Campanas

          En el tañido de la campana de Gion resuena el eco de la impermanencia de todo. El color de las flores de sarai anuncia ya el inevitable declive de los poderosos. Dentro de poco, los arrogantes serán como sueños de una noche de primavera, y hasta los más valientes desaparecerán como polvo en el viento”. Así comienza el “Heike monogatari”, anónimo relato del ascenso y caída de un clan que parecía invencible, el de los Taira, frente al clan Genji. La campana de ese monasterio de Kioto sigue resonando en nuestra memoria y aviva su melancolía ante las ya inminentes campanadas del Año nuevo. Una vez más, tomamos conciencia del tiempo que vivimos y que nos vive. En una ventana del palacio de Mirabel de Plasencia hay un lema que resume, con dos palabras, el sentimiento de fugacidad: “Todo pasa”. Y sin embargo, para Izumi Shikibu, la genial poeta de la era Heian, “todo es eterno: perlas de rocío, sueños, mundo, quimeras…”.

                Hace ahora un siglo, nos dejaba el incomparable y sensitivo Marcel Proust, el escritor que, saliendo “en busca del tiempo perdido”, encontró así el tiempo recobrado: “Cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.” Era el sabor de la magdalena que su tía Leoncia le ofrecía los domingos por la mañana; el perfume de los espinos en flor; la sonata de Vinteuil; el sonido de las campanas de Combray… También yo rescataba en mi “Soliloquio” algunos sonidos de la infancia perdida, como el del reloj de la plaza del pueblo: aquel sonido metálico y antiguo que seguía resonando, con precisión mágica, en el fondo de la memoria: “ese mismo reloj que –enloquecido por la nevada– perdía el pulso y empezaba a dar treinta o cuarenta campanadas, y tú abajo, con los niños, contándolas a coro. O se quedaba parado durante meses y era una suspensión de todo, como si estuviera fermentando el vacío…”

                Y las campanas de la iglesia, escuchadas desde la distancia, perdidas en una maraña de sensaciones en el rodar del año: “pequeñas alegrías del verano; luz de octubre (melaza y uva negra) concentrada en un vidrio que fulge todavía, al oreo del recuerdo, sobre el canto de una calleja; un remolino de hojas secas levantado en las trochas de lodo; todo el otoño concentrado en los redondos ojos quietos de una mula; la magia ubicua del plenilunio que enciende los regatos lejanos, allí donde los arenales y el verde tierno de los viajes de agua ofrecen a los muertos la doble tentación de la sequedad y la lujuria; primeras flores del cerezo cuya noticia sabes por un ramo blanquísimo, abandonado en la penumbra de una cuadra; velones en las puertas de los atardeceres de junio; rosas cayendo sobre un muro de piedras incendiadas y manojos de orégano que se cogen por San Lorenzo y cuelgan de las vigas y defienden las casas del fuego (ramos verdifloridos, con su cogollo blanco y su aroma fortísimo de lluvia, en creciente viraje hacia una verdinegra sequedad desgranándose); más rosas –ahora rojas– de un día de primera comunión, cortadas en el huerto de la tía Eugenia; rabos de lagartija delirando en el polvo y camisas de culebra en el camino de la Nava; campanas en la umbría tocando a muerto o a las flores de mayo, a misa de alba o de doce, a muertos y a bautizos, a “pascualeja” cuando se muere un niño…”  Sí. Esos toques manuales que la UNESCO acaba de declarar Patrimonio Cultural Inmaterial.

 

 

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