Haibun 60
Había algo allí tras la lluvia, en la madera mojada de la torre. Cuando él hablaba de Alaska y los castores de Alaska.
–Es el color del cielo que más me gusta– dijo justo cuando la garceta pasó volando sobre nosotros. Justo cuando yo pensaba en San Francisco.
Entre el hastío y la gloria media el vuelo de un ave blanca.
También al contrario. Pensé.
No recuerdo lo que siguió entonces. Alaska, los castores, la lluvia… no sé. La conversación se perdió en algún lugar entre la torre de madera y el pueblo. Justo al lado del mar. Parecía incendiado, el cielo. Hermoso.
Era verdad. Él tenía razón. A su manera solía tener razón. De una manera muy sencilla, como un niño. Sobrevolando la realidad a baja altura. Quizá.
Cuando después hablábamos de las acampadas, las viejas acampadas, mientras tomábamos un coctel en La Posada, los cuatro, pensé en un camino y un manojo de hierbabuena. Y las gotas de lluvia, pocas, sonando como con tristeza, en la claraboya de un baño. Es extraña la memoria. Es muy extraña en la luz tenue de una tarde de otoño.
Es un camino que nunca recorrí. El del manojo de hierbabuena. Y sin embargo tan real como todos los demás, como todos los que me llevaron a ninguna parte. A este preciso momento.
Quizá no lo recuerdo. El camino que no iba ni venía, pero olía a hierbabuena. Quizá no recuerdo bien todo eso que cuenta él y ríen ellas. Quizá yo ya no estuve allí. Este yo que dice ahora y vivía entonces.
No sé. No estoy seguro, pero hay algo allí. Hay algo en la madera mojada por la lluvia. Sin saber explicar cómo, pero me gustaría pensar que algo de mí sí queda, de alguna manera. Entonces, ahora, una gota, dos, como la perezosa lluvia sobre una claraboya transparente.
gira hacia el ocaso
una de las garcetas,
la marisma, en silencio
Félix Arce Araiz “Momiji”