La canción de la tierra (y 2)

Hace 70 años -el 26 de mayo de 1953- el sherpa nepalí Tenzing Norgay y el alpinista neozelandés Edmund Hillary alcanzaban la cima del Everest, la montaña más alta del mundo -8.848 metros-, conocida por nepalíes y tibetanos como “La frente del cielo” o “La madre del universo”.  Años más tarde, en la Nochebuena de 1968, los astronautas del Apolo VIII – Frank Borman, James Lovell y William Anders- enviaron desde el espacio la primera fotografía de la Tierra, “un maravilloso planeta azul, cubierto con una fina capa de nubes»… Ambas hazañas parecen inspiradas, por su audacia, en este proverbio zen: “Cuando llegues a la cima de la montaña, sigue subiendo”. Meditando sobre esta Tierra fértil y frágil, amenazada por la insensata voracidad humana, apelamos a la sensibilidad que nos transmite una cultura como la japonesa.

                En la tierra, como elemento sólido y fijo, se insinúa una cierta movilidad: la de la arena en la que se bañan los gorriones y la arena rastrillada de los jardines secos que encarna toda la nostalgia del mar. La tierra elemental es también la del lodo fecundo de los arrozales y la que se multiplica, útil y bella, en la cerámica o en la alfarería. La tierra natal estrecha los lazos con la Madre Tierra, aviva la añoranza de ese potrillo que se aleja en otoño bajo la lluvia, y aviva también la amargura del desterrado… Pero cuando se habla de la totalidad de la Tierra, emerge, como símbolo universal, la Naturaleza: divinizada y, al mismo tiempo, integrada en la vida; monte y jardín adentrándose en la casa abierta al verano. El haiku recoge e intensifica el maravilloso caleidoscopio de las estaciones en todas sus facetas: momentos de estación, fenómenos meteorológicos, paisajes, plantas, animales y vida humana.

                El jardín japonés -en sus múltiples modalidades- encarna, reproduce o imita a la Naturaleza: en el jardín de la Tierra Pura, el centro es el estanque, con un puente arqueado que llega a una isla central; en la abstracción del jardín seco, las rocas representan montañas o islas, y la arena blanca, el agua que fluye; el jardín de té, con su camino y sus faroles de piedra, aúna sencillez y sosiego; otros grandes jardines invitan a perderse en el paisaje, pero todos están diseñados para la contemplación, de acuerdo con las seis características esenciales: serenidad, espacio, frescura, delicado diseño, bellas vistas y combinación perfecta entre sabiduría y respeto. Hay jardines para admirar la floración sucesiva de ciruelos, cerezos, iris, lotos, hortensias o camelias, el color de los arces, las diversas tonalidades del musgo, el fulgor de la luna o el resplandor de la nieve… La flor rosada del cerezo dura apenas una semana, y la visión del “atardecer de diamante”, con los rayos del sol refulgiendo sobre la cumbre del Fuji, está reservada a unos pocos días de primavera y de otoño (como el rayo de sol de los equinoccios sobre el capitel de la Anunciación, en San Juan de Orteha). En el fondo de la contemplación late el sentimiento de melancolía por la belleza efímera: el misterioso, el indefinible mono no aware.

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