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Haiku 19. Ciruelos en flor

CIRUELOS EN FLOR

[Siguen 17 haikus sobre el ciruelo en flor, lo cual demuestra su importancia para los japoneses. En primavera, su flor es la primera que florece, en muchos haikus aparece el nombre de ume (ciruelo), pero en realidad se refiere a su blanca flor, originaria de China e introducida en tierras niponas durante el periodo Nara (710-784). sin embargo, tras el periodo Heian (794-1192) el primer puesto lo ocupará la flor del cerezo (sakura)].

草菴 –retiro a una cabaña o choza/ retiro en la hierba-

 

19

二もとの梅に遲速を愛す哉

futamoto no ume ni chisoku o aisu kana

Los dos ciruelos,
amo su floración:
primero uno, después el otro.

 Las flores del ciruelo, blancas, florecen de una a una a diferencia de las flores del cerezo (a la vez). Según Blyth (Spring, 301), este haiku bebe su fuente de Yasutane: “en el este y el oeste los cultivos de sauce florecen antes y después, no a la vez. El sur y el norte también son diferentes, en el florecimiento y en la caída de las flores del ciruelo”.

 La sensibilidad aguda de Buson le permite observar la distinta floración de dos ciruelos próximos. Es el viento, la inclinación, la luz, la humedad, aquellos elementos de los ciclos naturales, con sus propias leyes al margen del ser humano, que a menudo no son percibidos. El ritmo de cada ser en la naturaleza es diferente, único. Sobre la palabra “chisoku”, Blyth recuerda su origen chino: “lento-rápido”, unido por la forma de amar, que apenas cambia en japonés. Hay un intento, de nuevo, por aunar la cultura china y japonesa en la obra de Buson.

Las flores del ciruelo también pueden ser rojas, como señala nuestro haijin:

紅梅や入日の襲う松かしは

kôbai ya irihi no osou matsu kashiwa

Los ciruelos rojos;
avanza la puesta de sol
entre pinos y robles *.

* Como señala Rodríguez-Izquierdo (El haiku japonés, p. 312) Kôbai es el término a partir de la lectura china de los caracteres. Hay que destacar también la variedad cromática en la paleta de Buson: dos rojos, el del ciruelo y el ardiente sol en su ocaso, con sus distintos y perceptibles matices.

紅梅の落花燃らむ馬の糞
Kôbai no rakka moyuramu uma no fun

Las flores rojas del ciruelo
caen ardientemente;
el excremento del caballo*.

* Las flores rojas parecen arder, se sobreentiende que caen sobre el excremento del caballo. La fragancia del pétalo y de la podredumbre del animal se fusionan, se mezclan. Tanto olores como materias, formas y sus variedades cromáticas.

LA MELODÍA DE LA TIERRA Y EL CIELO

Desde que nuestra vida se hizo una con este viento que recorre el mar y los bosques; desde que todas las criaturas que nos rodean se mezclaron y se confundieron con nuestras emociones, pensamientos y recuerdos; desde que nuestros sentidos se fundieron con este mundo, el infinito siempre ha sido nuestro hogar. Pero quizás por sus innumerables cambios, por nuestras limitaciones o por las luchas y controversias de nuestro ego, no hemos podido vivir en él. El cielo es lo que se encuentra arriba y la tierra, abajo: tal fue el veredicto de nuestra lógica y, ¿cómo contradecir a la Lógica? ¿Cómo atrevernos a ser ilógicos? Nosotros, seres efímeros en un mundo efímero, nada teníamos que ver con toda la infinitud que nos rodea: tan solo debíamos pensarla, añorarla o maldecirla, tan ajena a nuestro intelecto como un espejismo. Luego, pudimos constatar que apenas algunas explicaciones eran las recompensas de esta lógica: que el amor, la vida y la muerte no podían ser limitadas dentro de ella, pero ya el camino estaba trazado y la enseñanza, transmitida.

nos mudamos de una tina
a otra tina…
¡Cuánta palabra sin sentido![1]

Por suerte, no todos los caminos fueron una cárcel.

Hay un Dō, una Vía, que no puede ser limitado por un sistema de premisas lógicas inventadas por el ser humano. Hay un Dō, una Vía, que nutre y se nutre de la infinitud y de lo absoluto, desde antes de nosotros y por siempre. Hay un Dō, una Vía, que no desgrana la realidad como el caer de las hojas marchitas. Hay un Dō, una Vía, que se mantiene, tal cual es, y nos envuelve constantemente, en una comunión perfecta, con la única coordenada capaz de abrirnos la puerta a su conocimiento: aquí y ahora, la única encrucijada real, el único ámbito donde puede darse esta vida y esta muerte.

No existe ningún vacío entre el Cielo y la Tierra, no existe separación alguna entre lo finito y lo infinito y, cada paso que damos, es una muestra de nuestra permanencia en tal unión. ¿Quizás preferiríamos poder contemplar toda esa presencia hasta su último punto? Pero, es infinito…, ¿dónde podría encontrarse su principio o su final? ¿Acaso no es suficientemente bello un atardecer, un amanecer o una flor que otorga su fragancia en su período oportuno? ¿Y cuánto duran? Hay tanta belleza en su efímera existencia…

Yo, ahora, aquí,
el azul de un mar
que no tiene límites[2]

No pedir más, sino ser portador de la misma belleza que nos rodea. No deshojar, no desgranar, no desmembrar esta realidad con un análisis lógico de las cualidades que acordamos entre los humanos, sino caminar en perfecta unión, como la Tierra y el Cielo, sintiendo lo efímero en lo eterno, la muerte en la vida y la vida en la muerte: contentándonos con poder vislumbrar un pequeño fragmento de lo que siempre fue, es y será, rebosante de amor por ello.

Solo si tu vida
es algo no sabido
el canto del misosasai[3]

El don de vivir en la eternidad nos está siendo dado en cada instante, rodeado de criaturas hermosas, impactantes, aterradoras y enigmáticas … ¿No merece todo esto nuestra atención? Tenemos la posibilidad de sentir todo el universo, pero vivimos aferrados a nuestro miedo:

“Tened abiertas las manos y toda la arena del desierto pasará por ellas. Cerradlas y sólo conseguireis unos pocos granos.”[4]

Este cuerpo no retiene el aire que precisa para vivir, pero nuestra mente sí retiene cada pensamiento compulsivo como si la vida se le fuera en ello… Deja de perseguir, deja de luchar: ya estás en la parte del infinito que te ha sido dada experimentar. Tan sólo permítete escuchar esta melodía de la Tierra y el Cielo:

Bajo la Vía Láctea
danza en plena noche
borracho perdido.[5]

Para el beneficio y la felicidad de todos.
Para mis amigos de El Rincón del Haiku.

Rogelio «Viento».

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[1] KOBAYASHI, ISA, en Aware. Iniciación al haiku japonés, de Vicente Haya, “88. EL haiku nos invita a comenzar un viaje”, en “Parte V: el haiku es un camino de extinción del “yo””, Kairós, Barcelona, 2013, p.292.

[2] Traducción de Vicente Haya, “El mar”, en Taneda Santoka. El monje desnudo. 100 haikus, Miraguano Ediciones, p. 113.

[3] Ibidem, p.54

[4] DOGEN ZENJI,                                                        http://akikazeakizuki.blogspot.com/2010/11/tened-abiertas-las-manos-y-toda-la.html

[5] SANTOKA, Taneda, Op. Cit., p.41

El camino de las flores y las lúcumas. Sobre el haiku peruano, japonés, y los haikus de Alonso Belaúnde Degregori

Flores de las tipas en Lima, 2018

Me encuentro en el Centro Comunitario de los dormitorios de la Universidad de Tsukuba y desde aquí leo con tranquilidad este haiku

A pesar de todo
las tipas florecen…
Camino en silencio.

(Alonso Belaúnde Degregori)

 

    Al leerlo puedo recordar la Avenida Arequipa en Lima, la cual caminé junto con Alonso y Carla un día que conocí a las flores de las tipas (del árbol sudamericano Tipuana tipu). Aquella vez vimos juntos a las pequeñas flores amarillo-anaranjadas que caían sobre el paseo peatonal de la avenida creando una nueva alfombra de colores. A pesar de todo el sufrimiento, la confusión y la turbulencia por la Covid19, las flores de tipa volverán a caer este año también, porque la naturaleza no se echa para atrás, ni para abajo o arriba, ni se confunde en esta época. De la fuerza de la naturaleza el corazón humano puede fortalecerse si aprende a mirarla con respeto y amor. Es posible pedirle a un árbol de tipa, o de cualquier especie que nos ayude a hacer fuerte nuestro corazón. Esta anécdota es sólo para introducir el camino que quisiera desarrollar en esta entrega, la del haiku en el Perú desde una visión del haiku japonés, así como presentar una “selección ecopoética” de haikus de Alonso Belaúnde del libro Temporada de lúcumas.

    Uno de los gratos encuentros en el camino de la poesía ha sido el de Alonso Belaúnde Degregori, joven poeta peruano y también investigador del haiku. De nuestra correspondencia se ha nutrido un diálogo incipiente, pero apasionado, sobre la senda del corazón ecológico del haiku y la poesía japonesa. He tenido la buena oportunidad de platicar con Alonso sobre el haiku en el Perú y conocer parte de su historia. Según la investigación del propio Alonso este comenzó a escribirse en la década de los años 70s y 80s y durante los últimos cincuenta años ha transitado por varias comprensiones y maneras de escribirlo. El haiku peruano primeramente fue concebido como “miniatura” poética al estilo del aforismos o micropoema, y luego gracias a una mayor comprensión de los valores estéticos y espirituales del haiku japonés ha cobrado mayor singularidad y se han abierto nuevos debates. Recordando algunas palabras de Vicente Haya, esto parece que sería una buena señal de que el camino del haiku está arraigando en la tierra andina. Podemos decir que el haiku peruano vive su etapa de trasplante y enraizamiento del “espíritu del haiku” en la costa, los Andes y la selva. Esta labor del trasplante se ha enriquecido gracias a la diversidad cultural del Perú, que incluye el legado asiático que enriquece lo peruano con su sensibilidad poética, y también gracias a las reflexiones de notables poetas, editores y académicos como Javier Sologuren, Ricardo Silva-Santiesteban y Alfonso Cisneros Cox, quienes conectaron su propia práctica en la escritura de haikus al casi centenario debate sobre el haiku que se ha desarrollado en el mundo de habla castellana.

