Dicen sus biógrafos que en la última etapa de su vida Basho hablaba constantemente de religión, filosofía y poesía como si fueran uno y el mismo tema. Diríamos que había alcanzado el ideal de María Zambrano, como vimos en la anterior entrega, tres siglos antes de proponerlo la pensadora malagueña. No cabe duda de que oriente y occidente comparten preguntas y respuestas más allá de sus evidentes diferencias. Desde la intuición que mantenemos en estas colaboraciones, si la filosofía y el pensamiento racional constituyen el hándicap más importante que encontramos en occidente para entender el haiku desde el punto de vista poético que aquí proponemos, en oriente podemos decir que tal hándicap viene del lado de la espiritualidad religiosa. Tal como en capítulos pasados hemos intentado una somera crítica de las poéticas de la racionalidad, hemos de intentar ahora una crítica de las poéticas de la espiritualidad, pues para nosotros ‘razón’ y ‘espíritu’ están impidiendo hacernos cargo de la ‘conciencia’ y, en la experiencia concreta del haijín, desviando la atención de lo que significa la experiencia poética que está teniendo lugar en el haiku.
Es obvio que cada cual asume sus experiencias en base a los códigos que el acervo ha puesto a su disposición, códigos que las distintas tradiciones han ido estableciendo como garantes de una interpretación coherente y verosímil. Debo dejar claro desde ahora, evidentemente, que toda mi discusión en estas páginas queda referida y limitada a esos códigos heredados y configurados culturalmente, y que en absoluto me estoy refiriendo o poniendo en duda la autenticidad de las experiencias particulares e intransferibles que subyacen más allá de toda interpretación.
Si la racionalidad, como hemos repetido con insistencia, es una cualidad de la vida configurada para propiciar la supervivencia, hemos de reconocer que la noción de ‘espíritu’ con frecuencia parece escapar sutilmente de los dominios de la propia razón superviviente. Porque la noción de ‘espíritu’ engloba a todo aquello no estrictamente material que hace posible la propia vida, como si se pudiera deslindar la materia inerte del aliento o fuerza invisible que la dota de movimiento y que permite su conservación. Diríamos, en consecuencia, que el espíritu es propiamente la vida que late en la materia, y en consecuencia causa esencial de la racionalidad, que es la encargada de posibilitar la supervivencia. Sin embargo, cuando la pura racionalidad del animal superviviente evoluciona y madura, por decirlo así, hacia el logos conceptual gracias a las complejas capacidades (lenguaje simbólico, etc) del cerebro de los homos sapiens sapiens, eso que late en la materia haciéndola viviente comienza a ser pensado como una especie de principio generador o vivificador que termina siendo aislado del principio material. Diríamos que cuando la racionalidad se propone pensar lo viviente entiende que algo ha ocurrido en la materia para que ahora aparezca en ella la vida, y ese ‘algo más’ que supone el principio vital sobre la pura materialidad inerte es a lo que terminamos llamando espíritu: un algo inmaterial y dotado de razón que no deja de ser la manera en que la propia racionalidad está interpretando lo que sucede en eso que experimentamos y llamamos la vida. En el fondo es la propia razón la que se está llamando a sí misma ‘espíritu’, reconociendo implícitamente que la materia carece de racionalidad. No es necesario abundar en las consecuencias epistemológicas de esta primaria forma de dualismo, pero sí subrayar que la propia lógica de aquel principio inmaterial de la vida ha propiciado la noción de un espíritu ‘más allá’ de la vida (no ya de un espíritu más allá de la materia), proyectando la idea de una entidad separada que el racionalismo occidental ha terminado pensando como un poder-otro, sagrado y absoluto, creador y mantenedor no ya de la vida sino de todo lo existente, y que tal principio, obviamente, no puede ser otra cosa que un logos superlativo.
