Haibun 27
La Gallinita ciega
De chica nunca intenté este juego, la infancia era un tiempo en que todo se daba sin reglas y sin rótulos.
Hoy, que el territorio de la niñez me queda lejos, invento una travesura: doblo con cuidado la servilleta de hilo blanco, espero quedar sola en casa y me vendo los ojos.
La consigna surge mágicamente: recorrer el jardín a ciegas, palpar, oler, escuchar.
Es un día extraño de verano, las lluvias y el sol se alternan continuamente. Empiezo el camino…
El canto de los benteveos me guía hacia la copa del árbol vecino, más allá de la cerca , descubro un contrapunto de voces cuyo significado todavía no comprendo.
Los pies descalzos se hunden en el césped que recorro con pasos menudos, algún bichito me produce un escozor que casi disfruto.
Sigo el perfume de los jazmines del país y toco las rejas por las que trepan , rugosas por el òxido.
Avanzo hacia el rincón de los cactus y suculentas, palpo con temor a las espinas y me demoro en una caricia. ¡No me dañaron demasiado! tal vez porque esperaba el pinchazo (esa prevención me hubiera ahorrado muchas heridas).
Las anchas hojas de la caña de ámbar, todavía mojadas por el chaparrón me recuerdan a quien que me la regaló.
Se ofrecen a mis manos las fibras de la palmera y las raíces de las orquídeas enraizadas allí .Un tropezòn provoca el revuelo de cotorras que estaban comiendo los frutos de palma, su alboroto quiebra de golpe el silencio ensimismado en el juego.
Doblo y respiro hondo, los azahares del limonero me atraen y un tenue zumbido de abejas me recuerda los versos de Miguel Hernández: “ “pajarearà tu alma colmenenera”…
Tarde de enero.
Zumban las abejas
en las lavandas
Se complica la pequeña travesía al abandonar los bordes del jardín, busco las piedras redondas y el viejo capitel donde yacen mis gatos, extiendo los pies como acariciando el rincón, inventándoles ojos a mis pisadas para descubrir el lugar exacto del pequeño túmulo y allí me siento, reanudo mis diálogos secretos con ellos y sé que desde algún lugar, más allá de las piedras, más acá de la infancia siguen cerca.
Creo que hago trampa girando por los bordes del jardín, temo llegar hasta el centro sin árboles ni texturas que me orienten. Recorro con mis yemas cada hoja que no reconozco y me huelo las manos: ¡la salvia! ¡el laurel!, ¿por què hay tantas hojas que no huelen? ¿Por qué este juego? ¿Por qué hoy?
El aislamiento forzado me lleva a inventarme libertades dentro del estrecho margen permitido, quizás sólo se trate de eso: experimentar con los sentidos lo que creía conocido y estar enteramente presente en cada ritmo, en cada textura, en esas realidades que en el vértigo de antes no podía percibir.
El perro viejo me sigue, tropiezo con su cuerpo fiel y cansino, rozo su pelaje de nutria salvaje, seguramente se sorprende de mi nuevo andar a tientas y me acompaña (como siempre).
Así, a ojos cerrados , este no-tiempo me ofrece otras presencias.
Ya no llueve.
Calor húmedo.
Entre los dedos
el olor de la salvia
A Mari Angels , que me inició en el haibun
María Rosalía Gila
Buenos Aires (Argentina)