Un primer planteamiento que me parece esencial para ir concretando la intuición que quiero compartir en este espacio es el que tiene que ver con la concepción del Universo. Es obvio que sabemos del Universo aquello que de momento podemos saber, es decir aquello que nuestra capacidad racional va siendo capaz de conocer de la realidad física que nos envuelve y de la que formamos parte. Al último tramo de ese camino interminable llamamos ciencia, y sin duda nos llevará en el futuro a una comprensión cabal de su génesis, composición y estructura. En realidad no sabemos cuándo llegaremos a tener un conocimiento absoluto del Universo, pero sí sabemos ya que ese conocimiento que adquiriremos estará absolutamente condicionado por nuestra capacidad racional. Desde nuestra racionalidad sabemos que el Universo es una realidad física y fáctica. Más allá de la racionalidad imaginativa de las antiguas leyendas mitológicas, la búsqueda de sus leyes internas objetivas ha venido ocupándonos desde Aristóteles. En la medida en que avanza nuestra observación (apoyada en los recursos técnicos) también avanza nuestra racionalidad, es decir la capacidad conceptual de elaborar teorías cada vez más consensuadas y verificables. La verdad es que si pudiéramos hacer el ejercicio de distanciarnos un poco de lo que hace nuestra razón, no sabríamos decir con certeza si el Universo ha creado la racionalidad o si la racionalidad ha creado la idea de Universo. Parece que ambas cosas estén ocurriendo, en realidad, al mismo tiempo.
Lo cierto, desde mi punto de vista, y esto es lo fundamental, es que solo puede darse algún tipo de saber en el ámbito de la facticidad. Para mí no solo es fáctico aquello que tiene que ver con los hechos (y no con la imaginación o la teoría). Esta definición académica me parece insuficiente. Fáctico es lo que ya es como es, lo que va a seguir siendo como está previsto (aunque ‘lo previsto’ esté sujeto a muchas las variables). Lo que ya posee una identidad concreta y definitiva, aunque sea desconocida de momento, aunque sea una identidad en desarrollo. Solo en tanto fáctico el Universo puede ser conocido, la naturaleza puede ser estudiada… Y esa capacidad para conocer y saber de lo fáctico es la racionalidad, que podríamos entender entonces como una auto-capacidad de lo fáctico de conocerse y reconocerse a sí mismo. Así pues, como antes apuntaba, el fenómeno del conocimiento que se está dando en el hombre podemos entenderlo desde dos perspectivas posibles: o bien el Universo fáctico ha generado una capacidad de auto-conocerse en eso que llamamos racionalidad humana, o bien la especie del homo sapiens sapiens, como especie animal, ha ido madurando una racionalidad o capacidad de conocer (su principal cualidad para sobrevivir) con la que ahora se propone dar cuenta del Universo. En cualquier caso, la vinculación entre la racionalidad y la facticidad es esencial y necesaria.
Esta obviedad que acabo de delimitar no solo constituye la condición de posibilidad de la ciencia, sino también la práctica totalidad del acervo cultural en el que nos movemos, nos relacionamos y pensamos. Hasta el momento, no se ha planteado ninguna alternativa al pensamiento fáctico, aunque es extraordinariamente variado su arco de desarrollo: desde la matemática pura hasta la mística, pasando por toda la física, la filosofía, la teología, la metafísica… Desde lo más concreto hasta lo más sutil, desde lo más obvio hasta lo más indeterminado y misterioso, todo está ahí fácticamente ante nuestra mirada, su realidad se nos impone sencillamente, y nosotros intentamos reconocer qué lugar ocupamos en medio de esa realidad gracias a nuestros sentidos y a nuestra capacidad de elaborar ideas y conceptos, a través de los cuales nuestra mente ordena y discrimina los datos percibidos y los combina en síntesis nuevas, convirtiendo en ideas lo que hemos percibido, creando un pensamiento cada vez más incisivo y penetrante sobre el mundo en el que vivimos. Pero ese mundo-Universo está ahí. Y nosotros nos hemos encontrado con eso, estamos arrojados a él. Tendremos ocasión de profundizar en esta idea básica de lo fáctico dialogando, en lo posible, con Heidegger, porque me parece fundamental para entender la experiencia del haijín desde el punto de vista de la racionalidad, que es el único punto de vista que hoy está sobre la mesa para enjuiciar qué está haciendo el haijín en el preciso momento en que se encuentra escribiendo un haiku. Mi intención en estas colaboraciones es proponer otra interpretación de la experiencia del haijín, otra interpretación que tenga que ver con la emergencia de la conciencia y de la experiencia poética a ella vinculada. Pero antes debo reconocer que la interpretación de la racionalidad fáctica queda plenamente justificada si nos atenemos al propio desarrollo evolutivo de nuestra especie.
