Roxana Dávila Peña
mushi
Ya atardece. Tiemblan con el viento las luces de las velas que las familias encienden poco a poco en el cementerio.
Mi madre, como cada año, vuelve a indicarme el camino hacia la tumba de mi abuelo.
—Aquí das vuelta a la izquierda y, en esa subidita, la tercera a la derecha lo encuentras —me dice. Me gusta seguirla y ayudarle a cargar el agua y las ofrendas.
Parece que las flores de cempasúchil iluminadas derraman el color del sol sobre la noche. También la mayoría de las tumbas y los caminos se alumbran con las veladoras.
Camino entre las ofrendas y pienso que mi propia vida ha sido un sendero hecho de luces y despedidas.
Las sombras en movimiento se vuelven cálidas. El aire huele a copal y a pan recién puesto.
Mi jarrito de café aún humea. Hoy no ha llegado nadie a la tumba de junto.
El papel picado se mece con el viento, como si saludara. Hay música allá, hacia la capilla. Este año hay tumultos.
La noche está más fría. Me abrigo un poco más. En cambio, mi madre nunca tiene frío. Comienzan los rezos.
Un poco de cera cae sobre mis dedos mientras esparzo pétalos de flores de terciopelo sobre la placa de mi abuelo Samuel. Le hablo bajito y, aunque no lo recuerdo con claridad, sí me acuerdo de que, de niña, me impresionaban sus manos que olían a tabaco.
Nos despedimos. Ya nos veremos hasta el próximo año.
La cara de mi madre,
resplandeciente,
colocando la pipa.
