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Haibun 63

Haibun 63

Habitación 105

Cuando llego están las de la limpieza. Hay que esperar a que el suelo se seque. A continuación entran a cambiarle…

Invitada por la luminosidad que se percibe, del pasillo, entro en la sala de estar. En un panel la inscripción:

…..“San Juan de Dios informa.
……………..Prevención del Covid-19.
…………………………….Mascarillas…
……………………………………………Lavado frecuente…
………………………………………………………….Al estornudar…
…………………………………………………………………….Utilice las escaleras…”

Como un autómata, y como si después de más de seis meses, fuese la primera vez que leo esas recomendaciones.

La televisión de pared presenta en su gran pantalla, imágenes veraniegas de hermosas playas con gente feliz. Todos sin protección.

En la sala hay personas mayores en sillas de ruedas. En una mesa tres de ellos con un acompañante, juegan a las cartas. Me acerco a la pared acristalada, desde donde se presenta otra perspectiva: un cielo azul, el brillo del sol, una zona ajardinada con bancos. Ahí hay un hombre joven con dos chiquillos sonrientes mirando hacia arriba. La niña levanta una pancarta en la que hay dibujado un corazón sobre fondo verde, con flores alrededor, y en letras grandes “TE QUEREMOS, ABUELO”. Y la abuela le enseña risueña:

-“¡Míralos! ¿Los ves? ¿Los ves?…”

Nadie sabrá nunca si el abuelo, en algún momento, ha llegado a verlos.

Vuelvo a la habitación y después del cambio de ropa y postura, lo encuentro con los ojos entreabiertos, pero como todo su cuerpo, inmóviles. Le saludo y le digo mi nombre… ¡Mueve ligeramente los ojos!

Sigo hablándole y le acaricio la frente: ¡la frunce!

No hay duda, se han producido dos gestos en su expresión! Mi ilusión es que ha podido percibir mi compañía, y me envía señales, pero quizás desde mi sentir, veo más allá de lo que hay.

El gran corazón de Yama está cansado y no bombea bien. Sin solución y ante el malestar, quería dormir, dormir, dormir…

Y comenzó la sedación.

Montaña blanca.
Por el curso del río
brillo de estrellas.

 

 

Carmen García Carnicér
Pamplona 22-8-2020

Un viaje al pasado de la Tierra

Roxana Dávila Peña
mushi

Ya debe ser medio día. Huele a lluvia.  Desde los postes, dos zopilotes abren sus alas y vuelan bajito hacia los matorrales. Todo está verde. Las biznagas y las candelillas con una que otra flor. Vine a Rincón Colorado a ver la historia de un pasado sumergido. El mar ha desaparecido y queda un sendero lleno de fósiles, caracoles y ostras. Siento el crujido de las piedras bajo mis pies como un eco seco en el silencio del desierto coahuilense, donde antes había dinosaurios.

Casi resbalo. La mano cálida de papá se apoya sobre la mía. Acomoda su sombrero y me habla sobre lo que guarda en su memoria. ¿Cómo sería ese mundo? Me vuelvo viajera. Casi metálico, comienza bajo y asciende poco a poco el chirrido de una chicharra. Desde el mirador, a lo lejos, en los cerros, se alternan la sombra y la luz bajo nubes inmóviles. Ya de regreso, el sabor de una manzana que traje de Arteaga.

Voz que se apaga.
Espinas de huizache
en mi vestido.

 

 

Haibun 62

Haibun 62

Olvidos

La ola de calor da una tregua y la tramontana, que empezó ayer, permite que tengamos un agradable domingo de verano.

El frescor del viento y un cielo sin nubes invitan a salir de buena mañana.

Un amigo de la juventud nos pregunta si puede visitarnos. Le respondemos que sí. A diferencia de otras veces hoy también le acompaña su mujer. Por razones que no vienen al caso hace veinte años que no nos vemos.

El graznido de las gaviotas que han anidado en el tejado hace días que no se oye. Las crías ya vuelan y quizás solo vuelvan para dormir.

Riego la buganvilla repleta de flores fucsia; luego la tomatera y los fresones plantados en macetas.

Llegan temprano. Después de tantos años, el largo abrazo con mi amiga me deja una huella imborrable… por la calidez y por la sensación de fragilidad que me transmite al abrazarla.

Vamos a la playa de la Fosca1. No han traído bañador. Decidimos pasear y tomar unas tapas. Aunque estamos rodeados de gente, sube a un pequeño muro que separa la playa del paseo y levantando los brazos grita sin pudor: ¡ qué a gusto estoooy !

Después del paseo pedimos patatas bravas y mejillones al vapor. ¡Una delicia!

