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La Luna (haibun infantil 1)

Introducción

La luna y otros haibun” es (era) un librito, como su nombre indica, de haibun, pero de haibun para niños que llevaba guardado en los cajones virtuales de internet durante un tiempo. Estuvo a punto de publicarse, pero por problemas económicos…poderoso caballero es don dinero, nunca llegó a ver la luz.

Soy maestro de profesión y siempre he intentado llevar el haiku, como forma poética creativa y activa al aula. Es por ello que me decidí a hacer un librito de haibun infantil. Algunos de estos haibun, no todos, los leyeron mis alumnos.

Cuando se me propuso una serie anual, pensé en esta colección de haibun infantiles ocultos en internet y en mi memoria y creí que la oportunidad que me daba “El Rincón del Haiku” era inmejorable para publicarlo y hacerlo visible.

Gracias.

 LA LUNA

Haibun infantil 1

La luna. Unas veces redonda; algunas veces, oculta y otras veces creciendo o decreciendo…De todas las formas y maneras y a todas las personas nos llama la atención… Nos despierta un “¡oh!”, nos quedamos mirándola asombrados.

Pero, sin duda, la luna que más “¡oh!” nos despierta es precisamente aquella que cabe en la exclamación. La luna llena. Tan redonda, tan luminosa, tan bella.

No hay nadie que no se asombre ante su grandeza. ¿Quién no ha visto la luna llena, grande y redonda, y no ha dicho: “¡mira!”?

La luna no nos deja de asombrar y la vemos desde niños. Esa luz en medio de la noche, en medio de la oscuridad. Esa luz que se reparte igual por toda la Tierra. La podemos ver en la ciudad, en el pueblo, en la aldea…pero donde mejor se ve, sin duda, es en el campo abierto…donde ningún edificio ni ningún rascacielos la puede ocultar…

En las ciudades se oculta en algunas calles…La ocultamos, pero la encontramos…porque la luna está ahí, aunque el hombre, quizá sin pensarlo, quizá sin saberlo, casi la hace desaparecer en algunas zonas de la ciudad.

entre dos calles

que nadie recorre,

la luna llena

 

 

 

 

 

 

 

 

Doce

El ábrego ya se cansó de jugar con las hojas… La lluvia anuncia lo que está por venir. A lo lejos pueden verse en las montañas las primeras nieves… Hace frío… un frío que no se si ha llegado de lejos o siempre ha estado dentro de mí…

Atrás quedó la calidez del “viento de las castañas”, ahora sopla un viento nuevo, del noroeste… siempre enérgico, siempre lleno de incertidumbre. Trae nubes densas, voraces, que se tragan, presurosas, cualquier indicio de luz… Llega el invierno y con él miles de pequeños pájaros que dejaron atrás cientos de kilómetros. Petirrojos, mosquiteros, lavanderas enlutadas… no sé si los empuja el frío… no sé si el frío llega prendido en sus diminutas alas… no sé…

Camino junto al río. Una bandada de azulones nada entre los jirones de la bruma que flota sobre la superficie del agua. Todo late a un ritmo lento… el paisaje se atisba semidormido en un sueño teñido en blanco y negro… La vida, agazapada en el silencio, aguarda la llegada de otros vientos… Respiro, profundo… se disipa en el aire el vaho que sale de mi boca… por un instante la bandada de azulones parece nadar entre los jirones que deja mi aliento.

La niebla tiene mucho de misterio, todo lo que está al alcance de la mano es diáfano, sin embargo, al mirar más allá nada es fácil de discernir; bastan unos pocos pasos para que aquello que asomaba distorsionado se vuelva nítido y aquello que teníamos como certeza se torne incertidumbre…

Camino, paso a paso… El invierno será largo, quizás muy largo… mas siempre volverán a soplar nuevos vientos de primavera…

 

Nada parece lo mismo…

En la casa derruida

ha crecido un árbol

 

Dedicado a “Tíni”

Asturias, donde la tierra siempre es verde.

