En el abigarrado devenir de la racionalidad occidental, en el que la filosofía escrita en castellano ha tenido un discreto protagonismo, salvando evidentes excepciones, me parece de rigurosa justicia detenerme, en la medida de mis posibilidades, en aquellos aspectos del pensamiento de María Zambrano que pueden esclarecer la reflexión que vengo manteniendo en estas colaboraciones sobre la experiencia poética como camino al no saber, donde se cifra mi visión de lo que ocurre en el haiku. De nuevo, reconozco el rodeo inevitable que tienen que tolerar los lectores de estas páginas, que tal vez preferirían un acercamiento más directo a la experiencia del haijín, pero ya saben que mi propósito, cuando menos, es el de problematizar lo que ya hemos interpretado de esa experiencia. Para aventurarse honestamente al no saber hay que desatarse del saber reconociendo los lazos que nos atan, ataduras ante las que no somos del todo conscientes porque su persistencia en el tiempo las ha vuelto invisibles.
La enorme problemática de la racionalidad que vive la filosofía contemporánea creo que tiene que ver con el malestar ante lo que he llamado “racionalidad extendida”, y que hoy suele conceptualizarse como racionalismo, pragmatismo, formalismo, estructuralismo, etc. (políticamente como nacionalismo, colonialismo, imperialismo…, económicamente como capitalismo, neoliberalismo… y sociológicamente como consumismo…) como modos propios y ‘adecuados’ a la indagación de la facticidad del mundo y al modo en que el hombre (más fuerte) ha de actuar y sobrevivir en él. Pero es evidente que para muchos este modo de pensar y de actuar no ha dejado de empobrecer el despliegue mismo de la vida en aras de una eficiencia depredadora y ‘deshumanizadora’. Echar un somero vistazo a la geopolítica del mundo, como suelen llamarla, es reconocer que nos encontramos ante el evidente callejón sin salida de la pugna por el poder, por más que sigamos cavando callejón adentro. Pero echar un vistazo a la geoespiritualidad del mundo, si se me permite el vocablo, es reconocer que nos encontramos ante un debate confuso y desorientado, en mi opinión, que busca la auto afirmación de las diversas tradiciones, y de manera tangencial, y acaso imposible, la fórmula para que cambiemos el rumbo de nuestro modo de pensar y actuar, es decir: de que la humanidad supere la racionalidad extendida y regrese a la racionalidad biológica –diseñada para el equilibrio, no para la depredación sistemática–, de modo que podamos entablar con el mundo fáctico una relación no autodestructiva, y entre nosotros nos ayudemos a redescubrir otro tipo de experiencias no directamente vinculadas a la supervivencia, que para la mayoría de las tradiciones solo es posible bajo creencias trascendentes. Esta ‘crisis de horizonte’ podría provocar una cierta apertura hacia la conciencia de la pregunta. Sin embargo, a mi modo de ver, las críticas que las diferentes filosofías y espiritualidades plantean a la racionalidad extendida no proponen la posibilidad real de salir de lo fáctico, sino más bien la posibilidad de cambiar el mundo fáctico de la historia que hemos construido por otra realidad fáctica allende nuestras actuales fronteras o, como acabo de apuntar, la posibilidad de un cierto regreso a una racionalidad que nos permita una supervivencia digna y solidaria.
