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Viaje a las fuentes del zen (y 2)

              De noche, Tokio es una fastuosa sinfonía de luz. Desde el aire, la inmensa luciérnaga se despliega, perezosamente. Ahí abajo están las luces de Ginza, el barrio de la elegancia, que hace honor a su significado de “astro resplandeciente”. Desde la habitación del Prince se ve la torre de Tokio, sobre el fondo de un ramo de “ikebana” que yo mismo compuse, en la escuela Sogetsu, con crisantemos amarillos y ramas secas. Muy cerca, el templo budista de Zojo-ji recorta su antiguo y misterioso perfil contra la estructura metálica de la torre que asciende al cielo de otoño. Este laberinto de vértigo alberga también, en su corazón, súbitas islas de sosiego y de naturaleza.

       Los días de Tokio siguen de nuevo la pauta de la belleza, compartida por otra intérprete –Akiko Ezawa-, también inolvidable, que subirá conmigo al esplendor barroco de Nikko, el día de la despedida. Antes, visitas a la escuela Sugetsu de “ikebana”, que alberga una exposición temporal de arquitectura de bambú, una especie de verde catedral efímera que contrasta con la modernidad funcional del edificio, en la zona de Akasaka.

                Otras imágenes se funden o se superponen en la memoria: las pinturas del Museo Matsuoka, los utensilios para incienso del Okura Shukokan, la entrevista con el crítico de teatro Hiroshi Fujita, quien me descubre algunos secretos del “kabuki” y me proporciona la sorpresa de ver, en el Teatro Nacional, una sesión de “bunraku”, el deslumbrante teatro de marionetas, con la belleza y la fuerza de sus recitativos, el movimiento solemne de los muñecos entronizados como si fueran custodias, la vistosidad de los trajes y el misterio de la música.

                El día del equinoccio de otoño quedará en mi memoria como el día del “kabuki” y de los oráculos de Asakusa. Ese día es festivo en Japón y cientos de personas acuden, por la mañana, al templo de Asakusa –“la cuesta roja”-, donde se venera una “Kannon” o diosa de la misericordia que, según se dice, salvó a los tokiotas que se refugiaron en el recinto durante el terremoto de 1923. A un lado y a otro de la larga calle que busca en línea recta la entrada del templo se suceden las tiendas y puestecitos ambulantes, a modo de “rastro” continuo. Aquí se pueden encontrar dulces que ya no se hacen en otra parte, juguetes antiguos, artesanía barata y adivinos que invocan a la diosa y leen el porvenir.

             La tarde queda consagrada al “kabuki”, una experiencia estética imposible de definir, porque se trata del arte total –música, danza, recitación, ritual, sensualidad oceánica, fiesta de la intuición y del sentido-. La etimología es ya una definición: -“ka” (música), -“bu” (danza) y –“ki” (recitación). ¿Cómo transmitir toda esa magia?

                Los elementos estéticos comienzan ya con el telón de boca o “joshiki-maku”, con sus anchas bandas verticales en verde, negro y rojo, descorriéndose como una cortina al son del “hyoshigi”. Sólo una actitud de activa contemplación, de abandono intuitivo, puede registrar los infinitos detalles: la entrada de algunos actores por el “camino de las flores” o “hanamichi” que arranca desde el fondo lateral del patio de butacas, la música del “shamisen” para los recitados, los efectos especiales del tambor “o-daiko”, las cumbres emotivas que subrayan los “tsuke” (dos tablas de madera golpeadas sobre una tabla cuadrada), la suntuosidad de la escenografía y del vestuario –incluida la “cortina de flores”-, el minucioso maquillaje que expresa simbólicamente las cualidades del actor, los “invisibles” “kurogo” u hombres negros que ayudan, ese momento culminante que señala el “mie” (gesto que resume, vigorosamente, con el cuerpo y con la cabeza, toda la energía, todo el orgullo del actor en su clímax)…

                Emocionante por sí misma y por la rareza con que se produce es la ceremonia de transmisión del nombre que puedo contemplar en el kabukiza de Tokio: el elogio solemne de cada uno de los actores al heredero del título de gran actor –en esta ocasión, tres miembros de la familia Bando, padre, hijo y sobrino- y la petición de apoyo al público… Un ritual inenarrable que sólo los gritos de los espectadores reflejan en su justa grandiosidad…

               Penúltima sorpresa: la maravilla de Nikko que, como me había dicho el embajador Eikichi Hayashiya, es el delirio del barroco japonés. Delirio doble –la propia naturaleza ahogada en su espléndida fecundidad, los bosques densos, los cedros monumentales, el lago Chuzen-ji, Kegon (la cascada de los suicidas…) y un arte enloquecido por el color y el retorcimiento suntuoso de las formas-. Tras la maravillosa “Puerta de la Luz del Día” –llamada también “Puerta del Crepúsculo” porque no podría uno abandonarla sin pena-, se suceden templos, tumbas, tesoros, linternas de piedra, fuentes y senderos, todo ello ahogado por un verdor asfixiante y la memoria del gran Tokugawa Ieyasu, que duerme aquí, al otro lado de la dorada y roja maravilla del Puente Sagrado…

                “No hables de “kekkko” (maravilla), si no has visto Nikko”, dice un proverbio popular. Y, más allá del tópico, a pesar de este día lluvioso, que aviva los colores del otoño nublando las ondulantes lejanías, Nikko es la borrachera sensual, el desatino. Arriba, junto a la furia de la “cascada del dragón”, el otoño se adelanta a sí mismo, extrayendo la sangre viva de los arces, imponiendo su imperio dorado, anticipando la memoria de la nieve.

                El viaje se adensa, se desborda, tan lleno de aventura y de conocimiento. Apenas queda espacio para contar la lección de “sho-do” (otro camino del arte zen: el de la caligrafía), con el señor Iijima, el mismo maestro que enseñó a un Joan Miró fascinado y que me dice: “El ‘sho-do’ es uno mismo, un mundo en blanco y negro, una revelación del ser”. O la clase de acuarela o “sumi-e”, en la escuela de la señora Murofushi –que da origen a un cuadro de bambúes que, posiblemente, sea mi primera y mi última audacia pictórica-. O la mañana del regreso, en el Museo de Arte Moderno.

                En el Museo del Haiku, también en Tokio, puedo admirar un “haiku” manuscrito del propio Bashô, el más grande de los poetas japoneses; dejar escrito en el libro de visitas un “haiku” modesto, recorrer la vasta biblioteca que atesora miles, millones de “haikus” como relámpagos… Y la despedida perfecta: esta tarde de otoño en la “ermita de Bashô”, oculto paraíso en las orillas del río Sumida, con su colina de las camelias, sus arces y su cerezos dorándose, su prado claro y su vegetación salvaje, la imagen del poeta rodeado de sus discípulos como un dios de la belleza o como un santo de la iluminación súbita, el pabellón de madera con sus pilas de agua –donde vivían, según dicen, las amantes del emperador Meiji-, el rumor del agua, el canto de los pájaros junto al fragor de la ciudad desaforada…

         ¿Qué imagen mejor? ¿Qué mejor resumen de este viaje iniciático? La poesía del maestro. La quietud de su ermita. Ese “haiku”, cuyo manuscrito contemplé al azar, y que dice:

“Ven a mi ermita
a escuchar al insecto
que canta mudo”.

***

Viaje a las fuentes del zen (1)

Llego con el tifón, que esta misma noche barrerá Tokio, la inmensa luciérnaga que parpadea bajo la lluvia, y que acabará desviándose en los baldíos. Veintidós horas de viaje, con música barroca, zapatillas de noche, comida japonesa y asombro cósmico en esa media vuelta alrededor del mundo, yendo siempre desde la luz hacia la luz, como si los dioses hubieran abolido la noche.

                A través de la lluvia racheada, encuentro el corazón de la vieja Edo. Japón está aquí, y el sueño imposible despunta ya, como un loto entreabriéndose. Es un viaje a la semilla, una inmersión en las raíces de la cultura antigua, en la quietud del arte zen y también en el vértigo.