Me permito repetir que desde el punto de vista de la experiencia poética de la conciencia que vengo manteniendo, que intuye la existencia en sí como una pregunta en el seno de la totalidad, se puede decir que la aparición de la vida supone la salida de la materia hacia su propia problematización, es decir, que la vida sería la pregunta que ha surgido en el seno de la materia, de forma similar a como la conciencia es la pregunta que ha surgido en el seno de la vida. En este proceso, que ya hemos comentado en capítulos anteriores, el inicio del despliegue de la existencia (el momento en que surge la energía primigenia) puede concebirse poéticamente como el ‘momento de problematización’, el momento en que se está produciendo la pregunta en el seno de la totalidad. Es esta especie de crisis radical de la totalidad (a eso podríamos llamar ‘nada’ desde el punto de vista poético, pues la totalidad quedaría huérfana, vacía de identidad e impelida hacia una identidad posible de realizar o de frustrar) la que produce el proceso de la existencia, que ya siempre será un proceso de la pregunta (por qué se ha producido una crisis de identidad en la totalidad): la energía primigenia, como decimos, sería la primera forma de la pregunta; la materia, la pregunta que surge en el seno de la energía; la vida, la pregunta que surge en el seno de la materia; y, en el decisivo estadio presente, la conciencia como pregunta que surge en el estadio de la vida (la manera en que la vida no queda encerrada en sí misma sino abierta a un horizonte posible) y el momento decisivo en que se explicita que todo el proceso de lo existente se constituye en pregunta. Podemos intuir, en principio, que la racionalidad religiosa o espiritual se va a caracterizar por no asumir esa sucesiva problematicidad, ofreciendo diversos caminos de sentido, diversos tipos de respuesta, diversas propuestas para no asumir la pregunta como pregunta intentando resolver el estado problemático de la existencia como tal.
Ya hemos dedicado un capítulo a intentar entender el fenómeno de la conciencia poética (la conciencia como pregunta), y no nos detendremos en eso ahora. Lo que sí parece claro es que la racionalidad (que ya hemos dicho que emana de la estrategia biológica) solo puede pensar el proceso de la existencia desde el punto de vista de la vida que le es propio. Esa limitación marca el camino de la filosofía y de la religión. Precisamente estamos intentando hacernos cargo de la conciencia poética y esto conlleva inevitablemente una problematización radical de dicha limitación. Quedarse en lo que se puede entender racionalmente es quedarse en el ámbito de la vida fáctica, superviviente, y esto ha significado, entre otras cosas, la franca estimación del principio vital, valoración que ha tenido un lógico correlato en la desvalorización del principio material. Establecido grosso modo el drama entre materia (impura, corrompible) y espíritu (puro, eterno) como la lucha esencial de lo viviente, las religiones del próximo oriente (judaísmo, cristianismo e islam), que han terminado siendo las religiones de occidente, han proyectado su resolución subrayando la divinización del espíritu y la consecuente demonización de la materia (aunque el islam no presente una dicotomía tan radical) y, en términos generales, como una llamada a un más-allá-de-la-materia donde el Espíritu puro acoja a los ya liberados del cuerpo (fuerza unificante pos-existencia), mientras las religiones del lejano oriente (hinduismo, confucianismo, taoísmo y budismo) se han propuesto desactivar el drama apostando por la posibilidad de salir de la vida no a un más-allá-de-la-materia sino a un antes-de-la-materia, es decir, a un estadio anterior a la vida, anterior al espíritu, anterior a la materia… en definitiva, a una progresiva regresión a la nada originaria (fuerza unificante pre-existencia).