    Hay que apuntar que desde la época del poeta mexicano y escritor de haikus José Juan Tablada y hasta época reciente, la reflexión del haiku latinoamericano se encontró mayormente limitada a la comprensión hecha desde la cultura francesa y anglosajona del Japón. Así, el haiku se asimiló basándose en esas miradas, y se ha concebido principalmente como un arte de captar por medio de una refinada técnica y ejercicio poético una revelación o iluminación, basada en cierta perspectiva del zen. En ese sentido, Sologuren definió en el haiku como “mínimas, delicadas, sugestivas impresiones. Instantáneas en las que de pronto puede revelársenos un resplandor de eternidad”[1]. Es cierto que esta visión tiene protagonismo en la historia del haiku japonés, pero presenta una imagen muy limitada de su mundo y, por lo tanto, de sus posibilidades como un género popular que construye naturalezas y tiene potencial ecopoético.

    ¿Cuál es la finalidad de un haiku? La idea del haiku como una “instantánea” proviene de una traducción del término shasei 写生. La palabra se compone de los kanjis 写reflejar o transcribir y 生 vida, así que más que la idea de captar (como capturar o comprender una cosa) corresponde a la idea de reflejar la vida. Este desliz es muy significativo, pues pensar que el haiku es como una especie de cámara fotográfica mental o espiritual para ver el mundo, puede guiarnos de manera equivocada a pensar en la máquina y olvidar la centralidad de la relación basada en un ejercicio de vida a vida. Reflejar la vida quiere decir de ser capaz de reflejar algo de ese mundo de la vida del otro con mis propias palabras, con la expresión genuina de mi propia vida Si vemos el haiku como ese ejercicio de relación, se devela la importancia de abrir los sentidos y el corazón para percibir la expresión del mundo de cada ser. Esa apertura del corazón se puede comprender también como una forma de la sinceridad (makoto 真) y la afinación de la sinceridad es la maestría que alcanzan los grandes poetas del haiku. Por la sinceridad comprendemos algo que perdura como una verdad de la vida de los otros.

    Siguiendo lo que he explicado, el haiku es un tipo de poesía de relación de tú a tú, que de ninguna manera borra al yo propio de la escena, como se ha descrito a veces. El haiku parte del afán por aprender a ver el mundo tal como es, con el corazón tal como es en ese momento, se trata de una especie de poesía que busca la comunicación entre el individuo y el otro, y rehúye de la proyección de la mente egocéntrica porque opaca esa búsqueda.

    Ecopoéticamente conviene reflexionar que el haiku es más que un género literario, y se trata de una práctica de la apertura del corazón al mundo o los mundos. Como bien reflexiona el poeta Watanabe, el haiku es “una actitud ante la vida”[2] aunque también sostiene que se trata de algo muy complicado. ¿Complicado? Hay que matizar las palabras del poeta, un gran error sería considerar que el haiku nace de una actitud intelectual sofisticada o de un cultivo espiritual extremo, una suerte de cosa difícil. Me parece que se puede afirmar que la vía el haiku parte en una actitud ante la vida, como dice Watanabe, pero en una actitud de sencillez del espíritu, de conciencia de la vida de otros seres, y la sorpresa sincera. Si el haiku fuera una vía difícil no sería un género popular dentro y fuera de Japón, ni especialmente popular entre los niños. Hay que comprender del haiku que, aunque tenga un canon de grandes maestros, es una práctica de poesía popular. Tan popular que generalmente sobrepasa en producción, público y circuitos a la llamada poesía moderna.

    Para ver mejor este aspecto popular del haiku, conviene hace un rapidísimo repaso por el circuito del haiku japonés contemporáneo. Hoy en Japón, el haiku se enseña en las escuelas primarias, se cultiva como pasatiempo en los clubes de las secundarias, en asociaciones y clubes locales, vía revistas, está grabado en estelas conmemorativas y hasta se le ve en programas de televisión con personajes de la farándula japonesa. Es decir, el haiku se vive no como una práctica aislada por el circuito literario profesional o para practicantes del zen, sino que forma parte de una educación popular para acercarse a la vida con cierto sentido recreativo y ecológico. Como parte de una educación continua se promueve el haiku como una vía para sensibilizar el corazón de las personas de todas las edades, los niños, los hombres de negocios y los ancianos a las sorpresas de la vida de todas las cosas. Además, el haiku contemporáneo se utiliza como herramienta de educación ambiental para enseñar maneras de acercarse a comprender la diversidad, la belleza y las relaciones que se pueden hallar en cada cosa por minúscula que sea. Es muy frecuente encontrar haikus escritos sobre objetos que parecen insignificantes, sobre plantas y también insectos. Se puede decir que el ejercicio de la observación del haiku ejercita también una capacidad científica de observación. Existe un paralelismo entre la observación cuidadosa para escribir un poema y la observación atenta que es la cuna de la experiencia científica. Los japoneses entienden eso también.

    También conviene decir que el haiku japonés incluye en su mundo la naturaleza y la cultura tradicional y moderna, y está en constante evolución creando capas y capas de naturaleza-cultura, por ejemplo, la naturaleza de las grandes ciudades, la naturaleza-cultura de la última tecnología electrónica, la naturaleza-cultura de un centro comercial o de un moderno paseo peatonal, como el de la Avenida Arequipa. La popularidad del haiku y su vínculo con las herramientas de la conciencia ecológica y la ciencia, convierten al haiku un candidato para el aprendizaje intercultural en la poesía y en la educación ecológica. El haiku por la bendición de su brevedad y su síntesis puede ser una forma poética útil para formar una modernidad alternativa más sensible a la vida de todas las cosas, para amar su biodiversidad y comprender mejor lo que nos rodea. Si lo comprendemos así, el haiku no sólo es una semilla de la poesía japonesa, es también un agua del corazón que al dejarse fluir talla como un arroyo la piedra de la naturaleza-cultura de una región y va inscribiendo en esa tierra cosas significativas sobre los seres vivos y los lugares concretos. El haiku peruano no tiene por qué ser una importación japonesa en su literatura, sino una poesía peruana, amazónica o andina, un riachuelo de sinceridad y belleza.

    He escogido estos haikus de Alonso Belaúnde porque muestran una sensibilidad formada en la actitud del haiku japonés, pero sin artificialidad ni apego por lo extranjero, sino con la sinceridad de su propio camino. Los haikus de Alonso hacen sentir lo que Sologuren llamaba “neto sabor haiku” por la experiencia de observación atenta de las plantas, la práctica del asombro y la observación de “la singularidad de la existencia”, en suma, el arte de reflejar la vida. Alonso va por un camino más humilde que el del ideal elevado de la iluminación mal comprendida, su naturalidad rehúye de lo complicado. Me parece que su actitud frente al haiku corresponde muy bien con la práctica del haiku japonés popular. Comprende que la maravilla y la sorpresa son las puertas por las cuales se asoma lo eterno y lo divino (los niños escriben haikus en Japón, y esta es una bonita práctica que comienza ya en lugares de habla hispana e indígena en América).

    Los haikús de Alonso Belaúnde poseen rasgos que ayudan a abonar el camino ecológico del haiku en el Perú. Su observación no nace en parajes inaccesibles, sino en la cercanía de la casa de sus abuelos. Desde un lugar así, cotidiano, el poeta ejercita la sensibilidad del corazón, como al preguntarse por el tipo de flor que observa en medio de la conversación con sus amigos. En esta cotidianidad nos da los reflejos de lo que hacen y sienten otros seres vivos: el tocarse de un lúcumo y una higuera que, dicho sea de paso, es un tópico de las historias sobre árboles en el Japón; el balanceo de una libélula en la hoja, o el cansancio del lúcumo. Sus haikus tienen momentos de gran finura que nos muestran cosas que quizá pocos hemos expresado como el temblor de una paloma al ver al hombre que pasa, el beber en quietud de las plantas o el recoger la lluvia del pacae. En sus haikus se percibe que hay una voluntad en las acciones de los seres vivos y que la vida es un esfuerzo pleno de todas las especies. Este sentido de lo pleno contradice la tesis heideggeriana que sostiene que los animales o plantas son seres pobres en mundo en comparación con el ser humano. Sin abrevar de una visión basada en una diferencia entre pobreza y riqueza ontológica, el haiku de Belaúnde muestra a la poesía peruana un camino de horizontalidad en la manera de vivir el mundo. Ello hace que el haiku ayude a construir una visón de naturaleza y cultura mucho más fluida y rica que no requiere representar a los seres vivos como personajes de la comedia humana, sino como sujetos en sí.

    Los haikus de Alonso, tomados del libro Temporada de Lúcumas (2016), desde la sencillez de la casa de los abuelos y las deliciosas lúcumas (Pouteria lúcuma, árbol nativo de frutos dulces de pulpa anaranjada) nos muestran que es posible encontrar y expresar algo de los mundos de los otros seres sintientes. Ese encuentro avanza paso a paso por la sinceridad, y si sinceramos el corazón éste se da cuenta que el ser humano, con sus preguntas y andanzas, es solo otro corazón más que camina recogiendo el rocío profundo de su existencia.

Tsukuba, agosto 2020

Selección de haikus

viento de otoño

el lúcumo y la higuera

estrechan sus ramas

 

-tarde rosa-

los geranios al tacto

son más rojos

 

¿será jazmín?

entre amigos riéndonos

en luna llena

 

parras de calabaza:

la libélula se balancea

sobre una hoja

 

lúcumo frondoso:

de tanto cansancio

ha botado sus frutos

 

gratitud ligera;

por el sendero a casa

hay libélulas

 

paloma al mediodía

en un charco de nubes

tiembla al verme

 

un lirio muerto

y al enterrarlo

olor a lúcumas

 

garúa temprana.

las plantas quietas

bebiendo

 

época del pacae:

quieto en la oscuridad

recoge lluvia

 

De Temporada de lúcumas (2016)

Referencias

  • Alonso Bealúnde Degregori. Temporada de lúcumas. Lima: Hanan Harawi. Noviembre de 2016.
  • El haiku en la poesía de Javier Sologuren y Alfonso Cisneros Cox. Tesis de Licenciatura (Asesoría de Ricardo Ernesto Sumalavia Chávez). Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Facultad de Letras y Ciencias Humanas. Noviembre de 2017.

