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Semi no koe

けふ切の声を上けり夏の蝉

kyô-giri no koe wo age keri natsu no semi

alzando la voz

en su último día

cigarra de verano

                                                 Issa Kobayashi

 

Así que era esto… La primera vez que en el jardín de Kôfukuji encontré una exuvia (vaya palabro) de cigarra recuerdo pensar eso. Bueno, en realidad lo primero fue un susto, uno pequeño, porque pensé que estaba viva…

 

Joe qué susto. A pesar de estar ya casi al borde del invierno, al verla ahí entre la hierba del jardín, aunque patas arriba, he pensado que estaba viva. En todo el tiempo que llevo aquí no había visto ninguna. Es bastante grande, más de lo que imaginaba, pero no pesa nada sobre mi mano.

Ya casi ha anochecido y en mi pequeña casa del templo, casi tan vacía como la cigarra que fue, debería estar haciéndome la cena. Sin embargo no puedo por menos que buscar en Internet el famoso haiku de Bashô. Aquel del significado, o la falta de él más bien, de algo de una cigarra…. Vaya memoria de pez la mía, vacía sí, espléndidamente vacía como una exuvia …

«Desde lo alto del árbol cayó sin el menor significado la cáscara de una cigarra»

Una cáscara. Qué curioso. Como si fuera un fruto, seco, más que cae del árbol. Imagino sus largos años bajo tierra, su postrera exploración nocturna, su metamorfosis mágica, siempre mágica. Y su canto, claro. Su voz.

Miro el bichejo, ahora junto a la ventana parece un fantasma asomándose al atardecer. A lo mejor por estar aquí recuerdo el manga de Masamune Shirow “Ghost in the Shell”. Qué asociaciones de ideas tan raras. Será la soledad….

 

Aquella no fue la única tarde que encontré una cáscara de cigarra. Quizá con el viento de otoño, o cediendo a su propio devenir, iban desprendiéndose de los alcanforeros o del bambú, no sé, pero al menos otra sí que encontré. Esta vez casi sin susto.

 

La pareja de ex-cigarras dejan pasar la luz de la mañana como los cristales de mi casa. Me gustan estos días de casi invierno con la tibieza de un sol limpio en el aire. El sonido claro de alguien que corta bambú junto al sendero atraviesa la estancia hasta mi futón. Debe ser Izumi, el ayudante del abad. Dudo si asomarme a la ventana y saludarle.

Pues sí, es él. Cuatro palabros mal dichos en japonés… le enseño las ex-cigarras.

-Semi, hai hai, semi, kara, natsu, koe, min-min… Ríe. Izumi siempre ríe.

Vaya… tengo que aprender más japonés. Palabros sueltos.

 

Min-min… Nunca imaginé que las cigarras hicieran min-min en japonés. Es una bonita onomatopeya.

En Nagasaki nunca escuché la voz de las cigarras. Sin embargo al mirar los caparazones vacíos de lo que fue, siempre me parece escucharlas. Min-min…

Es como si la cigarra no pudiese ser otra cosa que su canto.

Tampoco volví a encontrar más caparazones. Creo que fue justo cuando empecé a buscarlas.

 

Sin el menor significado. ¿Así son todas las cosas?

 

La pequeña casa en el jardín de Kôfukuji, qué vacía debe estar ahora, sin el menor significado salvo para mí. No puedo evitar pensar en ella una y otra vez. Mi mente, esa de las asociaciones raras, esa transparente como una exuvia de cigarra, forcejea una y otra vez con lo que es y con lo que ya no es.

Así como el vacío acaba por llenar todas cosas, todos los recuerdos, lamento, casi sin querer, con un susto pequeño, no haberme dado cuenta. No haber estado presente al final del último momento.

Alzar la voz una última vez. Un haiku del último momento, un jisei, como lo son todos los buenos haikus. Sin poder ser otra cosa que una voz, apenas nada.

Quisiera estar en ese último día, de verdad estar. Sin caparazón, sin alma. Quisiera la transparencia de un canto de cigarra al final del verano. Al final de todo.