Así pues, tanto la ‘respuesta’ occidental como la oriental proponen un reencuentro con la pura facticidad: occidente en la forma fáctica de un Todo-Uno que reabsorbe lo existente superando la problematización que supone, y en oriente en la forma fáctica de una Nada que obvia lo existente diluyendo igualmente su presencia problemática. La pregunta por la existencia (la existencia como pregunta) queda pues respondida en ambos casos, porque ya sabemos que la racionalidad tiene esa capacidad de responder o, lo que es lo mismo, esa incapacidad para mantenerse en la pregunta, que es lo que nosotros pensamos que sí hace posible la conciencia poética. Lo que me importa subrayar es que en ambas tradiciones el proceso de la existencia no solo resulta oscuro y penoso para el que ha de luchar para sobrevivir, sino que también carece de verdadera significación para la totalidad: desaparecerá por reabsorción en el Uno (Otro) fáctico, o desaparecerá por disolución de su propio espejismo de pompa de jabón en la Nada. Cualquier quehacer del hombre consistirá, por tanto, en transitar uno de estos caminos: huir hacia adelante o huir hacia atrás. Sería interminable pormenorizar la infinita fenomenología en que se concretan estas opciones: desde el heroísmo moral y espiritual como salvoconducto para la ‘salvación’ futura hasta el intento de anular la misma pulsión vital para regresar a la pura indiferencia del olvido. En cualquier caso, la adhesión a un camino, sea el que sea, parece la obsesión de la racionalidad, en franca coherencia con su propio dinamismo de resolución de problemas.
Desde el punto de vista de la experiencia poética de la conciencia, que asume la existencia como pregunta, ya no es sostenible la noción de una totalidad fáctica y por tanto ha de descartarse todo proyecto de reabsorción, reunificación o disolución en el uno-totalidad-nada, puesto que la presencia de lo existente está advirtiendo de que la propia totalidad ha entrado en un proceso desconcertante. Es el estadio de la conciencia poética (que es el estadio actual de la existencia) el que nos coloca en esta tesitura de asumir la pregunta como pregunta. Pero es obvio que el reinado de la racionalidad sigue y seguirá orientando hacia la búsqueda de respuestas, algunas plenamente asentadas en nuestras tradiciones y otras que se desarrollarán en el futuro conforme avance la ciencia y la técnica, o surjan espiritualidades alternativas a partir de nuevos sincretismos.
El hecho de que la tradición del haiku hunda sus raíces en el lejano oriente implica necesariamente que es desde aquellas mentalidades desde las que la racionalidad ha configurado una noción de la experiencia del haijín y, por lo tanto, de lo que está ocurriendo en el haiku. El profesor Rodríguez Izquierdo así lo afirmaba en su estudio imprescindible: “La espiritualidad india, el espíritu práctico chino y la simplicidad japonesa sustenta a una la flor del haiku” (1972, p. 35). La profunda intuición de que nos encontramos inmersos en una totalidad fáctica marca la génesis de los procesos espirituales de aquellas zonas del mundo con mucha más claridad que los procesos abiertos desde las llamadas en occidente ‘religiones del libro’. Estas, que han configurado la creencia en un Ser superior y absoluto (ya sea una realidad personal o metafísica), digamos que han establecido un dualismo que permite una cierta ‘relación’, aunque evidentemente sea una relación de sumisión absoluta que se traduce en la obediencia a los términos de una alianza o mandato divinos. En oriente, sin embargo, la ausencia del componente personalista, la ausencia de un Dios-Otro, hace más palpable la pura facticidad del Todo-Nada en el que nos movemos y existimos.
En lo que coinciden ambas tradiciones, y es necesario recordarlo, es que tanto en oriente como en occidente la escritura poética queda enmarcada en el estadio de la racionalidad, en el ámbito de una determinada manera de comunicar experiencias que requieren de una cierta modalidad de lenguaje que permita ampliar el horizonte de la pura literalidad, lo que entendemos como expresión literaria, tan concienzudamente estudiada por las ciencias del lenguaje. Las experiencias espirituales, sutiles y subjetivas, obligan a algún tipo de distorsión o alternativa al lenguaje convencional cuando intentan comunicarse, porque están lejos del pragmatismo inmediato que requiere la simple intercomunicación social. Pero lo que quiero subrayar es que, en un sentido muy general, en el ámbito de las religiones no puede haber ‘experiencia’ poética sino ‘expresión’ poética de la experiencia espiritual o metafísica. Para la conciencia poética que aquí mantenemos, la palabra (poética) no expresa experiencias ni comunica mensajes a un interlocutor, sino que significa que lo existente ha alcanzado el estadio de la conciencia. Si la noción del haiku como ‘expresión’ poética nos permite pensar en una ‘experiencia’ subyacente que puede ser religiosa, espiritual, estética, literaria, metafísica, o de cualquier otra índole, la noción del haiku como ‘experiencia’ poética nos obliga, a mi juicio, a pensar en el estadio de la conciencia que vengo proponiendo. Este es el sentido genuino del haiku desde nuestro punto de vista, pero es evidente que tal estadio de la conciencia que nosotros concebimos como apertura a la posibilidad de superación de lo fáctico, es entendido en las tradiciones espirituales como un estricto y contundente ‘dar razón de lo fáctico’.
