Elogio de la penumbra

                Releo, en la indecisa luz que anticipa ya la primavera, un célebre ensayo de Junichiro Tanizaki (1886-1965): “El elogio de la sombra”. Borges plagió ese bello título en otro libro que aludía a su condición de ciego, añadiendo los temas de la vejez y la ética a su universo de espejos, laberintos y espadas. En un texto conmovedor, que en realidad es “una oración”, Borges nos dice: “Pedir que no anochezcan mis ojos sería una locura; sé de millares de personas que ven y que no son particularmente felices, justas o sabias…” Tanizaki aborda la sombra, no como contrafigura de la visión, sino como trasfondo y fermento de la percepción estética del Japón tradicional.

                   De manera sutil, con la precisión de un poeta, Tanizaki nos va revelando en este breve ensayo -que muchos consideran su obra maestra- los fulgurantes secretos de la sombra: una sombra que, no siendo absoluta, va siempre de la mano de la luz, evocando el silencio, la penumbra, una cierta austeridad callada. No es, sin embargo, un ensayo sombrío, sino luminoso, vivísimo, volcado hacia la totalidad de lo real, abarcando en el arco de la belleza lo más refinado y lo más rutinario. Tanizaki sintoniza con el gran poeta Bashô, que definía el haiku -ese breve poema de 17 sonidos- como “el camino ordinario”, “lo que ocurre aquí, en este momento”. En el haiku, que trata de fijar la eternidad del instante, abundan las observaciones de penumbra: en la oscuridad muere y se aja el crisantemo, se adensa la nieve, se olvida el ciego de sí mismo, se desdibuja una colina anónima, se aviva la brasa, se expande el sonido de una campana o el canto ensimismado del ruiseñor, se funden los enamorados…

                Partiendo de elementos corrientes, como los tabiques móviles o shôji, con la lechosa claridad del espeso papel blanco, Tanizaki defiende una estética basada en la naturalidad y en la sencillez, tratando de conciliar las pautas de la vivienda tradicional japonesa con las comodidades de la técnica: cañerías, ventanas de cristal, estufas de gas o estufas eléctricas. El ensayo discurre, deliciosamente, a través de una nostalgia razonada, haciéndonos ver, por ejemplo, la sensualidad del retrete de estilo japonés, concebido para la paz del espíritu, “donde, al amparo de sencillas paredes de superficies lisas, puedes contemplar el azul del cielo y el verdor del follaje”: “Aun a riesgo de repetirme, añadiré que cierto matiz de penumbra, una absoluta limpieza y un silencio tal que el zumbido de un mosquito pueda lastimar el oído, son también indispensables.” Este ejemplo es bien expresivo, porque demuestra la impregnación poética del lugar más sórdido de la casa, merced a una estrecha asociación con la naturaleza, armonizando con el sonido de la lluvia, el canto de los insectos, el gorjeo de los pájaros y las noches de luna.

                El escritor se ocupa también de otras cosas “divinas”, como el papel hôsho, “similar a la aterciopelada superficie de la primera nieve”; la pátina que va oscureciendo los objetos de metal; la exquisita turbiedad del jade o las ligeras nubes que turban el cristal del Japón; la intimidad que exhala la luz de los viejos candelabros, realzando las belleza de las lacas y sus reflejos profundos y espesos en las superficies negras, marrones o rojas, con infinitas “capas de oscuridad”: “No es que tengamos ninguna prevención a priori contra todo lo que reluce, pero siempre hemos preferido los reflejos profundos, algo velados, al brillo superficial y gélido; es decir, tanto en las piedras naturales como en las materias artificiales, ese brillo alterado que evoca irresistiblemente los efectos del tiempo…”

                La verdadera contemplación requiere penumbra: la densidad indefinida de la sopa roja de miso estancada en el fondo del cuenco; los colores de ese dulce gelatinoso llamado yôkan sobre una bandeja lacada; el realce de los alimentos blancos cuando emergen de la oscuridad… Y, en el teatro nôh, la sensualidad de los rostros, realzada por los trajes marrón mate o verde sobrio y por la oscuridad del escenario. Los edificios religiosos y civiles reiteran ese “sabor de zen” en la sombra vasta y profunda que proyectan los aleros y en la luz indirecta y difusa que filtran los shôji, equilibrada en la sala de estar por la relativa profundidad del cuadro o la composición floral que adornan el hueco del tokonoma.

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