De camino al no saber

              Con gran emoción, y enorme agradecimiento a los responsables de esta prestigiosa y rigurosa publicación que es El Rincón del Haiku, comienzo ahora una serie de colaboraciones con la sincera conciencia, como diría Borges, de que “voy a decir lo que no sé a quienes sabrán más que yo”. Pero de profundas perplejidades se nutre, dichosamente, nuestro camino en la tierra. De hecho, los lectores de esta revista somos muy afortunados de habernos encontrado algún día con una de las extrañezas más hermosas, que nos ha llegado en forma de sencilla estrofa poética desde el lejano oriente, acaso como la llave pequeñita que nos abra a horizontes no previstos en nuestros sofisticados geolocalizadores posmodernos.

            Aunque la importante acumulación de conocimientos sobre el haiku a la que hemos llegado hoy está directamente relacionada con nuestra capacidad de enamorarnos de las cosas elementales, que ya, en sí misma, supone una innegable revolución, no es menos cierto que nuestro afán de saber, nuestro instinto cultural, no tiene límites, y que ese mismo acopio pudiera colocarnos, a la vuelta de la esquina, sin darnos mucha cuenta, en un terreno seguro y confortable desde el que complacernos (como un niño burgués que manipula juguetes en su habitación alfombrada) de todo lo que ya sabemos y hemos sido capaces de acaudalar de esta peculiar tradición. Por eso me parece un ejercicio necesario volver una y otra vez al no saber, para que no nos traicione nuestra mentalidad occidental tan racionalista, y de paso nos veamos libres de caer en la tristeza de terminar enamorados de nosotros mismos, como suele ocurrir a las elites intelectuales o a los escritores de éxito. La propia elección del lema de esta sección, un inolvidable y misterioso verso de san Juan de la Cruz, sirva, pues, de aviso a navegantes, y también de petición de auxilio al poeta de las nadas, cuya ‘presencia’ me acompaña más allá del tiempo, las ideas y las creencias.

            Debo confesar, en esta especie de presentación, que mi acercamiento al haiku se produce a través de mi hermano Vicente Haya, en un momento en el que los dos iniciábamos un diálogo interminable, y que su certera punzada enseguida entró a formar parte de mi particular preocupación por entender qué sea eso de la experiencia poética, que es lo que en realidad me viene ocupando desde que comencé a escribir poemas. Por lo tanto, mi perspectiva del haiku es estrictamente poética, y eso precisamente es lo difícil de explicar, lo que me obliga a moverme en una especie de balbuceo aproximativo, que sin duda carece de la entidad argumental de los que se han acercado a él desde otras determinadas perspectivas que ya disponen de un armazón previo, como puede ser la histórica, la filosófica, la religiosa, la metafísica, la espiritual, la literaria, etc., y que a mí no me ‘interesan’ propiamente, aunque de todas ellas intento comprender sus argumentos y, desde luego, valorar sus testimonios.

            Mi intuición es que el haiku pertenece ‘radicalmente’ a la experiencia poética, pero no sé lo que es la experiencia poética, y ese no saber es mi campo de labranza, porque lo que llevo experimentado me deja bastante perplejo: no he podido acumular un saber sobre la experiencia poética sino más bien una intuición o una esperanza en que algún día pueda ser habitado, y pensado, el no saber. El haiku, en este sentido, no solo no ha contribuido a allanarme el camino hacia algún tipo de saber, sino que ha profundizado en ese hábitat abierto donde todo conocimiento ha de ser superado. Precisamente por eso me interesa.

            Aunque en las sucesivas entregas mensuales de este particular rincón que hoy abrimos intentaré compartir y ‘argumentar’ (poéticamente), en la medida de mis posibilidades, mi personal perspectiva de lo que significa el haiku como experiencia del haijín, resultará imprescindible abordar una mínima ‘deconstrucción cultural’, por decirlo así, porque toda nuestra experiencia, en cualquier ámbito de la vida y del pensamiento, está inevitablemente mediada por las pautas culturales que dominan nuestro tiempo y que hemos asumido de manera más o menos inocente a lo largo de nuestra vida. Por este motivo, no podemos hablar de ‘conciencia’, ‘racionalidad’, ‘facticidad’, ‘posibilidad’, ‘existencia’, ‘experiencia poética’, ‘verdad’, ‘pregunta por el sentido’, ‘lenguaje’ o ‘palabra’, pensando que todos compartimos una noción al menos similar de estos conceptos. Precisamente la ‘cultura’ nos acomoda en un terreno común y nos hace consumidores del acervo, es decir, nos provee de un conocimiento estable y progresivo, nos integra en la corriente, nos garantiza seguridad y, de paso, nos advierte de que no hay supervivencia fuera del sistema. Todo, desde luego, a condición (consciente o inconsciente) de aceptar las reglas de juego. Pero asimilar el haiku me obliga continuamente a salir de las reglas de juego, y es eso lo que pretendo compartir.

               No sé, como digo, lo que es la experiencia poética, pero sé que no es un saber sobre las cosas. Y a pesar de que puede considerarse claramente una ‘experiencia’ no es tampoco un saber sobre el hombre. Tal vez pudiera decir que es un tipo de experiencia que tiene lugar en el hombre sin que este se la pueda apropiar como suya. Algo que tiene que ver con las cosas pero que no define la mismidad de las cosas. Lo único que se puede intuir, en principio, es que se trata de una experiencia de tránsito. Desde luego, dicho negativamente, una especie de salida del saber hacia el no saber. Dicho positivamente, una salida de la racionalidad hacia la conciencia. En cualquier caso, en mi opinión, una experiencia que coloca la cuestión del sentido más allá de la racionalidad. Y que coloca al haiku dentro de la cuestión del sentido. Como si la experiencia poética fuese una experiencia que está teniendo lugar en el seno de la Totalidad, no en esta o aquella cualidad del hombre. Como si algo muy específico estuviera ocurriendo en el seno de la Totalidad, y su forma de ocurrir fuese eso que algunos hombres llaman experiencia poética, y que se ha hecho particularmente evidente en lo que algunos hombres reconocen como experiencia del haijín.

               Que esa experiencia del haijín tenga que ver directamente con algo esencial que está ocurriendo precisamente ahora en el seno de la Totalidad, y que eso tan esencial que está ocurriendo en el Todo se haga patente en la rotunda sencillez del haiku es lo que, a la postre, quisiera subrayar en las modestas consideraciones que iré desgranando en este espacio.