                El tren super-expreso “Hikari-303” cubre, en apenas tres horas y media, los 500 kilómetros que separan Tokio de Kioto (“hikari” significa “luz”, porque el tren se desplaza, simbólicamente, a la velocidad de la luz). En la estación de la “ciudad santa”, unos ciegos tantean en la oscuridad, ajenos a la maravillosa luz de fuera, abiertos quizás a otra luz. Pero hay que hacer trasbordo al tren que, en media hora, arribará a Nara, a través de un paisaje verdísimo, transido del frescor de la lluvia.

                Estamos en la antigua capital del Japón, que es su puerta dormida. Inolvidables el templo de Todai-ji –que alberga la estatua de bronce más grande del mundo, la del Buda Vairocana-, el grandioso Toshodai-ji, en un paisaje muy bello, con auténtico sabor antiguo, el Yakushi-ji… Atardeciendo ya, el paseo por el inmenso parque natural que es Nara nos acerca a los ciervos sagrados, con su aire inocente de primer día de la creación. Anclada en la pura naturaleza, con el viejo sabor de lo intemporal, Nara parece el sitio donde pueden ocurrir ahora mismo esas maravillosas iluminaciones que narran los relatos zen: escuchando el murmullo del arroyo o el canto del “uguisu”, contemplando la luna creciente sobre un páramo, aspirando el aroma de un capullo que rompe…

                Kioto es, en muchos sentidos, la ciudad donde uno sería feliz, fluyendo con la naturaleza, sintiendo el aire, la luz, la belleza sencilla y exquisita, natural y, a la vez, misteriosamente distinta. Ha sido simbólico el hecho de haber entrado en el alma de Kioto a través del jardín zen de Ryoan-ji: quince pequeñas rocas recubiertas por debajo de musgo y un diminuto mar de arena rastrillada que imita el oleaje. El jardín es pequeño, rectangular, protegido por una tapia de madera sobre la que asoman cedros y arces. “La forma es el vacío; el vacío es la forma”, recuerdo al contemplar este oasis de quietud, este jardín interior que resume, hacia dentro, la esencia del zen, el espíritu “wabi” –calma, simplicidad, pureza- y el “sabi” –fugacidad nostálgica-. El entorno, tan bello, es una tentación sensorial, con sus arroyuelos, estanques de agua verde donde flotan las hojas y la flor blanca o rosada del loto, grandes arces, cerezos y cedros, y siempre la perspectiva de la montaña de Arashiyama (que significa “montaña de la tormenta”).

                Ninna-ji, primer templo de la Corte Imperial. Templo de Koryu-ji: en su museo hay una diosa bellísima; tanto, que un estudiante que se enamoró de ella le quebró un dedo de la mano, al pretender besarla, y, asustado, lo arrojó a un rosal, aunque más tarde confesaría su “culpa”.

                Tiempo para recordar la comida japonesa en la zona de Saga, al pie de la montaña, en el pequeño jardín de bambúes de un restaurante decorado con cerámica popular. La comida de Kioto es, además de sabrosa, un placer para los ojos, por la bella disposición de los platos, adornados con flores o ramas estacionales, y un punto de fina coquetería.

                Primera coronación del primer día: un paseo por Daitoku-ji, el paraíso de las carpas multicolores y de los monjes del templo; un recorrido por el sereno cementerio de Nembutsu-ji, un bosque de piedras funerarias clavadas en tierra, siempre con el maravilloso panorama de los arces al fondo. Hay allí una curiosa zona dedicada a los niños muertos en el parto o en los primeros meses de vida, donde cuelgan juguetes, a manera de exvotos, y se ven padres entristecidos que van a llevarles flores.

                ¿Cómo olvidar el mágico reflejo de las 1001 imágenes en madera dorada de la diosa de las mil manos, Kannon, la misericordiosa, alineadas oblicuamente en una inmensa sala de Sanju-sangen-do? Cada una de esas imágenes fue realizada por un imaginero diferente, y aunque todas tienen un parecido prodigioso, no hay ni una igual. Parece un campo de batalla sagrado.

                En Kiyomizu –“el templo del agua pura”- hay un escenario de teatro “noh” al aire libre, aprovechando el amplio pórtico de acceso, sobre una imponente estructura de madera: es el gran mirador de la ciudad santa. Ambos templos están situados en la zona de Higashiyama o “montaña del Este”. Cerca se extiende el parque de Maruyama, a donde la gente suele acudir para merendar a la sombra de los cerezos o llevar flores al cementerio situado en la parte alta.

                A Yasaka, el santuario shintoísta del barrio de Gion, se accede a través de un inmenso “torii” o arco de color rojo intenso. En el interior, muy lujoso, unos monjes alineados en dos frentes celebran un rito para sus familias, golpeando tablillas de madera y cantando sutras monótonos.

                Aunque no puede verse el Pabellón de Oro, inmortalizado en una novela de Mishima, el Pabellón de Plata es, a primera hora de la tarde, otra visión deslumbradora. No tanto por el lujo, cuanto por su armonía de líneas, su entorno de pura naturaleza y el jardín seco que lo rodea (representando el mar calmo en bandas simétricas y la montaña en forma de cono truncado). De nuevo está ahí el espíritu de Ryoan-ji, aunque más fastuoso (algo que me recuerda, en el conjunto, el aire del Generalife). Un poco más arriba del pabellón –que en realidad sirve para la ceremonia del té- nace un manantial de agua purísima que se conoce precisamente como “pozo del té”, porque de allí se saca el agua para la ceremonia.

                Santuario de Heian. Cada año, el 22 de octubre, se celebra aquí la fiesta del “Jidai” o “Jidai-matsuri”, que conmemora la llegada del emperador Kammu a Kioto y el nacimiento de Heian-Kyô o “capital de la paz”. Los jardines son un milagro, una fastuosa sucesión de lagos, puentes de madera, árboles y flores inmortalizadas en los “wakas” (poemas clásicos) y unas originales pasarelas de grandes piedras redondas: el paraíso. Después, paseo nocturno por el antiguo barrio de Gion –el más bello, el más genuino de Kioto- para admirar las filigranas de sus casas de madera, el antiguo teatro de Kabuki, el largo y estrecho túnel de Ponto-cho (o calle del puente, con su saudade portuguesa y la infinita sucesión de restaurantes, a orillas del río Kamo, el favorito de los enamorados).

                En Kioto cristaliza lo más fino de la cultura japonesa, en una secuencia alterna de sencillez y suntuosidad. El castillo de Nijo está en su mismo corazón. Es ahí donde, al cruzar el pasillo que transcurre por delante de las salas de audiencia del “shogun” Tokugawa Ieasu, el chirriar de la madera imita, al pisarla, el canto del “uguisu”, el ruiseñor japonés. El efecto se produce gracias a un ingenioso sistema de clavos ocultos bajo la madera y sabiamente dispuestos. Se dice que este trino poético avisaba de la presencia de posibles espías o asesinos. Pero lo admirable es la decoración de las salas, al estilo Momoyama, con su esplendor de vivos colores sobre fondo de oro. Los jardines responden al gusto de los caballeros, con predominio de rocas y hermosos pinos –símbolo de resistencia y de larga vida-, con una austeridad llena de recio encanto.

                Y en ese laberinto de hermosura, un toque genuino y oculto: la ermita de Sisen-do o “ermita del poeta”, retiro de un estudioso de la poesía china que murió allí y que es una síntesis del más puro zen, con un jardín japonés que cabría comparar –al menos en su ambiente-con el más bello “carmen” granadino. Ahí fuera está el “sozu” (un caño de bambú que al llenarse se vence y golpea en la piedra para asustar a los ciervos…).