Este dar razón (o como suele decirse impropiamente –porque se confunde conciencia con racionalidad– ‘tomar conciencia’) de lo fáctico está muy desarrollado en las espiritualidades del lejano oriente, las que han determinado la interpretación ‘canónica’ del haiku. Aunque los antiguos textos védicos podemos considerarlos como un intento de ritualizar la propia supervivencia frente a los poderes divinos, la sensibilidad racionalista del hinduismo quedó prefigurada en la noción de ‘samsara’, que comparte con muchas otras religiones antiguas, y que concentra la intuición de que los ciclos de la vida-muerte-renacimiento giran sin principio ni meta, en una primera idea de la manera en que fluye la existencia humana en el general desarrollo de la facticidad de lo existente. Si alcanzamos la sabiduría que nos haga conocer de las leyes que nos vinculan al universo y orientan su incesante despliegue fáctico, entonces podremos liberarnos del proceso, pero no para inaugurar la posibilidad de un camino libre, creativo y desconocido sino para regresar al origen (una especie de nada divinizada) donde nos espera una paz perpetua a salvo de dolorosas reincidencias. Es evidente, desde el punto de vista que mantengo aquí, que la vida en rotación permanente tiene una definitiva connotación negativa en oriente, similar a la connotación negativa que las religiones occidentales expresan con la caída y la expulsión del edén. De cualquier manera, se impone la vuelta al Principio indiviso y pleno, donde se alcanzará la superación de la existencia aparente, la salida del samsara. El hinduismo concibe la conciencia (atmán) como conciencia de la ley de lo fáctico, y la ley de lo fáctico (karma) como la posibilitadora del despliegue de la vida, es decir, de la causalidad biológica. La paradoja se impone: aceptando radicalmente la ley es como podemos superar la angustia de la ley. Lo que se persigue, lógicamente, no es superar la ley sino alcanzar un estado en el que se favorezca su cumplimiento, un estado de no problematización. Esta contradicción tiene que ver, desde el punto de vista poético, con la extraordinaria extrañeza que introduce en lo fáctico la aparición de la conciencia, extrañeza a la que no se le ve sentido alguno desde la racionalidad. Superar la conciencia y conformarse con la pura racionalidad fáctica es entonces el camino del karma que nos garantiza quedar a salvo de la angustia. En un sentido radical, el vaciamiento de la conciencia ha buscado fórmulas prácticas desde antiguo, siendo el yoga una de las más desarrolladas. Pero lo evidente es que la supuesta ‘caída’ tiene que ver con la conciencia, origen de la percepción angustiosa de lo fáctico en las religiones orientales y origen de la liberación desobediente que condena a los padres del Génesis hebreo. En efecto, el espíritu divino no tiene conciencia ni la necesita, simplemente es. La aparición de la conciencia, entonces, se muestra claramente como la gran contradicción en el proceso de la facticidad.