Desde la perspectiva poética que mantengo en estas colaboraciones, no hay alternativa a la depredación racionalista fuera del reconocimiento de la conciencia de la pregunta como pregunta, única que nos coloca en un horizonte no sujeto a la supervivencia biológica (el estadio de la conciencia), y que puede en verdad situarnos en una experiencia diferente a la permanente conquista del mundo. Pero hemos de reconocer que ante el malestar por la racionalidad extendida, origen de las excelsas ‘conquistas’ de la historia y sus más hondas tragedias, no dejan de surgir replanteamientos filosóficos y alternativas espirituales. María Zambrano ha sido testigo de cargo de la racionalidad extendida y sus nefastas consecuencias (la dolorosa experiencia de su largo exilio así lo demuestra), y por eso su testimonio me parece imprescindible, como el de Lévinas, por ejemplo, y tantos otros mártires del siglo XX. Pero más allá de esto, la pensadora malagueña dedicó toda su vida a elaborar una propuesta alternativa, sin caer en el pensamiento teórico y sistemático tan propio de los filósofos universitarios, que conocemos con el ambiguo y paradójico término de ‘razón poética’. Aunque no esté en mi mano sintetizar el pensamiento de Zambrano, ni este sea el lugar para ello[i], intentaré reflexionar sobre el camino que le lleva a su propuesta ‘poética’ que, a mi juicio, en última instancia, es un diálogo crítico con la tradición con intención de proponer una nueva ‘respuesta’. De hecho, Zambrano parte de la convicción de que la poesía, como la filosofía, “nace de la oscuridad y acaba en la luz”. Recordemos, para situarnos, que el sentido de la racionalidad siempre fue el mismo: del no saber al saber. Opuesto al sentido de la conciencia que estoy intentando plantear en estas colaboraciones: del saber al no saber.
Que Zambrano no sale de una noción fáctica de la existencia lo muestra un pequeño artículo (Las preguntas y el preguntar, publicado en Notas para un método, 1989), donde reconoce que son muchas las preguntas que nos hacemos, “cada vez más y más complejas a medida que el hombre va haciendo uso de la razón”. Y afirma que la existencia de la respuesta es la que suscita la pregunta o la inspira, en un pleno reconocimiento de que lo fáctico es como es y aguarda a que la razón dé cuenta de su completa realidad. En esa indagación interrogativa de la razón para que la facticidad responda, dice Zambrano que es conveniente dejar en suspenso la mente unos instantes, precisamente para dar tiempo a la ‘revelación’. Este carácter ‘pasivo’ o ‘místico’ del acceso a la respuesta que tiene el poeta es muy característico de Zambrano, más que el asedio metódico del filósofo (y muy lejos del asedio utilitarista del pragmático), pero ambos se enfrentan con idéntica intencionalidad a idéntico panorama y, además, según propone la malagueña, ambas, filosofía y poesía, han de caminar juntas y complementarias, puesto que tienen la misma finalidad. Zambrano entendió que poesía y filosofía, que habían estado unidas en la tragedia griega, fueron escindidas por Platón y Aristóteles, quizá porque se encontraron con la prioridad de construir la polis más allá de construir a la persona. Pero en el siglo XX es el individuo escindido y angustiado el que necesita reconstrucción, y hay que volver a la unidad de filosofía y poesía para acometer esta urgencia. ¿Es posible tal unión después de los griegos y de que ambas hayan transitado por caminos tan diferentes? Sí, responde la filósofa, pero solo con la ayuda de la religión cristiana, que remite a un origen esencial desde el que es posible volver a entender la filosofía y la poesía como dos remos de una misma barca, cuyo timón religioso (el que religa al origen) garantiza el único sentido de la navegación correcta. El Dios amoroso del cristianismo, principio paternal de la creación, hace que la búsqueda del origen se convierta en el objetivo esencial de la experiencia humana, origen al que estamos llamados como hijos pródigos que han de regresar a la casa del Padre.
