Nagareru

旅人や野にさして行流れ苗

tabibito ya no ni sashite yuku nagare nae

 

desde la corriente

el viajero devuelve al bancal

brotes de arroz

                                                                  Issa Kobayashi

A pesar de sus ochenta y cuatro años su voz es firme, profunda. Musical. Toshio Matsuo nació aquí, en Nagasaki, y hoy el Museo de Arte inaugura una gran exposición de su obra.

Después de un breve discurso coge el micrófono y va recorriendo casi cuadro por cuadro las salas blancas. En unos lienzos se para más y en otros menos. En todos algún comentario, jocoso deduzco por las risas de los asistentes.

Hay flores, vistas de ciudades (Toledo entre ellas), montañas, pájaros… enmarcados en tamaños importantes por lo general.

Uno de los más grandes, una especie de biombo, o doble biombo sería, representa lo que parece un torrente imponente, descendiendo montaña abajo entre árboles y plantas. Diversos pájaros vuelan aquí y allá sobre un fondo dorado. El estilo parece heredero de la tradición oriental china pero tamizada por la técnica occidental de trazo más suelto y ligero. Me acerco: 流れ (1996) 180×720

-Dice “nagare”. Corriente, fluir… -me dice una mujer sonriente en un inglés entrecortado.

El río Nakajima cruza la ciudad con parsimonia. Desde mi barrio, Teramachi, hasta la desembocadura en la bahía habrá no menos de catorce puentes. Una tarde conté diez mientras acompañaba la corriente, con tranquilidad, desde el más cercano a Kôfukuji hasta Dejima. Allí me di la vuelta. Mucha gente.

Me gusta mirar las koi, las grandes carpas de colores que se disuelven una y otra vez en el agua. Y a los milanos negros en el aire. A veces se atreven con las carpas y les dan un buen susto. Nunca les he visto capturar ninguna. A veces las garzas blancas caminan despacio, con cuidado parece, por la orilla, metiendo las patas de vez en cuando en la corriente. Remolinos que se hacen y deshacen. Hojas de ginkgo que giran unas cuantas veces, catorce, diez, antes de seguir la corriente.

Matsuo san se detuvo mucho rato comentando “Nagare”. Hablaba con entusiasmo, movía los brazos con vehemencia, recorría él mismo la extensión del lienzo sin dejar de hablar, corriente abajo, pensé… “Nagareru” repetía una y otra vez.

Un día a la semana, río arriba desde Kôfukuji, se reúnen pintores aficionados en la orilla para pintar al aire libre los puentes del Nakajima, sus templos y sus sauces. Los vi por primera vez un día que iba al mercado. Casi todos son personas mayores. Sentados frente al caballete muy serios miran y trazan y miran y colorean y miran. Nadie dice nada. En fila parecen patos en la ribera, a punto de entregarse a la corriente.

Ni una sola pincelada. Un señor que parece ya muy veterano está quieto como un milano en la cornisa del templo. Lleva un sombrero que parece un salacot y los pantalones recogidos por encima de las pantorrillas. Brillan. A pesar de estar ya bien entrado el otoño hace calor. El agua fluye junto a la luz haciendo remolinos aquí y allá. Giros, destellos, dejan de ser para volver a ser, corriente. Sí que debe ser complicado pintar algo así…

Terminada la exposición-conferencia volví al río-lienzo cuando no había nadie. Las olas que bajan corriente abajo parece que se van a salir del fondo dorado, de la pared blanca. Parece un faisán el pájaro que vuela arriba y quizá algún tipo de lavandera blanca el que casi roza las olas más abajo. Debe ser otoño porque las hojas en los árboles son escasas. Arces, alisos… quizá…

Nagareru. Fluir, el tiempo, el agua, etc. Ser arrastrado por la corriente. Correrse la tinta.

El agua del Nakajima deja de ser y vuelve a ser, mar, al final de todos los puentes y todas las voces y miradas. Y Nagasaki se deshace en islas y rocas y agua. Algunas tardes de otoño el sol poniente llega desde allí, desde el agua solo, y remonta el río corriente arriba. Luz. Fluye directamente pasando sobre la pequeña isla de Iojima, donde una maroma aguarda en una playa y las camelias siguen cayendo unas sobre otras. Aún oigo risas y los frenos de viejas bicicletas cuesta abajo. Y atraviesa el viejo puente Megami que parece unas gafas (de ahí su nombre) si lo miras junto a su reflejo en el agua tranquila. Y el muro de piedra junto a la orilla ante el que se arremolinaba la gente a hacer fotos, la piedra con forma de corazón que me señaló una estudiante porque yo no veía nada. Y los niños, que juegan con las carpas y les dan de comer, risas de piedra en piedra, atravesando la corriente. Y los cuadros que pintan los viejos más arriba, y sus pantorrillas, piel fina, blancura. Brillo. Y su mirada quieta.

Esa luz del atardecer que fluye, hace remolinos aquí y allá, y desaparece.

De alguna manera siempre he creído que en el agua os encontraría. Que en ella de nuevo volvería a ser. Atravesada por la luz sería yo, agua. Transparencia. Pensaba… Tonterías, remolinos. Nada.

Volviendo a casa, desde el puente se ve la blancura de algunas carpas en la oscuridad de la noche. Imagino las que no veo, con los colores de la noche, nadando también corriente. Es mejor no decir nada. A veces solo vale mirar, escuchar. A veces la tinta se corre y algo dentro de mí es arrastrado por la corriente. Recogerse los pantalones hasta las rodillas y entrar en al agua en silencio, con cuidado.

Una mañana, en la cafetería del museo, Hamasaki san me regaló un cuadro. Un cuadrito de no más de 20×20. Flores. Él decía que no pintaba muy bien. Empezó a pintar después de jubilarse, hace ya unos añitos. Sonreía. Hablaba poco pero sus ojos eran palabras. La luz de la mañana entraba a raudales por las ventanas del museo. Él, yo y las flores de colores estábamos envueltos, acogidos, en aquella luz. Se ha quedado remansada en alguna parte de mí. ¿Será esto posible?

Me gusta caminar con parsimonia junto a las carpas por la orilla del Nakajima. Imaginar que son ellas las que me acompañan a mí. Boqueando a la luz del sol. Qué ruido hacen… ¿Tragan aire, agua? ¿Luz? A veces hasta se dejan tocar. Son agua…. ¿Quién me recogerá de la corriente? ¿Quién me devolverá a casa? Me incorporo. Mi reflejo en el agua no aguanta ni un remolino. El vuelo raudo, sin esfuerzo, de un milano negro en el cielo.