Suigen

人の世は此山陰も湯哉
hito no yo wa kono yama kage mo waka yu kana

mundo terrenal…

incluso en la sombra de la montaña

el agua tibia de Año Nuevo

                                                                              Issa Kobayashi

Termina el segundo día del año. Tomamos el último café del día hecho con el agua que recogimos del manantial de Shirakawa Suigen.

La pureza de esa agua que mana sin cesar a unos catorce grados centígrados es famosa en todo Japón. Los torii, los santuarios shintoistas, diseminados por el lugar así lo atestiguan. La pureza tan fundamental en el shintoismo, aquí se bebe, se respira, se vive.

La nieve cubre casi todo el paisaje, con su silencio, con su blancura entre el cielo y la tierra, aliento irreal, inmaculado. Las montañas lejanas apenas se perciben entre las nubes.

Sobre un banco junto al manantial cascabeles de varios tamaños muestran signos evidentes de haber estado bajo el agua. ¿Quién los sacaría de allí? ¿Quién los echaría? ¿Por qué? Quizá alguna ofrenda… Quizá solo un acto tan natural y sencillo como la nieve que cae. Sin más. Sin quién, sin por qué. Cubriendo poco a poco, mansamente, los campos y las sendas, el mundo entero. Salvo el agua.

Las piedrecillas y las algas del fondo son perfectamente identificables, una a una, a pesar de la profundidad. Es un agua que parece no estar. Y sin embargo…

Aquí, ya de vuelta en Kumamoto, en casa, sabe a nada el agua del manantial. La nieve, el aire casi blanco, la quietud de las montañas está en ella. Sin estar.

Pienso en el río Shirakawa atravesando la ciudad a esta hora de la noche, en silencio. Arrastrando en él la pureza del agua que nace del corazón tibio de la tierra.

 

Noche temprana

En la noche temprana, poco después de ingresar en mi calle, los vi frente a una de las casas. Me causaron asombro y alegría. Junto a unos vehículos había dos caballos, en un suelo empedrado donde posiblemente no había yerba.

Más adelante, en la zona verde de la residencia frente a la mía, había otro grupo de caballos. Estacioné la camioneta en la que viajaba y en vez de entrar a mi casa me paré en la orilla de la calle a observarlos. En la penumbra no distinguía cuántos eran. Tranquilamente pacían.

Hacía esfuerzos por contarlos cuando a mi izquierda, contra el pavimento, sonaron unos cascos y pasaron frente a mí los dos primeros ejemplares que había visto. Sin dudas uno de estos era el líder del grupo, pues los otros en un acto diría reflejo le siguieron.

Ahora si los vi con claridad pues me pasaron muy cerca. Eran cinco alazanes adultos y un potro claro y hacían sonar la noche mientras animados se alejaban hacia los confines de la calle.

 

Hacia la noche

transitan los caballos.

Luna creciente.

Sugidama

神前の草にこぼして新酒哉
shinzen no kusa ni koboshite shinshu kana

en la hierba del santuario…

derramando sake

de la última cosecha

                                                               Issa Kobayashi

Es el mismo color verde luminoso, el agua de la pila de piedra y el té que nos ha servido la amable señora del templo.

Siempre me ha sorprendido esto de que algunos templos budistas sean regentados por señores que tienen su mujer, sus hijos y su vida tan corriente. Algunos templos, como en este caso, se hacen cargo incluso de una guardería. Cosas…

Me sorprendí a mí mismo tocando la campana del templo. Casi no podía mover el enorme tronco que hace de percutor. El sonido se expandió por todo el valle… sereno, claro, hasta hacerse nada…

…pensando en mariposas dormitando sobre campanas de bronce…

La señora apareció como de la nada. Risueña nos invitó a acompañarla en el porche del templo tomando un té verde. Hablando de todo, de nada. Junto al agua verde y luminosa.