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[1] Javier Sologuren. Obras Completas (Volumen VII), PUCP, 2005. p.52. (Citado por Alonso Belaúnde, 2017).

[2] José Watanabe en entrevista por Diego Alonso Sánchez, 2007. http://www.vallejoandcompany.com/quisiera-que-la-muerte-misma-sea-sin-exagerar-algoerotica-entrevista-a-jose-watanabe-parte-ii/ (Citado por Alonso Belaúnde, 2017).

Septiembre 2020

CONSTRUIR

El nuevo día

en la blanca cortina.

El cielo azul.

DECONSTRUIR

¿Hay dinamismo en este haiku? Aparentemente no. Sin embargo…
el movimiento, al lado de la pureza del nuevo día y de la alegría de la vivencia del instante, sí que está ahí: es un movimiento escondido. Bien, esas son, quizás, las dos o tres sensaciones que, sin proponérmelo, evoco en este haiku. ¿Su inspiración? Fue ayer cuando, temprano por la mañana, observaba cómo la cortina de la puerta que da acceso a la terraza del salón era movida suavemente inflándose, como si algún juguetón duende desde atrás la llenara de aire,  por una refrescante ráfaga de la brisa de la mañana. Ocurre, con frecuencia, a esa hora, pues el salón está en un séptimo piso y el viento se deja sentir.

Arriba, distante, el cielo a pesar de permanecer impasible envuelto en su majestuoso azul del verano, estaría –se me antojó pensar– entretenido con este suave movimiento de la blanca cortina del salón. O, más japonés, debía ser algún kami,  alguna juguetona divinidad dándome los buenos días.

Poco después, la persiana iba a ser bajada y la puerta cerrada para mantener el aire fresco de la mañana dentro de la habitación durante el resto del día estival. La cortina quedaría entonces inmóvil, triste, pensativa. Y la deidad o bien se alejaría de la cortina o bien actuaría en ella de otra forma inapreciable.

En estas diecisiete sílabas he pretendido, nuevamente afirmo, aunque suene paradójico, que sin proponérmelo, crear movimiento. Es más: es el diosecillo del movimiento el que  las ha escrito. No podía dejar de ser, por eso, un haiku dinámico. A pesar de la aparente quietud que parece evocar.

Poéticas de la racionalidad (II). Kant y Heidegger.

Reconociendo la importancia y la mayor o menor influencia que han tenido las poéticas que se han ido desarrollando a partir de los cimientos griegos, no es este el lugar para detenernos en ello. Abrams (1975) estableció una interesante tipología cronológica atendiendo a los cuatro elementos que enmarcan la obra literaria (autor, lector, obra y universo), que pudiera servirnos de referencia general. Así, las iniciales teorías miméticas que vimos en la entrega anterior (el arte como imitación de aspectos del universo y de los comportamientos humanos), que tuvieron un amplísimo refrendo hasta la Edad Moderna, se fueron enriqueciendo con las teorías pragmáticas del XVII y XVIII (que fijaban su atención en la relación entre la obra y el lector), las teorías expresivas del romanticismo (con su énfasis en el autor como ‘creador’ de la obra), o las teorías objetivas, a partir del simbolismo (que se fijaban en el obra de arte en sí). Todas ellas, por supuesto, establecidas como estudio general de la literatura, como se han encargado de subrayar en el siglo XX los formalistas rusos o los críticos estructuralistas, aunque desde la modernidad se haya reconocido la radicalidad del lenguaje poético respecto al de la prosa (Cohen, 1984). En general, lo que se aprecia es un lento y progresivo deslizamiento que va desde el lenguaje poético como comunicación hacia el lenguaje poético como conocimiento, paralelo al reconocimiento de que dicho lenguaje supone un desvío de las normas que rigen el lenguaje común. Fundar un pretendido ‘conocimiento’ a través de un lenguaje puramente imaginativo, ajeno al criterio de verdad, es quizá uno de los aspectos más significativos del debate actual. Si en la época griega la creación imaginativa (sujeta a las reglas pertinentes) se proyectaba básicamente sobre los hechos de la realidad, para mejor comprenderla e incorporarla a los criterios del comportamiento, con un carácter podríamos decir que pedagógico, con el paso de los siglos parece que tal capacidad creativa ha soltado amarras y se dirige directamente a ensanchar el dominio de la propia racionalidad, es decir, el dominio del propio criterio de verdad que da sentido a la razón. Dicho de otra forma, la separación que Platón estableció entre la mente y los sentidos, cimiento sobre el que Descartes levantó los muros de su racionalización del mundo, no ha dejado de ser agrietado por los que, siguiendo a Vico, entienden que las ficciones poéticas son otra manera de presentar auténticas verdades filosóficas. Desde el punto de vista que mantengo en estas colaboraciones, lo que me parece significativo subrayar, en cualquier caso, es que la reivindicación de la experiencia poética vendrá una y otra vez del lado de la racionalidad, como muestra, por ejemplo, la defensa del valor cognoscitivo de la metáfora y la capacidad de la poesía para acceder a la verdad; un recurso, dicho sea de paso, que la posmodernidad ha podido utilizar como herramienta útil frente a la realidad inestable y fragmentada que ha quedado ante nuestros ojos tras la crisis de las metafísicas.

Probablemente influido por las ideas de Vico, fue Kant el que parece que liberó definitivamente la obra artística del principio imitativo, concediendo al ‘genio’ del autor la capacidad de ‘crear’ belleza, entendiendo que la belleza es un aspecto esencial de la naturaleza al que en ningún caso podría llegar la mera razón especulativa o conceptual. En su Crítica del Juicio (1790), Kant ensaya un esquema similar a sus otras dos críticas precedentes, encontrando en el concepto de ‘gusto’ la estructura a priori de nuestros juicios estéticos, y aplicando criterios como los de cualidad, cantidad, relación y modalidad a los juicios del gusto va desgranando su teoría de la belleza. Pero lo que me interesa destacar es que Kant está realizando un esfuerzo indecible para repensar la anchura del mundo fáctico, que Newton, culminando el proceso iniciado por Copérnico, había constreñido extraordinariamente poniendo nombre a las leyes inexorables que rigen el mundo físico. Hemos de reconocer, desde mi punto de vista, que lo que Kant reivindica no es solo que los juicios estéticos también están validados por ‘leyes’ (subjetivas), sino principalmente que el mundo fáctico no se reduce al mundo físico y mensurable, sino que ha de ser ampliado al mundo espiritual. En mi opinión, el dualismo kantiano entre materia y espíritu le autoriza a proponer que la estrategia simbólica de la poesía, que permite seguir conociendo más allá de la razón conceptual, equivale a la fe religiosa o metafísica, que permite seguir creyendo (vislumbrando una verdad) más allá de la razón práctica. Allá donde la propia racionalidad fáctica encuentra un límite, da un salto impulsada por su propia convicción de que nada puede comprenderse fuera de sí misma, y por tanto todo lo que aparentemente está más allá de ella puede ella alcanzarlo por métodos no estrictamente conceptuales: ese estiramiento de la racionalidad hacia una comprensión de la facticidad radical posibilita el particular y misterioso saber que constituye la experiencia poética o la experiencia religiosa. Al modo en que ocurre con la fe como una dimensión más allá de la razón, pero en el mismo sentido de conocer las realidades espirituales, la poesía también es considerada un paso más allá de la razón en aras de conocer las dimensión suprasensible del mundo fáctico. Diríamos que entre el mundo de la naturaleza física y el mundo de la naturaleza espiritual Kant encuentra un mundo intermedio, puente entre ambas, donde tenga algún sentido hablar de la libertad del hombre. Desde nuestro punto de vista, Kant no puede concebir la libertad como experiencia posible de salida de lo fáctico abierta por la conciencia poética de la pregunta, sino como experiencia inscrita en la facticidad ‘restringida’ del universo fáctico-mecánico hacia su propio despliegue suprasensible. La posibilidad de este tránsito, que en ningún caso supone una salida de la facticidad, explica y justifica el fin moral de la libertad, que yo llamaría pseudolibertad o sencillamente libre albedrío, como he hecho en anteriores capítulos. Es en este contexto donde la ‘belleza’ encuentra sentido como aquello que nos reclama desde lo suprasensible, y el artista encuentra protagonismo como ‘genio’ capaz de abrirnos esa puerta. La condición de posibilidad de que nos demos cuenta de que el poeta está abriéndonos esa puerta hacia lo suprasensible es lo que Kant pretende dilucidar en su Crítica del Juicio. Podríamos intuir, desde la perspectiva que nos da la historia, que Kant no hace otra cosa que releer el dualismo de Platón y dar un contenido planamente estético a la ‘forma’ de Aristóteles, porque parece evidente que su idea de lo suprasensible no es más que el paisaje iluminado por la fuerza creadora (estrictamente fáctica) de la forma.

Sea como fuere, lo cierto es que el idealismo kantiano supone una nueva vuelta de tuerca de la racionalidad fáctica, quizá la más contundente hasta ese momento, en el sentido de atrincherar a la razón en sus propias condiciones de posibilidad, o dicho de otra forma: reduciendo la realidad a lo que puede ser entendido de ella, si bien, como hemos visto, esa realidad fáctica ha sido ‘ampliada’ más allá de lo puramente mecánico. Desde el punto de vista que mantengo en estas colaboraciones, podría decirse que queda definitivamente anulada la separación radical entre el mundo físico y el de las ideas espirituales, pues estas no son más que las formas cumplidas de aquél, prolegómeno necesario para que Hegel pueda decir en su Fenomenología del Espíritu (publicada diecisiete años después de la última crítica kantiana) que es el propio Espíritu el que está desarrollando su identidad fáctica en el sucesivo acontecer (formal) de la materia y la historia.

