Como nací miedoso, siempre odié cargar un rifle. Sin embargo, cuando estaba en el preparatorio para la universidad, hice ejercicios de tiro al blanco con un Mauser, pero aparte de esa ocasión nunca usé una pistola, ni siquiera en la sala de tiro; y, la simple vista de una persona que lleva una pistola, me produce una desagradable sensación de peligro, de modo que nunca tuve la idea de ir a la caza por placer, aunque me lo aconsejaban insistentemente. ¿Fue el año pasado? Me enteré de que un tal Iwasaki había matado sin querer a un amigo suyo, un estudiante. Me pareció insoportable, a pesar de que era alguien completamente desconocido para mí. Después de esto, a petición legítima del padre de la víctima, la familia Iwasaki encontró una solución honorable de resarcir el mal hecho: se elaboró un compromiso escrito de familia según el cual, en lo sucesivo, ninguno de sus miembros cazará. Es un resultado positivo, pero desde este episodio he llegado a sentir una creciente ansiedad por la caza en general.
Sin embargo, en los últimos tiempos, a medida que mi idiotez crece, me he vuelto incapaz de razonar ciertos textos y, por último, nada me regocija ni me distrae tanto como las historias de caza que se publican en los periódicos. Según un cierto monje budista, no hay nada tan cruel como la caza: matar por sorpresa, desde atrás, un pájaro y la alegría de su canto, sería exactamente como derribar a un hombre que se regocija por componer la estrofa inicial de un poema encadenado, nada es más espantoso. No hay nada malo en ello, y aunque desde el punto de vista del pájaro el acto es ciertamente abominable, la gente común, cuando caza, se siente verdaderamente inocente y digna de simpatía; y es por eso que prefiero escuchar sus historias de caza en lugar de historias de política o economía: son más entretenidas.
Además, la caza se practica en el campo, y por este mismo hecho las historias de caza están a menudo cargadas de sabor. Los buenos disparadores, en particular, no se jactan de multiplicar innecesariamente las capturas matando gorriones o gallinas, se regocijan más bien por descubrir caminos. Desafortunadamente, son muchos los que no son conscientes de la belleza, y cuando se presta oído a sus historias, son en su mayoría insípidas, lo cual es una vergüenza. Las historias de caza, como digo, hablan de paseos por el campo, y por supuesto, no es cuando cuentan cómo se matan las aves lo que nos interesa, sino cuando recrean lo que hay a los lados. Sin embargo, son raros los narradores que saben cómo seducirnos así. Recientemente en la revista El Amigo de la caza (Ryóyu), se contaban las cacerías del profesor Iijima en Alemania. Como la narración era muy detallada, resultó mucho más interesante que de costumbre. Iijima, por ejemplo, explicaba que cuando él fue a cazar a la reserva del embajador Inoue, cada uno trajo de casa una comida japonesa, que luego tomaban con sake Masamune y les llevaba a enseñar japonés a un cazador alemán que les acompañaba. Así, en el artículo, encontramos pasajes como éste:
“Luego, en el interior, durante las comidas, por ejemplo, le enseñé a responder ¡hei! cuando golpeaba mis manos. Pero el paisano me contestaba ¡hi! con acento extranjero. Es un fragmento de la vida diaria en verdad divertido, hasta el punto de partirse uno de risa”.
De hecho, es muy divertido de leer. Me gustaría que todas las historias de caza se contaran como esta. ¡Qué estoy diciendo! me gustaría incluso que entraran en más detalles. Así la caza, incluso podría escapar a la crueldad.
…comentarios al texto
Componer la estrofa inicial (hokku), de un poema encadenado (renga), era en Japón todo un honor entre los poetas, por ello el monje budista presenta la desgarradora imagen y compara cazar un pájaro de gozoso canto con abatir a alguien que acaba de componerlo (esta anécdota, será de nuevo retomada por Shiki en la entrada 55).
El profesor Iijima al que se refiere, es Iijima Isao (1861-1921), prestigioso ornitólogo japonés. Igualmente cuando habla de Inoue, se refiere al Sr. Inoue Katsunoshin (1861 – 1929) embajador de Japón en Alemania por aquél entonces.
El sake Masamune aún perdura y es de los más antiguos de Japón: la marca se fundó en 1659.