Nishimikawachi es apenas una aldea de casa tradicionales, materiales locales y tejados estilizados, dispersa en un valle.

Campos de arroz que aguardan en invierno como muertos, secos. Las hojas rojas de los momiji, de los serbales, vidrian el cielo de la mañana. Y las jorôgumo, literalmente “araña cortesana” por la viveza de sus colores, parecen suspendidas del aire.

Algunos aldeanos, qué mayores, trajinan en los huertos o hacen labores manuales junto a sus casas. Hay un silencio antiguo y silvestre aquí.

Sin viento, sin ruido, las hojas de los árboles caen sobre los arrozales secos.Algo más adelante, una chica joven vestida con un kimono tradicional se hace fotos. La casa antigua enmarca perfectamente una estampa de serena belleza que bien podría haber pintado Utamaro. A contraluz.

Es una casa que puede visitarse. Madera sobre madera. Vigas trabadas que aguantan el tiempo, el cielo. Con esos tejados que parecen de paja pero en realidad son como de ramitas, ¿de ciprés? ¿de cedro? prensadas y casi compactadas para construir una cubierta sólida.Afuera, un último caqui aún aguanta en una de las ramas del árbol.

Bordeamos valles y atravesamos ríos de agua cristalina. Descendemos hacia la costa. Hizen-Hama es famosa por sus fábricas de sake. Las hay una detrás de otra a lo largo de su calle principal. Y más las había a juzgar por las antiguas factorías que se deshacen en silencio casi junto al mar.

Amablemente me muestran una de ellas por dentro. Y probar el sake, claro. Depende del agua dicen, de su calidad, para que el buen sake adquiera todo su sabor y presencia.

En algunas de las destilerías veo la tradicional sugidama, esa bola hecha con hojas de cedro (sugi) entrelazadas que se cuelga en la entrada y que indica que el sake nuevo está listo para su comercialización.

Es curioso pensar en que a la par que el sake madura en la oscuridad de la barrica, afuera esa bola de cedro se marchita, cambiando también, adquiriendo poco a poco su color marrón definitivo. La nueva cosecha está lista. El agua, la tierra, el cielo… ya se puede beber.

Al mirar hacia atrás en el sendero que termina en el mar… ¿En qué momento me quedé solo?

En el viaje de vuelta suena en el coche las variaciones Goldberg de J.S. Bach. Una melancolía verde, casi luminosa, de derrama suavemente en mi corazón mientras atravesamos los arrozales y saltamos de valle en valle al borde mismo de la noche. Cuando de nuevo nos acercamos a la costa puedo distinguir los postes de los cultivos de nori que fila tras fila se adentran en el mar.

Una luna llena enorme asoma en el horizonte de pronto. Parece una sugidama gigantesca que anunciara que algo ya está listo. Algo que cambia de color lentamente, y que ya, sin darnos cuenta, es otra cosa.

Once

Llueve… una lluvia mansa que parece hastiada de caer, cansada ya de hacerse oír una y otra vez. Llueve… y, sin embargo, allá donde miro todo brilla y el mundo parece por estrenar.

Camino, paso a paso. La lluvia resbala por mi cara… Flota en el aire, ajena a todo, una gaviota. La mar, brava, rompe contra los acantilados.

Desciendo por una de las escaleras que dan al arenal. En cada paso que doy una huella, una parte de mí… con cada gota de lluvia un vestigio, un trozo de cielo sobre la arena. La playa está desierta. Una ola muere a mis pies… la mar devora los recónditos silencios que brotan de una ligera bruma. Abandono la playa y retomo el paseo marítimo… por un instante, al igual que la gaviota, me siento ajeno a todo… puede que la mar también quiera devorar mis silencios.

Mientras camino observo un grupo numeroso de vuelvepiedras; apenas se les distingue entre las rocas, su quietud contrasta con todo el dinamismo que les rodea… sigue la lluvia, sigue el viento y el rugido de la mar, siguen las nubes su deriva… solo se detiene el mundo bajo el plumaje de estos minúsculos pájaros… Atrapado en su sosiego, también me detengo… por un momento soy mundo… por un momento soy eterno.