Esa “restauración de la unidad perdida”, que podría quedar en pura metafísica del Ser, o en la experiencia del tawhid islámico, tiene en Zambrano este componente religioso y cristiano, porque para ella ese anhelo inherente al corazón de todo hombre encuentra en la doctrina cristiana una argumentación definitiva. Es el Padre el que crea y el que espera el regreso de lo creado, y ese movimiento de ida y vuelta marca la dinámica del espíritu humano, su afán de conocimiento y su experiencia poética. Todo con un mismo objetivo esencial. El impulso o la energía para realizar ese camino de regreso lo entiende Zambrano como una llamada del Padre, que es el que provee de las fuerzas para el propio regreso, por eso el amor filiar del hijo es un amor receptivo, un dejarse alimentar por el deseo del Padre; no es el amor combativo del que cree en sus propias fuerzas, sino el amor confiado en que es la atracción del Padre la que lo conducirá al origen. Esta es la experiencia ‘mística’, no una experiencia del conquistar sino del recibir, que en Zambrano se asimila por completo a la actitud del poeta frente a la realidad, en una versión ampliada y enriquecida por la mentalidad religiosa cristiana de lo que los griegos entendían como inspiración o posesión. El poeta inspirado y poseído por las musas, que hablaba desde el delirio de su elevada imaginación, se ha desvelado en Zambrano como el hijo enamorado que solo piensa en reencontrarse con el Padre, fuente de donde partió la vida y a donde ha de regresar para que tenga sentido este periplo azaroso de la existencia. La búsqueda de la unidad radical de todo lo existente, de su última fundamentación, que es el “venerable” objeto del pensar filosófico, es también, por otra vía “no metódica”, el objeto de la experiencia poética. El “logos lleno de gracia y de verdad” (Filosofía y poesía, 1939), viene a decirnos, no podrá ser dilucidado si poesía y filosofía no entienden su complementariedad esencial. Esa es la apuesta de Zambrano, que para nosotros, como entenderán los lectores de estas colaboraciones, significa un anhelo de armonía entre distintas apuestas de la racionalidad por dar cuenta de la radical facticidad de la existencia. La ‘razón poética’ de Zambrano invita a conocer escuchando, es una razón (que nombra, que asedia, diseñada para saber), pero poética (que escucha, que acoge, diseñada para recibir).
Una primera lectura de su propuesta nos hace pensar que Zambrano construye un ‘relato’ sobre la experiencia poética con los tres ingredientes básicos de su tradición cultural: la creencia en la verdad filosófica (de los orígenes griegos), la creencia en que la belleza es una revelación de contenidos nocionales (del idealismo kantiano), y la creencia en el amor filial (de la ortodoxia cristiana). El resultado es un discurso emocional y entrañable, al que asistimos presos de su ternura, incapaces de alzar la voz con alguna pregunta para no interrumpir la venerable fábula, que además constituye el nervio oculto de nuestra propia mentalidad, el arroyo que riega los campos donde nuestra civilización (la cristiandad, en sentido amplio) ha sembrado las verdades que nos cobijan. Zambrano se nos muestra por completo deudora de la herencia griega y de la idea heideggeriana de la poesía como des-ocultación. Lo que se pro-duce de la poíesis es el camino de lo oculto a lo desvelado, el tránsito de la no-presencia a la presencia. Del no saber, al saber. La verdad ya existe desde siempre, pero está como oculta y ha de ser des-velada; esta es la idea griega de alétheia, que ya vimos. Justo lo contrario a lo que proponemos en nuestra intuición de la poética de la pregunta. La aparición de la conciencia de la pregunta hace que esa verdad que ya es como es, ese ser de la facticidad, haya sido problematizado radicalmente, abierto hacia un no-ser fáctico, hacia un no-saber que solo podrá recorrerse ‘por donde no sabes’. Nuestra propuesta de transitar la pregunta como pregunta, tan lejos de la de Zambrano, cifra lo que nosotros entendemos como experiencia poética.
Si para Heidegger y Zambrano el sentido es el camino, la dirección que toma una cosa hacia sí misma, aquello en lo que queda cumplida y a salvo su propia identidad, su esencia, para nosotros es precisamente aquello que ha sido problematizado con la pregunta y ya no podrá ser nunca más el resultado de un reencuentro con la esencia que lo identifica y lo dirige, sino el desfondamiento radical hacia un no-lugar. Para Heidegger y Zambrano, hay que dejar ser a lo que ya es para que sea lo que va a ser, que es lo mismo que ya argumentaba el hilemorfismo de Aristóteles. Este dejar ser es más efectivo, dice Zambrano, desde la meditación tranquila del pensar, que equivale a la no intervención manipuladora. La actitud espiritual de serenidad y contemplación del haijín encontrarían aquí un importante argumento filosófico, como iremos viendo en las próximas entregas.
