Bashô, el eterno viajero, enferma en el camino y se despide delirando, soñando con el páramo seco. Ese desasosiego nace de un impulso irresistible, la búsqueda de la belleza y del conocimiento, que acaba integrándolo todo: la actividad y la quietud, lo exterior y lo interior; monte y jardín, adentrándose en salón de la casa. El poeta lo vive todo con los cinco sentidos, en un constante despertar que incluye valores esenciales: curiosidad, asombro, compasión, delicadeza, humor, generosidad, gratitud… Comparte techo en albergues, en templos, en casas de amigos. Ve cómo aguanta el Templo de la Luz el empuje de las lluvias de mayo; se pregunta -avanzado el otoño- qué hará el vecino, y observa, con naturalidad, las cosas más humildes: el escalofrío de unos puerros blancos recién lavados; el riesgo de una bola de nieve ante el fuego; unos monjes sorbiendo té en silencio: la emoción con que se mira a los caballos una mañana nevada; un hombre que bebe solo y que no se consuela ni con las flores ni con la luna…
En sintonía con el gran maestro, los espacios de vida afloran constantemente en el haiku. Uno de los más intensos es el de la soledad: Rotsû, el mendigo, excluido de los regalos del fin de año; Onitsura, resignado a contemplar la luna de otoño sin su niño en las rodillas; Chiyo-ni, angustiada, preguntándose a dónde habrá ido su pequeño cazador de libélulas; Hôsai, que hasta tosiendo se siente solo y para consolarse abre la mano para ver sus cinco dedos… Buson siente cierta alegría en la soledad; e Issa llega a decir que hasta la picadura de un mosquito es consuelo, si se está solo. Issa comparte con la pulga su noche larga y solitaria; invita al gorrión huérfano a jugar con él, y anima a la pequeña rana débil en su lucha, y al caracol en su intento escalar el Fuji. El poeta nos brinda unas escenas inolvidables: el gato sin dueño que duerme en las rodillas del gran Buda, o el gato doméstico, sentado -como uno más de la familia- un fin de año… El ser humano convive con otras criaturas que comparten su espacio íntimo o cercano: el perro, la golondrina, el ratón, el grillo, la mosca o la mariposa.
Algunos poetas viven su soledad insomne escuchando el viento de la montaña o el fragor de una cascada que cae al mar. Otros ven la belleza en las cosas más humildes: la luna llena, hasta en la olla de cocer las patatas (Kyoroku), o la maravilla de la Vía Láctea a través de la ventana rota (Issa). Y, en un alarde de sensibilidad, la vergüenza que siente antes los iris la cacerola sucia (Chiyo-ni). La compasión es otro rasgo que humaniza y consuela. Compasión por el inválido, por el recogebotellas aterido bajo la nevada, por la grulla enferma y hasta por el espantapájaros, casi humano, mojándose. Y, “contra todos los contras” -que diría César Vallejo-, la entereza frente a la pérdida o a la desgracia: Masahide, sobreponiéndose, con cierto humor poético, al incendio su propia casa; Kikaku, celebrando la suerte de haber nacido con el fresquito; Shôha, sintiendo la dicha de despertarse vivo con la lluvia invernal… Y este intenso mensaje de Kusatao -hoy más que nunca-: “que el valor sea la sal del mundo”.
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