                Y Kioto, que se abría para mí en el jardín de Ryoan-ji, se cierra con el sabor del “cha-do” o camino del té, en la casa Urasenke. Al huésped se le recibe con un delicioso té verde, preparado en su presencia por un maestro, con el ritual simplificado (precedido por un dulce y el triple giro de la taza, que simboliza los tres niveles de servicio: primero, a la divinidad; después, al huésped, y, finalmente, al anfitrión. En la sucesión de las distintas habitaciones –para cinco o dos invitados- surge la dedicada al espíritu del primer maestro, Sen-no-Rikyu, que codificó el rito y a quien se le ofrendan fruta y comida. Los “ikebanas” –uno en cada habitación- utilizan siempre flores o ramas estacionales recogidas en el campo (en esta época, crisantemos y ramas de pino). Es sorprendente la habitación más pequeña, en la que el anfitrión intima con un único huésped, de proporciones mínimas y siempre en penumbra para convidar al diálogo de tú a tú. Otra tiene una pequeña gatera en el techo, que se abre para recibir la luz del día, síntesis de la naturaleza entera.

                Camino de la estación, para volver a Tokio en el “tren de la luz”, el “Hikari 26” –esta vez de dos pisos-, la magia de Kioto vuelve y vuelve, emborrachándome de felicidad. Como recuerdo me llevo, además de algunos regalos que compré en las empinadas calles que conducen al Kiyomizu o “templo del agua pura”, el agua que bebí en la fuente de aquel santuario, el más bello mirador sobre Kioto, y una hoja de “sakaki”, el árbol sagrado, recogida esta misma tarde en el “rastro” del templo de Toji. “Kioto”, la maravillosa novela de Yasunari Kawabata, ha sido, junto a Harushi Kobayashi –mi inolvidable intérprete-, la mejor guía por esta ciudad única. En algunos momentos me ha parecido ver, con gozoso sobresalto, los rostros de Chieko y de Naeko, las dos gemelas, regresando al atardecer de la Montaña de los Cedros del Norte.

***

Alondra

                En la primera mañana de la creación, sólo ese gorjear. Y al final de los tiempos, en la expectación desdibujada del vacío, su ausencia: único signo de que todo ha acabado. El condenado a muerte lo seguirá escuchando en el otro mundo, porque sólo ese canto garantiza la continuidad de la vida. No es el canto del cuco, que anticipa la primavera con la ansiedad de su pérdida, ni el canto del ruiseñor, que estremece las noches con su delirio, devorado por la pasión que le inspira. Es el trino que asciende de la tierra, quebrando la tensa expectación que precede al alba, anhelado y temido por los amantes: ese trino confirma la gloria de la plenitud amorosa, pero marca también el desgarramiento de la despedida.

                   En el romance del prisionero, una avecica que le “cantaba al albor” marcaba la divisoria de las negras noches y de los blancos días. Y el preso se consolaba con ese tiempo imaginario de mayo y de los amadores, como si la alondra cantase sólo para él, heredero inminente de la felicidad. Hasta que un día la mató un ballestero -«¡Déle Dios mal galardón!»-, dejando al preso doblemente cautivo en su duda desesperada, sin día, sin noche, sin vida.

                  La alondra es un ave de luz. Se diría que su canto la crea toda, imantándola desde el surco, desplegándola con sus alas por todo el aire, haciéndola bajar de un alto manadero celeste. Y al derramarla desde el cielo, en su vuelo ondulado, como si estuviera creando un oleaje de luz, la canta, la celebra.

                Signo puro, dardo de invisibilidad prorrumpiendo desde el abismo tenebroso. La alondra es, en su vuelo de celebración, la alada mensajera que trasiega de lo visible a lo invisible marcando levemente su maravillosa continuidad, por encima de los bosques, de las montañas, de los ríos. Menuda y leve, revestida con el color pardo de la tierra, pero con un esbozo de blancura en su pecho, duerme en los surcos, pero su pequeño corazón está en vela. Y cuando las estrellas se desvanecen, «pisando la dudosa luz del día», se dispara despierta y asciende, crecientemente ebria, ondulando, meciéndose en las crestas de la luz, celebrando la pura dicha de la vida.

                Desvelados y madrugadores escuchan ese gorjeo cristalino como si procediera del paraíso, alto, lejano, y a la vez íntimo y terrenal, impregnado de toda la dulzura de la tierra. En la claridad que va ensanchando su soberanía como los brazos de una nadadora, la alondra asciende con ímpetu gozoso, y allá arriba, sobre una cresta del aire, fulge un instante, traspasada de sol, como un topacio. Hechizada por esa transverberación, se recoge y se aquieta, sosteniendo la pausa del vuelo, y baja luego, rápida, como abismándose de felicidad, y totalmente libre, sobre la llanura, inicia su arabesco ondulado, como si dibujara en el aire el perfil de las montañas lejanas.

                El contemplador del vuelo abjura de todo lo aprendido, abandona el doloroso fluir de un pensamiento que sólo trae pesadumbre, y entra en la dimensión de la pura alegría. Pero qué difícil sostenerse en el filo de intemporalidad, olvidado de sí… Nuestra ascensión pesa, se deja vencer por la gravitación de la materia, por la memoria y por el ansia, envenenada de temporalidad y de cuidado.

                La alondra no descansa en la cresta de surtidor del vuelo; lo impulsa aún más arriba, arrastrando en su brío a toda la creación, sabiendo que no hay límite en el espacio cósmico y subrayando la ascensión con la creciente intensidad del trino. Es una verticalidad de impulso, pero es a la vez una expansión ondulatoria que se recrea en la exploración de una orografía invisible pero rica en sensualidad, con radas de calor y quebradas de frío, pasajes tibios y posadas primaverales: territorio de boda y de muerte, donde se encela, se alumbra, se persigue, se caza, se vibra, se canta, se muere, se renace…

        Para nosotros, que no cantamos ya, o que lo hacemos penosamente en las treguas de la desdicha, el canto de la alondra encarna la ligereza y el abandono, pero también la novedad y la celebración de la vida. Para nosotros, incapaces de retener el instante glorioso, ese vuelo que nace de sí mismo y ese trino incausado encarnan la abolición del tiempo que nos retiene, descentrados, en la nostalgia o en el miedo, presos de un ansioso desequilibrio. Vuelo y canto, ensanchándose, despejan el espacio que se va abriendo en velocidad y en vibración, en extensión, profundidad y altura, a golpes de luz. Lo que en nosotros calla o se repliega está reclamando este rapto de lo aéreo, esta respiración del espacio infinito.

                Cuando la alondra canta allá arriba, engolfada en su paraíso, inaudible ya para nuestros oídos e invisible para nuestros ojos, canto y vuelo renacen en las quebradas del corazón. Es ahora cuando, desasidos de toda conciencia, embriagados del puro ser, sentimos aflorar en nosotros un gorjeo y un rebullir de alas.

                El mundo terrestre de la alondra es la llanura verde, dorada o parda de las tierras de pan llevar, las marismas salinas, las arenosas dunas, el herbazal abierto, el alto brezal encendido. La alondra llega secretamente buscando la tibieza y celando en sus alas un presagio de claridad. Antes que ella, en la brisa nocturna de febrero, los linces y las lobas anticipan su celo amoroso en la espesura del brezal. Antes de que ella proclame la transparencia, el cuco la anticipa en los bosques, y la prímula y el narciso en los arroyos y junto a los neveros relampagueantes. Pero cuando ella se levanta, fresca aún de rocío, despierta en toda la creación una gloria coral: aliento para cada semilla, impulso al rebullir de la savia y al tembloroso despertar verdeante. En su pico embriagado restalla el oro de los trigos y en su aleteo se ahonda el azul, y con su vuelo asciende lo abisal hasta un soñado paraíso donde todo se funde transfigurado.