A partir de estas intuiciones metafísicas que configuró el hinduismo, se produjo en oriente, a mi juicio, una paulatina asimilación personalista e histórica que condujo a una especie de traducción cívica, moral y política de estas creencias. Confucio (551-479 a C.) imprimió un carácter divino a la facticidad pura del Cielo, a cuyo orden sagrado debía someterse el hombre. Todo rueda de forma inmutable, siempre idéntica, y mantener el orden constituye la esencia de la responsabilidad moral del hombre, que consiste en aceptar una jerarquía polarizada (cielo-tierra, soberano-súbdito, padre-hijo, marido-mujer…). Lao Tze (VI-V a C.) perfiló esta armonía como una dualidad mística de contrarios, que vendría a ser la primera manifestación existencial de una unidad oscura anterior a toda diferencia (Tao), y que como tal armonía prediseñada desde el origen requiere la no intervención (la doctrina del no obrar) que la proteja de cualquier perturbación, lo que viene a ser otra forma de regreso al un estado pre-consciente. La identidad del Tao se desarrolla en la existencia fáctica de los dualismos en equilibrio, y es ese equilibrio el que la espiritualidad taoísta se propone garantizar, antes de que todo vuelva a la unidad oscura originaria. Esta doctrina del Tao subraya la creencia en la unidad indisoluble del hombre con la naturaleza, que será uno de los aspectos más importantes en la configuración de la mentalidad religiosa china y que influirá decisivamente en los monjes errantes japoneses.
Pero el orden teórico de las doctrinas choca muchas veces con la experiencia del mundo real. Cuando el príncipe Gautama propone su reinterpretación o praxis concreta del hinduismo tras recibir la iluminación, parece claro que su objetivo no es otro que liberar la vida de la propia supervivencia, puesto que la lucha (el deseo) por sobrevivir es la que alimenta el dolor desde el nacimiento de cada hombre y desde el inicio de la vida. Cuando el budismo plantea el nirvana como plenitud posible tras la superación de los esfuerzos de la supervivencia, nos conduce, sin más, a la ‘nada’, que podemos entender que se trata de una facticidad sin desarrollo, que se ha logrado detener y que carece de auto cumplimiento, porque en el fondo el budismo se ha percatado de que el sufrimiento es la manera que el hombre tiene de experimentar el desarrollo de la propia supervivencia fáctica. La envergadura del budismo consiste, a mi entender, en que propone la paralización o clausura de la dinámica de la existencia, pero el hecho de que a la no supervivencia se la considere un estadio superior a la vida conlleva un acto de fe religiosa o metafísica en una divinidad al margen de los procesos de la existencia. Dicho de otra manera, el ‘horizonte último’ al que señala el nirvana sería no solo la liberación del estadio de la vida sino también del estadio de la existencia, y la consecuente religación con el estadio pre-existencial de la facticidad pura, si es que pudiéramos decirlo así. Si el hinduismo proponía la regresión a un estadio pre-conciencia, el budismo directamente propone la regresión a un estadio pre-vida e incluso pre-existencia. Sin embargo, a mi juicio, el ‘horizonte próximo’ del budismo es regresar al estadio de la pura materialidad fáctica en su camino hacia la nada originaria, superada la ficción de la vida encarnada y el sufrimiento inútil que provoca mantenerla. Nuestra pregunta de por qué surge la encarnación de la nada, por decirlo así, no tiene sentido para el budista, que ya ha comprendido (iluminación) que la pregunta surge en el nivel de la existencia y, por tanto, es tan ilusoria como ella. Es obvio que la negación de un significado para la existencia supone, de facto, la negación de que se esté produciendo una pregunta, como nosotros proponemos. Pero también hemos de reconocer que la estrategia budista para negar la pregunta es una forma de ‘respuesta negativa’, por decirlo así. En el fondo, es la problematización de la existencia como tal la que se persigue resolver.
