Dejarse fascinar por lo incompleto + Una especie de deseo

Córdoba, Argentina
Otoño-invierno
Junio 2025

 

Dejarse fascinar por lo incompleto

La verdadera belleza solamente llega a descubrirla aquel que mentalmente completa lo incompleto. La virilidad de la vida y del arte descansa en estas posibilidades de levantamiento.
El libro del té, Okakura Kakuzō

He mencionado que el haiku exige imaginar. Parece tener la función de conjurar un relato para sí mismo y robarse una escena de la memoria personal para tornarse el epígrafe de una escena experimentada o no. Pero esta vez me gustaría dejarme seducir por una idea en apariencia contraria a la voluntad de completar (o alimentar) los sentidos inmanentes a la escritura no-alfabética. Pareciera que lo dicho en torno al haiku va por dos vías: una la de la poesía del instante, que busca silenciar al lector, descolocarlo, para simplemente conmoverlo, para reivindicar esa atención plena que obliga a repetirlo; y una segunda vía piensa -como he mencionado antes- que el haiku aparece como esa frase incompleta que reclama el ejercicio de ser completado, por un relato que se trame entre sus signos o por la memoria involuntaria que la breve escena busca despertar. Esta segunda línea parece contener algo de la primera: como si ese sentido irreproducible o de pura potencia del instante pase al orden interpretativo con un gesto, el de la imaginación, la sugestión o la intuición sobre el breve poema.

Pero ¿si nos atreviéramos a tomar partido por las ausencias del haiku? por los puntos suspensivos que prosiguen a la pregunta “¿y qué?”

Habría que dejarse seducir por lo incompleto a fin de sostener que el haiku es una especie de categoría temporal, una modalidad del tiempo que no es anticipatoria y ni premonitoria. Una forma de presente incompleto que no exige ser pensando ni narrado. No se completa con un relato pasado que habría que recuperar, ni tampoco proyecta o programa. Es un tipo de interrupción poética del presente que no llega a inscribirse ni en la cadena del discurso ni en la de la historia. Extra temporal: su especie de hiper-determinación temporal que mucha veces se juega en la inclusión del kigo convive con la indeterminación de un presente que se esfuma sin avisos. Sus escenas nunca ocurren en el proscenio de la escritura sino que son circunstanciales que solo buscan reivindicar su función, una especie de escritura que solo funciona de manera oblicua. El haiku tiene de suyo nacer para extinguirse.

            Pensado así, el haiku parece ser un recordatorio de su propia forma. Hace valer las funciones del lenguaje por lo que son, desplegando un arsenal de artificios preciosos. Baja el volumen del significado para hacer brillar un tipo de tiempo que media y espacia lo que hay entre las palabras y las cosas, como un fulgor.

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Córdoba, Argentina
Invierno
Julio 2025

Una especie de deseo

Esa especie de presente incompleto del haiku hace vibrar los sentidos en su inmanencia. En su brevedad solo se pueden establecer apenas una alianza inconsistente con esa escena que borra las precisiones del tiempos y los contornos de las cosas. Si quisiéramos seguir con esa hipótesis habría que leer de otro modo a Barthes, dejando de lado cierta imagen del estructuralista seducido por la gestualidad japonesa y leer sus textos de manera lateral, elevando las ideas que resuenan con aquellas consideraciones que podemos hacer del haiku japonés despejándolo de su inscripción literaria especifica.

            Esa lectura lateral implicaría seguir la intuición que moviliza la fascinación barthesiana. El haiku unidad mínima de un montaje (por no decir sistema) de la novela. Una pequeña observación o incidente que se conserva en el deseo de extenderse en relato. De allí, su deseo de haiku: “Deseo que ‘prenda’ en un discurso extendido” (Barthes 2005: 22). Pero, el haiku, nacido para extinguirse, no hace mas que conservar ese deseo, de guardarlo en su potencia. La interpretación en cuanto que proyección futura en un relato no haría más que estropear el haiku. O bien, la búsqueda de su inscripción biografía e histórica en un pasado perdería al lector en la tarea de repetir lo que el haiku pretende negar. Por el contrario el haiku en tanto que conserva el tiempo del deseo no pasa al tiempo del acto, o según Barthes, en el orden del lenguaje el haiku no hace mas que obstruir las vías de la interpretación; busca “suspender el lenguaje, no provocarlo” (Barthes, 1990: 96).

            Ese tiempo que el haiku deviene no es de ninguna manera místico; uno que rehúye lo absoluto, lo inefable, lo indecible. Si que el tiempo del haiku opera en la raíz del sentido, impide que divague en el infinito de metáforas y símbolos. El haiku no sigue el cauce donde el discurso discurre, sino que hunde en el sonido del viejo estanque como un “acontecimiento breve que encuentra de golpe su forma justa (1990: 102). Debemos perseguir la estela del signo vacío que adelgaza la barra entre significante y significado para que la escritura entre en fruición con lo sensible. Se trata de advenir la cosa misma en la palabra y, si asumimos esto, el haiku enciende en nosotros su deseo. Con sólo visar o echarle un ojo, el haiku nos despierta en una noche de verano que invita a dejar la escritura para entregarnos al brindis, como en el siguiente haiku que escogimos de Natsume Soseki:

名月や無筆なれども酒は呑む

meigetsu ya muhitsu naredomo sake wa nomu

Radiante luna.
Doy reposo al pincel,
pero no al sake.

(Sôseki 2013: 68-69)

Por su brevedad, el haiku se distancia del relato; lo rehúye. Ni novela (pues podríamos decir que apenas insinúa una trama), ni tampoco al del aforismo (no condensa un pensamiento, ni lo cifra). Aun así en cuanto que garabato de una escena, experiencia o gesto, en él, el signo y el sujeto se desorbita: no tienen un centro significante, un nombre del Padre que no deja de ausentarse para organizarlos signos torno así. En cambio, hay una especie energía de deseo que no hace más que dar rienda a unos signos que se despliegan en sus diferencias y sutilezas. Sin un centro de sentido pleno, el haiku expresa precisamente ese dinamismo: “los significantes exceden la palabra […] que el intercambio de signos sigue siendo de una riqueza […] fascinantes, a despecho de la opacidad de la lengua, incluso gracias a esa opacidad” (1990: 17). Lo que en él se comunica no es una voz que pretende transparencia o presencia, sino el cuerpo entero, de tal forma que: “lo que se conoce, degusta, recibe, es todo el cuerpo del otro, y es él quien ha desplegado (sin un verdadero fin) su propio relato, su propio texto” (1990: 19).

 

Bibliografía

Barthes, R. (1990). El imperio de los signos. Barcelona, Mondadori.