Diecisiete sonidos

Cuenta un mito hindú que el mundo fue naciendo del sonido de la flauta de Krishna. Quizá por eso, Ravi Shankar -el gran músico indio- se atrevió a decir que “el sonido es dios”. Pero existe también el mito de la palabra creadora, el “hágase” del Génesis, y la poderosa energía del silencio. En 1977 las ondas espaciales Voyager partieron hacia los confines del sistema solar con un disco de oro que incluía -entre otras cosas- sonidos de la Tierra, como el aullido de un lobo, el viento, el crepitar del fuego, el latido de un corazón humano, el beso de una madre a su hijo… En ese contexto más cercano, más íntimo, los diecisiete sonidos del haiku (5-7-5) recogen una maravillosa e inagotable secuencia sonora que podríamos resumir en este poema de Gochiku: “larga es la noche: / el agua dice todo / lo que yo pienso”.

Volvemos siempre a los grandes maestros, a lo que ellos buscan. Bashô recoge el grito de una garza que huye asustada bajo el relámpago y el silencio contemplativo de unos monjes sorbiendo té… Buson despliega un intenso y variado tapiz sonoro, lleno de sutileza: el ciervo que brama tres veces bajo la lluvia y después enmudece; el sonido del agua que ahonda el sueño de cada durmiente en cada aldea; voces de gente regando los campos bajo la luna de verano; niños escuchando el estruendo de los canalones en el monzón; la golondrina que abandona, nerviosa, la sala de oro; el ratón que corretea sobre las cuerdas del koto; la lluvia invernal cayendo, silenciosa, sobre el musgo… y esa mariposa confiadamente dormida sobre la campana del templo… Issa ve salir la luna y escucha a un grillo que ha resistido la inundación; se alegra con los gorriones que juegan al escondite entre las flores de té, y con los insectos que cantan sobre una rama que flota a la deriva… Shiki retoma el célebre haiku de Buson sobre la mariposa, sustituyendo su sueño por el centelleo de una luciérnaga; escucha, bajo la luna brumosa, el mugido de una vaca al fondo del establo, y el chirrido de la gran puerta del templo al cerrarse, una noche de otoño…

El arco de los sonidos incluye, expresivamente, el silencio. A veces, con jovial ironía, como Ryôkan, parodiando el famosísimo haiku de Bashô: “un nuevo estanque, salta una rana y… ningún ruido”. Hay aguas calladas bajo la niebla; la belleza de un crisantemo blanco deja sin palabras a la misma flor, al anfitrión y al huésped; se abre el lirio y se escucha un sonido transparente; se está solo y se pasa un día entero en silencio: recogiendo lentejas, viendo sombras de mariposas o contemplando el oleaje que va y viene; entre las nubes se insinúa el mudo centelleo de una cascada… Todo se hace visible en el silencio, pero vuelve también la palabra consoladora: empieza a nevar, y ya tienen de qué hablar padre e hijo; alguien se está lavando los pies y se siente feliz porque hay otra persona que le habla… Volvemos al misterio de lo sagrado (que es todo). Un texto anónimo sobre las 110 vías de meditación dice: «Al comienzo del refinamiento gradual de un sonido, despiértate”. Es toda una llamada a la iluminación instantánea. Pero, entre el silencio y el sonido, hay un célebre koan -enigma o desconcierto- que nos interpela: “¿Cómo suena el aplauso con una sola mano?”

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