las tardes de verano, suele escucharse en los bosques. Se dice que, a los amantes del té, el ruido del agua hirviendo les evoca ese sonido, que Bashô asocia con el del agua al caer las agujas empujadas por el viento. Más mundana, y con un toque de melancolía, Sogetsu-ni sólo escucha, después del baile, el rumor de los pinos y el canto de los insectos. (De la poesía arábigoandaluza nos llegan otras evocaciones. Un poeta pacense del siglo XII le pide al rey “un halcón de límpidas alas, cuyo plumaje se haya combado por el viento Norte”. Y en la Sala de Dos Hermanas de la Alhambra, hay un verso prodigioso, un delicado conjuro de defensa, que dice: “La brisa la protege con su magia”).

                En “El aire y los sueños”, Gaston Bachelard habla de nuestro “sueño de vuelo”, de una imaginación abierta, que es, sobre todo, “un tipo de movilidad espiritual, el tipo de movilidad espiritual más grande, más vivaz, más viva.” Qué fuerza tiene el aire, ese elemento invisible… El haiku lo refleja maravillosamente: en la niebla que flota, luminosa, sobre el embarcadero; en la alondra que mide sus fuerzas con el viento primaveral, el mismo que va tropezando por ahí como un borracho; en el sauce que se peina y se despeina; en los campos quemados y en la mirada de un mendigo; en la mariposa cubierta de arena y en la sombra de una cometa sobre la nieve… El viento de otoño (akikaze) es el viento por antonomasia: intenso, áspero, el que ahonda la soledad y desvela al insomne.  Santôka asume su punzante frescor como conjura ante su propia muerte. Y Masajo Suzuki, enamorada, ve pasar con él a su amor secreto. Pero Kyoshi, que se acuerda de tantos montes y de tantos ríos, nos advierte:

“está el haiku
en el viento de otoño,
pero está en todo…”

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Espacio para el vuelo (1)

Aire *

                  En la honda quietud, un escorzo de brisa, apenas perceptible en las alas de una mariposa dormida. Ahí empieza el mundo. Síntesis: todo es aire. Criatura de frontera, como la luz. Invisible y sensible: una corporalidad que brota del silencio y se va despertando, primero leve, luego firme, creciente, arrebatada hasta el aullido. El lenguaje marca las estaciones de ese viaje perfecto que vuelve a descender desde las crestas del huracán hasta los manantiales de la brisa recién nacida: aire, hálito, soplo, respiración, jadeo, grito, bramido. Lo que es y lo que significa este archipiélago del verbo se funde y se resume en una cristalización sustantiva: vivir.

                En la respiración, todo se crea y se vuelve a crear. Y el aire es su alma. Hay en el respirar un misterio de renovación infatigable que se cifra en el equilibrio del dar y del recibir. Dándose, exhalándose sin usura, el aire se recobra más limpio. Libre porque carece de posesividad, va y viene de un mundo a otro trasegando vida.

                Nombres griegos del aire: boreas, noto, meltemi… Nombres que encarnan una textura, una velocidad, una densidad e incluso un sabor. Y, coronándolos, meciéndose en la cresta de sus encarnaciones, el “neuma”: aire, pero también espíritu. Como si se dijese aire del aire, su alma viva. Aire de profecía agitando las hojas del roble sagrado en Dodona.

                ¿Qué es la palabra misma, que profetiza o que nombra las cosas, sino aire inteligible? La pitonisa en trance, balbuciendo una vaguedad sagrada. Demóstenes ordenando su tartamudez frente al bramido de las olas. Un verso de Homero que contiene y celebra el imperecedero soplo marítimo:

“aura pontiás, aura”

                (Ese verso nostálgico basta para toda una vida: frescor, oreo, sustancia del ser, primer principio, como soñara Anaxímenes).

                De la hermosura de ese aire participa también el clamor de los diez mil al avistar de nuevo la gloria del oleaje nativo: “¡Thálassa! ¡Thálassa!”

                Al ser alumbrada, la criatura prorrumpe en un grito que es, a la vez, afirmación y espanto. Abandona el misterioso soplo nutricio, en ósmosis con la madre, y asume su propio respirar. Pero esa afirmación es también desamparo. Ese grito inaugura la nostalgia del seno, el hermoso desequilibrio que resume la vida.

                El vagido primero desemboca en el suspiro último, en el expirar que es exhalación del espíritu, entrega del alma: reintegración a la invisible, misteriosa y redonda quietud. El cuerpo se desintegra, como desentendiéndose de sí, pero baja a sumarse a la gran respiración cósmica, para alentar, oculto, en las savias y en las floraciones. En esa suspensión de la vida se genera más vida. Y todo vuelve a ser soplo y germen.