Si pudiéramos alejarnos lo suficiente, tal vez podríamos ver el hilo (invisible pero irrompible) que une la supervivencia biológica, el logos griego y el desarrollo del Espíritu fáctico, pues todo el misterio en el que está inmersa la racionalidad se basa, a mi juicio, en que la facticidad no hace más que desarrollarse y cumplirse a sí misma en un proceso inacabable, en una rueda que se extiende y expande como el propio universo en el que nos encontramos y somos. Desde el punto de vista de la racionalidad fáctica, la experiencia poética viene a corroborar que efectivamente lo que ya es va camino de hacerse, en una continua autorrealización. Para comprender el modo auténtico de lo fáctico no basta el número y el concepto, de igual forma que para comprender la vida no basta el carbono y el hierro. Entender ese algo más que impele a lo fáctico a realizarse a sí mismo obliga continuamente a la racionalidad a ampliar sus horizontes, y a esa propia dinámica podríamos llamarla ‘poética’ de la racionalidad. Es en este contexto desde el que podemos intentar entender las propuestas de Heidegger y Zambrano. Intentaremos acercarnos ahora las ideas del alemán, y en la próxima entrega nos aproximaremos en la medida de lo posible a la propuesta de la filósofa malagueña, que tal vez nos sirva de puente para abordar en próximas entregas la experiencia estrictamente religiosa o espiritual, que tanta influencia tiene en los estudios sobre el haiku.

Desde mi punto de vista, la ‘teoría’ poética de Heidegger tiene que ver con la necesidad de una plena y auténtica asunción de la facticidad en un tiempo en el que el hombre anda como despistado y ansioso en menesteres particulares, ante árboles sin fruto que no le dejan ver el frondoso bosque donde habita. En la progresiva e imparable manipulación del mundo, en su dimensión de mera utilidad e inmediatez, el hombre ha perdido su dimensión de habitante y de cuidador. Pareciera que Heidegger, paradójicamente, temiera de algún modo que el mundo fáctico no lograse alcanzar su propia facticidad por culpa de la inautenticidad del hombre. En términos aristotélicos podríamos decir que al hombre se le ha dado el cuidado y la responsabilidad de realizar la forma, de llevar a cumplimiento la facticidad, pero el hombre está poniendo en peligro este cometido, que es su propio destino. Mas como lo fáctico se ha de realizar por su propia naturaleza, y no depende del hombre tal realización, la frustración se queda en el terreno de lo humano: es imposible que el hombre sea feliz porque parece haberse olvidado de esa destinación esencial. Desde la perspectiva de Heidegger, el olvido de tal destino es de tal calibre que equivale al olvido del Ser, que se prefigura como el cumplimiento al que están llamados los entes, pero al que los entes han de encaminarse responsablemente a través de una actitud auténtica de servicio y cuidado de lo fáctico. Y el síntoma evidente de este olvido lo aprecia el filósofo en el lenguaje, que se ha convertido en un instrumento de expresión difusa y particular, en una utilidad entre otras, perdiendo el carácter de hábitat esencial. La recuperación de la palabra que permita habitar en el sentido fáctico del mundo es a lo que llama el alemán ‘poetizar’. De nuevo, a mi juicio, la paradoja: pide Heidegger un regreso a la palabra poética para asegurar el relato que lleva a su cumplimiento fáctico en el Ser, diametralmente opuesto a nuestra intuición de que precisamente la palabra poética es una salida del relato, signo de la liberación de la conciencia respecto de la racionalidad y signo también de que la existencia puede entrar en un estadio diferente, abierto a la libertad y al amor, no sujeto a la supervivencia biológica.

La insistencia de Heidegger en el ‘habitar’ es un claro ejemplo de su interiorización de la facticidad racional, del modo en que concibe al hombre como plenamente consciente y cuidador de la facticidad del Ser, concepto que esconde la dinámica interna de su propio desarrollo porque ya Hegel le había concedido la identidad autorrealizante del Espíritu, pero que desde mi punto de vista no es sino otra manera de repensar la ‘forma’ aristotélica, porque es evidente que a lo que estamos asistiendo es al despliegue racional de la racionalidad, por decirlo así.

Para que el habitar del hombre sea coherente y no se deje entretener por las vicisitudes que lo despistan de su destino, para que el hombre vuelva a habitar en el relato auténtico, correcto, primigenio, el habitante ha de mirar hacia arriba, al cielo, que en cierta manera también supone un mirar hacia el pasado, hacia el origen. En lo alto y en el pasado se encuentra aún, protegida en su esencialidad metafísica, la imagen pura que ha de recuperarse si el hombre quiere retomar responsablemente su destino en el mundo, volver a su cometido de cuidador de la auténtica autorrealización del Ser. Es por esto que el filósofo alemán encuentra en su compatriota Hölderlin a esa especie de sacerdote poético cuya obra puede entenderse como una liturgia destinada al rito del regreso, a la convocación de las esencias perdidas, a la recuperación del clamor original que el hombre contemporáneo ha dejado de escuchar por culpa del martilleo de sus engendros artificiales, que le están convirtiendo en esclavo de sus propias invenciones. Como puede apreciarse, la ‘poética’ de Heidegger es un intento de purificar el relato esencial del Ser de las insustanciales y peligrosas desviaciones del lenguaje instrumental en el que el hombre contemporáneo está cayendo de forma peligrosa.  (Si a una lógica de este tenor le sumamos la creencia de que la raza aria es la que está llamada a cumplir tal cometido histórico, ya tenemos la justificación ideológica del nazismo). Como ya comentamos en el capítulo anterior, Heidegger tiene motivos para pensar que desde la revolución industrial, y sobre todo durante el siglo XX, la tékhné se está desvinculando del télos de la supervivencia de la especie, y en La pregunta por la técnica (1953) mostró su preocupación de que se convirtiera en una fuerza que se escape al control del hombre. Pienso que este temor (más o menos fundado) tiene que ver con lo que he llamado ‘racionalidad extendida’ y está actuando en la historia desde el mismo inicio de las civilizaciones. La posibilidad de superar esta situación, piensa el alemán, pasa por la necesidad de que la razón retome el control absoluto que parece haber delegado creando medios autónomos que ya no obedecen a los fines del hombre. Convocar a la experiencia poética precisamente para garantizar el retorno a la racionalidad es la paradójica apuesta filosófica de Heidegger, totalmente coherente con su progresiva asunción de la facticidad del mundo en el que el hombre ha sido arrojado con la misión de preservar la autorrealización del Ser asumiendo la destinación de los entes. Y esta propuesta es paralela a lo que ya hemos referido de convocar a la palabra para garantizar el retorno del relato, lo que el filósofo llama, en general, ‘la lengua’.

Mientras nosotros proponemos que la pregunta poética (la pregunta como pregunta) es un movimiento de salida del estadio de la vida hacia el estadio de la conciencia, y que la palabra poética (hacia el no saber) supone una salida del relato de la facticidad, Heidegger parece sacralizar el relato del que habita la autorrealización de lo fáctico, y no considera la conciencia como un movimiento de salida sino todo lo contrario, como una conciencia de que lo fáctico se encuentra realizándose ahora. Puesto que el autorrealizarse conlleva un todavía-no-completo, un algo que falta, diríamos que tal momento presente de la autorrealización introduce un elemento trágico. En efecto, el tiempo de la vida marca el todavía no de la autorrealización plena, y para Heidegger ese es el territorio donde el hombre toma ‘conciencia’, como si el hombre fuese el responsable último de la autorrealización que se está llevando a cabo, y la capacidad de comprender (racionalidad) es la cualidad que se le da al hombre para que se maneje en ese espacio. No cabe duda de que después de la propuesta de Hegel, Heidegger se ha propuesto asumir lo fáctico desde dentro. Desde su punto de vista es lógico que no se pueda aceptar una conciencia sin mundo, o una conciencia como salida del mundo. Esta asunción radical de la facticidad del mundo la experimenta el testigo esencial de lo fáctico: el Dasein, el ser-en-el-mundo, como él lo define. El ‘ahí’ del ser-ahí es la forma existencial de lo fáctico realizándose, la presencia de la esencia, diríamos. Es la propia facticidad del ser-ahí (Dasein) la que se toma como lugar de la revelación del Ser.

Desde el punto de vista poético que mantengo en estas colaboraciones, lo que me interesa resaltar es que Heidegger muestra la auto comprensión de lo fáctico que está intentando realizar la racionalidad. El Dasein es el momento de la revelación y de la angustia, en él se concentra el instante en el que el ‘Ser’ se está realizando ahí, que es el mismo instante en el que el ‘ahí’ está realizando al Ser. El mundo (ahí) que oculta la plenitud todavía no autorrealizada del Ser, es el mismo que posibilita el camino de dicha autorrealización. Diríamos que lo que fundamenta, falta. Pero es muy importante entender que Heidegger no sale de lo fáctico, sino que piensa que en la realización de lo fáctico se abren ciertas posibilidades. Intuimos o sabemos que lo fáctico se puede autorrealizar entre diversas posibilidades porque precisamente nos encontramos en el ‘ahí’ del mundo y del tiempo, en pleno proceso todavía. Son esas posibilidades las que alimentan la ‘comprensión’, o como hemos repetido ya, es la propia racionalidad la que va comprendiendo el modo de autorrealización de la vida fáctica, que en cada momento aparece ante nosotros como un todavía no autorrelizada, aunque ya siempre autorrealizándose. Por eso el tiempo está dentro del Ser, forma parte esencial de la ontología. Por eso, en suma, el Ser de Heidegger en ningún caso queda a salvo del tiempo, a salvo de su autorrealización en el ‘ahí’ del mundo, y por tanto en ningún caso puede ser ya autorrealizado, supremo, Dios. El ahí del mundo, la no realización intrínseca y permanente de lo que va realizándose, la temporalidad radical, queda conceptualizada como finitud, como muerte. La racionalidad, en efecto, ya lo dijimos, entiende la muerte como la frustración de la supervivencia, como finitud insuperable. Mientras que la experiencia poética que defiendo tiene ‘conciencia’ de la muerte, es decir conciencia de que la supervivencia biológica no es el horizonte del hombre; el logos fáctico solo puede dar ‘razón’ de la muerte, es decir reconocer el muro infranqueable, la finitud radical del hombre.

