Cantar del alba

Ver amanecer es como estrenar el mundo, sentirlo íntegro, fresco, renovado. Despunta o rompe el día, como describe intensamente, con su lenguaje arcaico, el “Cantar de Mío Cid” -«apriesa cantan los gallos / e quieren quebrar albores»- y la luz va recreando o desvelando, poco a poco, las cosas. El 10 de agosto habrá que levantarse muy temprano para ver las Perseidas -la lluvia de estrellas que se hace más intensa poco antes de amanecer- y para recoger el orégano que, según la tradición, defiende a las casas contra el fuego. El amanecer es un momento mágico y ambiguo: puede ser la hora en que se citan los enamorados (“al alba venid, buen amigo”), pero es, sobre todo, la hora de la separación, tema que ha dado lugar a un subgénero literario de la lírica popular y de la lírica culta trovadoresca: el del “alba”. Se dice que el tema procede del antiguo Egipto y que fue transmitido por los árabes a la primitiva poesía europea, pero su alcance es universal y aparece ya en la poesía latina -sobre todo en Ovidio- y en otras lenguas y culturas.

En el reparto del drama amoroso, fijado por la lírica de los trovadores, figuran -junto a la pareja de enamorados-, el marido celoso (gilós o gelós) y “guardador” (gardador); los aduladores o lausengiers, que espían a los amantes para obtener favores del marido y, por eso mismo, se convierten en “calumniadores” o “maldicientes”; y, del lado de la pareja, los que les ayudan a guardar el secreto: el mensajero, el encubridor, el centinela o gaita, que les avisa de la llegada del alba. Con las primeras luces o con la aparición de la estrella de la mañana, el amor mágico y secreto se pliega a las exigencias del mundo real.

En un conocido pasaje de Romeo y Julieta, de Shakespeare, él y ella discuten amorosamente sobre qué pájaro ha cantado, si el ruiseñor que celebra su goce en la profundidad de la noche, o la alondra que anuncia su fin. En torno a estas señales, el gran arabista Emilio García Gómez nos dejó esta preciosa observación: “Entre las señales que avisan del alba figura, entre los árabes, además de la alondra, el ‘frío de las joyas’: que las joyas de la amada, sobre todo las pulseras, se enfríen de repente. Es éste uno de los más hermosos tópicos literarios, por su extraordinaria sutileza”.

Un alba anónima, casi toda ella en boca de la mujer enamorada, repite el siguiente estribillo: “¡Oh Dios, oh Dios, el alba! ¡Qué pronto viene!”. Es el drama de la separación, que la literatura japonesa refleja también con intensidad, aunque en otro contexto menos dramático:  los encuentros nocturnos y el dolor de la despedida, ““algo que ignoran las muñecas”, como dice Taigi con deliciosa ironía… En el ambiente culto de la época Heian era casi obligado, entre amantes o amigos que habían pasado la noche juntos, el “poema de la mañana siguiente”, un “tanka” cuidadosamente escrito, acompañado de algún detalle poético (una rama, una flor), que se intercambiaba a través de un mensajero de confianza. Hay numerosos ejemplos en el “Genji monogatari” de Murasaki Shikibu, y la perspicaz Sei Shônagon subraya en su “Libro de la almohada” lo importante que es que un amante sepa despedirse. Un ejemplo temprano, de finales del siglo IX, sería este poema de Mibu no Tadamine, recogido en la antología del “Hyakunin Isshu”: “las horas que preceden al alba / me parecen muy tristes / desde que, al despedirnos, / vi en el cielo la fría / e indiferente cara de la luna”. En otro poema de Sakanoue no Korenori, referido a un amanecer en la aldea de Yoshino, el fulgor pálido de la luna se confunde con el de la nieve recién caída.

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