                La alondra es tan terrestre que toma su color del surco y allí entierra su sueño, arrebujada en su plumaje pardo veteado, en sus toques de palidez en pecho y vientre, en su pequeña cresta viva; pero algo la reclama desde el cenit (quizá una llamada de la sangre hacia su misterioso origen celeste). Cuando canta a ras de tierra, contiene su fervor o lo diluye en un juego inocente de persecución, de caza y contracaza. Los poetas del haiku clásico la observan, la celebran: Yasui ve a la pequeña alondra midiendo su joven brío con el viento; Yayû la sigue en sus raptos y en sus caídas, pero pierde su rastro al estornudar una mañana fría en el campo, dándole al poema el toque humorístico del senryu. Pero la imagen imperecedera, recogida por Bashô, es la de ese vuelo alto, glorioso, libre -el verdadero vuelo de nuestros sueños, revelador de una opresión oscura y de un ansia desesperada de libertad-. Ese vuelo de canto que se dispara vertical, ascendente, es un vuelo nupcial: sólo el amor encierra tanto brío, tanta vehemencia arrebatada, desplegando una catarata de gorjeos y trinos que intercala con un dulcísimo desmayo melodioso antes de coronarse con un líquido «chir-rup» vibrante. A veces, en la efusión del éxtasis, permanece allá arriba, aleteando y cantando, embebida de felicidad. Después, desciende o se remonta cerniéndose en espiral, saboreando todavía la esbeltez del espacio, y se deja caer hacia el suelo, hasta posarse levemente. De la felicidad de esa ascensión con “alas de alegría” se embriaga también el trovador Bernart de Ventadorn…

                Vuelo posible: no el de la voluntad, que es ansia, sino el del abandono. Canto posible: no el imitado, que es sometimiento, sino el cantar del alma, que brota descuidado, olvidándose. No memoria, sino revelación. En la materia de canto de la alondra, la variedad rítmica y el rico tejido de semitonos no es código, sino efusión creadora: prodigio cada vez, eterna novedad inspirada que se va desplegando -«a oscuras y segura»- sobre la emoción oceánica y sobre su aura resonante.

                Para un Bestiario de milenio, para la novedad de un tiempo purificado, elijo a la pequeña alondra, capaz de conjurar, ella sola, a todos los monstruos de nuestra razón desquiciada. Contra el espacio envenenado, contra el fuego que arrasa, contra el ruido y la furia de un vivir vacío, este pequeño dardo de alegría, este trino que, al celebrar la vida, nos abisma en un silencio puro de contemplación felicísima. Si un día toda la belleza del mundo quedase arrasada, bastaría una llanura, un cielo alto. Y entre los dos, la alondra.

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Jardines de Kioto

     Quietud y belleza: he ahí la esencia de Kioto, de sus jardines, que son su alma. La memoria vuelve, una y otra vez, a Ryoan-ji, a ese jardín rectangular, protegido por una tapia de madera sobre la que asoman cedros y arces; apenas nada: unas piedras bordeadas de musgo y un diminuto mar de arena blanca rastrillada que imita el oleaje. Las quince rocas, grandes o pequeñas, están dispuestas en cinco grupos, siguiendo la pauta rítmica de 5, 7 y 3, de manera que ningún punto de vista permite ver más que 14. Ese jardín de meditación -creado probablemente por Soami a finales del siglo XV- resume, hacia dentro, la esencia del zen: austeridad, pureza, calma.  “Jardín de la nada”, “sermón en piedra” o “arte del vacío”, Ryoan-ji parece rechazar cualquier interpretación concreta (las rocas como islas en el océano o como crías de tigre cruzando un vado) y remite a la más pura abstracción zen y al logro supremo de la iluminación o satori. A primera hora de la mañana, sin nadie, este jardín del “templo del dragón pacífico” parece recogido en sí mismo, ajeno a la tentación sensorial de un entorno bellísimo con sus arroyuelos, estanques de agua verde donde flotan las hojas y la flor blanca o rosada del loto, grandes árboles y siempre la perspectiva de la montaña de Arashiyama. Un haiku de Takano Sujû, escrito frente a ese jardín de abstracta pureza, anota un incidente que subraya, por contraste, la paz de la contemplación:

sale volando
del alero del templo
la mariposa

     La tipología del jardín seco o karesansui, cuyo prototipo es Ryoan-ji, se reitera en otros espacios: arena o grava en lugar de agua; rocas cuidadosamente colocadas evocando montañas o islas, y, a veces, piedras y arena cubiertas de musgo. Uno de los más bellos es el del Pabellón de Plata, con su tranquilo mar de bandas simétricas y su montaña cónica truncada. Pero en Kioto convergen todas las modalidades del jardín japonés. Sintoísmo y budismo son dos constantes interactivas en su devenir histórico, desde la primitiva acotación de espacios naturales para ceremonias y ritos, hasta los diseños de hoy mismo, vinculados a la arquitectura contemporánea: jardines de placer, de paseo, de meditación, de pabellón de té, de prestigio… Recuerdo los del santuario de Heian: una secuencia sucesiva de lagos, puentes de madera, árboles y flores inmortalizadas en los waka (poemas clásicos) y unas originales pasarelas de grandes piedras redondas. Recuerdo el jardín del Kokedera, diseñado en el siglo XIV por el monje Muso Soseki, recreando el paraíso de la Tierra Pura: sobre un aterciopelado mar de musgo emergen, en grupos de roca viva, la “isla de las tortugas” (kameshima), la gran piedra plana de meditación (zazen-seki) o la cascada seca, sugiriendo, de manera maravillosa, el estruendo de las aguas. Hay en Kioto numerosos jardines monotemáticos, de pinos, de cedros, de camelias, de musgo, de azaleas, de iris, de peonías, de sauces, de cerezos, de ciruelos, de bambúes y, por supuesto, de arena y rocas.

     En el jardín japonés nunca falta el agua, combinada con la piedra: el ying y el yang, opuestos y complementarios.  Fuentes, linternas y pasarelas de piedra. Agua mental del jardín seco, o aguas vivas que se concretan en un estanque irregular, un arroyo, una cascada. El Sakuteiki -primer manual de jardinería japonesa, que data del siglo XI- recoge la herencia china y detalla por dónde debe entrar el agua y hacia dónde debe fluir (de este a oeste, de norte a sur) siguiendo las leyes de la geomancia. El manual sugiere la creación de diferentes paisajes en miniatura, evocando el océano o el lago con sus islas, el ancho río que serpentea mansamente, el impetuoso torrente de montaña con rocas y cascadas, el estanque con sus carpas y sus plantas acuáticas…  El haiku clásico está impregnado -como el waka– por la presencia y por el aura del jardín: Sôji lo ve tomado por las mariposas en una casa en ruinas; Bashô percibe cómo se adentran monte y jardín en el salón de estío; Sora contempla a un monje enfermo barriendo los pétalos de ciruelo, y Onitsura, a los gorriones bañándose en la arena de un jardín soleado; Buson se extasía, ensimismado, ante la lluvia invernal que cae, silenciosa, en el musgo…

     A lo largo del tiempo, la estética del jardín fue cristalizando o diversificándose en unos principios esenciales: naturalidad, asimetría, simplicidad, sugerencia, originalidad, quietud, austeridad madura, intemporalidad refinada, espacio o vacío, descubrimiento y hallazgo, rusticidad, sencillez elegante e integración del entorno. Algo de todo eso nos revela la siguiente anécdota: Se cuenta que un emperador quiso conocer un famoso jardín y acudió a verlo. Al comprobar su belleza, dijo que era perfecto, pero el creador del jardín se acercó a un arce, cortó una hoja y la arrojó al suelo, que estaba meticulosamente limpio; luego se dirigió al emperador y le dijo: “Ahora está perfecto”.

