Un conocido waka de Dogen resume así la ronda de las estaciones: “En primavera, las flores de cerezo; en verano, el cuco; en otoño la luna llena; en invierno, la nieve límpida y fría. Si la mente está serena, esa es la estación más feliz del año.” Llega el invierno, y su oscuridad se ilumina con el mágico resplandor de la nieve. Los poetas la cantan. Issa se despide del mundo agradeciendo su regalo, que parece venir del paraíso. Buson invoca su luz en uno de sus últimos libros. Y Shiki, recluido en su lecho de enfermo, pregunta, una y otra vez, por el espesor de la nevada… Sentida como un don inesperado, revive ahora en mi memoria aquella nieve tan antigua y tan nueva.
Ya está aquí la nieve. Madrugadora, intempestiva, coincidiendo casi con el paso de los ganados y con los últimos signos del otoño: la migración de los pájaros, los charcos de barro donde se juega al “pincho”, el airazo que baja del Puerto y golpea las puertas y hace rodar a la seroja… Esta primera nieve, todavía suave, sorprende a las niñas que saltan a la comba, pero no acaba de cuajar. Los copos racheados caen como el vuelo oblicuo de las golondrinas y se deshacen al chocar con los hilos de la luz, con el pilón de la fuente, con el verdín de los tejados.
Las barreras empiezan a blanquear, como si hubieran desparramado harina, pero aún se perciben las hojas pardas de los robles y el esplendor de los pastos reverdecidos por la otoñada. En la escuela se vive ese primer amago de la nieve como una tentación contenida entre la alegría y la sorpresa. El canto de la tabla tiene hoy otro timbre. Una luz diferente, lechosa y suave, va penetrando por las ventanas empañadas y se posa en los mapas, en el crucifijo de madera, en el cuadro de pesas y medidas, en las pizarras ensuciadas de tiza, en el viejo encerado de hule, en las láminas de colores de la Historia Sagrada, en el pesado reloj de pared, en los estandartes polvorientos.
Entrado ya el invierno, caerán los grandes nevazos de antaño y se hará un gran silencio. Una mañana, al despertar, habrá en toda la casa una luz espectral, como venida de otro mundo, un resplandor que cae de los tejados y reverbera en las solanas y transfigura la tizne de las cocinas donde se hiela el aceite o estallan los botijos. Con suerte, no habrá escuela y saldremos a hacer muñecos y a tirarnos bolas de nieve y a ver quién hace la meada más larga en ese espesor inmaculado que, de pronto, se llena de pequeños charcos amarillos. Se parará el reloj de la plaza o perderá el pulso y empezará a dar treinta o cuarenta campanadas que iremos contando a coro, y nos acordaremos de los pájaros que sobreviven con las bayas del acebo o del tejo, y de las torrenteras heladas, y bajaremos a pedir sal a la vecina o a por un poco de tardanza.
Hace mucho frío, y las madres calientan con las uñas los dedos entumidos de los niños y los dejan dormir en ese sopor blanco, arropados hasta los ojos. Cuando va a caer un gran nevazo, la temperatura se hace más dulce, como si contuviera el aliento, y todo enmudece y hasta el aire se echa, pero esta nevada temprana, incapaz de curvar los tallos del junco, da paso a un resol que multiplica los brillos y hace cantar a los últimos pájaros.
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