Desde mi punto de vista, es totalmente legítima y lógica la interpretación del haiku desde la tradición budista, en el sentido de que el haijín está teniendo una experiencia radical del estadio de la pura materialidad fáctica, como si tal materialidad pudiese dejar constancia de sí misma, tal vez reivindicando algún tipo de ‘racionalidad’ al margen de la vida. El haiku daría constancia de la ausencia de un sentido más allá del puro fenómeno de la facticidad material, puesto que tal constatación es más radical que la constatación de que en tal fenómeno late un soplo vital. El soplo vital constituiría la propia materialidad del fenómeno, no supondría un estadio diferente. La vida estaría clausurada dentro de la materia. La libélula que revolotea suspendida sobre el agua del arroyo no sería, en sí, un fenómeno de la vida de la libélula, sino un fenómeno de la materialidad fáctica del mundo. De igual manera a como la libélula no tiene conciencia de estar viva, ni de ser libélula, ni de encontrarse levitando en el agua que fluye, así mismo el haijín no añade conciencia a tal fenómeno, sino que explicita la facticidad sin más sentido que sí misma, se hace materialidad con la materialidad, porque el haijín budista ya ha alcanzado esa no diferenciación radical con la facticidad del mundo; es, en sentido estricto, mientras escribe el haiku, lo mismo que es la libélula mientras levita en el arroyo. En este sentido, podemos pensar que el budismo zen, interesado en comprender la naturaleza de la mente, termina desarrollando una especie de mente de la naturaleza, es decir, la manera en que la naturaleza da cuenta de sí misma al margen de las diferencias y oposiciones introducidas por la racionalidad superviviente. Sea como fuere, está claro que toda esta tradición espiritual (que en absoluto pretendo conocer o resumir en estas torpes líneas) conlleva la necesaria facticidad de la existencia, que es en realidad la única intuición que aborta la posibilidad de una conciencia poética tal como nosotros la concebimos. Si la tradición filosófica y psicológica occidental piensa la conciencia como una cualidad de la mente en orden a potenciar la racionalidad de la supervivencia fáctica, la tradición oriental piensa la conciencia como una cualidad de la mente en orden a revertir la supervivencia fáctica. Occidente busca un más allá de la vida, oriente un antes de la vida.
La noción del haiku como constatación de la facticidad de lo existente está muy asentada y tiene, como vemos, una tradición espiritual profundísima detrás. Para el Zen, el “ir por donde no sabes”, que nosotros hemos tomado como lema, es adentrarse en un camino que ya es guía, un camino que ya es Maestro de quien camina. Diríamos que el “no saber” se constituye en Maestro del caminante, en la esencia del camino. Tal identidad convierte el “no saber” en el único saber verdadero, en aquello que nos está enseñando el Maestro para que podamos seguir el camino. Esta tautología sutil creo que queda lejos de lo que nosotros entendemos por conciencia o estadio de la existencia no fáctico. La liberación de lo que ya sabes para alcanzar un saber superior, un estado de mayor plenitud y menor sufrimiento, es ya una ‘camino’ que el budismo predetermina y enseña, con un claro objetivo, muy distante pero no tan diferente al camino de la ascesis espiritual de la mística occidental. La lógica subyacente a la ‘iluminación’ del satori zen tiene que ver con el paso de la ignorancia o engaño en que vive el hombre preocupado por los avatares de la supervivencia al ‘conocimiento interior’ que le permite descubrir que solo existe el instante presente donde todo está siendo creado y disuelto a la vez. Ese ‘conocimiento’ es un momento de no-mente, de no-pregunta, de no-conciencia, de no-diferencia. Suzuki proponía que no existe antagonismo entre Hombre y Naturaleza, entre Dios y Naturaleza, entre Uno y Todo, porque toda diferenciación es una especie de ilusión óptica que hay que corregir, puesto que solo existe la identidad de lo Fáctico. Como podrá entenderse, la aparición de la conciencia de la pregunta que nosotros asumimos problematiza esta unidad panteísta-fáctica. Y lo que decimos es que esta Unidad Esencial es la herencia invisible de la racionalidad que ha quedado a salvo en la espiritualidad oriental a través de la metafísica.
