Iluminaciones

El satori o iluminación puede llegar a través de mil caminos. Así se afirma en “La barrera sin puerta”, un texto clásico del budismo zen escrito en el siglo XIII por el maestro chino Wu-men Hui’hai, pero hay que cruzar esa barrera, apaciguando la mente alocada y discursiva, creando un espacio vacío donde pueda expresarse -o, mejor dicho, experimentarse- lo inefable. Un viejo maestro, Nan-chüan, marcó para siempre el norte del Zen: «Tu mente ordinaria: ése es el camino». La sonrisa del discípulo ante la flor que le mostraba el Buda en silencio fue el signo de que había comprendido, y a él le transmitió el más precioso, espiritual y trascendental de todos los tesoros, la Verdadera Ley que carece de nacimiento y muerte. Otras veces, el «satori» llega a través del murmullo de un arroyo, al contemplar la estrella de la mañana o al escuchar el golpe de un guijarro contra un bambú… La poesía en general, y el haiku en particular, es uno de esos caminos, como nos recuerda Octavio Paz comentando el célebre poema de Bashô sobre las cigarras: “El pasaje no puede ser más nítido. Mediodía en un lugar desierto: el sol y las rocas. Lo único vivo en el aire seco es el canto de las cigarras. Hay un gran silencio. Todo calla y nos enfrenta a algo que no podemos nombrar: la naturaleza se nos presenta como algo concreto y, al mismo tiempo, inasible, que rechaza toda comprensión. El canto de las cigarras se funde al callar de las rocas. Y nosotros también quedamos paralizados y, literalmente, petrificados. El haiku es satori”. Lo mismo puede decirse del haiku más famosos y más comentado del maestro japones, el del “viejo estanque”: “En la primera línea -escribe Paz- encontramos el elemento pasivo: el viejo estanque y su silencio. En la segunda, la sorpresa del salto de la rana, que rompe la quietud. Del encuentro de estos dos elementos debe brotar la iluminación poética. Y esta iluminación consiste en volver al silencio del que partió el poema, sólo que ahora cargado de significación. A la manera del agua que se extiende en círculos concéntricos, nuestra conciencia debe extenderse en oleadas sucesivas de asociaciones…”

                Este “sabor de zen” -compartido por otros “caminos” de perfección, como el sumie, el ikebana o el kiudo– se intensifica -a veces, de manera paradójicamente sutil- en los jisei no ku o “poemas de adiós”, una tradición de la poesía japonesa, especialmente entre los monjes y los samuráis. El ejemplo más intenso es el “cero” de Shisui (1725-1769): “En sus últimos momentos, los seguidores de Shisui le pidieron que escribiera un poema a la muerte. Cogió un pincel, pintó un círculo, tiró el pincel y expiró”. Un anónimo condenado a muerte espera seguir escuchando al cuco en la otra vida; Kaisho guarda por última vez en su kimono la piedra de tinta; Kari se entristece al ver cómo las flores de cerezo se transforman en nubes que vienen a saludarle (para escoltarle -según la tradición budista- al más allá); Kasenjo (que fue geisha antes de hacerse monja) percibe en el fragor del mar “abismos de frío inconmensurable”; Kizan se pregunta quién cuidará el crisantemo cuando él se haya ido; Renseki confiesa que ya limpiado el espejo de su corazón y ahora refleja la luna; A Uko el canto del ruiseñor le hace olvidar su edad; Tomoemon, actor de kabuki, escucha una melodía y se ve entrando a escena en otro escenario… Ginko ve que su vida se funde como la nieve de primavera; Choshi ve un  pájaro migratorio tomando el camino del oeste hacia el paraíso de la Tierra Pura. Y Kigen se asombra, a sus 71 años, del tiempo que ha durado una gota de rocío… Iluminaciones que evocan otras más cercanas: las de nuestros místicos, las de Rimbaud, o el poema “Matina” de Ungaretti, brevísima impresión captada en Santa Marí La Lonja el 26 de enero de 1917:

                “M’ilumino
                 d’inmenso”

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