Decir bien claro la limpieza del cielo invernal y la risa del amigo, y la mano del hermano y el olor del bambú recién cortado. Decir sin más la cigarra que no está y el abrazo de mi padre, y aquel gato salvaje que sin saber por qué se acercó una vez, y después se fue.

Decirlo todo y decir la nada. Y para nada. Sin poder evitarlo. Sin el menor significado.

Decir y callar.

La voz de la cigarra.

Todo el silencio que viene después.

 

El alma de la cigarra hizo un último viaje, el más largo, conmigo. Cuando volví a mi tierra meses después.

Algo de mí mismo, caído desde lo alto de alguna parte, vacío, está aquí también aunque yo no lo vea, aunque no pueda oírlo. Aunque ya apenas sea yo.

Qué hermosa la tarde. Qué bella su quietud sobre la hierba, en las hojas del otoño.

 

¿Así que era esto?

 

Cigarras. Sobre mi mano el pequeño peso de la nada que es. Que fue. Atravesada por la luz.

Min-min-min…

CAMINO EN SOMBRA

Un camino en sombra es otra cosa. Unos grados menos de temperatura, un espacio proclive a la humedad donde el color verde se acentúa en las yerbas y matojos, una solapada invitación a detenerse.

En la sombra del camino cantan pájaros y se percibe el olor de la tierra, de vez en cuando cae una hoja, se escuchan de allá, de acullá, sonidos que trae el viento, los perros descansan de su respiración más honda.

Frescor de otoño.

Meriendan en la sombra

dos peregrinos.

 

 

 

Nueve

Tenemos un único cuerpo, un cuerpo en el que solamente cabe un alma… un alma formada con pequeños trozos de otras muchas almas…

La senda transcurre paralela al acantilado. Un par de cormoranes descansan, mientras secan sus plumajes, amparados por los resquicios de la abrupta pared. Camino, paso a paso. Queda a mi izquierda la mar… una mar eterna castigada a no reposar… una mar convertida, un día y otro, en camposanto de las esperanzas… una mar que en un mismo gesto se violenta contra las rocas para transformarse en infinitas gotas con las que acariciar una piel… La mar… no sé con certeza que es lo que me atrapa de ella; quizás sean sus cortos pero desgarradores silencios, quizás sea que es la dueña de la voz primigenia que habita en nuestro instinto ancestral.

A mi espalda el sol sigue su ascenso… Gijón se hace pequeño. Asomada al acantilado una máquina desbroza decenas de eucaliptos talados… el paisaje recupera su antiguo esplendor. El viento pega de cara… un viento que parece de otro tiempo, lleno de recuerdos… un viento fuerte que acorta los pasos y se lleva del camino las sombras de unas gaviotas. Avanzo… las flores, marchitas por el estío, cabecean en la cuneta.

Siempre que recorro esta senda me acompaña el recuerdo de mi hermano… diez años ya que se fue… sus manos colocaron cientos de las lajas que hicieron de este pasaje un camino transitable. Por delante 13 km… una memoria que late y miles de piedras que dan forma a las emociones…

La mañana se transforma en tarde. Un pequeño colirrojo vuela a un lado y otro del sendero. Una lagartija, sin cola, se da un baño de sol entre los restos de un muro. Y camino, paso a paso… he de llegar al final… llegar para volver antes que la mar se vuelva un manto negro…

Flores resecas…

nadie detiene su andar

en este camino

 

Asturias, donde la tierra siempre es verde.

Hiraizumi

初雪や 水仙の葉の たわむ迄

hatsu-yuki ya suisen no ha no tawamu made

primeras nieves…

solo la necesaria para combar

las hojas de narciso

                                                                                Matsuo Bashô

 

“Demasiado tarde”. Eso es lo que lacónicamente se limitó a decir Yoritomo Minamoto antes de destruir Hiraizumi. O eso dicen que dijo.

Hiraizumi, el esplendor de tres generaciones de Fujiwara. Aquellas que duraron lo que un sueño de una noche de verano según Bashô. Hiraizumi y su montaña donde florecía el oro según el Manyôshû.