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Recordando a Kawabata

                “Desde ahora, no pienso escribir ni una sola línea que no sea sobre la melancólica belleza del Japón. Y sus montañas y sus ríos serán mi alma… Y yo, ahora, tras la Derrota, torno tan sólo a la intimidad de la tristeza del Japón. No creo ni en las costumbres ni en esta vida de la posguerra. Ni creo en la realidad actual. Siento que estoy completamente apartado, que estuve apartado desde un principio del realismo de la novela moderna”. Estas palabras de Yasunari Kawabata, primer escritor japonés que obtendría el Premio Nobel de Literatura, expresan el desaliento ante la derrota de su país en la Segunda Guerra Mundial, pero expresan también la estética de un escritor decidido a mantener, frente a cualquier influencia foránea, la pureza de la tradición nativa. Nacido en Osaka, en 1899, vivió una infancia marcada por la orfandad y la melancolía. Su padre era médico y murió en 1900; un año después moría su madre. Recogido por sus abuelos en un pueblo solitario del sur, perdió a su abuela a los siete años, y a su abuelo a los quince. A los dieciocho ingresó en la sección de literatura inglesa del Instituto Superior de Tokio y tres años más tarde en la Universidad Imperial. Le gustaba pintar, pero finalmente optó por la literatura, tras haber leído con verdadera pasión a los clásicos japoneses, impregnados del sentimiento del mono no aware, que podríamos traducir como “tristeza compasiva de la belleza efímera”. Sus primeros trabajos literarios, inscritos en el movimiento de los neo-sensacionistas (Shinkankaku-ha), fueron apareciendo en diversas revistas. Aunque Kawabata leyó a escritores extranjeros, como Dostoievski, Chejov, Maeterlinck, Tagore o Maupassant, su tono quedaría marcado para siempre por una refinada melancolía, por la evocación elegante y dolorosa de una cultura antigua que, poco a poco, iba viendo morir…

                Tras el éxito relativo de “La danzarina de Izu” (Izu no Odoriko, 1926), una intensa novela breve, Kawabata se consagró, definitivamente, con “País de nieve” (Yukiguni, 1947), una novela magistral, a la que seguirían, sucesivamente, “Mil grullas” (Sembazuru, 1949-1951), “El clamor de la montaña” (Yama no oto, 1949-1954), “Las bellas durmientes” (Nemureru bijô, 1960), y “Kioto” (1961-1962). En 1968, la Academia Sueca distinguió a Yasunari Kawabata con el Premio Nobel de Literatura “por su maestría narrativa, que, con gran sensibilidad, expresa la esencia del espíritu nipón”. Al recibir el premio, el 12 de octubre de 1968, Kawabata -vestido con kimono- pronunció un discurso que, significativamente, se titulaba “El Japón, la belleza y yo”. En él evocaba a los grandes maestros del arte zen: a Myoe (1173-1232), a Dogen (1200-1253), a Ikkyu (1394-1481); los tres, poetas; los tres, sacerdotes. También, a Ikenobo Senkei, maestro del arreglo floral o ikebana, que floreció en el siglo XV, y al gran maestro de la ceremonia del té, Sen no Rikyu (1522-1591), que abordaba la ceremonia con una actitud “gentilmente respetuosa, limpiamente sosegada”. El espíritu trasmitido por Rikyu es, en esencia, el que impregna, como un perfume levísimo, la obra entera de Kawabata; sugerir, más que señalar; soledad, más que multitud; color blanco, cifra de todos los colores… “La flor solitaria -comentaba Kawabata, siguiendo a Rikyu- contiene mayor gracia que un centenar de flores… Incluso hoy en día, en la ceremonia del té, la práctica general consiste en que haya una sola flor en la sala en donde aquélla se realiza, y que sea una flor en capullo. En el invierno, es elegida una flor especial de la temporada, es decir una camelia, que lleva el nombre de ‘Joya Blanca’ o wabisuke, que literalmente podría traducirse por el de ‘Compañera en la soledad’, y se hace esta elección, de una camelia notable entre las camelias, por su candor y por su levedad, y en la sala se coloca un solo capullo. El blanco, que es el más limpio de los colores, contiene en sí a todos los demás. Y siempre deberá estar con rocío el capullo, humedeciéndolo con unas gotas de agua…”

                En aquel discurso –uno de los más intensos y atípicos en la larga historia del Nobel-, Kawabata aludía, misteriosamente, al suicidio de otro gran escritor, Akutagawa Ryunosuke (1892-1927); en realidad, lo había condenado en un ensayo titulado “Unos ojos en su trance final”: “Por más alienado que uno pueda sentirse en el mundo, el suicidio jamás constituye una forma de iluminación…” Aquella tarde de octubre, en Estocolmo, el autor de “País de nieve” reiteró esa idea: “Yo no admiro ni siento simpatía por el suicidio…” Sin embargo, en abril de 1972, Yasunari Kawabata, enfermo y deprimido, se suicidaba en su estudio de Zushi, cerca de Kamakura: al romper la cadena interior que sujetaba la puerta, apareció el escritor tendido en el suelo, con un tubo de gas en la boca. Algunos recordaron que Kawabata solía comentar: “¿Quién no ha estado a punto de suicidarse alguna vez en la vida? Todo hombre que piensa lo ha estado por lo menos una vez…”  Dos años antes, en 1970, su gran admirador y amigo, Yukio Mishima, se había quitado la vida en una ceremonia espectacular, como protesta por la decadencia japonesa. Es probable que el gesto de Kawabata -más recatado, pero igualmente radical- tuviera, en el fondo, la misma razón: un ahondamiento extremo en la “intimidad de la tristeza”, consciente de haber cumplido ya su destino: “Toda mi vida -había escrito- no es otra cosa que una búsqueda de la belleza interior y la perseguiré hasta mi muerte”.

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Primavera, cambio de aliento

En la sangre, un hervor, savia urgida, ímpetu. Nunca baja del cielo la diosa coronada de flores; emerge desde lo abisal, desde la honda casa tenebrosa donde el polvo cubre la puerta y el cerrojo y de donde nadie vuelve más que transfigurado en pujante semilla, en impetuoso presagio y, al fin, en flor de fuego.

                La primavera es siempre anticipación, barrunto, un cambio de aliento que se traduce en “vagas ansias tercas”. Al principio es un pálpito imperceptible que puede prender en una mirada, en el mínimo sabotaje de un color, en la súbita embriaguez de un aroma, en un rebullirse de las más remotas y calladas entrañas del alma. Algo llama sin eco, como para sí mismo, una leve sonrisa en la severa dormición del ser. De pronto -¡oh prodigio!- emerge con delicada furia, taladrando los hielos, la flor del edelweis, “flor de nieve” y “pie de león”. Ya todo es posible. Es como si la osadía de una frágil flor solitaria desencadenase la tempestad floral. El más tímido gesto, cuando es irrevocable, cobra la urgencia de un conjuro.

                En la memoria se amotinan deidades de muerte y de resurrección: la Coré ática; la Flora y la Feronia latinas; los eslavos Yarilo y Kupala; la lituana Pergrube; Osiris, Tammuz o Adonis, en el Mediterráneo extremo y nuestro; el insaciable dios del sol que exige el palpitante corazón del más bello cautivo azteca… ¿Quién no ha soñado, entre ese maremagnum de exaltación y de crueldad, de magia homeopática y de prostitución sagrada, con la perfecta flor de fuego que otorga un poder ilimitado a su dueño y que estalla al filo de la medianoche con luz cegadora? Para merecerla, hay que trazar un círculo mágico en torno a sí y resistir a los monstruos y a la seducción de las sirenas. Sólo entonces se logra el prodigio: dominio sobre la belleza, poder sobre el poder, comprensión del lenguaje de los árboles en levitación.

                ¿No es la primavera la estación que materializa los sueños? Basta con resistir valerosamente para que el dragón se convierta en princesa. He ahí los signos visibles: primeras violetas, primeros narcisos amarillos, primeras golondrinas. Pero más allá y más adentro, en el seno del surco propiciatorio, la primavera nos conjura a una transformación apasionada: es el tiempo del todo amor, corona y gloria de una larga paciencia. Emerge la raíz, aletea la crisálida, se rebulle lo adormecido, ¿Cómo permanecer en el hosco sopor? ¿Cómo desentenderse de esa urgidora alquimia íntima?

