Roxana Dávila Peña
Mushi
Miles de brotes estallan. Algunos permanecen colgados a las ramas de las jacarandas y se mueven de acá para allá; otros ya cubren el suelo de color morado que suaviza los pasos de la niña descalza del globo rojo. Yo me niego a renunciar a mi infancia y recuerdo los andadores de Satélite llenos de flores en primavera.
Se escucha el susurro de los árboles. Un barrendero, escoba de vara en mano, con humildad, aparentemente fácil, lleva las flores que caen constantemente al suelo de un lado para otro. La brisa se las lleva otra vez. Pasa la escoba… también las sombras y mis apegos. Un barrido sereno continúa. En el haz de luz, motas de polvo.
Un azotador avanza rápidamente como esa pareja de vendedores de lotería que parece que va con prisa hacia la Puerta Francesa de la estación del metro Bellas Artes en la Alameda Central. Dos tórtolas se pierden entre la fronda.
La anciana encorvada bajo la jacaranda, estira su brazo y camina. Cualquier paso que da y hacia dónde lo dé, es un paso ligero en sus Adidas viejos.
Algo revolotea como mi corazón. ¿Será una polilla? Me invita a flotar, a mecerme en el viento cargado de imecas que van directo a mis pulmones.
Comienzan a sonar canciones mexicanas, como antídoto, al ritmo de esta ciudad. Los primeros acordes nostálgicos de La cucaracha y de Amorcito corazón alegran el día a los que pasamos por aquí cuando el organillero, que siempre está aquí, aunque sin lugar fijo, gira la manivela. Toca y toca y caen, dando vueltas, más flores de jacaranda. Una moneda pega con otra cuando un niño coopera para que ese oficio nunca desaparezca. Para mi sorpresa, también aceptan transferencias electrónicas.
Más allá, en una banca, las hojas del periódico que alguien dejó.
Montoncitos de flores
que el viento vuelve
a deshacer.