El brillo de la nieve casi ofende en los momentos, pocos, en los que el sol aparece de entre las nubes. El abad de Chûson-ji nos guía por los caminos despejados de nieve que serpentean y bifurcan en el bosque que acoge y parece disimular los pabellones y edificios del templo.

Este lugar es mágico.

El torii que brilla tanto que casi teñía de rojo la nieve, el escenario de noh refugiado en lo profundo del bosque de cedros…

La muerte de Yoshitsune Minamoto, el hermano pequeño del lacónico Yoritomo, es una de esas historias trágicas tan queridas y recordadas por el alma japonesa.

Tras luchar junto a su hermano mayor en la guerra que enfrentó a su clan, los Minamoto (Genji), con los Taira (Heike) el bravo Yoshitsune cayó en desgracia ante los ojos de su ambicioso hermano. Buscó refugio en Hiraizumi, que bajo el dominio del clan Fujiwara se había mantenido neutral. Y si bien en un principio Hidehira Fujiwara le dio amparo, a la muerte de este, su sucesor Yasuhira, más timorato, más ventajista tal vez, decidió traicionar a Yoshitsune a la vista de que la guerra se inclinaba cada vez más claramente a favor del hermano mayor.

Yoshitsune fue forzado a realizar seppuku. Su mujer e hijo también murieron allí.

Sin embargo ni Yasuhira Fujiwara, el señor traidor, ni Hiraizumi, el reino dorado, sobrevivirían a aquel episodio.

“Demasiado tarde”. Incluso las traiciones y el oro tienen su momento preciso, y precioso. Después ya… simplemente no sirven.

La estatua de Bashô aguarda en una orilla del camino. Me saco fotos entusiasmado con el paciente caminante, ahora tan quieto. Aquí y allá, así y asá, con la nieve por los pies. No importa. El abad y Takano-sensei ríen. La pequeña comitiva sigue el camino.

Bashô visitó este lugar en conmemoración del quinientos aniversario de la muerte del pobre Yoshitsune, en su periplo por la estrecha senda del norte profundo. Rodeado de estos cedros y pinos inmensos, surgiendo de la nieve como columnas, podría pensar que siglos y generaciones no son nada. Que todo sigue tal cual. Podría volver aquí quinientos años después y seguiría este silencio tan blanco. En lo profundo del bosque, en la profundidad etérea de la nieve.

Pero no. De hecho nada es igual. El único edificio del s.XII, la época del dominio Fujiwara, que sobrevive hoy en día en Chôson-ji es el Konjikidô (el Pabellón Dorado).

Cubierto de pan de oro tanto en su interior como en su exterior es también llamado Templo de la Luz. No me extraña. Todos los de esta pequeña comitiva errante guardamos ahora un silencio “luminoso”. El pabellón no es muy grande y por fuera está protegido con lo que podríamos llamar un edificio que hace las veces de funda para protegerlo. Es asombroso que haya llegado hasta hoy. Su estructura que parece tan delicada, su oro, su luz.

Se supone que Marco Polo hace referencia a los palacios de oro de Cipango por este templo precisamente.

Nos asomamos al interior y en el resplandor dorado de esta extraña penumbra podemos intuir la imagen de Amida Nyorai (el Buda de la Luz Infinita) a quien está dedicado el templo, y a otros dos bodhisattvas: Kannon y Seishi. Al tenue resplandor se asoman otras imágenes divinas y las tumbas de varios Fujiwara.

Creo que en este lugar he podido atisbar por primera vez la magia, blanca y negra, que ejerce el oro sobre el espíritu humano. Es como luz. Como el rastro de la luz. Aún en la casi oscuridad de aquí dentro puedo sentir ese retazo del sol, de la tierra, que lo creó.

En las dependencias del templo principal el abad nos agasaja con un té verde. En un lado Takano-sensei, Fuji y el abad. Presidiendo la mesa nos colocan a mí y a C. de cara a los demás. Reímos ante esta gentileza tan comprometedora. Dudamos si comer o no el primoroso okashi, ese dulce que siempre acompaña y equilibra el amargor seco del té macha. Reímos de nuevo.

No sé en qué momento empezó a nevar. Justo cuando me quedé solo, justo antes de las despedidas. En el camino que llevaba al aparcamiento.

