Alondra

                En la primera mañana de la creación, sólo ese gorjear. Y al final de los tiempos, en la expectación desdibujada del vacío, su ausencia: único signo de que todo ha acabado. El condenado a muerte lo seguirá escuchando en el otro mundo, porque sólo ese canto garantiza la continuidad de la vida. No es el canto del cuco, que anticipa la primavera con la ansiedad de su pérdida, ni el canto del ruiseñor, que estremece las noches con su delirio, devorado por la pasión que le inspira. Es el trino que asciende de la tierra, quebrando la tensa expectación que precede al alba, anhelado y temido por los amantes: ese trino confirma la gloria de la plenitud amorosa, pero marca también el desgarramiento de la despedida.

                   En el romance del prisionero, una avecica que le “cantaba al albor” marcaba la divisoria de las negras noches y de los blancos días. Y el preso se consolaba con ese tiempo imaginario de mayo y de los amadores, como si la alondra cantase sólo para él, heredero inminente de la felicidad. Hasta que un día la mató un ballestero -«¡Déle Dios mal galardón!»-, dejando al preso doblemente cautivo en su duda desesperada, sin día, sin noche, sin vida.

                  La alondra es un ave de luz. Se diría que su canto la crea toda, imantándola desde el surco, desplegándola con sus alas por todo el aire, haciéndola bajar de un alto manadero celeste. Y al derramarla desde el cielo, en su vuelo ondulado, como si estuviera creando un oleaje de luz, la canta, la celebra.

                Signo puro, dardo de invisibilidad prorrumpiendo desde el abismo tenebroso. La alondra es, en su vuelo de celebración, la alada mensajera que trasiega de lo visible a lo invisible marcando levemente su maravillosa continuidad, por encima de los bosques, de las montañas, de los ríos. Menuda y leve, revestida con el color pardo de la tierra, pero con un esbozo de blancura en su pecho, duerme en los surcos, pero su pequeño corazón está en vela. Y cuando las estrellas se desvanecen, «pisando la dudosa luz del día», se dispara despierta y asciende, crecientemente ebria, ondulando, meciéndose en las crestas de la luz, celebrando la pura dicha de la vida.

                Desvelados y madrugadores escuchan ese gorjeo cristalino como si procediera del paraíso, alto, lejano, y a la vez íntimo y terrenal, impregnado de toda la dulzura de la tierra. En la claridad que va ensanchando su soberanía como los brazos de una nadadora, la alondra asciende con ímpetu gozoso, y allá arriba, sobre una cresta del aire, fulge un instante, traspasada de sol, como un topacio. Hechizada por esa transverberación, se recoge y se aquieta, sosteniendo la pausa del vuelo, y baja luego, rápida, como abismándose de felicidad, y totalmente libre, sobre la llanura, inicia su arabesco ondulado, como si dibujara en el aire el perfil de las montañas lejanas.

                El contemplador del vuelo abjura de todo lo aprendido, abandona el doloroso fluir de un pensamiento que sólo trae pesadumbre, y entra en la dimensión de la pura alegría. Pero qué difícil sostenerse en el filo de intemporalidad, olvidado de sí… Nuestra ascensión pesa, se deja vencer por la gravitación de la materia, por la memoria y por el ansia, envenenada de temporalidad y de cuidado.

                La alondra no descansa en la cresta de surtidor del vuelo; lo impulsa aún más arriba, arrastrando en su brío a toda la creación, sabiendo que no hay límite en el espacio cósmico y subrayando la ascensión con la creciente intensidad del trino. Es una verticalidad de impulso, pero es a la vez una expansión ondulatoria que se recrea en la exploración de una orografía invisible pero rica en sensualidad, con radas de calor y quebradas de frío, pasajes tibios y posadas primaverales: territorio de boda y de muerte, donde se encela, se alumbra, se persigue, se caza, se vibra, se canta, se muere, se renace…

        Para nosotros, que no cantamos ya, o que lo hacemos penosamente en las treguas de la desdicha, el canto de la alondra encarna la ligereza y el abandono, pero también la novedad y la celebración de la vida. Para nosotros, incapaces de retener el instante glorioso, ese vuelo que nace de sí mismo y ese trino incausado encarnan la abolición del tiempo que nos retiene, descentrados, en la nostalgia o en el miedo, presos de un ansioso desequilibrio. Vuelo y canto, ensanchándose, despejan el espacio que se va abriendo en velocidad y en vibración, en extensión, profundidad y altura, a golpes de luz. Lo que en nosotros calla o se repliega está reclamando este rapto de lo aéreo, esta respiración del espacio infinito.