Atrás dejo el paseo marítimo… Mis pasos por las calles se vuelven agua. La ciudad alza su voz, áspera y enconada. Camino, entre coches, entre gente, camino por otro mundo… un mundo que nunca para. Se hace tarde, la ciudad se ilumina. La lluvia se acrecienta.

 

Bajo la tormenta

enmudece la ciudad…

un hombre camina descalzo

 

Ya en casa… aún perdura el recuerdo de la lluvia sobre mi cara.

Asturias, donde la tierra siempre es verde.

La puerta de cristal

En el mundo empresarial se ha ido extendiendo el uso de limitar las áreas de oficina con paredes y puertas de cristal, quizá reflejo de la aspiración a la transparencia que los tiempos van requiriendo.

Pero no de ahora, sino desde su construcción hará ya unas cinco décadas, la casa de ciguas y de perros tiene una ancha puerta corrediza en dos hojas de cristal. Esta puerta da al patio y permite que el verdor y la frescura de la lluvia y la claridad del sol ingresen a la casa.

Si bien para los inquilinos humanos esta puerta es placentera, no es lo mismo para los otros habitantes. Logsang Rampa, el monje que nos cautivó en nuestra adolescencia con sus relatos, al tocar el vidrio transparente pensó que estaba tocando la nada, y la calificó de fría.

Pues sí, la puerta de cristal cerrada, es como nada para las avecillas que vuelan en el patio y de repente se estrellan con una pared invisible. Y no solo ellas, también los perros en días de distracción y retozo han tenido su encontronazo con la puerta de cristal o la pared hecha de nada.

Las aves que regresan,

los días que se van.

Serenidad.

 

diez

Cuántas veces, buscando lo que creemos es un final, solo hayamos el principio de algo nuevo.

Llegó el otoño, retraído…con su melancólica mezcla del ayer y del hoy.

Alzo la vista. En lo más alto de un cedro cinco garzas reales apuntan con sus picos al cielo azul. Tres de ellas extienden sus alas… en suave planeo se dejan conducir por el viento… un vuelo que es viento, un viento que es aliento y suena a estertor.

Camino paso a paso… El sol, como si realizase un último esfuerzo, se aferra a mi piel. El corazón me late al ritmo de las hojas que caen… Las pisadas crujen. La luz del mediodía se desparrama sobre los árboles. El parque, poco apoco, pierde su voz mientras, lentamente, se desnuda como lo haría una amante primeriza.

Observo las aves, es tiempo de idas y venidas… unas llegan de la estepa rusa, otras inician su retorno hacia África… la vida continúa su ciclo. Una pareja de martín pescador muestra sus metálicos colores entre la maleza. Las libélulas se aparean antes de su letargo. El vacío que dejó el interminable ajetreo de las garcetas bueyeras se llena con el silencioso estar de los cormoranes. Y yo allí, viéndolo todo… sintiéndolo todo… como el mismo otoño, un poco retraído, colmado con un algo del ayer y otro algo del hoy.

Guardo la cámara fotográfica en la mochila. Pronto serán las tres, la hora de comer. Desde la rama de un castaño me observa una ardilla… no suelta su fruto. Gira en el aire la hoja de un arce… cierro los ojos… el aire lleva un sereno olor a bosque…

Paso a paso, regreso a casa arropado de otoño…

 

La luz del sol

entre las hojas mustias del ciruelo…

palpita el pecho de un raitán

 

Asturias, donde la tierra siempre es verde

Semi no koe

けふ切の声を上けり夏の蝉

kyô-giri no koe wo age keri natsu no semi

alzando la voz

en su último día

cigarra de verano

                                                 Issa Kobayashi

 

Así que era esto… La primera vez que en el jardín de Kôfukuji encontré una exuvia (vaya palabro) de cigarra recuerdo pensar eso. Bueno, en realidad lo primero fue un susto, uno pequeño, porque pensé que estaba viva…

 

Joe qué susto. A pesar de estar ya casi al borde del invierno, al verla ahí entre la hierba del jardín, aunque patas arriba, he pensado que estaba viva. En todo el tiempo que llevo aquí no había visto ninguna. Es bastante grande, más de lo que imaginaba, pero no pesa nada sobre mi mano.