Ocupada por toallas y sombrillas, apenas se puede ver la arena de la playa, pero sí el mar, hoy de un azul intenso como el cielo. Los gorriones pasean a nuestro alrededor picoteando restos de comida. Los gritos de los niños bañándose y jugando se mezclan con el sonido de las olas y el sabor de los mejillones.

Volvemos por el camino de siempre entre los pinos. Se alegra de reconocerlo. Sus olvidos son continuos, por eso necesita situarse a menudo en el espacio y el tiempo. Respondo de nuevo a su pregunta como si fuera la primera vez que la hace.

Impresionada por la situación y sin saber porqué, pienso en el silencio de los haikus de Santôka, en su vida en soledad: “Todo el día sin decir una palabra, el sonido de las olas”,2 dejó escrito el maestro japonés.

Un perro se para cerca de nosotros y orina en el tronco del pino. -¡Meón!- le dice, mirándolo cariñosamente como si hubiera vuelto a ser niña. Nos reímos.

Todo el día haciendo

la misma pregunta.

El olor del mar

Nos despedimos con la promesa de que volverán pronto. Ha sido un día precioso, dicen.

Al llegar a casa me siento en silencio. La luz cálida del atardecer ilumina la estancia. El bullicio de los pájaros que se posan entre las hojas verdes de la copa del plátano que tengo delante, me recuerda que silencio y ruido son parte de una misma cosa.

También hoy,

con el crepúsculo

vuelven los estorninos

 

María Ángeles Millán “Hikari”
Girona – España

https://redcostabrava.com/ficha/la-fosca-girona-cala-de-la-fosca/

Ichinichi mono iwazu nami oto: “Todo el día sin decir una palabra. El sonido de las olas”.
Autor: Taneda Santôka.  Traducción: Vicente Haya

Santuario

Roxana Dávila Peña
Mushi

Bajo frondosas ceibas y cerca del mar, donde terminan los senderos, comienza el camino. ¡Hace calor! Parece que el viento que apenas ondea miles de listones blancos amarrados en el túnel de las peticiones extiende los deseos de los peregrinos por toda la selva. Aquí vamos, bajo la sombra de las caobas y los olmos, los excluidos, los excomulgados, los más religiosos y los reconciliados. ¡Todos cabemos!, incluso los curiosos. Quedan los anhelos a merced del tiempo, el sol y la lluvia, que aunque escritos con plumón de tinta indeleble, se van desgastando; las esperanzas de que la Virgen desatanudos interceda, no. Recuerdo en los templos budistas y santuarios sintoístas de Japón las tablillas de madera y amuletos donde las personas escriben sus encargos de protección y preocupaciones y las cuelgan para que sean escuchadas por las deidades. Con cada paso sobre la gravilla, también escucho el canto de aves multicolores y en el silencio, una oración. Descalza, entre campanadas, cruces y conchas, escribo mi nudo a María, ese que entorpece mi vida. El que me tiene atada, confundida y con un poco de miedo. Busco un lugar, entre nudo y nudo.

Ante las orquídeas
atadas al árbol,
solo inclinarse.

 

Mayo 2021

CONSTRUIR

En Gata está
La puerta vieja y muda.
Juegan los niños.

DECONSTRUIR

La provincia de Cáceres, bastante  cerca de donde vivo, está llena de lugares con encanto. Uno de ellos es la comarca de la Sierra de Gata, en el límite con la  provincia de Salamanca. El paisaje, el clima, la gente y hasta el habla –ahí está el dialecto mañegu o “fala”, reducto del viejo asturleonés– recuerdan a Asturias. Gata es uno de sus pueblos más representativos. Lo visité hace unos días. Subí hasta la ermita de San Blas en medio de chubascos y de los colores púrpuras y amarillos de brezos y escobones en flor. Pero antes, en una de las empinadas calles del pueblo, me detuve ante una puerta. Me cautivó su sencillez: un canto silencioso a la humildad.  Ya no era “una puerta”, sino “la puerta”. La que yo conocía y había visto en sueños.  La de siempre. Siempre cerrada y callada. Pero ahora quise darle voz.

    Desde la plaza llegaban voces infantiles. Me di prisa: saqué la foto y seguí calle arriba hasta San Blas. En la cabeza llevaba una pequeña cascada de sílabas que ahora quiero verter sobre la paciencia bondadosa de los lectores de El Rincón.

Haibun 61

Haibun 61

La ermita

El sol de verano comienza a ascender. Emprendemos la ruta hacia la ermita de Santa Catalina, que está situada en la cercana dehesa Marijuán a unos dos km. de la población. Un camino tradicional, llano y de fácil acceso, que nos adentra con sus paredes empedradas en un precioso y maduro alcornocal. En el desvío que nos adentra en el sotobosque se encuentra la charca chica, que constituye un hábitat esencial para la conservación de determinadas especies de aves y anfibios.