Pero esta verdad se ha encerrado en sí misma. La razón no ha hecho otra cosa que pensarse a sí misma, y parece que el ser humano, el individuo concreto que vive su día a día en la historia, necesita una filosofía que le ayude a pensar su vulnerabilidad, sus pasiones, sus dificultades para transitar el devenir. Zambrano, tras esta primera lectura que hemos anotado, critica duramente, como lo hizo Kierkegaar, que la filosofía moderna se haya alejado tanto de la realidad inmediata del individuo concreto. La filosofía se ha distanciado de la vida, se ha convertido en un diálogo entre conceptos, “aspira a una verdad sin destinatario” (Llevadot, 2007). Y el hombre queda doblemente angustiado: por la dolencia que padece y por carecer de la medicina adecuada. Pero Zambrano va más allá porque su crítica se extiende también a la poesía, porque el poeta parece contentarse con el canto trágico de lo inevitable o con la memoria idealizada de sus propios recuerdos, lugar donde ya solo puede habitar la imaginación. Ante los caminos errados del racionalismo y del romanticismo, Zambrano se propondrá construir un discurso comprometido con la vida concreta, un discurso ético de raíces socráticas y agustinianas, porque para ayudar a que el hombre vuelva a “entrar en realidad” se necesitan textos del calibre de las Confesiones del santo de Hipona, por ejemplo, como después veremos.
Es fundamental entender que el pensamiento de María Zambrano, que pudo quedar atrapado en las aulas universitarias, a la sombra de sus ilustres maestros Heidegger, Husserl, Ortega…, fue forzado por el exilio a salir a la intemperie, y se vio obligado a desarrollarse en la tierra de nadie en la que tuvo que vivir a partir de enero de 1939. Lo que en principio supuso una experiencia padecida, se fue revelando con el tiempo como una experiencia reveladora, no solo del drama político de las dictaduras fascistas y sus millones de desterrados sino de la desnudez ontológica del ser humano. El exilio de Zambrano fue el equivalente existencial del puro ‘ser ahí’ de Heidegger. La introducción en ese no-lugar ontológico podríamos pensar que supone de hecho, desde la perspectiva que estamos utilizando en estas colaboraciones, una entrada radical en la pregunta como pregunta, pero para Zambrano significó una entrada radical en la facticidad de la supervivencia. El hecho mismo de existir es lo único que queda y se impone en su desértica desnudez. El puro hecho de ser se impone. No hay salida. Como decía Lévinas, “se está ahí y no hay nada que hacer, nada que añadir al hecho de haber sido abandonado totalmente, al hecho de haberse ya consumado todo”. Llega a decir Lévinas que la pregunta por el ser no ha comportado nunca una respuesta (Prezzo, 2007). Cuando el ser se revela en su pura facticidad, en su clausura tautológica, todo se abisma y solo queda la pura existencia del ahí. Lévinas se planteó entonces la posibilidad de salir de esa prisión del ser, de la infernal lógica de lo fáctico experimentada por tantos judíos en los campos de concentración. Esa salida o ‘respuesta’, como nosotros diríamos, la encontró Lévinas en el otro-Otro. Nunca un ‘ser para la muerte’, sino un ‘ser para el otro’, un ser abierto a la fraternidad radical, al ‘cara a cara’ que abra a la experiencia ciertamente trascendente del ‘nosotros’, superadora de lo que aquí hemos llamado lógica depredatoria del yo más fuerte.
Ante una tesitura existencial muy similar, salvando las distancias, Zambrano optará por adentrarse en la oscuridad en busca de un nuevo inicio. El exiliado ha sido introducido en la oscura raíz del mundo, su experiencia es la del primer ser que en el pasado fue arrojado fuera, expuesto de golpe a la intemperie, sin fundamento ni puntos de referencia (Delirio y destino, 1953-1989). Y es ahí, en el origen, cuando aún no se había puesto en marcha la sucesión del tiempo histórico, donde Zambrano buscará la ‘respuesta’ a su agonía, la dimensión de la patria desconocida donde habita una luz inmemorial. A mi juicio, Zambrano busca el regreso al puro don de la vida, superando la conciencia del sin sentido. Es su opción, su apuesta: regresar al momento inicial donde todavía no se había producido la pregunta, donde todavía la vida no había devenido conciencia, al inicio de la pura racionalidad biológica, porque ella ve una esperanza en ese origen naciente del tiempo.
