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Haibun 56

Haibun 56

La Garganta del Fraile

El amanecer en soledad, en este paraje del parque de nacional de Monfragüe, es un disfrute de los sentidos, la luz va inundando el paisaje y solamente se escuchan algunos cantos

Cargo mi mochila, y con Roy mi perro labrador, aun sabiendo que este día de mayo será caluroso, emprendo la ruta con la certeza de que a lo largo del camino la sombra de los árboles y el frescor de las charcas, que forman la lluvia, me ofrecerán lugares ideales para el disfrute y el descanso.

Dejando las ultimas casas el camino me lleva hasta la dehesa salpicada por alcornocales y encinas, hay pequeñas granjas a un lado y a otro del camino donde los cerdos negros disfrutan echados al sol. Sigo caminando, Roy ya divisa una charca, adelantándome emprende una carrera para disfrutar del agua, la charca con las lluvias de primavera y la ondulación del terreno es lo bastante profunda y a Roy le encanta nadar, por eso al alejarme lo tengo que llamar una y otra vez. El camino ahora es una pendiente que baja hasta un pequeño valle que forma el arroyo de Las viñas, aquí la vegetación cambia, algunos alisos y matorrales forman un paisaje virgen donde la mano del hombre no ha intervenido y ahora en verano está poblado insectos

El olor del arroyo-
Las flores de jara
 han abierto los pétalos

Los roquedos de la sierra de Santa Catalina, hasta donde nos dirigimos, forman una cascada de agua que da nombre a la Garganta del Fraile, antes de llegar ya observo en el cielo el vuelo de las rapaces que pueblan todo el parque, esta zona es ideal para el avistamiento de las mismas y con los prismáticos enfocando su vuelo seguimos, el camino se torna abrupto hasta llegar a la zona  de recreo; sentada en un banco de piedra, me envuelve el rumor del agua y me dejo llevar , el agua es vida y toda esa energía me inunda por dentro, abre los sentidos y la observación se agudiza.

El color de los roquedos-
Un buitre leonado
en su nido

                                                                                                       Encarna Ortiz Serrano
Recas – Toledo (España)

Ceremonia de ikebana en Kioto

Ceremonia de ikebana en Kioto

Roxana Dávila Peña
«mushi»

La persiana por cuya rendija se cuela la luz del sol se mueve suavemente esta mañana. Hoy es un buen día para hacer una pausa y descansar de templos y de santuarios; del movimiento, los sonidos y la conmoción del bellísimo Kioto.

Las cosas toman su tiempo. Hay arreglos de flores que recordaré para siempre.

Hoy Tamao nos invitó a una ceremonia de ikebana.

El ambiente íntimo y profundo de Haranokami Gallery es atemporal. Parece que son la nada y la quietud las que le dan la forma al espacio vacío de la habitación.

Ya descalza, el silencio que hay entre un paso y otro sobre el suelo de tatami me hace pensar en el paso de otros días y un leve olor a juncos me regresa al presente. También el frío.

Las puertas corredizas enrejadas de madera y de papel japonés están de par en par y se puede observar el soleado jardín.

Tamao, sonriente, dobla las piernas sobre el suelo y ya con los empeines sobre la esterilla, lenta y serenamente, casi como rezando con las manos, corta los tallos, las ramas, hojas y flores y los acomoda en el jarrón de vidrio poco a poco cuidando el espacio alrededor de cada uno.

Las hojas rojas que son el reflejo de lo que llamamos vida sugieren el rubor del bosque. Parece que el vacío entre una y otra rama del follaje es lo que compartimos. Tamao procura que cada elemento cuidadosamente elegido, igual que cada hueco, sea el centro del mundo. Conserva su misterio y al mismo tiempo los exhibe por completo con ritmo y armonía.

En contraste con algunas hojas casi marchitas, el agua que resbala en el verdor de las ramas todavía suaves. Algunos tallos apuntan hacia el cielo y otros se doblan hacia la tierra.