Por el borde de la chaca
 el chapoteo de las ranas
 a cada paso

En el bosque de alcornocales podemos observar el trabajo del descorcho. Los troncos sin la corteza con el paso de los días van enrojeciendo y esto configura un bello paisaje rebosante de vida. Caminando por el sotobosque envolvente de sombras se llega a una explanada donde está la ermita de Santa Catalina, una construcción que data de 1716 y consta de una sola nave y un atrio exterior donde todos los lunes de pascua se celebra una romería.

En el centro de la explanada se encuentra un ejemplar de alcornoque centenario de gran altura y con un tronco sinuoso de gruesa corteza y gran perímetro, una amplia copa ha ramificado extensos troncos que provocan un haz de sombra para el ganado en los tórridos veranos extremeños

El tiempo pasa, borra las huellas de generaciones, nada o muy poco queda, pero aquí los ojos contemplan con certeza los cientos de años de este alcornoque.

Llega a la sombra
 del alcornoque
 una oveja preñada

Encarna Ortiz Serrano
Recas-Toledo (España)

De oficios y jacarandas

Roxana Dávila Peña
Mushi

Miles de brotes estallan. Algunos permanecen colgados a las ramas de las jacarandas y se mueven de acá para allá; otros ya cubren el suelo de color morado que suaviza los pasos de la niña descalza del globo rojo. Yo me niego a renunciar a mi infancia y recuerdo los andadores de Satélite llenos de flores en primavera.

Se escucha el susurro de los árboles. Un barrendero, escoba de vara en mano, con humildad, aparentemente fácil, lleva las flores que caen constantemente al suelo de un lado para otro. La brisa se las lleva otra vez. Pasa la escoba… también las sombras y mis apegos. Un barrido sereno continúa. En el haz de luz, motas de polvo.

Un azotador avanza rápidamente como esa pareja de vendedores de lotería que parece que va con prisa hacia la Puerta Francesa de la estación del metro Bellas Artes en la Alameda Central. Dos tórtolas se pierden entre la fronda.

La anciana encorvada bajo la jacaranda, estira su brazo y camina. Cualquier paso que da y hacia dónde lo dé, es un paso ligero en sus Adidas viejos.

Algo revolotea como mi corazón. ¿Será una polilla? Me invita a flotar, a mecerme en el viento cargado de imecas que van directo a mis pulmones.

Comienzan a sonar canciones mexicanas, como antídoto, al ritmo de esta ciudad. Los primeros acordes nostálgicos de La cucaracha y de Amorcito corazón alegran el día a los que pasamos por aquí cuando el organillero, que siempre está aquí, aunque sin lugar fijo, gira la manivela. Toca y toca y caen, dando vueltas, más flores de jacaranda.  Una moneda pega con otra cuando un niño coopera para que ese oficio nunca desaparezca. Para mi sorpresa, también aceptan transferencias electrónicas.

Más allá, en una banca, las hojas del periódico que alguien dejó.

Montoncitos de flores
que el viento vuelve
a deshacer.

HAIBUN 60

Haibun 60

Había algo allí tras la lluvia, en la madera mojada de la torre. Cuando él hablaba de Alaska y los castores de Alaska.
–Es el color del cielo que más me gusta– dijo justo cuando la garceta pasó volando sobre nosotros. Justo cuando yo pensaba en San Francisco.
Entre el hastío y la gloria media el vuelo de un ave blanca.
También al contrario. Pensé.
No recuerdo lo que siguió entonces. Alaska, los castores, la lluvia… no sé. La conversación se perdió en algún lugar entre la torre de madera y el pueblo. Justo al lado del mar. Parecía incendiado, el cielo. Hermoso.
Era verdad. Él tenía razón. A su manera solía tener razón. De una manera muy sencilla, como un niño. Sobrevolando la realidad a baja altura. Quizá.
Cuando después hablábamos de las acampadas, las viejas acampadas, mientras tomábamos un coctel en La Posada, los cuatro, pensé en un camino y un manojo de hierbabuena. Y las gotas de lluvia, pocas, sonando como con tristeza, en la claraboya de un baño. Es extraña la memoria. Es muy extraña en la luz tenue de una tarde de otoño.
Es un camino que nunca recorrí. El del manojo de hierbabuena. Y sin embargo tan real como todos los demás, como todos los que me llevaron a ninguna parte. A este preciso momento.
Quizá no lo recuerdo. El camino que no iba ni venía, pero olía a hierbabuena. Quizá no recuerdo bien todo eso que cuenta él y ríen ellas. Quizá yo ya no estuve allí. Este yo que dice ahora y vivía entonces.
No sé. No estoy seguro, pero hay algo allí. Hay algo en la madera mojada por la lluvia. Sin saber explicar cómo, pero me gustaría pensar que algo de mí sí queda, de alguna manera. Entonces, ahora, una gota, dos, como la perezosa lluvia sobre una claraboya transparente.

