En la antigua Irlanda -cuenta Robert Graves-, el “ollave”, o maestro en poesía, se sentaba al lado del rey a la mesa y tenía el privilegio, que nadie más que la reina poseía, de llevar seis colores diferentes en sus ropas… Con igual dignidad eran tratados, en otras culturas, el chamán, el rapsoda, el aeda, el poeta-mago, pues se creía que la inspiración y el canto eran dones divinos. El propio Platón, que excluía a los poetas de su República ideal, hablaba del “entusiasmo”, es decir, de la posesión del poeta por Zeus, de su endiosamiento sagrado. ¿Qué valor tiene hoy la poesía, en estos tiempos de penuria? ¿Qué papel desempeña el poeta en una sociedad ruidosa y desacralizada? “Malos tiempos para la lírica”, advertía Bertold Brecht: “¡Qué tiempos éstos en que hablar sobre árboles es casi un crimen/ porque supone callar sobre tantas alevosías!”
La creación del mundo está asociada a la palabra. Es el “hágase” del Génesis y, por extensión participada, la palabra del poeta, como señalada claramente la etimología griega de “poeta”: “el que hace, el hacedor”. La verdadera poesía es sagrada, por tanto, en un doble sentido: en cuanto crea o celebra la realidad, y en cuanto participa de la creación primordial y de la inspiración divina. A lo largo del tiempo, la poesía ha ido perdiendo ese fundamento, porque el hombre ha expulsado de su vida a los dioses, estableciéndose en la penuria. De ahí que Heidegger escribiera en “Sendas perdidas”, glosando unas palabras de Empédocles en la obra homónima de Hölderlin (“Estar solo, y sin dioses, es la muerte”): “Poetas son los mortales que cantando con seriedad al dios del vino sienten la huella de los dioses que han huido, permanecen en su huella y de esta suerte otean para los mortales afines el camino hacia el cambio. (…) Ser poeta en una época de penuria significa: reparar cantando en las huellas de los dioses huidos, de ahí que el poeta diga lo santo en la época de la noche del mundo, de ahí que la noche del mundo sea la sagrada noche en el lenguaje de Hölderlin…”
En estos tiempos de penuria, necesitamos -más que nunca- la poesía: la que capta el instante con sencillez y con verdad, y la de los místicos: la palabra “a oscuras y segura” de Rumi, de Hafiz, de San Juan de la Cruz, que, insuficiente para expresar algo que la rebasa, llega a decir mucho más de lo que dice. Da igual que sea corta o larga. Gran poema es tanto un “haiku” de Bashô como el conjunto de las “Elegías de Duino” de Rilke, una “siguiriya” flamenca o el “Canto a mí mismo” de Walt Whitman. Pero, si la poesía es “la fundación del ser por la palabra”, debemos entenderla como una tarea universal, necesaria y posible, tal como exigía Lautréamont: “La poesía debe ser hecha por todos”. Más allá de los nombres propios, expuestos a la vanidad o a la indiferencia, hay una poesía anónima que nos llega de muy lejos, fresca y viva. Es, en la tradición japonesa, el “poema final” o “poema de adiós” (jisei no ku) del condenado a muerte que, escuchando el canto del cuco, promete seguirle escuchando en el más allá. Es, en nuestra propia memoria, la emoción de una jarcha (“primer vagido de nuestra lengua”, en palabras de Dámaso Alonso), con su melancolía y con su apasionada ternura:
“Vayse meu corachón de mib
¿Ya Rab, sise me tornarad?
¡Tan mal meu doler li-l-habib
enfermo yed ¿cuánd sanarad?
[Mi corazón se me va de mí,
oh Señor, ¿acaso a mí tornará?
¡Cuán fuerte es mi dolor por el amado!
Enfermo está ¿cuándo sanará?]
Algo más cerca, hacia el siglo XV, encontramos en el “Cancionero anónimo” español, dos versos prodigiosos -estribillo de una canción- que expresan la soledad humana con la observación del campo en una lejana y fría mañana de invierno:
“porque duerme sola el agua,
amanece helada”.
Cerrando este guiño sobre poesía anónima, recordamos otra joya de la sabiduría popular: una copla que Juan Ramón Jiménez admiraba especialmente, en su inspirada y desgarrada ambigüedad:
“Quisiera verte y no verte,
quisiera hablarte y no hablarte,
quisiera encontrarte a solas
y no quisiera encontrarte”.
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