                El aire es sonido. Su propia armonía infinitamente matizada y la selva de voces que transporta en sus alas relampagueantes. Toda la dulzura de Orfeo, toda la seducción de la sirena, toda la soledumbre hímnica del ángel. Y el prodigio más nuestro: la voz humana. Aria es aire. Aquella de la “Pasión según San Mateo”, de Bach, que interpretaba Norma Prochter con la tesitura más sensual que existe: la de contralto. El “Lamento” de Dido en la garganta estremecida de Kirsten Flagstad. Aquella voz de niño, en Santiago de Compostela, despertando en el romance del Conde Olinos toda la belleza del mundo. La doble octava cavernosa, inverosímil, de algunos monjes tibetanos. Y Mahalia. Y María del Mar… Y aquí, en la tierra del canto, una creciente e impetuosa dulzura: de Orfeo a María Callas; de las sirenas y de la lírica griega arcaica al marinero anónimo que estremece las noches; del treno bizantino a esas mujeres de Rodas o de Salónica que cantan la “ramita de ruda” o las gracias de la novia que sale del baño.

                La brisa expresa, en su levedad, la cualidad de lo invisible. ¿No celebran todavía en Egipto la fiesta más antigua del mundo, “Sham El Nessim”, “Sentir la brisa”? Llegado mayo, hay que salir a los jardines para sentir el “shefir”, ese suave y fresco viento del norte que los egipcios divinizaron como Zefer y los griegos como el Céfiro que les llegaba del oeste cada primavera. La brisa es la delicadeza de la ternura, el roce de las almas. Al otro lado de la vida, el huracán se adensa; se diría que, en el límite de su furia, está a punto de materializarse densamente, que nos va a revelar, por fin, el rostro de un dios…

                Hay un aire que se saborea, cargado de aromas, de humedad, de salinidad, de bochorno, de frescores, de fríos que cortan el aliento, de voces, llantos, gritos vívidos, risas, naturaleza, rumores y corrientes de amor…

                Aliado con la luz, criatura de umbral como ella, el aire de los días claros y ventosos: punzante, fresco, vivo. El de la tormenta y el de la calma, el diurno y el de la noche, el aire estacional, el de las horas y el de los meridianos, el que transforma hasta la locura, el que arrulla y el que despierta, el que ilumina y el que mata.

                El aire, que a nadie se le niega –ni siquiera al preso- es también la metáfora de la dignidad, la gracia del ser libre. Sobrevuela como la luz, asiste a toda vida. Místico y amoroso, fluye como un bramido de la eternidad, exhalado en la sílaba sagrada, “OM”, y en el delirio del poeta endiosado: el “aspirar del aire”, “el ventalle de cedros”, “al aire de tu vuelo”, “y en tu aspirar sabroso”, “noches, aires, ardores”, “en las frescas mañanas escogidas”, “¡detente, cierzo muerto; ven, austro, que recuerdas los amores!”, “el silbo de los aires amorosos”…

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* del libro “Cuaderno griego”.

Todo es posible en el agua

           Leyendo a Bachelard, el gran soñador, me reencuentro gozosamente con el agua, pues -como él dice- “quizá más que cualquier otro elemento, el agua es una realidad poética completa”, un ser total, con cuerpo, alma y voz. “Los arroyos y los ríos sonorizan con una extraña fidelidad los paisajes mudos…, las aguas ruidosas enseñan a cantar a los pájaros y a los hombres, a hablar, a repetir, y hay continuidad, en suma, entre la palabra del agua y la palabra humana. (…) «el agua es la señora del lenguaje fluido, del lenguaje sin choques, del lenguaje continuo, continuado, del lenguaje que aligera el ritmo, que da una materia uniforme a ritmos diferentes».  El agua es vida y da vida. Paraíso y oasis, pero también alma de la sequedad.