Es sorprendente sentir la belleza de octubre dentro de mí contemplando una flor llena de sol y a la vez reflejarme en ese arreglo donde la vida sucede, se extiende y se extingue al mismo tiempo.

agua que se evapora
sobre el crisantemo
recién cortado

Haibun 55

Haibun 55

Nos preparamos para salir pronto, queremos acabar de podar los olivos este mes de febrero que ya acaba. Con las borrascas atlánticas hemos tenido pocos días el cielo limpio de nubes, hoy sin embargo, dicen que hará un magnífico día de sol.
Vamos hacia el camino Bajo los Nuevos. Conforme nos alejamos del pueblo, pueblan la tierra los olivares centenarios a un lado y otro del camino. No paramos de saludar aquí y allá. Estos días la principal ocupación de las gentes del campo es la poda.
Al llegar siempre me embarga la nostalgia. Cuando era pequeña todos los hermanos solíamos venir con mi padre a la recogida de aceitunas. Estos olivos ya pertenecían a mis abuelos y bisabuelos, ahora mantenemos ese espíritu reuniéndonos hermanos y sobrinos para la cosecha.

Me gusta venir a menudo. Observar el cambio de las estaciones, la poda, la floración, el nacimiento del fruto y la maduración son, sin duda, señales del paso del tiempo.

Voy indicando a mi compañero las ramas que hay que cortar para no dañar el árbol como me enseñó mi padre; con los golpes del hacha cortamos las ramas para facilitar la entrada de la luz que mejora la circulación de aire en la copa.

Llega la hora del almuerzo, casi no queda gente. Ahora los labradores disponen de vehículos y se marchan a comer al pueblo, nosotros traemos la comida para disfrutar de este sol de finales de invierno que ya comienza a calentar. Solo el canto de los pájaros y otras aves que sobrevuelan el cielo altera el silencio que reina en el campo.

Sol de mediodía-
El graznido de las grullas
hacia el norte

Encarna Ortiz Serrano
Recas (Toledo) – España

Risshakuji: el sonido que el silencio traspasa.

Risshakuji: el sonido que el silencio traspasa

Roxana Dávila Peña
«mushi»

Por fin, me encuentro frente al Buda de la Medicina del Recinto Fundacional (Konponchūdō) de Yamadera, el templo en las montañas de Yamagata donde, ya trepado por los peñascos, Matsuo Bashō escribió el hokku “¡cuánta calma! / la voz de la cigarra / inunda las rocas”.

Sin saber cómo hacerlo, intento purificar el karma negativo. Pienso en mis elecciones y en lo bien que me haría perdonarme y sentir más compasión por todos los seres.

Algo hay aquí en el bosque, no sé bien qué es. Surge y desaparece. Reconozco el sonido de un grillo que salta hacia la maleza y luego hacia el hueco de un roble. Permanezco inmóvil mientras vuelve y se va. De momento, ocupa toda mi atención, aunque sé que apenas comienza la subida hacia lo más alto de la montaña. Hay más de mil escalones, además de piedras, estelas con poemas grabados y faroles cubiertos de musgo.

Por el espacio vacío entre las hojas, se cuela la luz del sol hasta las raíces de los cedros. El tono de los verdes cambia y se vuelve más intenso. El follaje se agita nuevamente. En la senda, hacia la parte superior del templo, veo las sombras de los peregrinos que van y vienen sobre la escalera, la cual se va llenando de las hojas que caen poco a poco aquí y allá. Una queda atrapada en una telaraña que apenas se distingue al brillar por un instante.

Comienzo a sentir el peso de mi mochila. Mis pies se entumecen otra vez y avanzo lento. El grito de un cuervo viene y va. Lo puedo escuchar claramente; tan pronto como surge, desaparece de nuevo e intento seguirlo con la vista de un pabellón a otro entre las rocas escarpadas. Siento cómo voy dejando atrás algunos sinsabores y uno que otro resentimiento. Agradezco cada lección de vida y todas las bendiciones y oportunidades que me rodean. Conecto con la abundancia del presente y reposo por unos minutos. Aflojo mi bufanda y siento en el cuello una brisa ligera. Logro despejar mi mente. Regalo mis mandarinas.

