Haibun 66

Haibun 66

Olor a espliego en las manos de mi padre. Al volver a casa. Lo he recordado de pronto. Justo al arrancar una brizna de hinojo con los dedos mientras caminaba por la calle.
Me gustaría ver estas obras terminadas. Eso pensaba mientras caminaba. Las nuevas aceras y los jardines que bordean la bahía. Recorrer todo este paseo que bordea los antiguos muelles escuchando el zumbido de las abejas, intuyendo el olor de las flores.

Sobre pilotes medio hundidos, los cormoranes que no pescan. El brillo del sol.

A veces también olían a tomillo, o a romero, las manos de mi padre.  Cuando volvía a casa después de ir a pescar o a buscar setas. Salir de casa era para él sinónimo de salir al campo. A la montaña, al bosque. Al río.
Es curioso. Deambulo sin rumbo por las calles y a menudo, tarde o temprano, acabo frente al agua. La bahía. O los canales.
También pizcando ramitas de hinojo. Eso también.

 Dos gaviotas comparten algo en el aire. Un cielo sin una sola nube.

Camino con cuidado para no asustar a las palomas resguardadas a la sombra de los parterres. La brisa llega realmente cálida no sé de dónde. Aquí apoyado en el pretil frente a la bahía me revuelve el pelo una y otra vez.
–Una gorrita –eso me diría mi padre– Al campo siempre se sale con una gorrita. Y un palito. –Eso también. Qué bueno.  Salir al campo. Qué si no.

Marea baja. Sobre el balanceo de las algas, una libélula que ya no está.

¿Será eso? Salir al campo. Inevitable. A lo mejor solo me gustaría creerlo. Caminar sin rumbo por ahí y volver a casa siempre con el olor del espliego entre los dedos. Con una pizca de hinojo en el bolsillo.
Sería tan hermoso. Que las flores nuevas y las abejas me recuerden siempre al sol de mi infancia. A las manos que la construyeron y la cuidaron.

Esperando a que vuelva a aparecer el cangrejo por detrás de la roca. El olor del agua.

La ciudad de las flores. En los jardines y los bordes de las aceras. En las tiendas y en los supermercados. La ciudad del viento. También eso.
Creo que esta mañana juegan los Giants. Las ovaciones llegan hasta aquí como olas en el aire. Seguro que en el canal de Mission Bay la gente aguarda en sus kayaks a que alguna bola salga del estadio y caiga al agua.
No sé qué diría mi padre de esa pesca…. Aquí en la bahía, un pescador, uno de verdad, lanza una y otra vez el sedal. Nada. Algunos niños reman con las manos sobre sus tablas. Risas. Qué sol… Qué sol tan nuevo.

Parece que habla al viento. Una chica gesticula frente al agua sin decir nada.

Me gusta salir al campo. Me gusta caminar siguiendo el borde del agua. Sin saber muy bien dónde estará la próxima montaña o las manos que la sostienen.
La ciudad de las montañas y la niebla. Del sol.

En el último giro, un pelícano se une al bando sobre la bahía.

Parecen laberintos. La sombra de las ramas de acacia sobre la acera. No sé si hay que salir o llegar al centro. En los laberintos. Nunca me acuerdo.
Sombras que se balancean en la brisa cálida. Mis pasos. Un abejorro. Parecen otros colores sus colores. Algo se agita entre las flores. Un sonido que se derrama, que escapa hacia alguna parte.
Tenía que haber cogido la gorra. Sí. Tenía que haberlo recordado. Cuando sales al campo es necesario recordar. Todo. Quizá sea inevitable. ¿Será eso?  No lo sé.
Me gusta caminar, donde el agua me lleve. El viento. Probar por primera vez cada pizca de hinojo, el olor del espliego. Unas manos. Estrenar la luz del sol. Sin poder evitarlo.

no sé dónde,
 cada vez más intensa
 la llamada del petirrojo

 

                                                                                             Félix Arce Araiz “Momiji”