Sabor de zen

Una mujer joven vuela, de Madrid a Tokio, el mismo día en que Murakami recibe en Oviedo el premio Princesa de Asturias de las Letras. De pronto, la viajera recuerda un sabor: el del pastel de té verde matcha, que resume y anticipa el de la magdalena de Proust, cuando “el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.” En mi memoria personal, el sabor de las castañas dulces evoca el de un postre servido en la mitad vacía de un erizo verde. Fue en Kioto y en otoño, tal vez acompañado por un espontáneo ikebana de hojas de arce.

En el “Genji monogatari” -el refinado relato cortesano del siglo X- se despliega todo un abanico de sabores, vinculados a las celebraciones rituales o a las veladas íntimas, junto con la poesía, el canto, la música y la danza. (Un ejemplo notable era el festival Gosechi para celebrar la entronización del emperador o los primeros frutos).  Junto a comidas más ligeras -como brotes primaverales, arroz hervido o al vapor, bacalao, frutas y frutos secos- aparecen los manjares más exquisitos: faisán, trucha, venado o jabalí para el año nuevo; tortas envueltas en hojas de camelia; pastelillos de arroz con semillas de sésamo o de amapola, o con los cinco colores budistas (rojo, blanco, negro, amarillo y azul o verde). Y siempre, como bebida por antonomasia, el sake: tan popular que, en japonés, sake es el nombre del “alcohol”…

Sabores y sabores, también en el haiku. Imágenes al vuelo, como esta de Bashô: unos monjes, sorbiendo té en silencio, frente a la muda belleza de los crisantemos. Issa, siempre intenso, se comería la nieve que cae mansamente. Ryôkan siente la suavidad de la brisa, y ve caer unas peonías blancas en su sopa. Kyoshi observa con qué silencio mastica la mariposa su comida… De repente, Hekigodô nos sorprende con una imagen poderosa: la del buey que, en un cruce, camino del matadero, mira por última vez el cielo de otoño. Santôka nos regala una apacible estampa campestre: viento fresco en los pinos; hombre comiendo, caballo comiendo. Su escudilla de mendigo acepta hojas caídas y granizo, pero esta vez hay tallarines, y Santôka recuerda su infancia: “esta es mi ofrenda, madre: me lo comeré todo…” El poeta sabe que ya es otoño porque vuelve a saborear el agua, y siente su delicia y la canta, sintiéndose morir, como si fuera su poema de adiós. (En otro poema de despedida, Shiki pide ser recordado como el que amó los caquis y la poesía).

Hay alguien que bebe solo -anota Bashô- y que no se consuela ni con las flores de cerezo, ni con la luna. Más radical, un poeta anónimo sentencia: si no hay sake, no hay belleza. La deidad sintoísta del sake es también la del cultivo y la cosecha del arroz, y es venerada en santuarios como el de Matsuo Taisha, en Kioto, o el de Oniwa, en Nara. El sake marca las grandes celebraciones religiosas o profanas, la bienvenida a los dioses y el intercambio nupcial –“tres sorbos, tres copas”- entre el novio y la novia. Dulce o seco, caliente o frío, ese “vino” de arroz fermentado acompaña cualquier comida.

Arroz y pescado -síntesis y compendio de la cocina japonesa- encuentran una combinación perfecta en el sushi, sumando mutuamente protección antibacteriana y sabor. Hay detalles de gran sutileza: según un experto, “al prensar el arroz a mano, los granos deberán estar lo suficientemente juntos como para ver la luz de una bombilla a través de los huecos…” El sashimi incluye cualquier alimento cortado en lonchas (sea pescado crudo, verdura o tofu); de ahí la importancia del cuchillo, como dice un refrán popular: “lo más importante es cortar; cocinar viene después”.

El detalle de acunar el cuenco entre la palma y los dedos viene de la costumbre antigua de comer en el suelo. Si tomamos, por ejemplo, la sopa de miso -otra gran joya gastronómica-, podemos comprender a Tanizaki: “desde que destapas un cuenco de laca hasta que te lo llevas a la boca, experimentas el placer de contemplar en sus profundidades oscuras un líquido cuyo color apenas se distingue del color del continente y que se estanca, silencioso, en el fondo. Imposible discernir la naturaleza de lo que hay en las tinieblas del cuenco, pero tu mano percibe una lenta oscilación fluida, una ligera exudación que cubre los bordes del cuenco y que dice que hay un vapor y el perfume que exhala dicho vapor ofrece un sutil anticipo del sabor del líquido antes de que te llene la boca…”

Hay otras historias con sabor de zen. En 1237, el maestro Dogen redactó unas Instrucciones para el cocinero (tenzo) de un monasterio. Allí se dice: “Remangándose es como el tenzo realiza el espíritu de la Vía. Tened cuidado de no confundir un grano de arroz con un grano de arena”. El texto recoge varias iluminaciones o satori: la anciana que ofreció al buda, con un corazón puro, el agua con que había lavado su arroz; el rey Ashoka, ya moribundo, ofreciendo medio mango a un monasterio; el maestro Tozan Shuso, que respondió al monje que le preguntaba sobre el buda: “¡Tres libras de sésamo!”… También el cocinero puede alcanzar su satori poniendo toda su atención en la preparación de la comida, sin perder el tiempo en cosas inútiles.

Ese es también el espíritu de la Vía del té –chadô, chanoyu-, tal como lo expresó Sen Rikyû: “El té no es más que esto: Primero calientas el agua, luego preparas el té. Luego lo bebes correctamente. Eso es todo lo que necesitas saber.” Rikyû perfeccionó la Vía ahondando en los valores del wabi (frugalidad, simplicidad y humildad), con detalles como la puerta baja de la cabaña, que obligaba a todos a entrar agachándose, o la norma, para los samurai, de dejar fuera la espada… Un dicho esotérico lo resume así: “el sabor del té y el sabor del zen son uno” (cha zen ichi imi).

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