¿Qué tiene que ver la poesía en este confuso entramado? Parece que la idea de Heidegger es que la Palabra (en mi opinión sería más correcto decir la Lengua) se le ha dado al hombre para que pueda habitar auténticamente en el ‘ahí’ del mundo. Para que el hombre pueda construir un relato de su estar en el mundo. La Lengua (correlato esencial de la racionalidad) es la autocomprensión que va adquiriendo el hombre de su experiencia de Dasein. El hombre es el que nombra los entes, los hace reconocibles como tales, los coloca en el horizonte del Ser. Dicho desde nuestra perspectiva, el lenguaje es la forma de la autoconciencia de la racionalidad, el que la muestra como logos capaz de interpretar el mundo fáctico de la vida. Por eso dice Heidegger que al nombrar se reconoce al ente como lo que es. Esta ‘fundación’ (decirle al ente lo que es, traer el ente al ser) es lo que hace de manera esencial la palabra poética, que queda para Heidegger completamente supeditada al territorio propio del lenguaje. Diríamos que cuando el lenguaje utiliza la palabra para nombrar el ente, y da nombre, otorga, funda, entonces tiene una dimensión poética, que es lo mismo que decir que tal dimensión es la esencia del lenguaje. Esta fundación por la palabra tiene para el filósofo alemán un carácter de reconocimiento, de descubrimiento, porque en realidad el carácter esencial del ente ya existía antes de ser descubierto y nombrado. La palabra poética reconoce esa esencialidad original, mientras el lenguaje utilitario del hombre común es incapaz de hacerlo. Entre la esencialidad original (que es el ámbito de los Dioses) y el lenguaje utilitario (que es el ámbito del Pueblo), el poeta tiende el magnífico puente de su obra fundada en la Palabra. Debemos recordar que ya estaba en Aristóteles la función de la palabra como declaración de lo que la cosa es en sí misma, que nosotros decimos que es una forma de la racionalización del mundo fáctico. Desde la perspectiva que mantenemos en estas colaboraciones nada está más lejos de nuestra intuición que la propuesta de Heidegger, puesto que esta capacidad de la palabra de dar fundamento a la cosa es una experiencia propia de la racionalidad. Para nosotros, es la cosa misma la que accede a la palabra (no al contrario), y ese acceso es una salida de la cosa desde el estadio material de la existencia hacia el estadio de la conciencia, no una llegada de la razón a la cosa. La palabra de Aristóteles y de Heidegger funda la cosa en sí misma, la encierra en su ser ente, en la mundanidad fáctica como su lugar de realización. Para nosotros, la palabra (poética) significa el movimiento de salida de la cosa en sí, de la cosa que ya es como es (y así es reconocida por la racionalidad) hacia la salida de lo que ya es como es hacia un no saber que inaugura un horizonte de sentido fuera de lo fáctico (que solo puede ser ‘pensado’ desde la conciencia poética).

Desde nuestro punto de vista, está claro que la idea de Heidegger sobre la poesía implica una metafísica. Y el poeta es el que reconoce el carácter metafísico de la autorrealización de lo fáctico, mientras el hombre común afanado en sus intereses inmediatos anda como perdido en los vaivenes del mundo sin asumir el alto cometido para el que se le ha dotado: llevar los entes al Ser, fundar por la palabra… es decir: racionalizar la facticidad y cuidar su cumplimiento, habitar, construir, permanecer…, dar razón de lo fáctico, o dicho de otra forma, entender la facticidad como la esencia realizándose (en sintonía con el Espíritu hegeliano): en tanto realizándose, no conocida; en tanto esencia, preexistente y eterna. Desde nuestro punto de vista diríamos, sin más, que el logos filosófico es el que da cuenta de la experiencia poética, que se presenta como una modalidad de aquél, una modalidad que además resulta imprescindible para que tal racionalización sea considerada esencial.

Para Heidegger el hombre no es, como nosotros pensamos, la pregunta de lo existente, sino muy al contrario el ente destinado a atestiguar la facticidad, a dar cuenta del carácter fáctico de la vida, el único ente que puede comprenderse como testigo de la autorrealización del Ser. Y da cuenta de ello a través de la Lengua. La Lengua nombra lo real, y la Lengua permite que lo real sea nombrado, sea reconocido. Este bucle no es más que el autorreconocimiento de la racionalidad. El que nombra a los entes de un modo esencial es el poeta. El poeta revela que los entes que lo acompañan en el mundo están destinados al Ser, son formas de su autorrealización. Pero desde el punto de vista poético que mantengo en estas colaboraciones, el Ser es una encerrona de la razón, el concepto que le sirve para argumentarse a sí misma, para endiosarse a sí misma. Estoy convencido de que toda la filosofía occidental es un inmenso bucle en el interior de la racionalidad fáctica. Y no puedo aceptar de ninguna manera que la experiencia poética se entienda como garante de tal encerrona. Heidegger no sale del mundo griego. La filosofía no puede salir de sí misma, es un pensamiento recurrente sobre el propio pensamiento. Aunque dicen los especialistas que Heidegger, en su segunda etapa, después de 1930, da un ‘giro’ en su obra, creo que se trata más bien de una vuelta de tuerca, porque termina reconociendo lo inevitable: que no es el hombre el que habla, sino el propio lenguaje el que se dice a sí mismo. El lenguaje es el ‘decir’ del Ser. El hombre es solo su pastor, su cuidador. Es decir, el hombre pertenece a la racionalidad de lo fáctico. Como ya hemos dicho en capítulos anteriores, la racionalidad es el modo en el que se conservan los procesos. El pensamiento de Heidegger desemboca en inevitable tautología. El auténtico sentido de las cosas es que son como son. Este el mayor engaño en el que estamos metidos desde el pensamiento griego, y llevar esto a su sublime plenitud parece haber sido la gloria de Heidegger. El decirse del mundo sería la experiencia culminante y resplandeciente de su ciclo-cerrado-fáctico. Y el hombre tiene el honor (¿poético?) de hacer posible tal experiencia. El hombre, ese digno testigo inmóvil.

Dice Heidegger: “El existir está ‘aquí’ para sí mismo en el cómo de su ser más propio”. Nosotros decimos que el existir no está aquí para sí mismo, sino como proceso interno de una Totalidad problemática, y que tampoco está aquí en el cómo de su ser más propio (identidad fáctica) sino en el cómo de una posibilidad de apertura radical. Ni el ‘aquí’ está cerrado y encerrado en el mundo (puesto que el mundo sucede en la Existencia y la Existencia está sucediendo en la Totalidad), ni el aquí es un cómo propio, puesto que la conciencia supone una pregunta sin respuesta y plantea una identidad no determinada por el ‘mundo’. Según la intuición poética que mantengo en estas colaboraciones, no es el hombre el que se hace una pregunta, el hombre es la pregunta. El hombre es la pregunta que se está haciendo el mundo, la pregunta que se está haciendo la existencia. Es más: la existencia es la pregunta en sí, que está siendo formulada en eso que llamamos conciencia. Ya hemos hablado de esto, pero es fundamental para entender que no disponemos de un horizonte de respuesta, solo de un horizonte de pregunta. Nosotros no estamos preguntando, somos la pregunta, el estadio en que toda la existencia se hace pregunta. No estamos preguntando a nadie que nos pueda responder. Estamos siendo conscientes poéticamente de que ese alguien posible es la pregunta radical en sí misma. Algo tiene que estar sucediendo en la Totalidad para que no tenga respuesta. En lugar de un saber hermenéutico de sí mismo abocado a decirse racionalmente para el autoconocimiento de lo fáctico, intuimos un preguntar poético de sí mismo abocado a una experiencia tal que permita un proceso de identidad no fáctico: tal experiencia paradójica (única experiencia en la que la identidad es la pregunta) es a lo que nosotros llamamos amor.

Para nosotros la hermenéutica es la forma pura de evitar la pregunta como pregunta. Este es el límite que alcanza la razón, el logos, respecto a la existencia. Y la última etapa de su desarrollo es la fenomenología, que se constituye en ciencia de este saber fáctico de lo fáctico. Nosotros decimos que la pregunta radical por el sentido no se encuentra en la razón, no es una pregunta que se haga la razón. Tal preguntar sin respuesta es un acto genuino de la conciencia, la primera evidencia de que ha aparecido en el orden existencial algo que puede abrir lo cerrado de la facticidad (supervivencia-razón). Podríamos decirlo de esta manera: para la razón, la pregunta se encuentra dentro de la existencia; para la conciencia, la existencia se encuentra dentro de la pregunta. Mientras para Heidegger el hombre aparece absolutamente determinado por el mundo fáctico, nuestra perspectiva poética es la contraria: el mundo queda absolutamente problematizado por el hombre, no por el hombre-animal-superviviente, sino por el hombre-conciencia-poética que pregunta.

Debo reconocer que a muchos lectores de El rincón del Haiku estas consideraciones les podrán parecer ‘harina de otro costal’, tal vez intempestivas o excesivas. Si afirmara que el subconsciente de muchos de los que se consideran haijines occidentales responde a la metafísica heideggeriana tal vez estaría excediéndome, pero me parece necesario tener en cuenta el tenor de estas poéticas de la racionalidad que vengo comentando, porque constituyen el sustrato cultural en el que nos movemos lo queramos o no, y es ese sustrato el que hay que hacer añicos, desde mi punto de vista, para entender el haiku como estricta experiencia poética de la conciencia, que es lo que me he propuesto compartir en la medida de mis posibilidades. La palabra del haiku no es palabra que va del hombre a la cosa, para nombrarla, fundarla o definirla. El haijín no es un fenomenólogo. No es un captador de belleza, ni siquiera un descubridor de las manifiestas u ocultas relaciones entre las cosas que están ‘ahí’ en el mundo. La palabra del haiku es ‘poética’, sale de la cosa fáctica y se encuentra (en el momento del haiku) en el estadio de la conciencia. El haijín no es un testigo inmóvil del mundo. Es el momento, el estadio, en el que el mundo comienza a poder salir de su encerrona fáctica. No sabemos a dónde está saliendo. Pero sabemos que la puerta acaba de abrirse. El haiku es la apertura de esa puerta. Transitar la apertura es ir hacia el no saber.

Haiku 18

出る杭をうたうとしたりや柳かな

deru kuhi o utau to shitari ya yanagi kana

Golpeando la pila de madera
que sobresale;
el sauce llorón.