                Arrecian los signos. Los bakongo del Zaire llaman a marzo “lluvia femenina”, transidos de su verdeante frescor. Los chinos consagran a ese mes el número 8, el sabor ácido, las puertas interiores, la suspensión de las hostilidades. Los eslavos sueñan con la “hierba innominada” que permite adivinar el pensamiento o con la deslumbrante “flor de fuego”. Es el perfecto equinoccio, el equilibrio entre las negras noches y los blancos días en el tablero cósmico que los magrebíes disciernen por la higuera: cuando su hoja se presenta tan larga como la oreja del ratón. Un calendario egipcio del siglo XVIII acumula sutiles modificaciones: “Las serpientes abren sus ojos… Los gusanos de seda crecen. Vienen las golondrinas… Sopla el viento del Este… Las granadas maduran… Comienzan a salir bruscamente las rosas…” La primavera es un tiempo sagrado, hierofánico, que reitera el tiempo original. Es también el espacio del paraíso y su eterna nostalgia. Desde la magia del origen desciende el vehemente reclamo:

“Gocémonos, Amado,

y vámonos a ver en tu hermosura

al monte y al collado,

do mana el agua pura;

entremos más adentro en la espesura”.

                Germinal y celeste, la primavera llega como desde otro mundo, inesperada como todo lo maravilloso. Hacia el sur, sobre una colina que yo me sé, un almendro impaciente la anticipaba cada año. A mi Valle del Jerte llega puntual pero desmedida, desbocándose por la flor del cerezo, ahogándose en su propio derroche. Cómo la siento, con qué embriagadora sensualidad, barroca y frágil… Primavera de las criaturas del agua y de la tierra, del fuego y del aire; primavera que junta exceso y plenitud, carnaval y pascua. La rosa “enflorece” en una antigua canción sefardí tentando a la pasión, pero es también símbolo de silencio, “sueño de nadie bajo tantos párpados”, rosa azul del olvido. ¿Por qué ese empeño de la Tierra? ¿Cuántas primaveras necesitamos para despertar?: “una sola ya es demasiado para la sangre”.

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Poesía en tiempos de penuria

En la antigua Irlanda -cuenta Robert Graves-, el “ollave”, o maestro en poesía, se sentaba al lado del rey a la mesa y tenía el privilegio, que nadie más que la reina poseía, de llevar seis colores diferentes en sus ropas… Con igual dignidad eran tratados, en otras culturas, el chamán, el rapsoda, el aeda, el poeta-mago, pues se creía que la inspiración y el canto eran dones divinos. El propio Platón, que excluía a los poetas de su República ideal, hablaba del “entusiasmo”, es decir, de la posesión del poeta por Zeus, de su endiosamiento sagrado. ¿Qué valor tiene hoy la poesía, en estos tiempos de penuria? ¿Qué papel desempeña el poeta en una sociedad ruidosa y desacralizada? “Malos tiempos para la lírica”, advertía Bertold Brecht: “¡Qué tiempos éstos en que hablar sobre árboles es casi un crimen/ porque supone callar sobre tantas alevosías!”

                La creación del mundo está asociada a la palabra. Es el “hágase” del Génesis y, por extensión participada, la palabra del poeta, como señalada claramente la etimología griega de “poeta”: “el que hace, el hacedor”. La verdadera poesía es sagrada, por tanto, en un doble sentido: en cuanto crea o celebra la realidad, y en cuanto participa de la creación primordial y de la inspiración divina. A lo largo del tiempo, la poesía ha ido perdiendo ese fundamento, porque el hombre ha expulsado de su vida a los dioses, estableciéndose en la penuria. De ahí que Heidegger escribiera en “Sendas perdidas”, glosando unas palabras de Empédocles en la obra homónima de Hölderlin (“Estar solo, y sin dioses, es la muerte”): “Poetas son los mortales que cantando con seriedad al dios del vino sienten la huella de los dioses que han huido, permanecen en su huella y de esta suerte otean para los mortales afines el camino hacia el cambio. (…) Ser poeta en una época de penuria significa: reparar cantando en las huellas de los dioses huidos, de ahí que el poeta diga lo santo en la época de la noche del mundo, de ahí que la noche del mundo sea la sagrada noche en el lenguaje de Hölderlin…”

                En estos tiempos de penuria, necesitamos -más que nunca- la poesía: la que capta el instante con sencillez y con verdad, y la de los místicos: la palabra “a oscuras y segura” de Rumi, de Hafiz, de San Juan de la Cruz, que, insuficiente para expresar algo que la rebasa, llega a decir mucho más de lo que dice. Da igual que sea corta o larga. Gran poema es tanto un “haiku” de Bashô como el conjunto de las “Elegías de Duino” de Rilke, una “siguiriya” flamenca o el “Canto a mí mismo” de Walt Whitman. Pero, si la poesía es “la fundación del ser por la palabra”, debemos entenderla como una tarea universal, necesaria y posible, tal como exigía Lautréamont: “La poesía debe ser hecha por todos”.  Más allá de los nombres propios, expuestos a la vanidad o a la indiferencia, hay una poesía anónima que nos llega de muy lejos, fresca y viva. Es, en la tradición japonesa, el “poema final” o “poema de adiós” (jisei no ku) del condenado a muerte que, escuchando el canto del cuco, promete seguirle escuchando en el más allá. Es, en nuestra propia memoria, la emoción de una jarcha (“primer vagido de nuestra lengua”, en palabras de Dámaso Alonso), con su melancolía y con su apasionada ternura:

“Vayse meu corachón de mib

¿Ya Rab, sise me tornarad?

¡Tan mal meu doler li-l-habib

enfermo yed ¿cuánd sanarad?

 

[Mi corazón se me va de mí,

oh Señor, ¿acaso a mí tornará?

¡Cuán fuerte es mi dolor por el amado!

Enfermo está ¿cuándo sanará?]

 

Algo más cerca, hacia el siglo XV, encontramos en el “Cancionero anónimo” español, dos versos prodigiosos -estribillo de una canción- que expresan la soledad humana con la observación del campo en una lejana y fría mañana de invierno:

“porque duerme sola el agua,

amanece helada”.

Cerrando este guiño sobre poesía anónima, recordamos otra joya de la sabiduría popular: una copla que Juan Ramón Jiménez admiraba especialmente, en su inspirada y desgarrada ambigüedad:

“Quisiera verte y no verte,

quisiera hablarte y no hablarte,

quisiera encontrarte a solas

y no quisiera encontrarte”.

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ARTE, NATURALEZA Y PAISAJE INTERIOR

Un viejo texto egipcio, conocido como “La Tabla Esmeralda”, dice: “Lo que está arriba es como lo que está abajo, y lo que está abajo es como lo que está arriba, para perpetuar los milagros de una sola cosa…” La polaridad arriba/abajo expresa, en todas las culturas, la relación de lo divino con lo humano, sugerida también por una constelación de pares: adentro-afuera, vacío-lleno, contracción-expansión. La coexistencia armónica de los opuestos complementarios, y la tensión creativa que se establece entre ellos, marca, de manera muy viva, la espiritualidad y el arte de Oriente. En China, el Tao; en Japón, el sintoísmo y el budismo Zen; en la India, los textos de yoga, uno de los cuales, el “Shiva Samhita”, nos dice: “El ser interno posee una naturaleza pulsátil que tanto se expande como se contrae, compuesta esencialmente de una mezcla de Potente Vacío y Energía Creativa que vive en el Templo del Cuerpo”. El arte chino y el arte japonés, que hereda y modula a su manera gran parte de la estética taoísta, abordan la Naturaleza como “paisaje interior” o, mejor dicho, como paisaje interiorizado. El artista no se limita a copiar; necesita impregnarse primero del alma de las cosas. “Antes de pintar un bambú -dice Su Dong Po, en el siglo XI-, es preciso que el bambú crezca en vuestro interior”. Con frecuencia, el artista se retira y se sumerge en la Naturaleza, hasta hacerse uno con ella. La visión de conjunto y la precisión del detalle nacen -de manera espontánea y sin retoques- de esa comunión previa, y el ritmo de los gestos al pintar responde, con admirable precisión, al ritmo del alma, sin distracción alguna: “Cuando Yuke pinta bambúes, todo es bambú, nadie es gente. ¿Acaso no ve a la gente? Tampoco se ve a sí mismo. Absorto, bambú que crece y crece…” Por eso puede hablarse de un pintor que desaparece en la bruma del paisaje que acaba de pintar… La mera reproducción mecánica de la Naturaleza, aunque parezca deslumbrar por su precisión o por su grandiosidad, es insuficiente. Se cuenta que un emperador chino se quejó ante el pintor que había decorado su palacio con poderosas escenas de montañas y aguas, diciendo: “¡Las cascadas que habéis pintado hacen demasiado ruido: no me dejan dormir!”…

