Septiembre 2024

CONSTRUIR

En el portón
de Fornillos de Aliste
reina una gata.

DECONSTRUIR

Los nombres de lugar poseen belleza. Todos. Una belleza intrínseca. Es la belleza de su singularidad, del poder evocador de sus sílabas, de su fonética única. Como este de Fornillos de Aliste.

    En la tradición poética japonesa había diccionarios de topónimos famosos que los poetas consultaban para usar en sus poemas. Estos nombres de lugar se llamaban uta makura, literalmente “almohadillas poéticas”. Eran lugares mencionados en obras literarias antiguas como el Manyōshuūu o el Kojiki o el Ise monogatari. O, más tarde, lugares, que por haber sido visitados por poetas ilustres, eran fuente de inspiración para viajeros y literatos de épocas posteriores.  La sola mención de tales topónimos confería dignidad literaria al poema.

    En las dos primeras obras mencionadas, los nombres de lugar ­­–también los nombres de las deidades– se escribían con caracteres llamados manyōgana que solo poseían valor fonético, no semántico. (Mientras que el resto del texto estaba escrito en kanjis o sinogramas por su valor semántico.)  Parece que el motivo principal de hacerlo así, de escribirlos en manyōgana,  era para que tales nombres de lugar fueran pronunciados correctamente por los futuros lectores, ya que una incorrección fonética podía provocar la cólera divina, la ira de las deidades de la tierra (los kuni kami) que habitaban en tales lugares. Tal vez fuera ese el origen del prestigio que representaba la mención de un topónimo famoso en la poesía tradicional waka, antepasada del haiku.

   Fornillos de Aliste no es un topónimo famoso, pero como todos los nombres, de persona o de lugar, tiene su dignidad y, como he escrito, su belleza intrínseca. Este nombre identifica a un pueblo zamorano, no lejos de la frontera con Portugal, en el que pasé noche recientemente. Un pueblo que debió conocer cierta prosperidad en la España de economías rurales de hace cien o doscientos años. Hoy, casi deshabitado, es un  punto perdido más de eso que ahora llaman “la España vaciada”.   Testigo de aquel viejo esplendor es la calidad de las piedras bien labradas y nobles, en dintel y jambas, de ese viejo portón, el de la fotografía. Me llamó la atención, en un paseo que di por sus calles al caer la tarde, el contraste entre esas nobles piedras de sillería y la ruinosa puerta que enmarcaban. Y, en segundo lugar, la sabia placidez de una gata sentada al pie de la puerta, a un lado. El ruinoso portón y el eco de grandeza de las piedras eran el reino del felino.  Eso me pareció. Se la veía tan feliz, ahí sentada, observando a quien pasaba y a quien se detuvo a hacerle una fotografía. Cuando volví a la casa rural en donde me alojaba, compuse este haiku:

Gata feliz.
En Fornillos de Aliste,
portón ruinoso.

Pero estos días de mi mensual cita con El Rincón, volví a ver la fotografía. Entonces ya no me gustaba tanto ese haiku. Demasiado evidente. Quise hacer una historia.  Entonces modifiqué los versos. En el nuevo haiku, con que abro esta nueva entrada de CONDES, entronizo a la gata como reina del portón y de Fornillos de Aliste. Y no me pregunte el porqué.

De gatos, el animal que, como el escritor –otro animal, pero pretencioso–, es de espíritu libre, hablo en dos prólogos publicados en libros recientes. Uno para Yo el gato, de Natsume Soseki, publicado por Trotta Editorial hace cuatro o cinco meses. Otro para el divertido relato La gata, el amo y sus mujeres, de Tanizaki, publicado por Satori Editorial este mismo mes.

Tampoco me pregunten por qué es gata y no gato el de este haiku de Fornillos de Aliste. Pero sé que es la reina del ruinoso portón y de este humilde pueblo. Probablemente sea, además, el kami –la divinidad– del lugar.