Mucho antes de la aparición del Homo Sapiens hace unos 200.000 años, la especie homo se había ido configurando a base de enfrentarse a un permanente estado de resolución de problemas, que es la tónica general en la que se ha desarrollado la vida desde hace 3.700 millones de años, y en la que han sobrevivido desde hace 700 millones de años lo que los científicos consideran propiamente animales, si bien los vertebrados aparecen 200 millones de años después. En todas las fases de este largo camino evolutivo, la adaptabilidad ha marcado la posibilidad de sobrevivir, y la adaptabilidad ha venido propiciada por una búsqueda de las respuestas más adecuadas a los problemas que se iban planteando, teniendo en cuenta que en esa búsqueda se produjeron errores, mutaciones y miles de circunstancias imprevisibles que precisamente fomentaron la versatilidad de los sistemas de respuesta-adaptación. No hay duda de que el sistema de respuesta-adaptación más eficaz y desarrollado ha venido a ser el cerebro humano, que ha conseguido en su lentísima formación convertir las necesidades en capacidades y destrezas, responder adecuadamente a cada pregunta, por decirlo de otra manera. Esa estrategia que ha posibilitado el engarce neuronal de lo que ha terminado siendo el cerebro humano continúa desarrollándose sin solución de continuidad en una progresión imparable. Pero más allá del maravilloso órgano que protege nuestro cráneo, lo que me importa subrayar es que toda esa evolución ha determinado la racionalidad desde la que ahora el hombre está intentando comprender su lugar en el Universo. La racionalidad, en efecto, se ha ido configurando a través de las estrategias de respuesta-supervivencia de algunos animales (nosotros) que desarrollaron un sistema cerebral complejo.
Es tal el peso objetivo de esta realidad, que a nadie se le ocurre ‘razonablemente’ que exista algún tipo de experiencia que se salga del ámbito de la racionalidad (a no ser la locura), o que haya algún tipo de pregunta que se salga de esa esfera y no pueda ser respondida racionalmente tarde o temprano. Como ya he dicho, las experiencias místicas, vengan de la creencia religiosa o del pensamiento metafísico, quedan por completo incluidas en las formas de la racionalidad humana, cuestión a la que seguramente volveré en otro momento dada la vinculación que ha tenido el haiku con el budismo, por ejemplo.
Si nos quedamos, por tanto, con la idea comúnmente aceptada de que nuestra racionalidad es la única que puede dar cuenta de la naturaleza fáctica de la que formamos parte y en la que no tenemos más remedio que movemos para permanecer en la vida, entonces quedará claro que la experiencia del haijín, sea la que fuese, habrá de quedar enmarcada y condicionada por esa realidad, y que parece configurarse en una especie de ‘relación’ que se establece en un determinado momento entre la naturaleza fáctica y la capacidad perceptiva-racional de un determinado sujeto, relación que queda verbalizada de modo directo y sencillo. Podría servirnos de ejemplo el conocido haiku de Bashô: “Un viejo estanque; / se zambulle una rana, / ruido de agua”. El haijín, parece claro, se limita a constatar una experiencia perceptual-visual-sensorial-auditiva concreta, que le permite poner en relación fáctica al viejo estanque (cuyo contenido líquido busca el equilibrio en situación de reposo), a la rana (cuya naturaleza animal le permite saltar sobre sus patas traseras y zambullirse en el agua para reequilibrar su temperatura corporal), y el ruido de agua que se produce tras el impacto, y que no es más que el efecto sonoro de las ondas producidas por la fricción de dos cuerpos, y que en este caso podríamos entender como la consecuencia audible del primer principio de Arquímedes. Bashô, según la perspectiva de la racionalidad, acaso con toda ingenuidad, acaba de constatar la naturaleza fáctica del mundo circundante. Y puede hacerlo porque él mismo, aunque no lo tenga en cuenta, dispone de un órgano visual y otro auditivo muy sofisticados, y de los enlaces de un sistema nervioso que transmiten a su cerebro lo que esos órganos han captado.
¿Sería posible que Bashô estuviera haciendo otra cosa que lo que acabamos de decir? ¿Sería posible entender la experiencia del haijín fuera de la racionalidad? ¿Sería posible que lo que acaba de decirnos Bashô fuese, en realidad, una experiencia radical de que el mundo que sigue estando ‘ahí’ ha dejado de ser fáctico?
Intentaremos abordar estas preguntas camino del no saber.