No sé en qué momento recordé la foto que no hice. Las palabras que no dije.

Demasiado tarde… La nieve, justo la suficiente, se acumula ya sobre el camino y los cedros. En las manos. Sobre la risa y las generaciones. En el rastro de la luz.

Kumano magaibutsu

月今よひ古郷に似ざる山もなし

tsuki koyoi kokyô ni nizaru yama mo nashi

 

luna de agosto…

no hay montaña que no se parezca

a las de mi tierra natal

                                                             Issa Kobayashi

Extendí la mano hasta casi tocarla… pero no me atreví. Una soga de paja de arroz trenzada rodea el tronco del cedro. Es enorme este tronco, este árbol, que apunta al cielo, recto, como el trazo de una flecha. Los zigzags de papel blanco y las gavillas que cuelgan de esa trenza parecen llevar allí siglos. Imposible. Shimenawa, así se llaman estas cuerdas rituales que señalan lo sagrado en el shintoismo.

Creo recordar que leí en alguna parte que representaban la tormenta. Las nubes que se entrelazan y los rayos en zigzag, la lluvia como gavillas que se abren hacia la tierra. A pesar del sol de esta tarde imagino esa pequeña tormenta que abraza al cedro, al bosque. Y al sendero.

De los torii que jalonan el sendero empinado cuelgan también shimenawa. Asciende estrecho y empinado montaña arriba, convirtiéndose, deshaciéndose, poco a poco en pedruscos de tamaño considerable. Qué calor…

El silencio que nace del cansancio y el silencio hijo del sobrecogimiento se han juntado aquí arriba, en mí, en lo que me rodea. De la roca emergen dos rostros enormes de buda. Se mostraron de pronto, al otro lado de los árboles, más allá del sendero.

Aunque su serena presencia es montaña tienen nombre. Fudô Myôô y Dainichi Nyorai, de ocho metros y casi siete respectivamente.

Buda. Roca. Montaña. Bosque. Otro silencio, de la presencia, brota de la misma montaña, lleno, claro, y se une al mío, a todos los silencios, como las ramas al tronco de los altos cedros.

Casi es tierra un viejo recipiente medio destruido por el tiempo y la lluvia lejana. Algunas monedas a su alrededor parecen surgir, o desaparecer, también en la tierra.

Arriba, entre los árboles, un santuario shinto. Algunas estatuas de jizô en diferentes estados de erosión y varias ishi-tôrô, esas linternas de piedra que parecen tener ojos y sombrero.

Qué silencio. Y eso que los insectos no dejan de estar, y que mi corazón aún no se ha aquietado tras la subida.

Joe, si no fuese tan estúpidamente tímido, miedoso, llamaría a los kami. Con un par de palmadas frente al santuario, y agitaría la cuerda con energía para hacer sonar los cascabeles gigantes… y cerraría los ojos.

Estoy solo en lo alto de la montaña y solamente junto las manos.

“Me gustaría que mi corazón saliera de la roca”. Pienso de repente, digo sin más. Muy bajito.

Los haces de luz caen como lluvia entre los cedros enormes. Las raíces zigzaguean brillantes a la luz del sol, apareciendo y desapareciendo de la tierra que huele a tierra.

Un silencio transparente que emana de la montaña lo penetra todo. Entrelazándose blanco con el estar de los insectos y alrededor de los árboles, y en el aire y en la luz.

Si llamara ahora, si llamara ahora con energía y silencio ¿vendrían aquí los kami? Los kodama de los árboles, los iwakura de las piedras. ¿Vendría el kami de mi corazón?

La serena quietud de la montaña emerge de ella misma y muestra su faz. Los dos rostros buscan la luz del sol en esta tarde que ya pasa. Los ojos entornados miran sin mirar algo que está más allá del bosque, al otro lado del silencio. Con la sonrisa tranquila de un niño pequeño que vuelve a casa.

¿Salir de la montaña? ¿Volver a ella?

Joe cómo cuestan a veces las cosas… decirlas… Subir montañas, bajarlas. Atreverse a tocar la tormenta.