El estadio de la conciencia poética del que nosotros hablamos no significa solamente la salida de la racionalidad fáctica, sino la apertura a una experiencia de extrañamiento radical (la pregunta como pregunta) en el seno de la totalidad. Desde el budismo zen se interpreta el haiku como reconocimiento de la facticidad pura donde no tiene sentido ningún razonamiento o cambio, puesto que todo es como es para siempre. Solo hay que constatar una y otra vez tal identidad fáctica absoluta. El lenguaje queda en suspenso. En sí mismo solo posibilita la perpetua repetición. No hay discurso hacia el saber porque ya está ahí delante lo que se sabe: el sentido ha sido descartado. Esto posibilita al haijín dar cuenta de la facticidad sin más. Barthes (2016) lo define bien: “[En el haiku] reconocemos una repetición sin origen, un acontecimiento sin causa, una memoria sin persona, un habla sin amarras”. Pero lo que nosotros decimos es que esta pura facticidad radical se convierte en sí misma en sentido (origen y respuesta) de sí misma. Si el haiku fuese sencillamente la auto-contemplación de la facticidad, tendríamos al menos que preguntarnos qué necesidad tiene la facticidad de auto-contemplarse. Desde el punto de vista de la conciencia poética que aquí mantengo, la palabra del haiku viene a evidenciar que eso que estaba en el mundo fáctico (la libélula sobre el agua del arroyo) ahora está en la conciencia, y que tal suceso supone un extrañamiento radical en el proceso de la existencia. Porque no se trata de una designación, de un señalar de la razón que dice mediante el lenguaje que ha visto a una libélula sobre el agua del arroyo, sino que se trata de que la libélula que solo estaba en la libélula, el agua que solo estaba en el agua y el arroyo que solo estaba en el arroyo, ahora están en la palabra, y estar en la palabra es estar en otro nivel de existencia. Por eso hemos dicho ya, y repetimos ahora, que lo que sucede en el haiku es el haijín. Que la libélula sobre el agua estaba ya allí desde siempre, pero que ahora está en la palabra y este tránsito, esta novedad, es de tal calibre que nos obliga a asumir que algo extraño, imprevisto e innecesario desde la pura facticidad, se ha abierto camino en el orden de la existencia. Asumir esa extrañeza, y asumir que nos lleva al no saber (pero que nos saca del saber) es lo que yo entiendo por experiencia poética de la conciencia, que el haiku muestra con especial transparencia.
Es cierto que cuando el haijín escribe que la libélula levita sobre el agua del arroyo, la punzada de su pura sensación no necesita pasar por la racionalidad. Diríamos que los sentidos se convierten en la puerta de la conciencia, directamente, porque la conciencia es conciencia de los sentidos: eso que tienen los sentidos es conciencia. El origen del asombro está, a mi juicio, en que son los sentidos en los que aparece la conciencia. Lo que la metafísica budista entiende por unidad original entre el observador y lo observado, nosotros lo entendemos como que la cosa misma ha alcanzado el estadio de la conciencia que somos nosotros. Por eso hemos dicho muchas veces que la conciencia no pertenece al hombre sino que es un estadio de la existencia. La libélula del arroyo alcanza el estadio de la conciencia en eso que llamamos experiencia del haijín. El haijín es la conciencia de la libélula y del arroyo. No es alguien separado que habla de ellos, sino ellos mismos en un estadio de existencia diferente a la pura facticidad material o viviente. Pero tal estadio de la conciencia no es meta ni sentido, es el estadio actual, que permanece abierto. Cuando el haijín Issa dice “bajo la flor de té / juegan al escondite / los gorriones”, está alzando un canto de alabanza inexplicable, el canto de la materia y la vida alcanzando el estadio de la conciencia, y eso significa una apertura radical de la materia y la vida hacia un horizonte imprevisto desde lo fáctico. Desde la experiencia poética podemos afirmar que los propios gorriones que juegan al escondite bajo la flor de té están alzando un canto de apertura desde sí mismos, y que ese canto es Issa.
Las espiritualidades de occidente y de oriente parecen conducirnos hacia el reencuentro o la reabsorción en una divinidad fáctica que nos espera al final de nuestro camino por la existencia, sea ese un camino hacia el futuro o hacia el origen. Desde la experiencia poética, sin embargo, toda la existencia se encuentra jalonada de aperturas. Pensar el haiku desde la conciencia poética que proponemos invita a reconocer que la pregunta está ocurriendo ahora y solo tiene sentido como pregunta. La pregunta no puede ser respondida. Lo abierto no puede ser ya clausurado.