 Un conocido proverbio japonés dice:  出る釘は打たれる [se clava el clavo/ el poste que sobresale; la persona que sobresale es castigada] y su variante:  出る釘は打たれる [los árboles altos atrapan mucho viento; las personas que sobresalen en algo se disgustan].

Buson parece golpear una pila de madera, un poste o un tocón de un árbol. Cuando se desecha una parte del material, el sauce en poco tiempo estirará las raíces y las ramas. Aquí coincide el trabajo manual con la madera (de un sauce) y la visión del mismo árbol, quizá lozano, frondoso y resplandeciente. La madera del ser y la madera del no ser.

Tanto Shiki como Naito Naoyuki- 1847 a 1926- (en la revista Hototogisu, ほととぎす発行所 明治33-34年) consideraron que se trataba, precisamente, de una pila de sauces.

Sobre esta cuestión Buson también escribe:

 

柳 から 日 の くれかかる 野路 かな

 Yanagi kara hi no kurekakaru nomichi kana

  A partir del sauce
comienza a ponerse el sol,
el camino del campo *.

 

 * La sombra del sauce se alarga por todas partes, se ennegrece su tronco y el día acaba. Un atardecer que se vislumbra a partir de aquel árbol.

ENCUENTRO ENTRE ORIENTE Y OCCIDENTE: TANEDA SANTŌKA

    En la segunda mitad del s. XIX los escritores japoneses sintieron inquietud por experimentar con estilos y motivos tomados de Occidente.

    En el artículo anterior, presentamos la restauración del haiku propuesta por Masaoka Shiki en la que queda patente su gran labor para articular tradición e intercambio cultural.

    Otro de los haijines que se une a esta nueva línea que se esfuerza en promover la renovación del espíritu del haiku y su modernización es Taneda Santōka 種田 山頭火 (1882-1940). Uno de los mayores logros del haijin es desvincularse de la tradición para focalizarse en la época contemporánea en la que vive, respondiendo con una nueva sensibilidad. Se suma, a la corriente del haiku de ritmo libre (“jiyū ritsu”) que forma parte en este momento de las nuevas tendencias en la poesía japonesa contemporánea.

    Santōka, entrelaza su vida atormentada (fluctuante entre el fracaso y la superación espiritual) con la de haijin, siendo uno de los mayores exponentes en la línea vanguardista del haiku libre, la espiritualidad (se ordenó monje budista) y la naturaleza, siempre desde la sinceridad de un corazón que luchó honestamente ante la adversidad.

    Interesado en el arte poético desde muy joven, comenzó a estudiar Literatura en la Universidad de Waseda en 1902; pero como consecuencia de su incipiente alcoholismo y los problemas familiares, sufrió una crisis nerviosa que le hizo abandonar la universidad. Regresó a su pueblo natal y se convirtió en seguidor del haijin Ogiwara Seisensui y comenzó a colaborar en la revista Sōun (1913).

    Los infortunios de su vida lo abocaron a un intento de suicidio en 1924 que afortunadamente fracasó. El prior del templo de Hōonji lo invitó a permanecer en él. Un año después, Taneda fue ordenado monje de la escuela Sōtun ō en las afueras de Kumamoto, encargándose entonces del pequeño templo de Mitori Kannon-dō. Como monje budista, realizó labores de mendicante o takuhatsu que le condujo en 1926 a una vida errante que afianzó su vocación de poeta, así como un camino personal de autosuperación. Cabe aclarar que la itinerancia forma parte del entrenamiento monástico y se llevaba a efecto por circuitos antiguos (por ejemplo, el Shikoku henro) que son reconocidas como rutas de peregrinación y que a su vez forman parte de la tradición literaria por haber sido recorridos por poetas reconocidos de Japón como Bashō y Saigyō Hōshi (1118-1190)

Estoy calado hasta los huesos…
(Y ¿qué es lo que tenemos aquí?)
Ah, la piedra que marca el camino

No tengo hogar,
el otoño se vuelve
inhóspito.

    En estos viajes a los que el poeta se refiere como gykotsu (la práctica de la mendicidad en el budismo), nos muestra su gran compasión por la realidad social de Japón en este momento.

Mi cuenco de mendigar
ha aceptado
las hojas que le han caído.

Mi país natal,
empapado por la lluvia
recorro descalzo   

    Taneda también desafió el espíritu de la época en el que la individualidad se sacrificaba en función de los intereses nacionales y de este modo explica el porqué de su vida peregrina: “Para hacer lo que quiero, y no hacer lo que no quiero”

No tengo dinero, no tengo cosas,
No tengo dientes…
Estoy completamente solo

    Como monje, los haikus de Santōka reflejan su actitud de aceptación y autosuperación desde la franqueza de corazón y la contemplación.

Ha envejecido
hasta el sonido
de las gotas de lluvia.

Nada de nada
solo sake en vaso.
Me embriagaré.

    Desde la espiritualidad profunda, su actitud ante la naturaleza proyecta su intención de disolverse en el propio paisaje, aunándose con él para convertirse en otro elemento más del mismo; lo cual expresa desde la abstracción de un lenguaje que concreta un camino de búsqueda.

Si de ésta me muero…
Los hierbajos,
Llueve…

Cuánto más me adentro…
más me adentro,
verdes montañas.

                                Trads. De Vicente Haya, Hiroko Tsuji y Akiko Yamada.

     Podríamos concluir que la obra de Taneda responde a los ideales de cambio y a una relectura de los ideales del haiku desde un gran impulso renovador del mismo, formando parte de este movimiento de transformación del haiku en el cual se incorpora lo nuevo y externo, sin renunciar a la tradición.

BIBLIOGRAFÍA

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– Tirado Robles, Carmen (coord. a). (2014): Japón y Occidente: Estudios comparados. Prensa de la Universidad de Zaragoza. Colección Federico Torralba de estudios de Asia Oriental.

SIN OBSTÁCULOS

Las formas entran al corazón de la mano de la luna y el sol. Si el don está presente, viviremos abiertos a ellas, como flores que reciben un nuevo día. La luz es nuestra guía y nuestra maestra: nos va mostrando con dulzura el ritmo de la existencia: desde la sutil presencia de cada albor, pasando por la intensidad precisa de su cénit, hasta la sublime desaparición y el ocultamiento, que todo lo unifica… ¡Qué similitud con la vida posee el paso diario de la luz! Podría decirse que nos otorga la posibilidad de ir aceptando y comprendiendo la belleza de lo efímero de cada existencia.

El único enemigo del corazón, como siempre, es la inconsciencia de la rutina, la repetición diaria y el enfoque egocéntrico.

Un pez salta y su belleza atrapa nuestro corazón: la luz nos lo ha mostrado junto al mar, al cielo, a las nubes… ¿Cómo no llegar a sentir que somos uno?¿Que no estamos conectados? Y, sin embargo, aceptamos y postulamos que somos seres individuales, con un camino o propósito individual. El puente desde el que conectamos con toda la existencia siempre ha estado tendido, por eso a veces olvidamos que lo estamos transitando, que formamos parte de él, que somos él.

No hay un mar y un ser separados; ni un pez y una persona desconectados: todo se está produciendo aquí y ahora, mientras se va difuminando hacia la desaparición. Es un hermoso viaje en un teatro de sombras. No podemos saber qué factores mueven y organizan esta existencia, pero, para sentirla y disfrutarla, solo hay que dejarla ser tal y como es, dejando que se manifieste esta rutina de la eternidad que también está en cada uno de nosotros:

“ Toda la luna y todo el cielo se reflejan en una gota de rocío en el pasto, en una gota de agua. La iluminación no perturba a la persona, así como la luna no perturba el agua. Una persona no obstaculiza la iluminación, así como una gota de rocío no obstaculiza la luna en el cielo”[1].

En todas las religiones existen las figuras y los mitos solares. A lo largo de todo el planeta, nuestra especie siempre ha reverenciado a la luz, de hecho, hasta la hemos copiado, enorgulleciéndonos de nuestro pequeño logro. Pero el cuerpo y el corazón de cada persona siente algo distinto ante un amanecer o ante cualquier ocaso que no puede ser reproducido electrónico. El ser humano no está hecho para convivir con ello diariamente; pero sí lo está para sentir la comunión que nos otorgan la luna y el sol, para aprender de su nacimiento y su declive, de su tránsito, de su aparición y su ocultamiento, de su intensidad y de su debilidad…

Nacer en la luz, junto a todo; morir en la luz, junto a todo. Mientras tanto: esta canción en el corazón.

Para el beneficio y la felicidad de todos mis amigos de “El Rincón del Haiku”.

Viento.

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[1] DOGEN, Eihei, Genjo-koan (La realización del asunto fundamental), en https://www.oshogulaab.com/ZEN/TEXTOS/Genjo-koan.html

 

Poéticas de la racionalidad (I). El blindaje griego.

Como conocen los lectores de estas colaboraciones, estoy intentando compartir una intuición de la experiencia poética de la conciencia, que tiene que ver con la asunción de la pregunta como pregunta, y que supone, en el ámbito del lenguaje, un movimiento de salida de la palabra, salida que le permite liberarse del relato, tal como la conciencia conlleva la posibilidad de liberación de la racionalidad fáctica, pero que en cualquier caso lo que plantea es la necesidad de hacerse cargo de la conciencia como nuevo estadio en el orden de la existencia. En las entregas anteriores he procurado delimitar esta intuición en la medida de mis posibilidades, entendiendo que la tradición del haiku y la experiencia del haijín se encuentran íntimamente vinculadas a la intuición que propongo. Sin embargo, es obvio que en nuestra tradición cultural la experiencia poética ya ha sido interpretada desde la razón, como no podía ser de otra manera, y por eso ahora quisiera comentar, sucintamente, lo que entiendo que es el fundamento de las poéticas de la racionalidad, para poner en evidencia hasta qué punto vengo utilizando de manera impropia el término ‘poética’, puesto que tal concepto refiere en nuestra tradición occidental la interpretación racional de las ‘obras’ en tanto formas (literarias) construidas a partir de una determinada intencionalidad (artística). Nada que ver, por tanto, con esa peculiar experiencia de la conciencia de la pregunta, que constituye la base de la intuición que vengo compartiendo en este espacio.

