Espacio para el vuelo (1)

Aire *

                  En la honda quietud, un escorzo de brisa, apenas perceptible en las alas de una mariposa dormida. Ahí empieza el mundo. Síntesis: todo es aire. Criatura de frontera, como la luz. Invisible y sensible: una corporalidad que brota del silencio y se va despertando, primero leve, luego firme, creciente, arrebatada hasta el aullido. El lenguaje marca las estaciones de ese viaje perfecto que vuelve a descender desde las crestas del huracán hasta los manantiales de la brisa recién nacida: aire, hálito, soplo, respiración, jadeo, grito, bramido. Lo que es y lo que significa este archipiélago del verbo se funde y se resume en una cristalización sustantiva: vivir.

                En la respiración, todo se crea y se vuelve a crear. Y el aire es su alma. Hay en el respirar un misterio de renovación infatigable que se cifra en el equilibrio del dar y del recibir. Dándose, exhalándose sin usura, el aire se recobra más limpio. Libre porque carece de posesividad, va y viene de un mundo a otro trasegando vida.

                Nombres griegos del aire: boreas, noto, meltemi… Nombres que encarnan una textura, una velocidad, una densidad e incluso un sabor. Y, coronándolos, meciéndose en la cresta de sus encarnaciones, el “neuma”: aire, pero también espíritu. Como si se dijese aire del aire, su alma viva. Aire de profecía agitando las hojas del roble sagrado en Dodona.

                ¿Qué es la palabra misma, que profetiza o que nombra las cosas, sino aire inteligible? La pitonisa en trance, balbuciendo una vaguedad sagrada. Demóstenes ordenando su tartamudez frente al bramido de las olas. Un verso de Homero que contiene y celebra el imperecedero soplo marítimo:

“aura pontiás, aura”

                (Ese verso nostálgico basta para toda una vida: frescor, oreo, sustancia del ser, primer principio, como soñara Anaxímenes).

                De la hermosura de ese aire participa también el clamor de los diez mil al avistar de nuevo la gloria del oleaje nativo: “¡Thálassa! ¡Thálassa!”

                Al ser alumbrada, la criatura prorrumpe en un grito que es, a la vez, afirmación y espanto. Abandona el misterioso soplo nutricio, en ósmosis con la madre, y asume su propio respirar. Pero esa afirmación es también desamparo. Ese grito inaugura la nostalgia del seno, el hermoso desequilibrio que resume la vida.

                El vagido primero desemboca en el suspiro último, en el expirar que es exhalación del espíritu, entrega del alma: reintegración a la invisible, misteriosa y redonda quietud. El cuerpo se desintegra, como desentendiéndose de sí, pero baja a sumarse a la gran respiración cósmica, para alentar, oculto, en las savias y en las floraciones. En esa suspensión de la vida se genera más vida. Y todo vuelve a ser soplo y germen.

                El aire es sonido. Su propia armonía infinitamente matizada y la selva de voces que transporta en sus alas relampagueantes. Toda la dulzura de Orfeo, toda la seducción de la sirena, toda la soledumbre hímnica del ángel. Y el prodigio más nuestro: la voz humana. Aria es aire. Aquella de la “Pasión según San Mateo”, de Bach, que interpretaba Norma Prochter con la tesitura más sensual que existe: la de contralto. El “Lamento” de Dido en la garganta estremecida de Kirsten Flagstad. Aquella voz de niño, en Santiago de Compostela, despertando en el romance del Conde Olinos toda la belleza del mundo. La doble octava cavernosa, inverosímil, de algunos monjes tibetanos. Y Mahalia. Y María del Mar… Y aquí, en la tierra del canto, una creciente e impetuosa dulzura: de Orfeo a María Callas; de las sirenas y de la lírica griega arcaica al marinero anónimo que estremece las noches; del treno bizantino a esas mujeres de Rodas o de Salónica que cantan la “ramita de ruda” o las gracias de la novia que sale del baño.

                La brisa expresa, en su levedad, la cualidad de lo invisible. ¿No celebran todavía en Egipto la fiesta más antigua del mundo, “Sham El Nessim”, “Sentir la brisa”? Llegado mayo, hay que salir a los jardines para sentir el “shefir”, ese suave y fresco viento del norte que los egipcios divinizaron como Zefer y los griegos como el Céfiro que les llegaba del oeste cada primavera. La brisa es la delicadeza de la ternura, el roce de las almas. Al otro lado de la vida, el huracán se adensa; se diría que, en el límite de su furia, está a punto de materializarse densamente, que nos va a revelar, por fin, el rostro de un dios…

                Hay un aire que se saborea, cargado de aromas, de humedad, de salinidad, de bochorno, de frescores, de fríos que cortan el aliento, de voces, llantos, gritos vívidos, risas, naturaleza, rumores y corrientes de amor…

                Aliado con la luz, criatura de umbral como ella, el aire de los días claros y ventosos: punzante, fresco, vivo. El de la tormenta y el de la calma, el diurno y el de la noche, el aire estacional, el de las horas y el de los meridianos, el que transforma hasta la locura, el que arrulla y el que despierta, el que ilumina y el que mata.

                El aire, que a nadie se le niega –ni siquiera al preso- es también la metáfora de la dignidad, la gracia del ser libre. Sobrevuela como la luz, asiste a toda vida. Místico y amoroso, fluye como un bramido de la eternidad, exhalado en la sílaba sagrada, “OM”, y en el delirio del poeta endiosado: el “aspirar del aire”, “el ventalle de cedros”, “al aire de tu vuelo”, “y en tu aspirar sabroso”, “noches, aires, ardores”, “en las frescas mañanas escogidas”, “¡detente, cierzo muerto; ven, austro, que recuerdas los amores!”, “el silbo de los aires amorosos”…

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* del libro “Cuaderno griego”.