“Al principio, la mujer era realmente el sol.
Una persona auténtica. Ahora es la luna, una pálida
y enfermiza, dependiente de otro, reflejando su brillo”.
Hiratsuka Raicho, “La fundación de Seito,
la sociedad de las calcetas azules”
Con estas palabras Raicho, poeta, pensadora y activista pionera del feminismo en Japón, daba nacimiento a Seito en 1911: una revista de literatura hecha exclusivamente por mujeres. Desde esta plataforma dio forma a un movimiento literario homónimo que intentaba dar voz a las mujeres durante la restauración Meiji y reivindicar su derecho a sentir y crear. Como Raicho señala, la mujer había sido reducida a un satélite de rostro blanco, orbitando al padre, al marido, al hijo y brillando sólo de su reflejo. En cambio, el propósito de la revista es que, a través de la poesía, vuelva a su estatus de persona auténtica, o sea, recupere su propia voz, su propio brillo.
Pero Raicho lanza también una provocación, una referencia a Amaterasu, la diosa del sol. Es como si, en el Japón arcaico, la mujer hubiera sido el centro poco a poco desplazada y despojada de su brillo. Y es la poesía la herramienta para recuperar el carácter áureo. En su introducción al apartado dedicado a las filósofas en Japanese Philosophy: a sourcebook, Kitgawa Sakiko habla sobre la relación entre lo femenino y la poesía en el Japón antiguo. Señala que la feminidad era vista como una categoría estética, asociada al taoyame-buri (“delicada elegancia”). Se pensaba que algo en las cualidades que en el tiempo eran consideradas parte de la “naturaleza de la mujer”, como tener una interioridad emotiva compleja, eran fundamentales para poder entender la poesía. Este lugar privilegiado de las mujeres en la poesía está simbolizado por Murasaki Shikibu, autora del Genji Monogatari (La historia de Genji), una de las obras más importantes de la literatura japonesa. Es como si, para la tradición griega, Homero hubiera sido mujer.
Pero esta primacía de lo femenino en las artes no se limita a las dicotomías sexo-genéricas tradicionales. A partir del ejemplo del propio príncipe Genji en la antes mencionada novela, Sakiko señala que, para entrar al campo de lo artístico, es necesario participar de lo femenino, aunque en tu sociedad te identifiques como hombre. Nos deja la imagen de que lo femenino era visto como el campo de la poesía en el Japón antiguo y, con ello, para participar de ella, había que feminizarse, fuera cual fuera tu rol de género en la sociedad.
Esto me recordó un curioso fenómeno en la poesía mística, tanto oriental como occidental. Una estrategia típica de esta poesía es describir la unión con lo sagrado en términos de una unión erótica, usando como analogía las relacione eróticas cotidianas. No es raro ver a la deidad tomando el lugar de “el amado” en el poema. Pero, a su vez, es muy frecuente que el poeta asuma el lugar de “la doncella” añorando la unión erótica con el amado. Y esto pasa aunque muchos de los poetas se identificaran socialmente como hombres. ¿Qué tiene la experiencia mística que lleva al poeta no sólo a codificarla en términos eróticos, sino a hacerlo desde un punto de vista femenino aunque, en su vida cotidiana no se identifique así? Aquí vemos otro fenómeno de feminización en la poesía. Parafraseando a Eckhart, el alma tiene que hacerse mujer para que fructifique el don de dios.
En ambos procesos podemos acusar una especie de hipóstasis de características dadas típicamente al rol de género de la mujer para dar forma a esto “femenino” abstracto en la poesía. Ya sea la emotividad o la pureza o el deseo o incluso la fecundidad, estas categorías asumidas tradicionalmente como parte de la “naturaleza de la mujer” le dan una posición privilegiada a lo femenino ante la poesía. Si aceptamos, por ejemplo, la cuestionable idea de que parte de “ser mujer” es la capacidad de procrear, en nada nos ha de sorprender que se conecte lo femenino con la procreación, con la poesía y, en última instancia, con el sol; la deidad procreadora por antonomasia.
En las siguientes décadas, el pensamiento de Raicho seguiría buscando dar razón de la singularidad femenina, el encuentro de su sacralidad perdida. Reconoce un carácter masculino tendiente a la lucha y la búsqueda de reconocimiento y uno femenino tendiente al amor, al cuidado y la reproducción de la vida. Esto se refleja en la poesía en tanto el hombre siempre busca el reconocimiento a través de su obra. Mientras que las mujeres, oprimidas y sin acceso a dicho reconocimiento, son capaces de articular una poesía más pura que no nace del deseo de ser el mejor sino del de procrear. Esta dicotomía también se presenta en lo político donde el hombre siempre apuesta por el poder y el combate. Frente a esto, ella imagina en 1930 una política articulada desde el carácter femenino del cuidado y la ayuda mutua bajo la forma del cooperativismo; un movimiento articulado desde la cocina y no desde la fábrica.