La puerta de la noche

Cuando a media noche abro la puerta de mi casa abro la puerta de la noche, la noche de mi calle, en que casi todos los vecinos duermen y nadie transita, ni siquiera los gatos.

Camino con Sawyer, un perro beagle que quiere olerlo todo, no solo el pasto de las áreas verdes y los matojos que crecen frente a las casas desocupadas, sino que el propio pavimento es motivo de sus finas indagaciones mientras emite repetidamente un resoplido tenue.

Así las cosas el cielo de la noche nos resulta lejano, apenas visto en los tramos de la calle donde no encienden los faroles.

Y vamos dejando atrás espacios bien iluminados y espacios de suave penumbra según nos acercamos al confín de la calle, desde donde nos devolvemos. En el trayecto hay puntos que Sawyer marca con su orina, siguiendo una lógica que solo él conoce.

Algún perro nos ladra desde su patio, a veces se oye lejano un televisor, pero no perturban nuestra lenta caminata por la calle que sigue siendo silenciosa, tranquila, donde lo importante es el olor, los olores del suelo, bajo el cielo fresco y lejano de la noche.

 

Fin de la calle.

Màs allá el zumbido

de los insectos.

*

 Fin de la calle.

Desde lo más oscuro

una luciérnaga.

 

Ocho

Con el suceder de los años, en ocasiones, caemos en la falsa sensación de que todo aquello que nos rodea no es más que una redundancia… tal vez, el mismo tránsito de los años nos ha hecho olvidar que solamente permanece inmutable aquello que ya está muerto…

Camino, paso a paso… ¿pero, qué cabe en un paso?

Detengo mi andar al pie de una cuneta. Descuelgo la cámara fotográfica que llevo colgada al hombro, me agacho… a través del visor de la cámara contemplo las gotas que la lluvia de la mañana descargó sobre la hierba… Enfoco una de las gotas… en ella, atrapada, se arquea la nube que, quizás, dejó escapar esa misma gota de agua…

Escampa… Un poco más allá, sobre la alambrada de espinos que rodea una finca, se alza la cabeza de un caballo. Una nube de moscas revolotea a su alrededor… cuatro o cinco de ellas bordean uno de sus ojos y beben del lagrimal… Puedo verme en ese ojo… apenas alcanzo el tamaño de una de las moscas… también se deja ver el sol asomándose entre las nubes… El viejo camino, que tantas veces he recorrido, se curva y se vuelve infinito en el iris del noble animal… Una de las moscas lleva en su boca una minúscula gota de agua… ¿cabrá otro mundo dentro de ese mundo?

Disparo una foto. Mientras miro la pantalla de visualización no puedo evitar un gesto de pesar… en la foto todo parece haber muerto… al otro lado de la cámara ya nada es igual… El intenso olor a estiércol del famélico caballo y su triste mirada me acompañan en el paseo.

Camino, un paso y luego otro… Allá donde miremos siempre hay algo más…

 

Desando el camino…

se llenan de lluvia

las alas de una libélula

 

Asturias, donde la tierra siempre es verde.

Tainí

En el bosque junto al río Isabela hay un árbol excepcional. No mucha gente sabe de su existencia y los que lo conocen no visitan el lugar con frecuencia.

El árbol es una ceiba, robusta y callada. Para abarcar su tronco deben unir manos y brazos unas nueve personas. Tiene ramas que se alejan horizontalmente del tronco unos 40 pies.

Esta ceiba se llama Tainí pues pertenece a un tiempo antiguo cuando, como ahora los ríos, todas las ceibas tenían su nombre.

Tainí vive casi al borde del agua, de hecho ayuda con sus formidables raíces a sostener esa orilla que el río socava en sus periódicas crecidas.

Tainí, a pesar de su edad, es asiento de muchas otras vidas que hacen hábitat en su fronda: plantas parásitas, aves, insectos, batracios…

Estoy sentado sobre la yerba al amparo de Tainí, viendo pasar las garzas por el río. En la otra orilla, no tan lejos, se ve el ramaje de Pairiní, otra ceiba.

 

 

Zumban y pican

numerosos mosquitos.

