Julio 2020

Haibun 7

«La media de vida de tu perro es de diez años».

Me maquillo y pienso
en la inocente y refutable idea
de sobrevivir a Duque.
Tres franjas de caléndula
en las mejillas: zasssss,
como un indio americano.
Tres franjas de rosa mosqueta
en la frente: zasssss,
como un indio sivaita.
Formo parte de una tribu que está
librando una global batalla
contra un minúsculo enemigo.
Busco la fuerza del guerrero
en el ladrido
que al final de la escalera
me está esperando.

Las idas y venidas del viento
y amanece.

En el remolino de hojas
sube y baja
una pelufa de miraguano.

Este silencio inmenso tan lleno
de vida y tierra.
El gris del cielo antes de la lluvia.
El carril que parece más largo hasta la higuera pero tiene los mismos pasos que para llegar al pozo.

Cien metros a la derecha.
Cien metros a la izquierda.
Es todo cuanto hace falta para llevarnos al vórtice de una tormenta de primavera.
Nos dejamos mojar muy quietos,
que cale lento el agua limpia,
dejando que el agua cure.

«Siempre que se pueda
hay que comer
la fruta bajo el árbol».
Si mi abuela viera las manos sucias
por la pulpa de los nísperos…
Uno para Duque, otro para mí.
Dos para Duque, uno para mí.
Los huesos bien brillantes
se van manchando de barro.

Sigue lloviendo –
De lindero con la acequia
un rosal silvestre.

Si no fuera por tantas muertes.
Si no fuera por tanta ruina…

El perro quiebra
el tallo de un ajo
cubierto de caracoles.

Cuarenta días la puerta
cerrada a la ciudad.
Cuarenta días el corazón
rodando por un huerto.
Oliendo.
Plantando.
Cuidando
la cadencia del tiempo que hace falta
para domesticar la prisa.

 

                                                                                       Ángeles Hidalgo Villaescusa
Murcia (España)

 

 

Haibun 8

Mar del Norte

Visitar la costa se hizo realidad el sábado por la mañana. Con una cámara de fotos y un pomo de agua nos montamos los tres en un coche. Hablábamos de Haiku, literatura contemporánea y de nuestros escritores preferidos cuando nos invadió el olor a mar. Solo así nos dimos cuenta que la ciudad hacía rato había quedado detrás. La brisa se hizo más fría. El sonido de los cascos del caballo contra el asfalto y el silbido del cuje del cochero, era lo único que rompía el silencio matutino. A lo lejos se podía ver el mar como un plato. Desde ya estirábamos el cuello, buscando recoger las primeras impresiones.

Las piedras de la orilla tenían ese color opaco, típico del invierno. Sobre ellas, descubrimos restos de ostiones y un musgo carmelitoso que evitamos pisar. Algunas ofrendas esparcidas adornaban el lugar. Desde un lugar firme pudimos divisar todo el mar. Una gaviota nos regaló sus más atrevidas maniobras. Una, dos, tres veces ¡plaff! en picada. Creo que fue en su último intento que pudimos capturarla con la cámara. Luego se sucedieron otras fotos: La de un cayito que estaba cerca de la costa y que daba deseos de llegar hasta él nadando. La que nos hicimos debajo de una mata de mangle. Y otra, en la que uno de nosotros quiso salir solo acompañado del horizonte como fondo. A medida que levantaba la mañana el viento se hacía sentir. El mar abandonaba su serenidad para convertirse en pequeñas olas. Fue entonces que decidimos sentarnos sobre unas piedras. A lo lejos, el vaivén de una boya, más cerca el sonido de las hojas del mangle. Luego pedí un sorbo de agua. Entre cuento y cuento el tiempo pasaba volando, mientras que a cada rato sentíamos como las olas nos salpicaban los pies.

 Amanecer…
tomando el sol sobre una piedra
el perrito de costa.

 Mar del norte
las raíces de mangles
llenas de sargazos.

                                                                                          Miguel Ángel González
                                                         Cárdenas (Cuba)