El valor del Vacío

            Sugerir es más importante que abrumar; de ahí la importancia del Vacío, tanto en la pintura china como en la japonesa de inspiración zen. La regla de oro para un cuadro -un tercio de Lleno y dos tercios de Vacío- es meramente indicativa, pero recuerda que el Vacío es también cuadro y valora lo que, en términos de estética taoísta, se conoce como “el pincel más allá del pincel” o “la tinta sin tinta”. Las pinturas más refinadas y celebradas del arte japonés también participan de esa elegante vacuidad, que sugiere el estado meditativo que precede a la ejecución de la obra, que persiste incluso mientras se realiza y que se transmite también al que la contempla. El secreto del sumi-e (la pintura japonesa con tinta china) consiste en un rápido y libre fluir del pincel entintado sobre la superficie porosa. No caben vacilaciones ni errores; el artista debe pintar -como señaló Watts- «como si un torbellino guiara su mano». No hay artificio ni rectificación; no existe la estrategia. La pintura sumi-e sólo tiene sentido si está viva, si no ha perdido aún el pálpito de la inspiración instantánea. Se parece al verdadero haiku -definido por Basho como «lo que ocurre aquí, en este momento»- o a la bofetada que el maestro zen le propina al novicio para que «despierte»: la pincelada debe ser repentina, irrevocable, definitiva y vivaz; es como captar al pájaro de la inspiración un segundo antes del vuelo.

            Esa atención extrema requiere, no obstante, una meditación previa, varias horas de silencio que el sumi-e traduce en unas pocas líneas negras. Lo que capta el verdadero pintor no es el detalle sino la esencia de las cosas. A veces basta un sólo trazo para «describir» la redondez de un objeto: en ciertas escuelas zen, el círculo, dibujado así, de un solo trazo, se convirtió en el símbolo del Conocimiento, en expresión perfecta del perfecto vacío. Una lección muy antigua que podemos reconocer hoy en algunos maestros de la pintura contemporánea occidental -como Rothko, Pollock, Malevich, Tobey o Tàpies- y que nos recuerda un aforismo del poeta Bashô: “No imites a los grandes maestros; busca lo que ellos buscaron”. O, dicho de otro modo, con las palabras de un proverbio japonés, “estudiando lo pasado, se aprende lo nuevo”.  En el mundo de la palabra, que trata de expresar -como quería Rilke- el “espacio interior del mundo”, ese Vacío está representado por lo que no se dice, o, mejor dicho, por lo que no se puede decir. Es el “no sé qué que quedan balbuciendo” de San Juan de la Cruz, o la perplejidad de este haiku de Teishitsu:

«¡oh!» «¡oh!»

balbucí ante las flores

del monte Yoshino

            El Vacío no es la nada, sino la posibilidad de relación, el espacio que se abre a lo “otro” y permite que lo “otro” venga. El Vacío sugiere e insinúa, es una presencia en el hueco de la ausencia. En las artes plásticas, ese vacío es espacio puro, y está simbolizado, en la casa tradicional japonesa, por el tokonoma (un minúsculo hueco abierto en la pared de la sala). El Vacío no representa, como creerá la filosofía romántica, la atracción del abismo, sino el germen vivo de todas las posibilidades, más allá de cualquier límite preciso. Lo que podríamos ser es, realmente, lo que somos. nuestra verdadera naturaleza. Incluso Heidegger ha llegado a decir que el vacío “no es una carencia sino una creación”.

            En un sentido aún más profundo, el Vacío es imprescindible para fundirse con la Totalidad. En la mística cristiana, podemos recordar las “nadas” de San Juan de la Cruz:  «Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada»; «Para venir a gustarlo todo, no quieras gustar algo en nada», «Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada»; «Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada. La palabra japonesa utsuroi -compuesta por utsu (vacío) y hi (actividad del alma)- señala el instante del éxtasis, el momento en que el alma se enajena y percibe extáticamente el cambio: la maduración de una flor, el caminar del reflejo de una sombra sobre las aguas, la ambigüedad de la brisa marina… Desde el punto de vista del budismo zen, sería una especie de muerte en vida, una aprehensión de la belleza tan intensa que anula el tiempo.

            La idea del vacío está próxima a las ideas de lo solitario y de lo inacabado, tan valoradas en la estética japonesa. Un escritor contemporáneo, Yasunari Kawabata -primer Nobel japonés de Literatura en 1968- lo expresa así, evocado al gran maestro de la ceremonia del té, Rikyu: “La flor solitaria contiene mayor gracia que un centenar de flores… Incluso hoy en día, en la ceremonia del té, la práctica general consiste en que haya una sola flor en la sala en donde aquélla se realiza, y que sea una flor en capullo. En el invierno, es elegida una flor especial de la temporada, es decir una camelia, que lleva el nombre de ‘Joya Blanca’ o ‘Wabisuke’, que literalmente podría traducirse por el de ‘Compañera en la soledad’, y se hace esta elección, de una camelia notable entre las camelias, por su candor y por su levedad, y en la sala se coloca un solo capullo. El blanco, que es el más limpio de los colores, contiene en sí a todos los demás. Y siempre deberá estar con rocío el capullo, humedeciéndolo con unas gotas de agua…”

Comunión con la Naturaleza

            La filosofía zen -heredera del Tao- sabía, mucho antes de que lo formulara el romántico Schelling, que “la naturaleza es el espíritu visible, y el espíritu es la naturaleza invisible”. Un texto chino, de Pu Yen-t’u, dice: «Todas las cosas bajo el Cielo tienen su visible-invisible. Lo visible es su aspecto exterior, su Yang; lo invisible es su imagen interior, su Yin. Un Yin, un Yang, esto es el Tao”. Sin embargo, la percepción de ese hecho es muy distinta:  en Occidente, los verbos son “dominar” e “intervenir”; en Oriente, “contemplar”, “intuir” y, sobre todo, “sentirse inmerso”, ser uno mismo Naturaleza y, en consecuencia, respetar sus ritmos y sus cualidades. Joan Miró, tan fascinado por los espacios vacíos, admiraba también la precisión del detalle nacida de esa íntima comunión del artista con la Naturaleza: “Dicha de lograr en el paisaje la comprensión de una brizna de hierba tan bella como el árbol o la montaña. A excepción de los primitivos o de los japoneses, ninguno se interesa por estas cosas divinas…» La clave de ese interés de los antiguos maestros, nos la da, una vez más, un texto chino: El verdadero artista necesita diez días para pintar una flor, y un instante para pintar el océano. ¿Por qué? Porque conoce la majestad de lo pequeño y posee la intuición de lo grande.