Esta búsqueda esperanzada supone, a mi juicio, una respuesta a la actitud nihilista de Nietzsche, que precisamente achacaba al cristianismo el haber convertido el mundo en una fábula carente de realidad, vaciado de vida real a favor de una trascendencia doctrinaria y decadente (Bundgard, 2009). Desde mi punto de vista, el nihilismo nietzscheano también es una ‘respuesta’. Cuando dice que hay que erradicar la ficción occidental-cristiana de un mundo trascendente podríamos pensar que está apuntando a la posibilidad de quedarse en la pregunta como pregunta, pero su filosofía demuestra ser otra respuesta. Si Dios es la síntesis de todas las Respuestas (filosóficas, metafísicas, religiosas…), Nietzsche declara la muerte de Dios no para quedarse en el horizonte de la Pregunta, sino para quedarse en la única Respuesta: la facticidad. Y el superhombre será el hombre capaz de aceptar el devenir de lo fáctico, el eterno retorno, la esencial facticidad sin salida de la existencia. Tal vez el filósofo alemán quiere decirnos que la felicidad consiste en no preguntar, en haber desestimado toda pregunta y toda respuesta. En efecto, dentro de lo fáctico no cabe la pregunta por el sentido. Por eso yo creo que Nietzsche aborrece la aparición de la conciencia (la pregunta por el sentido) que ha provocado respuestas ilusorias y envenenadas. Para desmontar las respuestas, negar la pregunta. Lo fáctico es la única realidad, la repuesta anterior a todas las preguntas. El superhombre es el único capaz de vivir lo fáctico como tal, el único que no necesita motivaciones trascendentes para gozar de la facticidad de la vida en el mundo. Desde mi punto de vista, el único que puede vivir sin conciencia. Lo fáctico es ya totalidad y destino, respuesta perfecta. Como hemos dicho, Zambrano, que tal vez se quedó solo con el aspecto crítico del nihilismo, pretende superarlo religando el presente desacralizado al origen sagrado. “Toda vida es un secreto; llevará siempre adherida una placenta oscura y esbozará, aún en su forma más primaria, un interior” (El hombre y lo divino, 1955-1973). Ni la razón vital de Ortega, ni la razón pura de Kant, ni la razón fáctica de Nietzsche pueden conducirnos a tal placenta originaria, sagrado fondo último de la realidad. Pero hay un camino: la razón poética.
A medida que Zambrano culmina la elaboración a su ‘razón poética’ en sus últimas obras —Los bienaventurados (1979), De la aurora (1986), entre otras–, entendemos que su creencia en el origen sagrado no solo tiene una raíz cristiana, sino que su pensamiento se ha ido vinculando a la gran tradición gnóstica no dualista de la filosofía oriental (la razón creadora e imaginal de Corbin, por ejemplo), y que la mística de Eckhart, Böhme, el pensamiento de Shelling y el modelo de la ‘filosofía perennis’ de Massignon, Guenon y Schuon, entran en un diálogo muy fructífero con san Juan de la Cruz, su principal referencia de la experiencia mística cristiana. El interior de la placenta originaria solo puede ser accesible a través de un logos oscuro, trasunto de la noche oscura sanjuanista y de tantos místicos sufíes. Logos oscuro y razón poética se identifican, en busca del centro recóndito al que no se llegará si filosofía, poesía y religión no reman en la misma dirección. De ese centro sagrado, Zambrano quiere hacernos ver el despliegue de la facticidad de la existencia, simbolizada en la ‘esfera’: el eje de la esfera vincula el centro (el eterno presente) con la periferia (el todavía no de su propia y sucesiva realización). La esfera simboliza el despliegue de todas las posibilidades a causa de la expansión del punto primordial y central (Moreno Sanz, 2012). Pero el círculo, lejos de implosionar como ouroboros que terminará engulléndose a sí mismo, no solo se expande en horizontal, sino también en vertical, hacia lo alto, como aspirando a una ‘plenificación’ de lo fáctico. La cerrazón del círculo o la esfera dan paso a una especie de facticidad en ‘espiral’. Origen sagrado y oscuro, y verdad última autoconocida, marcan el inicio y el fin de la espiral fáctica, travesía propiamente humana de la existencia, que no debe quedar abortada por el racionalismo instrumental y deshumanizado que nos gobierna. Más allá de su ‘respuesta’ concreta, el esfuerzo intelectual de Zambrano por sacar a la filosofía de sus “verdades sin destinatario”, su respeto por las tradiciones espirituales y su vocación de ampliar el diálogo en busca de un porvenir fundamentalmente ético, me parece de una importancia incuestionable.