                     En la memoria personal se arremolinan imágenes y sonidos relacionados con el agua: en el Camino de Santiago, junto a San Juan de Ortega, un manantial -tan milagroso como el rayo de sol que ilumina, cada equinoccio, el capitel de la Anunciación-; y en Noruega, el bellísimo fiordo de la Luz. En Grecia, evoqué el murmullo adivinatorio del manantial de Dodona y bebí el agua inspiradora de la fuente Castalia, y al otro lado del mar, en Sicilia, recordé a Aretusa, la ninfa acosada por el río Alfeo y convertida en fuente por Artemisa, “la que hiere de lejos”. En Kioto, subí a la colina del Kiyomizu para beber el agua pura de la cascada Otowa… Pero siempre retorno a la niñez: a la contemplación de las lluvias descolgándose por los canalones; al molinillo de junco que sigue girando entre dos piedrecillas, día y noche, en la corriente de un regato; y, sobre todo, al sonido del agua, invisible pero cercana, del “Soliloquio”:

                “…Esa fuente de la plaza ha dejado en tu vida un hondo regalo: su rumor. Desde la cama, en altas horas de la noche, lo oías en su delirio –escalofrío de la soledad, palabra nocturna que repite la misma indescifrable leyenda monótona y que tiene, en esa misma monotonía, inflexiones que van desde el abatimiento hasta la exaltación–. Era a veces el viento que soplaba desde la horca del puerto, ese airazo que viene de arriba y parece arrancar de cuajo la vida, azotándola o estrellándola contra los muros para dejarla luego más despierta, más libre, más esencial, más purificada. Venía entonces el rumor como sobresaltado, como si lo quebrasen de repente, perdiéndose. Sonaba un portazo y la hojarasca atropellándose como si rodara con menudos pies. O era, pasada la medianoche, una mujer de luto que salía con el cántaro. El rumor se interrumpía entonces y después arrancaba distinto en el gorgoteo, con una sonoridad fresca, hueca, creciente, hasta hacerse hilo ahogado, altísimo ya en el rebose. El murmullo cambiante del agua cautiva te daba –a lo lejos– la medida y la figura del cántaro, te decía al oído si era de barro viejo o de latón, diseñaba su vientre o su cuello, iba dibujando para tu atención fascinada el nivel que iba alcanzando el agua dentro. Sonaba un golpe en el brocal y el rumor volvía a ensimismarse como borracho de sus soledades. Y sentías como una nostalgia del futuro, de la vida de todos revuelta con el enigma de tu propia vida. Arropado con ese murmullo, con las estrellas, con los muertos…”

                Siendo el agua en sí misma una realidad poética completa, inspira y aviva la ensoñación. “Soñando cerca de un río -vuelve a decirnos Bachelard- he consagrado mi imaginación al agua, al agua verde y clara, al agua que pone verdes los prados. No puedo sentarme cerca de un río sin caer en una profunda ensoñación, sin volver a encontrarme con mi dicha… No es necesario que sea el arroyo de uno, el agua de uno. El agua anónima sabe todos mis secretos. El mismo recuerdo surge de todas las fuentes…” De la horaciana fuente Bandusia –“más resplandeciente que el cristal”-, a las “corrientes aguas puras, cristalinas” de Garcilaso; del rumor de los arroyuelos en el campo -que tanto le gustaba oír a Santa Teresa-, a la enigmática certidumbre de San Juan de la Cruz: esa “fonte que mana y corre / aunque es de noche…” Todos los poetas del mundo cantan a esa criatura maravillosa: el agua viva en sus interminables metamorfosis (mar, río, estanque, lluvia, rocío, bruma, aguanieve, neblina…). En el haiku japonés -tan sensible, tan sabio-, el agua tiene una presencia inagotable. Está en el poema más famoso de Bashô, el de la rana y el estanque (graciosamente parodiado por Ryôkan), y en una posible antología, que sería infinita, con todas las imágenes posibles: aguas profundas que se disputan el frescor; aguas turbias que fluyen bajo las flores de cerezo; la penetrante melancolía del aguanieve; las venas de agua y los distintos verdes de los arrozales; la delicia de atravesar el arroyo con las zapatillas en la mano; el ruido de la cascada que cae al mar en una noche fría… Y al final, como intenso resumen, la vitalidad de Santôka. “sintiendo el cerco de la muerte, ¡qué buena está el agua!”

                Pedro Salinas contempla el “azul, quieto, mar de julio” y siente que está vivo, que quiere la tierra entera, a no ser por “la rosa / frágil, de espuma, blanquísima, / que él, a lo lejos se inventa”. De Salinas es este verso prodigioso: “Todo es posible en el agua”. El regante del Generalife, que lleva treinta años escuchando el agua, le dice a Juan Ramón Jiménez: “Figúrese usted las cosas que ella me habrá dicho…” Gochiku, un poeta japonés del siglo XVIII, lo había expresado mucho antes:

“larga es la noche:

el agua dice todo

lo que yo pienso”.

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