Unos escalones más, ya los últimos, hasta llegar al Recinto de los Cinco Grandes (Godaidō) en la cima, donde las nubes, al disolverse completamente, me permiten contemplar los colores otoñales de las montañas llenas de arces y hayas que contrastan con el verde del campo. Parece tan pequeño desde ahí arriba y yo también me siento pequeña, muy pequeñita.

Un escalón más arriba,
la única hoja
que no lleva el viento.

HIRAIZUMI Y EL SABOR AGRIDULCE DE LOS KAKIS

Roxana Dávila Peña
“mushi”

Veo cientos de ramas que parecen quebradizas, pero están bien cargadas con el peso de abundantes frutos. Son de árboles que me han fascinado al mirar el paisaje desde las ventanas durante los viajes en tren, así como por la subida al Monte Kanzan. Los kakis son firmes y de piel fina, de un anaranjado intenso y brillante como el del sol cuando se pone.

Me pregunto cómo habría sido visitar este sitio en temporada de lluvias y sintiendo en la piel los estragos de las guerras. Pienso en los soldados, esposas, padres e hijos perdidos por las batallas que, entonces y aún hoy, se libran en el mundo y me estremezco.

Las hojas de los árboles caen al suelo, como los enemigos y compañeros. Algunos frutos aguantan en el árbol.

Recuerdo el hokku que Basho escribió inspirado por este lugar: “hierba del verano / los rastros de los sueños / de los guerreros”.

Por la cuesta hacia el Templo de la Luz, penetra el olor de los cedros y, ya dentro de éste destacan los sutras escritos en plata y oro sobre papel oscuro: son como estrellas en el firmamento. La frescura del lugar, el Buda de la Luz Infinita y los boddhisattvas de la compasión y de la sabiduría me devuelven a la paz y la serenidad de una época dorada. No es deslumbrante. Es como si la luz saliera de ellos sutilmente, por contraste con la oscuridad. Al salir de ahí, el sol aparece y desaparece entre las ramas de los pinos del bosque. Recuerdo el jardín de mi madre. ¡Cuántos aromas!

Desciendo y saboreo la pulpa jugosa, dulce y aromática de un kaki. Su consistencia carnosa es blanda y a veces áspera; por momentos, seca, como mis sensaciones en Hiraizumi. Escurre por mi barbilla un poco de jugo.

del vagón al andén
en uniforme de invierno
niños y niñas

HAIBUN 54

Haibun 54

Coger el viento

En la linde de los campos, los almendros tardíos conservan algunas flores.

Ya hay buñuelos de cuaresma en las pastelerías. He comprado unos pocos para llevar a la comida familiar. Prefiero llamarles buñuelos de viento… ¿será porque en la infancia no sabía cómo se podía meter el viento dentro de aquella deliciosa bola dulce que tanto me gustaba?

De camino a la ciudad se amontonan los recuerdos.
Las mañanas previas a Semana Santa mi madre nos despertaba con un dulce de pascua y un buchito de aquél “licor café” -sin la “de “, que hacía ella.
El Domingo de Ramos, con ropa de estreno, íbamos a bendecir la rama de olivo que mi padre había cortado para cada uno.
Desde que tengo recuerdo confeccionaba con esparto los serones, agüeras y cestos que necesitaba para el campo.
Días antes de La Palma, sus manos curtidas cogían aquella navaja de hoja ancha y mango marrón oscuro y hacía para nosotros una miniatura con restos de palmas: una flor trenzada, un carro como el que teníamos en casa, un cestillo, una estrella… Cada año eran nuevos la rama de olivo y el adorno.

Paramos en un camino entre cultivos… tanto té en la mañana pugna por salir.

Amarillea la colza junto al verdor del sembrado. Entre la hierba, el azul intenso de las borrajas.

Me siento y cierro los ojos para que me inunde el calor del sol. El aire es aún frío. Oigo a lo lejos el reclamo de lo que parece un pinzón. Al pasar las nubes, la luz va y viene sobre mis párpados cerrados.
En la piel la ligera humedad del viento.

Retomamos el viaje.
Los dulces buñuelos de mi niñez…

Pitas en flor.
El olor de la lluvia
en el barranco

 

M. Ángeles Millán “Hikari”
Girona-España