            La naturaleza en el sentido del “ser connatural” y la Naturaleza como entorno o como paisaje están íntimamente relacionadas en la mentalidad japonesa. Esa relación se explica, en gran parte, por la confluencia entre la religión autóctona, el Sintoísmo, y el Budismo indio importado desde China, hasta el punto de que suele decirse que el japonés nace y se casa según el ritual sintoísta y muere según el ritual budista. El Shinto o “camino de los dioses” imagina a sus divinidades o kamis residiendo en islotes rodeados de agua, espacios circundados de rocas y bosques espesos. La sacralización de los espacios naturales explica el amor de los japoneses por la belleza y el poder de la Naturaleza en la que viven inmersos (un detalle significativo: por respeto al árbol del cual se extrajo el papel para construir el origami -figura de papel plegado-, éste nunca se corta…) El árbol mismo es kami. El Fujiyama, la “montaña sin par”, sigue siendo hoy la imagen más representativa del país, no sólo por ser la montaña más alta (3.776 metros), no sólo por su cónica armonía, sino por ser la montaña sagrada, que, según la leyenda, se formó la misma noche que el lago Biwa. La importancia de esa montaña en el inconsciente colectivo se expresa en un antiguo refrán sobre el primer sueño del año (hatsuyumé), que dice: “Primero, el Fuji; segundo, el halcón; tercero, el nasubi (una especie de berenjena)”; es decir, si se sueña con el Fuji, la buena suerte será máxima; si se sueña con el halcón, un poco menor, y menor todavía si se sueña con el nasubi. El colmo de la buena suerte sería soñar al mismo tiempo con el Fuji y con el halcón.

            El sintoísmo, articulado entre los siglos VIII y X y reforzado por el confucianismo, da especial relevancia a las nociones de fuerza vital y purificación, al culto a los antepasados y a los ritos comunitarios. La influencia del taoísmo en el pensamiento japonés se basa, sobre todo, en la vía de la espontaneidad natural (“shizen”), que genera una estética de lo sencillo y de lo ordinario, por encima del dominio del arte y de uno mismo. Es así como se alcanza la unidad con el Tao, que es la pauta subyacente del Universo, indescriptible e inimaginable. El budismo propugna la ausencia del “yo” y subraya el carácter efímero de la existencia y el tormento que genera el deseo. Tomar conciencia de que no hay nada a lo que apegarse desemboca en el “nirvana”, que significa la liberación y lo absoluto. Pero en Japón, la fusión entre budismo y sintoísmo, con algunos elementos esenciales del Tao, hace que la iluminación búdica se convierta en una comunión con la naturaleza. El “pequeño yo” debe dar paso al “verdadero yo”, que valora por igual lo externo y lo interno y no se inmuta ante el éxito o el fracaso: “Aquellos que no se dejan conmover por el viento del gozo, siguen silenciosamente el Camino”; “Cuando no se busca nada, se está en el Camino”.

Sabor de Zen

            La propia raíz de la palabra zen (transcripción fonética al japonés del término chino ch’an (meditación, absorción de la mente) nos indica una actitud de equilibrio y de serenidad mental que, aboliendo el tiempo, se atiene al aquí y al ahora, sin ansiedad, sin expectativa. Se cuenta que el propio Buda, el “despierto”, alcanzó la iluminación, tras permanecer sentado durante ocho días, al contemplar la estrella de la mañana… En Japón, el Zen llegó a impregnar todos los aspectos de la vida, sobre todo a través de las enseñanzas del maestro Dôgen (1200-1254), que instauró la tradición Soto, fijándola en el célebre tratado del “Shobogenzo”. El zazen (permanecer sentado, sencillamente) sugiere muchas cosas. Ante todo, la anulación de cualquier ansiedad, de cualquier deseo, incluyendo el deseo de la iluminación que, en cualquier caso, es súbita, espontánea. Estar aquí y ahora no significa evadirse, pues, como nos recordará Krisnahmurti, “la verdadera atención no excluye, sino que incluye”. Lo real no desaparece, sino que reaparece en su verdadera naturaleza. Un aforismo lo explica bellamente: “Al principio, las montañas eran montañas, y los ríos eran ríos. Después, las montañas no eran montañas, y los ríos no eran ríos. Al final, las montañas eran montañas y los ríos eran ríos”.

            Los diferentes “caminos” del arte zen -el del arco, el de la espada, el del té, el de las flores…- convergen en esa quietud, a la vez atenta y desinteresada, que puede resumirse en este aforismo del kiudo (“camino del arco”): “para dar en el blanco, hay que olvidarse del blanco”. También el haiku -ese breve poema de 17 sílabas que trata de expresar la eternidad del instante- participa de ese “sabor de zen”, que no es, como podría pensarse, nada fácil. El gran poeta Bashô, que señalaba el “camino ordinario” del aquí y del ahora, decía: “El que crea de tres a cinco ‘haikus’ durante su vida, es un poeta de ‘haiku’. El que llega a diez es un maestro”.

            La armonía entre el arte, la naturaleza y el paisaje interior se logra cuando la mente, aquietada, florece sin propósito. Es entonces, cuando se saborea lo real, fundiéndose con ello. Cada instante conlleva su sabor: si es de soledad y de quietud, el sabi; si es de tristeza perceptiva, el wabi; si es de tristeza compasiva por la fugacidad de la belleza, el aware; si es de percepción repentina de algo extraño y misterioso, el yugen… En general, y a falta de un Dios personal al que referirse, el budismo Zen se atiene a lo que es, en un intercambio natural entre el adentro y el afuera. Un haiku de Bashô, por ejemplo, expresa la comunión de la Naturaleza con el espacio humano:

monte y jardín

se adentran en la casa:

salón de estío

            La propia casa tradicional japonesa, hecha de madera, insinúa esa integración, incluso en su línea pura y en la suave penumbra que se deja invadir por la luz exterior. «La arquitectura japonesa -escribe Vadime Eliseeff- es, ante todo, un signo, la notificación de un paisaje. Como tal, está impregnada de las leyes de la naturaleza… Cada año las hojas caen, la hierba amarillece y las flores abandonan al viento sus pétalos marchitos. Del mismo modo, el valor de un objeto o de una arquitectura no está ligado a la duración física de las cosas, el espíritu cuenta más que la reliquia y, en arte, la forma prevalece sobre la materia.» Uno de los ejemplos más refinados -quintaesencia de la arquitectura shoin-zukuri– es la Villa Imperial de Katsura, construida en 1624 cerca de Kyoto, con su palacio, sus pabellones de té, las perspectivas cambiantes del jardín de paseo, la plataforma para contemplar la luna… El jardín japonés forma parte también de la Naturaleza: no la imita, sino que la sigue, aunque sea a través de la expresión, un tanto atrevida, de “capturar vivo el paisaje” (shakkei), o, mejor dicho, la recrea. Incluso en los llamados “jardines secos”, que se conciben como espacios para la absorción meditativa, se tiene en cuenta el entorno natural (se dice que uno de ellos fue hecho para ser contemplado cuando hubiera luna, para ver su reflejo en la arena). Como observa G. A. Jellicoe, “la finalidad del jardín japonés es recoger los elementos de la naturaleza encerrados en el paisaje circundante, y distribuirlos de modo que cada objeto mantenga su individualidad, y al componerlos, formen una imagen en miniatura del mundo que está fuera”.

            Los jardines japoneses tienen su origen en la sacralización de los enclaves naturales, pero deben mucho también a los modelos chinos y coreanos y al espíritu del Zen, aunque modulados de una manera original, y con una variedad extraordinaria. Hay jardines de placer, jardines de paseo, jardines de meditación, jardines vinculados al pabellón de té y jardines de prestigio. Hay jardines de roca o arena, de musgo (hasta con más de cien clases de musgo), de pinos, de camelias, de iris, de cerezos, de sauces, de ciruelos, de crisantemos, de glicinas… El agua evoca la vida y las plantas marcan el paso de las estaciones. En los jardines secos, la Naturaleza está sugerida, interiorizada, como si se quisiera condensar su espíritu, más allá de las formas. El modelo perfecto sería el jardín de Ryoan-ji, realizado en Kyoto, en el siglo XV: un espacio rectangular de arena blanca rastrillada en el que emergen 15 rocas con un cerco de musgo. Ese jardín sin árboles, sin flores, sin agua, diseñado para calmar la mente, resume, en su elegante austeridad, la relación arte-naturaleza-paisaje interior.

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