Roxana Dávila Peña
“mushi”
Junto al mar sopla una suave brisa. Hoy no es tan fría y me permite ir menos abrigada que ayer.
espuma
donde las olas retroceden
destellos de sal
Después de cruzar un puente rojo hacia Oshima, se pueden ver las siluetas de cientos de otras islas a través de las hojas de los arces ya anaranjados. Apenas oigo los pasos de otros viajeros.
Por el sendero que va subiendo, hay cuevas que utilizaban los monjes budistas para meditar. Son rincones llenos de silencio y de olor a mar. Pienso en lo difícil que sería para mí recogerme, hacer nada en medio de tanta belleza natural y tantas sensaciones. Craquean los cuervos.
El pequeño espacio entre cada hoja del chopo permite que el tenue sol se cuele por momentos.
Hay estelas que no están totalmente cubiertas por líquenes. Entre una y otra se pueden leer poemas de Matsuo Bashō y de Raiken que mi maestro traduce y recita. Hacemos una respetuosa reverencia esperando que los sentimientos y las emociones nos lleven al momento que inspiró a los poetas y experimentamos lo que ellos. Voy del pasado al presente en la quietud, pero con el corazón conmovido.
Más adelante, sentada junto a las raíces de un pino, percibo la tierra. Regreso al polvo.
El silencio nunca es incómodo en estas tierras. Siento en la mano el roce de la hierba susuki.
El paseo en bote por la Bahía de Matsushima nos lleva sobre aguas tranquilas y transparentes, mientras el viento sopla en el cielo nublado.
Resbalan lentamente las pocas gotas que deja la lluvia prendidas en el cristal desde donde miro la inmensidad del océano.
Las islas “parecen apiladas unas sobre otras”, cubiertas de pinos. Me recuerdan algunas pinturas de Hasegawa Tōhaku.
La erosión ha creado arcos: como vacíos que se han hecho viejos y que se han transformado en cientos de posibles figuras.
Al llegar al muelle, el eco sereno de la marea y sus intervalos me despiden con la intuición de algún día regresar. Camino al ryo-kan mi paraguas se voltea por completo con la corriente. La lluvia cesa.