Resulta obligada, por tanto, la referencia a estas poéticas de la racionalidad, que tal vez ayude a marcar distancias y seguir profundizando, en la medida de lo posible, en la relación entre racionalidad y facticidad, clave para determinar la extrañeza, y acaso la ‘novedad’, de la conciencia poética que estoy intentando exponer. De hecho, una de las dificultades casi insuperables que tiene la experiencia poética de la conciencia para ser reconocida como tal en la tradición occidental tiene que ver con este persistente y absoluto dominio de las hermenéuticas de la racionalidad, cuestión que tiene su lógico origen en una de las intuiciones básicas que ya he subrayado en anteriores entregas: la de que la racionalidad es una configuración y formalización de la propia experiencia práctica de supervivencia de los seres vivos, lo que le garantiza a priori la ‘autoridad’ para erigirse en intérprete general de las obras del hombre. (Desde mi intuición, si la racionalidad queda justificada y legitimada desde ‘el origen’, la conciencia solo encuentra legitimación desde ‘el horizonte’).

El conjunto ordenado de acciones (a pesar de sus infinitas variables) que permiten a la vida mantenerse y desarrollarse es a lo que yo llamo ‘racionalidad’ en sentido primigenio, aunque el desarrollo de tal facultad se vaya haciendo más complejo a medida que evolucionan las especies y no alcance un estatuto claramente conceptual hasta la muy tardía civilización griega, cuyo indudable y decisivo mérito consiste, a mi entender, en haber conseguido extraer la lógica interna de la supervivencia en una noción que va a servir de eje sobre el que pivoten las crecientes capacidades de un cerebro que se ha ido haciendo más complejo en la medida en que ha ido intentando dar respuestas eficaces a cuestiones cada vez más intrincadas. Nace pues el ‘pensamiento’, a mi juicio, cuando la mente humana es capaz de asimilar la lógica de resolución de problemas que viene desarrollando la vida animal desde su origen. Diríamos que la supervivencia se ha alcanzado porque la vida ha desarrollado una peculiar estructura que lo posibilita, esa estructura que favorece la supervivencia es la ‘lógica’ de la vida, por eso decimos que la vida es un proceso ‘bio-lógico’. Y cuando la mente humana alcanza la auto comprensión de lo que está sucediendo en la vida, entonces, a mi juicio, aparece eso que llamamos racionalidad, de manera que la razón, a partir de ahí, pueda desplegar la lógica de la supervivencia en los diferentes aspectos que van ocupando al hombre: la defensa del territorio, la producción y gestión de los recursos, el lenguaje y sus modalidades, el gobierno de las sociedades, el sentido de la propia existencia, y todo aquello que tenga que ver con alguna cuestión necesitada de respuesta.

Desde los primitivos grupos tribales, la supervivencia de los humanos ha estado marcada por su capacidad de organización interna, cuestión cada vez más decisiva a causa del crecimiento demográfico, la movilidad y la variedad de hábitats con los que han tenido que habérselas. Tal cohesión debió de garantizarse desde muy temprano con la ayuda de una memoria común que permitiera el trasvase generacional de los saberes prácticos y de los roles sociales, así como el reforzamiento de los vínculos afectivos. Es a partir de aquí donde comienza a tener una importancia decisiva la configuración de relatos (orales) que enraízan al grupo en un pasado común, de modo que la solidez de los clanes, cada vez más numerosos y diversos, quede asentada en la memoria colectiva. Con el paso del tiempo, la creciente distancia del origen y las sucesivas aportaciones al acervo, los relatos se vuelven más complejos y desarrollan simbologías capaces de sintetizar la información que ha de ser transmitida a las siguientes generaciones, información, por lo general, condensada en la actitud y las acciones de los héroes ancestrales y demás personificaciones de los relatos (mythos).

Cuando aparece la escritura, una invención motivada por la búsqueda de eficacia en la gestión de la información, los relatos orales quedarán fijados gráficamente, con lo que se garantiza el mantenimiento de la memoria común, al tiempo que se problematizan y diversifican sus contenidos, puesto que ahora el texto permite una reflexión más pausada y también adquiere una capacidad de influjo estratégico de mucho mayor alcance que el mensaje oral. En la antigua Grecia, el propio ‘hacer’, ‘construir’, ‘componer’, ‘escribir’, ‘crear’ estos relatos era denominado con el término poíēsis. Precisamente sobre los textos escritos de estos relatos, la inmensa mayoría compuestos en verso, en los que se va fijando la memoria histórico-legendaria de las primeras civilizaciones y la creciente complejidad de la vida social, es sobre los que la racionalidad va a ejercer su reflexión discernidora, reflexión que significa la primera vuelta de tuerca de la racionalidad sobre sí misma, puesto que lo que se va a descubrir es la forma en que la racionalidad ha construido los relatos (mythos) antes aún de saberse racionalidad. A este descubrimiento esencial y definitivo lo llamaron los griegos ‘logos’. Lo que a mí me interesa es comprender cómo este logos está directamente vinculado a la supervivencia biológica, que es lo que los filósofos no dicen, como si el gran descubrimiento conceptual surgiese de la nada, como un milagro de la mente.

Por tanto, desde el punto de vista poético que aquí mantengo, el logos griego es la primera aproximación conceptual al orden interno de los procesos biológicos de la supervivencia fáctica: al modo de ser de la propia racionalidad. Así pudo haberlo intuido Heráclito cuando vino a decir que el hombre no es consciente de que continuamente realiza su supervivencia, y que ese realizar es un “hacer con logos”, (Lledó, 1961, p. 19); del mismo calibre, pienso, que el hacer el relato, la construcción paulatina de los ‘mythos’. De manera similar, el ‘ser’ de las incipientes ontologías no sería otra cosa que el resultado de ese ‘hacer’ que permite al hombre sobrevivir, mantener-se en el estadio bio-lógico. Por eso hemos dicho más de una vez que la razón sería el modo que tiene lo fáctico biológico de reconocerse a sí mismo, un modo de definir la ley interna por la que lo fáctico se desarrolla. Y cuando el logos emanado de ahí se convierte en intérprete de lo que está fuera, entonces transfiere ese orden interno a la tierra, convirtiéndola en ‘mundo’, y a toda la existencia material, convirtiéndola en ‘universo’ o ‘cosmos’. (No es difícil imaginar que la divinidad no podía ser otra cosa que un logos superlativo y absoluto). El mismo principio racionalizador (logos) que opera en la configuración de ‘supervivencia’, ‘ser’, ‘mundo’ y ‘cosmos’ (que no son objetos sino estructuras fácticas) es el que va a operar en el concepto de ‘poética’ que utiliza Aristóteles para pensar la tradición de los relatos escritos que le preceden, relatos compuestos en verso porque han de ser cantados (lírica), declamados (épica), o representados (tragedia o comedia) en el espacio público, es decir escuchados y vistos, no escritos para ser leídos en soledad, puesto que como hemos dicho tienen el carácter general de preservar la esencia de la memoria colectiva, cimentar la identidad de la comunidad y educar a las nuevas generaciones. De hecho, Aristóteles afirma que el mytho es origen (arjé) y a la vez finalidad (télos) de la tragedia, advirtiendo, según creo, del carácter metafísico de la estructura de la racionalidad, que es más o menos como reconocer que el hombre, sus acciones y sus obras se encuentran ‘dentro’ de la racionalidad, que está comenzando a ser interpretada claramente como una estructura englobante, fáctica, superior, de alguna manera ‘más allá’ del dominio de lo puramente físico. En mi opinión, cuando el pensamiento griego asimila esta estructura en la que habita el hombre como superviviente es cuando comienza a pensar la metafísica, que no será otra cosa que el correlato de la facticidad de la supervivencia biológica que ha sido finalmente aislado, separado y reasumido por la racionalidad conceptual del entendimiento.

Pero volvamos a estos relatos que constituían la literatura griega, a la que denominaban, en general, póie-sis (producción, construcción o fabricación), del verbo poiéó (producir, hacer). El autor de los mismos era el poiétes, el productor, que como tal tenía su peculiar técnica, el conjunto de reglas de las que se servía para producir sus productos. Para Aristóteles tenía una gran importancia el papel de la técnica en la creación literaria. De haber conocido el haiku habría construido su poética a partir de su ritmo silábico y de su variedad temática, por ejemplo. Son precisamente los apuntes en los que fue estudiando las reglas a las que obedecen las diferentes técnicas de las obras literarias de su tradición lo que constituyó su Poética, un libro en el que se ocupó principalmente de la tragedia, dejando la comedia para otro volumen que no llegó a escribir o no conservamos.

Pero, ¿qué están produciendo los poetas al aplicar sus técnicas al lenguaje? En esto el pensamiento griego clásico compartía una idea general: lo que hacen es imitar las acciones de los hombres. Desde la intuición poética que mantengo, el concepto de ‘mímesis’ está directamente relacionado con el sentido del relato como mantenedor de la memoria colectiva. Mímesis sería como la imagen de la racionalidad proyectada en el espejo de las vicisitudes de las acciones humanas, aquello en lo que nos podemos reconocer puesto que ya está en nosotros antes incluso de que haya aparecido en el espejo o en el escenario de la literatura. Los espectadores se reconocían en las acciones de los personajes: valoraban y reflexionaban sobre las acciones nobles, criticaban y se mofaban de las miserables, y se emocionaban siempre, puesto que era su propio mundo el que estaba siendo representado. Y a veces era tal la intensidad de ese reconocimiento emocional que podía llevar a la kátharsis, un esclarecimiento o purificación, una especie de curación interior motivada por haber comprendido algo gracias al desdoblamiento que se estaba produciendo fuera; de liberación de un peso que el individuo por sí solo no podía gestionar por falta de perspectiva y que, sin embargo, la representación ayudaba a sanar de alguna manera, tal como sucedía en los antiquísimos ritos colectivos. Y Aristóteles valoró, sobre todo, la tékhné que posibilitaba ese hacer mediante reglas, plenamente consciente de lo que está produciendo y del resultado que pretende conseguir. La técnica, por tanto, no era otra cosa que racionalidad práctica aplicada en sentido estricto, que desde siempre había posibilitado la supervivencia biológica y ahora garantizaba también el hacer cultural o, por decirlo así, la supervivencia sociológica. (Ante la posibilidad contemporánea de que la tékhné se desvincule del télos de la supervivencia colectiva Heidegger, en La pregunta por la técnica, mostró su preocupación de que se convirtiera en una fuerza no controlable y manipulable enteramente por el sujeto humano, como tendremos ocasión de revisar en la próxima entrega).

