En su viaje hacia el Norte profundo, Bashô describe su emoción al visitar el templo de la montaña, en Yamagata, famoso por su silencio: “La montaña es un hacinamiento de rocas y peñas, entre las que crecen pinos y robles envejecidos; la tierra y las piedras estaban cubiertas por un musgo suave y todo parecía antiquísimo… Di la vuelta por un risco, trepé por los peñascos y llegué al santuario. Frente a la hermosura tranquila del paisaje, mi corazón se aquietó…” Era verano. En el ardor del mediodía, el canto de las cigarras taladrando las rocas hacía más hondo aún el silencio. El lugar, conocido popularmente como Yamadera, fue fundado hace más de mil años. Bashô lo visitó en 1689. Una estatua del poeta, el famoso poema de las cigarras grabado en piedra y un museo conmemorativo mantienen vivo su recuerdo.
El sol alcanza su cenit y en ese instante desparece la sombra vertical. Es la hora que Jorge Guillén identifica con la perfección: “Es el redondeamiento / del esplendor: mediodía”-. En el centro de cielo, el sol se afirma como fuente luz, de calor y de vida, evocando -en la simbología védica- el sol espiritual, inmóvil en el centro del ser, también llamado “ojo” o “corazón” del mundo. En Japón, el país donde nace, se celebra el primer amanecer del año (hatsuhinode) y se recuerda a la diosa del sol, Amaterasu, saliendo de la cueva para iluminar la creación. La ronda estacional y los diferentes paisajes van modulando los matices asociados al sol: Onitsura celebra su caricia un día de invierno, pero siente la intensa punzada del frío; y en un jardín soleado observa a los gorriones bañándose en la arena. Taigi, Buson, Issa y Shiki nos regalan gestos y sensaciones relacionados con la siesta: cae la mano que movía el abanico; blanquea el codo de un monje en la penumbra; el cervatillo echa a la mariposa y se adormece; duermen en fila mariposa, gato y monje; hasta el Gran Buda dormita al calorcillo primaveral… Sôseki siente la intensidad del calor al ver cómo se desploma en el mar el sol ardiente. Y Shiki nos acerca a la tormenta, cuando, acalorado y encogido de miedo, escucha el trueno.
Regreso a la memoria y emerge, con todo su poder, la tormenta que se va fraguando en el bochorno del mediodía: “El sol empieza a picar y las moscas se ponen pesadas. Las culebras salen a los caminos y los animales domésticos se inquietan en las cuadras. Llega una ráfaga repentina y se empieza a nublar. Se oye un trueno lejano, caen las primeras gotas abrasadas, se acerca la tormenta. Toda la creación queda como sobrecogida, conteniendo el aliento. De pronto, el cielo adquiere un color lívido, sombrío, y el relámpago suelta su latigazo en la penumbra, anunciando ya un trueno seco, poderoso, como un gran animal herido y empieza a arreciar la lluvia. Portazos, voces, llantos de criaturas; caballos al galope, con las crines mojadas… En las puertas se empieza a quemar la mirra bendita que se recogió el Día del Señor… La tormenta se crece, provocando el apagón, y un fulgor agónico se cierne sobre el pueblo en tinieblas, donde ya empiezan a encenderse los velones dorados, las mariposas que arden ante las imágenes, proyectando una luz espectral sobre los espejos empañados, las velas que proyectan sombras siniestras sobre las escaleras. Un trueno largo, sostenido en su tremenda crecida, agarrota las gargantas de los niños que, para consolarse, se imaginan a los ángeles arrastrando muebles por el cielo, y arrecian las oraciones a Santa Bárbara…”
Shiki nos devuelve a un ámbito más sosegado: al frescor impagable de una terraza del viejo templo, por sólo dos monedas; o a los budas que contemplan, desde la penumbra, el mar de junio. Más íntima, Yorie, nos lleva al sol de invierno para ver la luz del mar en los ojos del gato. Esa misma luz, movida por el viento invernal, es la que sorprende Akutagawa Ryûnosuke en las sardinas secas.
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