gira hacia el ocaso
una de las garcetas,
la marisma, en silencio

 

       Félix Arce Araiz “Momiji”

Mariposas viajeras

Roxana Dávila Peña
mushi

Hay café recién hecho para empezar el día. Me gusta su olor y también el que llega del corazón de un viejo pino. Quizá es de ocote.

Más arriba, para allá hacia donde vamos, el picoteo de un pájaro carpintero.

Por fin llego a la cima. No voy ligera. ¡Cuánto cansancio!, me seco el sudor. Esta vez, me costó más trabajo subir. ¡Uf!, pero qué maravilla, como cada año, adormiladas, en los troncos del bosque de oyamel, racimos de miles de mariposas descansan en las colonias de hibernación en el Santuario. Basta para ellas, el pálido sol de invierno. Al avanzar la mañana, poco a poco, se desentumen cuando crece la luz entre las frondas que no se mueven. Se abre un claro. Casi están quietas las mariposas cuando con el calorcito, lentas, de ida y vuelta, cambian de lugar. Ya bien despiertas, bajan al valle a beber de las gotas de rocío que la helada madrugada dejó sobre la hierba. Cuidando donde pisar y en silencio, avanzo por el sendero. Resuena el eco que se acumula con el roce de un ala y de otra… de miles de alas… Aumenta el ajetreo. Al dejarse tocar por la tibieza del sol, en una zanja, amontonadas, sus colores se avivan. No encuentro en el cielo ni una nube. Es asombroso cómo tantas mariposas despliegan sus alas y vuelan por todas partes. Unas van a buscar agua, otras regresan. Una vibra posada en un cardo.

A solas, recuerdo a mis muertos. Para algunas personas las xepje* representan una guía para las almas de los familiares y amigos que han muerto y que vienen a visitarnos. Me quito las botas y los calcetines para sentir la tierra. Me aquieto y me quedo.

A mediodía, mientras preparo el descenso, allá lejos, miro el naranja y el negro desvanecerse. Bajando por la montaña, las sombras de las mariposas me atraviesan como si yo fuera una de ellas, así, liviana. Ya se siente el sol que brilla en mis trenzas y a la del lado izquierdo se acerca, revoloteando, una monarca.

Una calandria no para de cantar. Cada vez se escucha más cerca.

Ya tiene hojas nuevas la margarita que apenas se inclina cuando a ella vuelve una mariposa. Pronto se va.

¡Despierta xepje!
Es hora de emprender
un nuevo viaje.

*El grupo mazahua, comunidad indígena a la que pertenecen los bosques de oyamel a los que cada año llegan las mariposas, las conocen también como “xepje” o ”hijas del sol” por el color brillante de sus alas y porque con el despertar de la monarca, previo a su regreso a Canadá, llega el sol de primavera.

Haibun 59

Haibun 59

El ritual

   Luce un día de pleno sol en Albacete a principios de la primavera. No hay ni una nube en el límpido azul del cielo. La terraza, inundada de luz, está pidiéndome que ponga una silla, me abra un botellín, encienda un cigarro y retome el libro que comencé a leer hace unos días. Las críticas lo referencian como uno de los mejores exponentes de un género literario que ha renacido con fuerza, el western. De hecho, el título de la obra es toda una declaración de intenciones: Cuánto oro esconden estas colinas.

   Ya durante la mañana, el vecino del ático de enfrente ha comenzado a preparar  los útiles para su ritual de todos los años, de hecho, será lo más comentado en la familia ese día.

   Su pérgola y la celosía que cubre el frontal de la terraza son de madera, así que los lijará y barnizará. Cuando voy por la segunda página del texto, comienza un sonido muy reconocible por mí: ¡¡la lijadora eléctrica!! Concienciada y sabedora del proceso que se iba a iniciar, cierro el libro y fijo mi atención en el maravilloso cielo de ese momento. Me levanto de la silla y puedo ver dos palomas (una detrás de otra, muy disciplinadas ellas) caminando por el tejado de otro edificio; escucho conversaciones que se escapan por algunas ventanas y observo orgullosa que el acebo de Navidad sigue creciendo.

Cesa el silencio;
los frutos del acebo
siguen ¡¡tan rojos!!

 

 Cari Cano
Albacete, España