                Cuando la alondra canta allá arriba, engolfada en su paraíso, inaudible ya para nuestros oídos e invisible para nuestros ojos, canto y vuelo renacen en las quebradas del corazón. Es ahora cuando, desasidos de toda conciencia, embriagados del puro ser, sentimos aflorar en nosotros un gorjeo y un rebullir de alas.

                El mundo terrestre de la alondra es la llanura verde, dorada o parda de las tierras de pan llevar, las marismas salinas, las arenosas dunas, el herbazal abierto, el alto brezal encendido. La alondra llega secretamente buscando la tibieza y celando en sus alas un presagio de claridad. Antes que ella, en la brisa nocturna de febrero, los linces y las lobas anticipan su celo amoroso en la espesura del brezal. Antes de que ella proclame la transparencia, el cuco la anticipa en los bosques, y la prímula y el narciso en los arroyos y junto a los neveros relampagueantes. Pero cuando ella se levanta, fresca aún de rocío, despierta en toda la creación una gloria coral: aliento para cada semilla, impulso al rebullir de la savia y al tembloroso despertar verdeante. En su pico embriagado restalla el oro de los trigos y en su aleteo se ahonda el azul, y con su vuelo asciende lo abisal hasta un soñado paraíso donde todo se funde transfigurado.

                La alondra es tan terrestre que toma su color del surco y allí entierra su sueño, arrebujada en su plumaje pardo veteado, en sus toques de palidez en pecho y vientre, en su pequeña cresta viva; pero algo la reclama desde el cenit (quizá una llamada de la sangre hacia su misterioso origen celeste). Cuando canta a ras de tierra, contiene su fervor o lo diluye en un juego inocente de persecución, de caza y contracaza. Los poetas del haiku clásico la observan, la celebran: Yasui ve a la pequeña alondra midiendo su joven brío con el viento; Yayû la sigue en sus raptos y en sus caídas, pero pierde su rastro al estornudar una mañana fría en el campo, dándole al poema el toque humorístico del senryu. Pero la imagen imperecedera, recogida por Bashô, es la de ese vuelo alto, glorioso, libre -el verdadero vuelo de nuestros sueños, revelador de una opresión oscura y de un ansia desesperada de libertad-. Ese vuelo de canto que se dispara vertical, ascendente, es un vuelo nupcial: sólo el amor encierra tanto brío, tanta vehemencia arrebatada, desplegando una catarata de gorjeos y trinos que intercala con un dulcísimo desmayo melodioso antes de coronarse con un líquido «chir-rup» vibrante. A veces, en la efusión del éxtasis, permanece allá arriba, aleteando y cantando, embebida de felicidad. Después, desciende o se remonta cerniéndose en espiral, saboreando todavía la esbeltez del espacio, y se deja caer hacia el suelo, hasta posarse levemente. De la felicidad de esa ascensión con “alas de alegría” se embriaga también el trovador Bernart de Ventadorn…

                Vuelo posible: no el de la voluntad, que es ansia, sino el del abandono. Canto posible: no el imitado, que es sometimiento, sino el cantar del alma, que brota descuidado, olvidándose. No memoria, sino revelación. En la materia de canto de la alondra, la variedad rítmica y el rico tejido de semitonos no es código, sino efusión creadora: prodigio cada vez, eterna novedad inspirada que se va desplegando -«a oscuras y segura»- sobre la emoción oceánica y sobre su aura resonante.

                Para un Bestiario de milenio, para la novedad de un tiempo purificado, elijo a la pequeña alondra, capaz de conjurar, ella sola, a todos los monstruos de nuestra razón desquiciada. Contra el espacio envenenado, contra el fuego que arrasa, contra el ruido y la furia de un vivir vacío, este pequeño dardo de alegría, este trino que, al celebrar la vida, nos abisma en un silencio puro de contemplación felicísima. Si un día toda la belleza del mundo quedase arrasada, bastaría una llanura, un cielo alto. Y entre los dos, la alondra.

***