Sin embargo, en la línea que mantengo en estas colaboraciones, Zambrano no hace otra cosa que ensanchar la facticidad, más allá de lo que sabe de ella la racionalidad extendida, que es a la vez una racionalidad empobrecida desde el punto de vista filosófico y espiritual. “La esencia poética del pensar guarda el reino de la verdad del ser” (Claros del bosque, 1977). La experiencia del exilio creo que puso a Zambrano ciertamente a la orilla existencial del no saber. Ella aceptó el reto honestamente, pero elaboró un no saber sabiendo, como el propio san Juan de la Cruz. El fraile carmelita, adorado por la malagueña, sufrió y dio testimonio como nadie de la tesitura radical: “Entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo”. Desde mi punto de vista la experiencia estrictamente poética de fray Juan se muestra en los dos primeros versos. El tercero, ese trascender la ciencia, ir más allá del conocimiento, constituye ya la señal de que ha dado el salto hacia la fe religiosa. Tal vez un fraile del siglo XVI no podía hacer otra cosa. Demasiada poesía renacentista vuelta a lo divino, demasiada teología tridentina en las clases de Salamanca, demasiada devoción bíblica como para quedarse a solas no sabiendo, sin que eso supusiera ya, de por sí, una ciencia trascendida. En la experiencia de la conciencia poética que propongo no hay ‘ciencia trascendida’, estamos en el no saber: “entréme donde no supe y quedéme no sabiendo”. Lo demás pertenece a ‘otra’ experiencia, otra experiencia que es real, por supuesto, en el caso de fray Juan (no hay duda de que la noche mística es terrible precisamente porque se impone como una realidad incuestionable), pero que no es poética, es mística. ‘Toda ciencia trascendida’ no pertenece a la pregunta, pertenece a la respuesta. En esa estrofa, a mi juicio, se ejemplifica el drama de fray Juan que me interesa: el más radical vislumbre de la experiencia poética en un momento y un lugar que no lo permitía, en una cultura que no le dejó desarrollarlo. Cuando la crítica literaria eleva al santo de Fontiveros a la cumbre de la poesía castellana lo hace por la finura indecible de sus liras, por la delicadeza de su trazo casi invisible, por la potencia de sus imágenes, por la verdad de su aventura espiritual, por sus hallazgos en verbalizar lo inefable… Yo lo hago por los dos versos iniciales que acabo de referir, y por el extraordinario programa que supone el lema que elegí para estas colaboraciones: “para ir a donde no sabes has de ir por donde no sabes”. El problema, evidentemente, es que no has de ir por donde no sabes para llegar a un saber mayor, a un saber trascendido. Esa aspiración es otra cosa, otro tipo de experiencia. La ‘poética’, en sentido estricto, es quedarse en el no saber y caminar desde ahí, no sabiendo. La experiencia poética es la que camina el no saber. La que verifica que el no saber tiene un horizonte que ha de ser recorrido.
Creo que la formación académica de Zambrano, su pasión universitaria, sus lecturas formativas, la enseñanza de sus maestros…, no le hubieran permitido nunca quedarse en el no saber a secas. La pregunta tenía que ser respondida de alguna forma, el relato tenía que tener final feliz. La experiencia poética de la conciencia que propongo no tiene final feliz. No tiene final. No sabe, en sentido estricto, a dónde se dirige, aunque sabe que se dirige, y sabe que se dirige al no saber, y que el no saber es una conciencia de que la racionalidad ya no es el horizonte, de que la facticidad ha sido cuestionada, pero no sabe qué horizonte se abre desde el no saber. Solo el amor, como he afirmado en anteriores entregas, puede hacernos transitar ese camino.
