Recordando a Kawabata

                “Desde ahora, no pienso escribir ni una sola línea que no sea sobre la melancólica belleza del Japón. Y sus montañas y sus ríos serán mi alma… Y yo, ahora, tras la Derrota, torno tan sólo a la intimidad de la tristeza del Japón. No creo ni en las costumbres ni en esta vida de la posguerra. Ni creo en la realidad actual. Siento que estoy completamente apartado, que estuve apartado desde un principio del realismo de la novela moderna”. Estas palabras de Yasunari Kawabata, primer escritor japonés que obtendría el Premio Nobel de Literatura, expresan el desaliento ante la derrota de su país en la Segunda Guerra Mundial, pero expresan también la estética de un escritor decidido a mantener, frente a cualquier influencia foránea, la pureza de la tradición nativa. Nacido en Osaka, en 1899, vivió una infancia marcada por la orfandad y la melancolía. Su padre era médico y murió en 1900; un año después moría su madre. Recogido por sus abuelos en un pueblo solitario del sur, perdió a su abuela a los siete años, y a su abuelo a los quince. A los dieciocho ingresó en la sección de literatura inglesa del Instituto Superior de Tokio y tres años más tarde en la Universidad Imperial. Le gustaba pintar, pero finalmente optó por la literatura, tras haber leído con verdadera pasión a los clásicos japoneses, impregnados del sentimiento del mono no aware, que podríamos traducir como “tristeza compasiva de la belleza efímera”. Sus primeros trabajos literarios, inscritos en el movimiento de los neo-sensacionistas (Shinkankaku-ha), fueron apareciendo en diversas revistas. Aunque Kawabata leyó a escritores extranjeros, como Dostoievski, Chejov, Maeterlinck, Tagore o Maupassant, su tono quedaría marcado para siempre por una refinada melancolía, por la evocación elegante y dolorosa de una cultura antigua que, poco a poco, iba viendo morir…

                Tras el éxito relativo de “La danzarina de Izu” (Izu no Odoriko, 1926), una intensa novela breve, Kawabata se consagró, definitivamente, con “País de nieve” (Yukiguni, 1947), una novela magistral, a la que seguirían, sucesivamente, “Mil grullas” (Sembazuru, 1949-1951), “El clamor de la montaña” (Yama no oto, 1949-1954), “Las bellas durmientes” (Nemureru bijô, 1960), y “Kioto” (1961-1962). En 1968, la Academia Sueca distinguió a Yasunari Kawabata con el Premio Nobel de Literatura “por su maestría narrativa, que, con gran sensibilidad, expresa la esencia del espíritu nipón”. Al recibir el premio, el 12 de octubre de 1968, Kawabata -vestido con kimono- pronunció un discurso que, significativamente, se titulaba “El Japón, la belleza y yo”. En él evocaba a los grandes maestros del arte zen: a Myoe (1173-1232), a Dogen (1200-1253), a Ikkyu (1394-1481); los tres, poetas; los tres, sacerdotes. También, a Ikenobo Senkei, maestro del arreglo floral o ikebana, que floreció en el siglo XV, y al gran maestro de la ceremonia del té, Sen no Rikyu (1522-1591), que abordaba la ceremonia con una actitud “gentilmente respetuosa, limpiamente sosegada”. El espíritu trasmitido por Rikyu es, en esencia, el que impregna, como un perfume levísimo, la obra entera de Kawabata; sugerir, más que señalar; soledad, más que multitud; color blanco, cifra de todos los colores… “La flor solitaria -comentaba Kawabata, siguiendo a Rikyu- contiene mayor gracia que un centenar de flores… Incluso hoy en día, en la ceremonia del té, la práctica general consiste en que haya una sola flor en la sala en donde aquélla se realiza, y que sea una flor en capullo. En el invierno, es elegida una flor especial de la temporada, es decir una camelia, que lleva el nombre de ‘Joya Blanca’ o wabisuke, que literalmente podría traducirse por el de ‘Compañera en la soledad’, y se hace esta elección, de una camelia notable entre las camelias, por su candor y por su levedad, y en la sala se coloca un solo capullo. El blanco, que es el más limpio de los colores, contiene en sí a todos los demás. Y siempre deberá estar con rocío el capullo, humedeciéndolo con unas gotas de agua…”

                En aquel discurso –uno de los más intensos y atípicos en la larga historia del Nobel-, Kawabata aludía, misteriosamente, al suicidio de otro gran escritor, Akutagawa Ryunosuke (1892-1927); en realidad, lo había condenado en un ensayo titulado “Unos ojos en su trance final”: “Por más alienado que uno pueda sentirse en el mundo, el suicidio jamás constituye una forma de iluminación…” Aquella tarde de octubre, en Estocolmo, el autor de “País de nieve” reiteró esa idea: “Yo no admiro ni siento simpatía por el suicidio…” Sin embargo, en abril de 1972, Yasunari Kawabata, enfermo y deprimido, se suicidaba en su estudio de Zushi, cerca de Kamakura: al romper la cadena interior que sujetaba la puerta, apareció el escritor tendido en el suelo, con un tubo de gas en la boca. Algunos recordaron que Kawabata solía comentar: “¿Quién no ha estado a punto de suicidarse alguna vez en la vida? Todo hombre que piensa lo ha estado por lo menos una vez…”  Dos años antes, en 1970, su gran admirador y amigo, Yukio Mishima, se había quitado la vida en una ceremonia espectacular, como protesta por la decadencia japonesa. Es probable que el gesto de Kawabata -más recatado, pero igualmente radical- tuviera, en el fondo, la misma razón: un ahondamiento extremo en la “intimidad de la tristeza”, consciente de haber cumplido ya su destino: “Toda mi vida -había escrito- no es otra cosa que una búsqueda de la belleza interior y la perseguiré hasta mi muerte”.

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