La conclusión de Aristóteles vino precedida de interesantes controversias, porque no estuvo claro desde el principio que el logos estuviese también en el origen de los relatos míticos, que parecían representar historias inverosímiles. Heráclito había reprochado a Homero que sus obras ‘poéticas’ eran visionarias y excesivamente dependientes de las vicisitudes circunstanciales de sus personajes legendarios, y que por esto carecían del orden interno del logos y despistaban a los hombres del auténtico camino del pensamiento verdadero. Parece que fueron los sofistas los que reconocieron que los textos poéticos también estaban sujetos al logos. Esta racionalización de la poesía, que es lo que Aristóteles tiene sobre la mesa cuando compone su Poética, supone ya que el logos es en realidad el único género que existe, y que los poetas no eran iluminados sino artesanos que lograban elevar el lenguaje común gracias a medidas y técnicas precisas como el metro, el ritmo, la aliteración y demás elementos que conformaban la estructura formal de la obra. Si los sofistas estudiaron estas reglas internas del relato para mejor manipularlo en función de intereses concretos, derivando hacia la Retórica, Aristóteles asumió plenamente la idea de Gorgias de que la poesía era solo un género del logos, y a partir de ahí estructuró las diversas formas en las que se estaba desarrollando.

Sin embargo, Platón sí que había profundizado en la opinión de Heráclito. En algunos pasajes de la Iliada y la Odisea ya se invocaba a un poder superior para que dictara al poeta lo que tenía que decir. El recurso a una autoridad ancestral, incluso sobrehumana, ha sido una de las grandes estrategias de legitimación de los relatos. Esta posesión divina de la que también advertía Demócrito, que inevitablemente causaba un comportamiento anormal en el poeta, Platón consideró que se trataba de un proceso irracional que, sin embargo, producía en el oyente-lector un peculiar magnetismo emocional. Esa genialidad divina que les reconoció, justificaba, así mismo, su opinión de que debían ser apartados del gobierno de la polis, que exigía la fría determinación de lo pragmático. Tal capacidad, en efecto, podía venir directamente de alguna fuerza exterior, pero en general, como era notorio en las danzas báquicas, podía ser el resultado de que el poeta quedara preso de la armonía y el ritmo, al modo en que mucho después buscaron el éxtasis los danzantes místicos derviches. La belleza resultante de este proceso presuntamente inspirado por la divinidad fue un argumento añadido para que Platón valorase al poeta como “cosa leve, alada y sagrada” (Ion, 534b), y a su obra como un momento irracional del espíritu muy lejos del verdadero conocimiento del filósofo, que es el que debe enseñar al pueblo en los asuntos reales de la polis. A partir de aquí, precisamente, los relatos de los poetas a los que nos referíamos al principio, que transmitían en mitos las historias que compendiaban la identidad colectiva (mostrando las cualidades de los héroes y las bajezas de los villanos) dejaron de tener peso en la enseñanza, puesto que lo que se estaba dirimiendo en la Atenas del siglo IV a. C. era el rumbo que habría de tomar la educación política de los ciudadanos griegos. El dominio de la poesía fue traspasado a las Musas (símbolo de la irracionalidad y la imaginación, que nunca ha dejado de intervenir en el debate por la experiencia poética hasta hoy mismo), quedando el Logos como garante del pensamiento filosófico que ha de afrontar los problemas reales. Cuando Platón madure, en la República, su teoría de las Ideas, dejará claro que la palabra del poeta no hace comprender, sino que imita y representa. El vínculo de esa palabra poética será la belleza, no la verdad. Los poetas, para Platón, han de limitarse a cantar himnos a los dioses. Podemos decir, sin más, que en Platón se verifica un cambio de rumbo radical: si los relatos de la memoria colectiva había sido el único vehículo de transmisión del saber, a partir de ahora se confiaba tal responsabilidad educativa a los filósofos, que enseñaban en las discusiones de la Academia el conocimiento de la ley, la autoridad, el orden, y el uso correcto de la razón… correlatos ‘lógicos’ de las Ideas supremas, a las que la enajenación poética no puede acceder y solo la razón puede traducir en buen gobierno. Un gobierno, dicho sea de paso, aristocrático, autoritario y anacrónico, tan alejado de la realidad como las ‘Ideas’ de su mentor, pero de una coherencia indiscutible si lo vemos desde la perspectiva de la prevalencia de ‘lo más capacitado’ en la lucha sin cuartel por la supervivencia.

Lejos de ejercer un juicio político sobre la tradición de los poetas, Aristóteles los defendió e intentó comprender lo que estaban haciendo bajo el prisma general de la ‘imitación’, pues entendió con lucidez, como hemos dicho, que los relatos que producían (que llegó a conocer con una erudición extraordinaria) no hacían otra cosa que imitar lo que los hombres hacían en su vida y en sus circunstancias. Esa imitación era el vehículo para aprender de los hechos que ha preservado la memoria. Las obras literarias, pues, imitan las acciones de los hombres: de forma seria la epopeya y la tragedia, que imitan las acciones insignes de los hombres egregios; de forma jocosa los yambos, la sátira y la comedia, que imitan las acciones ridículas de los hombres viles. Si esto se hace de forma narrativa, tenemos la poesía épica y satírica, donde prevalece la voz del narrador; si de forma dramática, tenemos la tragedia y la comedia, donde actúan los personajes como representándose a sí mismos. El cuadro resultante (Mosterín, 1996, p. 59) sería la división de la literatura en cuatro géneros: 1) epopeya (seria y narrativa), 2) tragedia (seria y dramática), 3) satírica (jocosa y narrativa) y 4) comedia (jocosa v dramática).

Pero lo que resulta relevante, desde el punto de vista que estoy manteniendo, es que en este momento esencial del pensamiento griego se está produciendo la paulatina desvinculación de la racionalidad de los procesos biológicos hacia el dominio del entendimiento ‘puro’, exento, por decirlo así. Es decir: a partir de ahora la racionalidad quedará desvinculada de la supervivencia como tal (una racionalidad de los sentidos, del reino de lo visible) y aislada como superestructura (una racionalidad de las ideas, del reino de lo inteligible) que habrá de pilotar a partir de ahora la historia del hombre y responder a todas sus preguntas. Aunque Aristóteles no aceptó los dos mundos separados de Platón, sí que concibió una separación suficiente entre el conocimiento sensible y el nocional. Cuando habla de la ‘forma’, por ejemplo, se está refiriendo a la manera en que la materia se realiza como materia. La forma es ‘formalización de lo fáctico’, diríamos nosotros, en tanto desarrollando su propia facticidad. Forma es el modo en el que la materia persiste y es fiel a su proyecto fáctico. La realización plena de ese proyecto fáctico de la materia se muestra, pues, en la ‘forma’, que vendría a ser la propia verificación de que en efecto se está desarrollando convenientemente la facticidad de la materia. La Ideas de Platón, en este sentido, equivalen a las Formas de Aristóteles, porque en el fondo lo que se está produciendo en este momento del desarrollo de la racionalidad es la traducción de la racionalidad superviviente en racionalidad conceptual, la manera en que la racionalidad biológica está siendo traducida a pensamiento lingüístico, filosófico.

La importancia que esto tiene en la configuración de las poéticas de la racionalidad no es fácil de dilucidar. Pero a mi juicio está claro que cuando Platón propone su teoría de las Ideas como principios inmutables del ser, idénticas a sí mismas, no hace otra cosa que conceptualizar la facticidad y de alguna manera desvincularla del proceso biológico avalando su preexistencia inmutable. A partir de aquí, la racionalidad fáctica (que emerge, en mi opinión, de los procesos biológicos y que, por tanto, puede y debe ser superada en el estadio de la conciencia) será elevada al rango de la inmutabilidad absoluta, es decir, blindada como referencia última para el abordaje de las experiencias de los hombres y la cuestión del sentido. Cuando la teoría de las Ideas sea refutada, esta preeminencia de la racionalidad absoluta permanecerá a salvo. De manera similar, cuando Aristóteles nos dice que la ‘forma’ que constituye una cosa coincide con su finalidad, no hace sino cerrar el círculo de lo fáctico, garantizando la unidad orgánica, tal como ocurre con el ‘cuerpo’ de los seres vivos. Esta unidad (de lo fáctico consigo mismo) hace que la causa formal y la causa final, en la terminología de Aristóteles, coincidan plenamente. Y así ha de ser también con respecto a la Totalidad fáctica, causa formal y final del universo cuya ley interna ha de ser cognoscible, bucle perfecto de la armonía suprema de lo que se está realizando mientras se realiza, unidad sustancial que necesariamente también ha de procurarse en la obra poética, que no debe ser otra cosa que ‘imitación’ de lo que está sucediendo en la Naturaleza de la que el hombre forma parte indisoluble.

Dicho esto, es evidente que la poética de la conciencia que propongo no puede entrar en discusión con las poéticas de la racionalidad, sencillamente porque se encuentran en estadios diferentes. Pero es necesario entender que desde el inicio del pensamiento griego se ha blindado la racionalidad y que esto va a impedir la asunción de la conciencia como estadio de la existencia. Como he sugerido anteriormente, Platón podría decir que el haiku es una especie de revelación espiritual (y esta idea subyace en la tendencia a vincular el haiku con las experiencias religiosas), y Aristóteles podría decir que el haiku está sujeto al delicado pero férreo logos que hace posible su peculiar equilibrio formal y temático (idea que subyace a todas las aproximaciones literarias posteriores). En ambos casos, y con esto termino, la posibilidad de una experiencia poética como momento en el que la existencia alcanza el estadio de la conciencia al tiempo que la palabra sale del lenguaje y del relato, queda ‘razonablemente’ descartada. A mi entender, el blindaje del pensamiento griego, que en general queda sellado con el concepto de ‘Espíritu’ de Hegel, va a propiciar también la última propuesta filosófica de una ‘razón poética’, deudora de la ‘inspiración’ platónica y la tékhné aristotélica, a la que intentaremos aproximarnos en la siguiente entrega.