Como ejemplo que tal vez ayude a vislumbrar la distancia entre las poéticas de la racionalidad y la poética de la conciencia de la pregunta que estoy exponiendo, voy a retomar en este último párrafo el argumento de Zambrano donde cimenta su fe en la palabra. Antes apunté al carácter testimonial de san Agustín, que nos ofreció el relato de su conversión de manera conmovedora en una obra que iluminó el camino de regreso de Zambrano hacia el origen con frases como esta: “Vuelve a ti mismo, en el interior del hombre habita la verdad” (De la verdadera religión, 390), un regreso al interior, como digo, que para la pensadora malagueña supone también un regreso al principio de los tiempos, al puro inicio que indica el Evangelio de san Juan: “En el principio era el verbo”. De este origen ‘verbal’, dice la filósofa: “En el principio era el verbo, el logos, la palabra creadora y ordenadora, que pone en movimiento y legisla” (…) “la palabra de quien lo podía todo hablando” (Filosofía y poesía, 1939). Desde el punto de vista filosófico-religioso, que es el que defiende Zambrano, la palabra es poder creador de Dios, creatividad incontenible de significación que en el plano simbolico-literario se irá desarrollando a través de la metáfora, pero que en el plano espiritual significa el manantial de donde no deja de surgir la vida toda, sagrado motor que puso en marcha la facticidad de todo lo existente. Ese poder creador lleva implícito el orden de lo creado, las claves de su progresivo desarrollo en el tiempo, códigos que sin embargo la propia dinámica expansiva de lo creado (en concreto el estadio del libre albedrío del hombre que le ha permitido lograr la racionalidad extendida) han podido perturbar, desviar de su finalidad original, momentos en los que se impone una vuelta a las fuentes para reorientar el camino. Zambrano cree que este regreso solo será posible, como antes dijimos, si filosofía, religión y poesía comprenden que comparten esa finalidad y no hacen la guerra por su cuenta.
Desde el punto de vista que mantengo en estas colaboraciones, si el verbo-logos original inaugura una existencia fáctica autorregulada (de la que da cuenta el lenguaje, el relato, la historia), la aparición de la pregunta por el sentido irrumpe como sin-sentido en el seno de lo fáctico. Llamo experiencia poética a la conciencia que asume la pregunta como pregunta, y palabra poética a la que sale del lenguaje-relato testimoniando el estadio de la conciencia, que ya no es el estadio de la racionalidad. Por este motivo, he dedicado algunas reflexiones a diferenciar lo que considero ‘poéticas de la racionalidad’ (la palabra hacia el saber) de la poética de la conciencia (la palabra hacia el no saber), que es donde en mi opinión se encuentra el sentido del haiku. Pero para entender esto es preciso reconocer que la conciencia no es una cualidad del hombre sino un estadio de la existencia. El haiku muestra, con especial desnudez, que eso que está ahí, en la naturaleza fáctica, ha alcanzado el estadio de la conciencia. Intentar asumir el estadio de la conciencia, el sin-sentido que tal estadio supone en el desarrollo de la facticidad, es a lo que llamo asumir la pregunta como pregunta. Esa asunción, inevitablemente enfrentada a la racionalidad, es a lo que llamo experiencia poética. La perspectiva de Zambrano tal vez ha mostrado la vinculación radical ente racionalidad y espiritualidad. En próximas entregas intentaré aproximarme a las ‘poéticas de la espiritualidad’ (que son otras fuentes habituales de comprensión de la experiencia del haijín) para mostrar, dentro de mis posibilidades, que también quedan por completo referidas a una concepción fáctica de la existencia y que suman, por tanto, más respuestas a la pregunta.
[i] En esta aproximación general a María Zambrano he excluido conscientemente entrar en diálogo con el estudio de Chantal Maillard sobre la filósofa malagueña, que dilataría en exceso este texto y que espero publicar en otra ocasión.