Atardecer.

 

Nagareru

旅人や野にさして行流れ苗

tabibito ya no ni sashite yuku nagare nae

 

desde la corriente

el viajero devuelve al bancal

brotes de arroz

                                                                  Issa Kobayashi

A pesar de sus ochenta y cuatro años su voz es firme, profunda. Musical. Toshio Matsuo nació aquí, en Nagasaki, y hoy el Museo de Arte inaugura una gran exposición de su obra.

Después de un breve discurso coge el micrófono y va recorriendo casi cuadro por cuadro las salas blancas. En unos lienzos se para más y en otros menos. En todos algún comentario, jocoso deduzco por las risas de los asistentes.

Hay flores, vistas de ciudades (Toledo entre ellas), montañas, pájaros… enmarcados en tamaños importantes por lo general.

Uno de los más grandes, una especie de biombo, o doble biombo sería, representa lo que parece un torrente imponente, descendiendo montaña abajo entre árboles y plantas. Diversos pájaros vuelan aquí y allá sobre un fondo dorado. El estilo parece heredero de la tradición oriental china pero tamizada por la técnica occidental de trazo más suelto y ligero. Me acerco: 流れ (1996) 180×720

-Dice “nagare”. Corriente, fluir… -me dice una mujer sonriente en un inglés entrecortado.

El río Nakajima cruza la ciudad con parsimonia. Desde mi barrio, Teramachi, hasta la desembocadura en la bahía habrá no menos de catorce puentes. Una tarde conté diez mientras acompañaba la corriente, con tranquilidad, desde el más cercano a Kôfukuji hasta Dejima. Allí me di la vuelta. Mucha gente.

Me gusta mirar las koi, las grandes carpas de colores que se disuelven una y otra vez en el agua. Y a los milanos negros en el aire. A veces se atreven con las carpas y les dan un buen susto. Nunca les he visto capturar ninguna. A veces las garzas blancas caminan despacio, con cuidado parece, por la orilla, metiendo las patas de vez en cuando en la corriente. Remolinos que se hacen y deshacen. Hojas de ginkgo que giran unas cuantas veces, catorce, diez, antes de seguir la corriente.

Matsuo san se detuvo mucho rato comentando “Nagare”. Hablaba con entusiasmo, movía los brazos con vehemencia, recorría él mismo la extensión del lienzo sin dejar de hablar, corriente abajo, pensé… “Nagareru” repetía una y otra vez.

Un día a la semana, río arriba desde Kôfukuji, se reúnen pintores aficionados en la orilla para pintar al aire libre los puentes del Nakajima, sus templos y sus sauces. Los vi por primera vez un día que iba al mercado. Casi todos son personas mayores. Sentados frente al caballete muy serios miran y trazan y miran y colorean y miran. Nadie dice nada. En fila parecen patos en la ribera, a punto de entregarse a la corriente.

Ni una sola pincelada. Un señor que parece ya muy veterano está quieto como un milano en la cornisa del templo. Lleva un sombrero que parece un salacot y los pantalones recogidos por encima de las pantorrillas. Brillan. A pesar de estar ya bien entrado el otoño hace calor. El agua fluye junto a la luz haciendo remolinos aquí y allá. Giros, destellos, dejan de ser para volver a ser, corriente. Sí que debe ser complicado pintar algo así…

Terminada la exposición-conferencia volví al río-lienzo cuando no había nadie. Las olas que bajan corriente abajo parece que se van a salir del fondo dorado, de la pared blanca. Parece un faisán el pájaro que vuela arriba y quizá algún tipo de lavandera blanca el que casi roza las olas más abajo. Debe ser otoño porque las hojas en los árboles son escasas. Arces, alisos… quizá…

Nagareru. Fluir, el tiempo, el agua, etc. Ser arrastrado por la corriente. Correrse la tinta.

