Noches

“Qué hay de la noche?”, pregunta alguien a un centinela en el libro de Isaías. Y el centinela responde: “Ya viene la mañana, pero viene también la noche”. En su aparente sencillez, la cita bíblica esconde todo el misterio de la sucesión de las cosas, el mito del eterno retorno, tan esperanzador como inquietante. Ya hemos hablado de la perfecta flor de fuego que estalla al filo de la medianoche con luz cegadora, otorgando un poder ilimitado a su dueño, pero recordamos que, para merecerla, hay que trazar un círculo mágico en torno a sí y resistir a los monstruos y a la seducción de las sirenas… ¿Será ésa la “flor de agua”, que es posible ver, en un instante de iluminación, la noche de San Juan?

En uno de los poemas colectivos de haikai-no-renga aparece la imagen de un paseo nocturno sobre el hielo: al caminar, a la luz de su linterna, el poeta va pisando relámpagos…  Las antologías recogen una rica secuencia de alusiones nocturnas: por ejemplo, la siesta de los que trasnocharon tomando el fresco o contemplando la luna llena, la luna que acelera las floraciones y aviva el trino intenso, melodioso y variado del ruiseñor. Bashô disfruta de la noche primaveral y se extraña: “¿qué hacen rezando ahí en el templo?”. Ryôkan prefiere dormirla a pierna suelta bajo un cerezo en flor, y Santôka siente la delicia de ver anochecer en el camino, rodeado de agua… Sora pasa toda la noche oyendo el viento de la montaña, y Suzuki Masajo, también desvelada, escucha el mar que nunca duerme, y recuerda tal vez a Safo: “Es medianoche. Se ocultan las Pléyades, y yo sigo durmiendo sola”. Esa es también la soledad que Uemura Tengyô siente en la habitación de un hotel, oyendo el bramar de los ciervos, y la que le sugiere a Sumitaku Kenshin el brillo de un teléfono, o a Saitô Sanki el ascensor que sube en silencio y retumba en la noche.

La Vía Láctea se despliega sobre los arrozales de Asia y sobre nuestros campos. Allí y aquí, los riegos nocturnos parecen más lentos, a la luz de las estrellas o bajo el resplandor de la luna que se enturbia en los cauces y arranca brillos fugaces a la azada… Aquí y allí se percibe un drama que amenaza al planeta: la extinción de las luciérnagas, esas misteriosas criaturas que Chiyo-ni evocaba poco antes de morir. Se las veía mejor en las noches sin luna, viniendo del campo por las trochas oscuras y pedregosas, junto a los cauces y los manaderos de agua, brillando como pequeñas estrellas caídas entre la maleza… Un niño se duerme contemplando los racimos de uva que cuelgan del techo y acunado por el rumor de la fuente de la plaza: un rumor incesante que le recuerda el molinillo de junco que sigue girando entre dos piedrecillas, día y noche, en la corriente de un regato. Ojalá vuelvan las luciérnagas, pues, como dice un refrán sefardí -con su peculiar ortografía-, “la ora, la más escura es para amanescer”.

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