El agua del Nakajima deja de ser y vuelve a ser, mar, al final de todos los puentes y todas las voces y miradas. Y Nagasaki se deshace en islas y rocas y agua. Algunas tardes de otoño el sol poniente llega desde allí, desde el agua solo, y remonta el río corriente arriba. Luz. Fluye directamente pasando sobre la pequeña isla de Iojima, donde una maroma aguarda en una playa y las camelias siguen cayendo unas sobre otras. Aún oigo risas y los frenos de viejas bicicletas cuesta abajo. Y atraviesa el viejo puente Megami que parece unas gafas (de ahí su nombre) si lo miras junto a su reflejo en el agua tranquila. Y el muro de piedra junto a la orilla ante el que se arremolinaba la gente a hacer fotos, la piedra con forma de corazón que me señaló una estudiante porque yo no veía nada. Y los niños, que juegan con las carpas y les dan de comer, risas de piedra en piedra, atravesando la corriente. Y los cuadros que pintan los viejos más arriba, y sus pantorrillas, piel fina, blancura. Brillo. Y su mirada quieta.

Esa luz del atardecer que fluye, hace remolinos aquí y allá, y desaparece.

De alguna manera siempre he creído que en el agua os encontraría. Que en ella de nuevo volvería a ser. Atravesada por la luz sería yo, agua. Transparencia. Pensaba… Tonterías, remolinos. Nada.

Volviendo a casa, desde el puente se ve la blancura de algunas carpas en la oscuridad de la noche. Imagino las que no veo, con los colores de la noche, nadando también corriente. Es mejor no decir nada. A veces solo vale mirar, escuchar. A veces la tinta se corre y algo dentro de mí es arrastrado por la corriente. Recogerse los pantalones hasta las rodillas y entrar en al agua en silencio, con cuidado.

Una mañana, en la cafetería del museo, Hamasaki san me regaló un cuadro. Un cuadrito de no más de 20×20. Flores. Él decía que no pintaba muy bien. Empezó a pintar después de jubilarse, hace ya unos añitos. Sonreía. Hablaba poco pero sus ojos eran palabras. La luz de la mañana entraba a raudales por las ventanas del museo. Él, yo y las flores de colores estábamos envueltos, acogidos, en aquella luz. Se ha quedado remansada en alguna parte de mí. ¿Será esto posible?

Me gusta caminar con parsimonia junto a las carpas por la orilla del Nakajima. Imaginar que son ellas las que me acompañan a mí. Boqueando a la luz del sol. Qué ruido hacen… ¿Tragan aire, agua? ¿Luz? A veces hasta se dejan tocar. Son agua…. ¿Quién me recogerá de la corriente? ¿Quién me devolverá a casa? Me incorporo. Mi reflejo en el agua no aguanta ni un remolino. El vuelo raudo, sin esfuerzo, de un milano negro en el cielo.

 

 

 

 

CRIATURAS ALADAS

     Los que frecuentan el patio de mi casa son las ciguas y los perros. Los perros porque me siguen dondequiera que voy si le es permitido. Las ciguas, en su entera libertad, porque les place.

Pero de los patios vecinos, de las afueras de la urbanización, del entorno del río o vaya usted a saber de dónde, llegan ocasionalmente otras visitantes fugaces, aladas y rápidas como un soplo de brisa. Vienen zumbadores a libar en el aire el néctar de las orquídeas y las flores de Pompeya, vienen diminutas avecillas, como las reinitas o el cigüiriyín, a buscar cosas pequeñas que solo ellas ven.

Vienen abejas, trabajadoras y solas, vienen raramente mariposas, vienen o aquí mismo crecen los tenaces mosquitos.

Ya no, pero en otros tiempos tuvimos la dicha de ver en el patio al pájaro bobo, con su largo pico, su vientre bermejo y su extraña calma. Ahora solo oímos de vez en vez su grito ronco en árboles vecinos. También, más armoniosos, gritan los pájaros carpinteros, que no nos visitan nunca, empeñados en su labor en la copa de los árboles altos.

Y en alguna época del año en el atardecer cruzan en bandadas numerosas las madame sagá, de pecho amarillo.

Y el ruiseñor, solitario, del lado de la calle llena el espacio a ratos largos con su melodía de siempre primavera.

Ay, los países del aire.

 

Dìa nublado.

Ruiseñores y ciguas,

¿qué es lo que dicen?