Ya casi ha anochecido y en mi pequeña casa del templo, casi tan vacía como la cigarra que fue, debería estar haciéndome la cena. Sin embargo no puedo por menos que buscar en Internet el famoso haiku de Bashô. Aquel del significado, o la falta de él más bien, de algo de una cigarra…. Vaya memoria de pez la mía, vacía sí, espléndidamente vacía como una exuvia …

«Desde lo alto del árbol cayó sin el menor significado la cáscara de una cigarra»

Una cáscara. Qué curioso. Como si fuera un fruto, seco, más que cae del árbol. Imagino sus largos años bajo tierra, su postrera exploración nocturna, su metamorfosis mágica, siempre mágica. Y su canto, claro. Su voz.

Miro el bichejo, ahora junto a la ventana parece un fantasma asomándose al atardecer. A lo mejor por estar aquí recuerdo el manga de Masamune Shirow “Ghost in the Shell”. Qué asociaciones de ideas tan raras. Será la soledad….

 

Aquella no fue la única tarde que encontré una cáscara de cigarra. Quizá con el viento de otoño, o cediendo a su propio devenir, iban desprendiéndose de los alcanforeros o del bambú, no sé, pero al menos otra sí que encontré. Esta vez casi sin susto.

 

La pareja de ex-cigarras dejan pasar la luz de la mañana como los cristales de mi casa. Me gustan estos días de casi invierno con la tibieza de un sol limpio en el aire. El sonido claro de alguien que corta bambú junto al sendero atraviesa la estancia hasta mi futón. Debe ser Izumi, el ayudante del abad. Dudo si asomarme a la ventana y saludarle.

Pues sí, es él. Cuatro palabros mal dichos en japonés… le enseño las ex-cigarras.

-Semi, hai hai, semi, kara, natsu, koe, min-min… Ríe. Izumi siempre ríe.

Vaya… tengo que aprender más japonés. Palabros sueltos.

 

Min-min… Nunca imaginé que las cigarras hicieran min-min en japonés. Es una bonita onomatopeya.

En Nagasaki nunca escuché la voz de las cigarras. Sin embargo al mirar los caparazones vacíos de lo que fue, siempre me parece escucharlas. Min-min…

Es como si la cigarra no pudiese ser otra cosa que su canto.

Tampoco volví a encontrar más caparazones. Creo que fue justo cuando empecé a buscarlas.

 

Sin el menor significado. ¿Así son todas las cosas?

 

La pequeña casa en el jardín de Kôfukuji, qué vacía debe estar ahora, sin el menor significado salvo para mí. No puedo evitar pensar en ella una y otra vez. Mi mente, esa de las asociaciones raras, esa transparente como una exuvia de cigarra, forcejea una y otra vez con lo que es y con lo que ya no es.

Así como el vacío acaba por llenar todas cosas, todos los recuerdos, lamento, casi sin querer, con un susto pequeño, no haberme dado cuenta. No haber estado presente al final del último momento.

Alzar la voz una última vez. Un haiku del último momento, un jisei, como lo son todos los buenos haikus. Sin poder ser otra cosa que una voz, apenas nada.

Quisiera estar en ese último día, de verdad estar. Sin caparazón, sin alma. Quisiera la transparencia de un canto de cigarra al final del verano. Al final de todo.

Decir bien claro la limpieza del cielo invernal y la risa del amigo, y la mano del hermano y el olor del bambú recién cortado. Decir sin más la cigarra que no está y el abrazo de mi padre, y aquel gato salvaje que sin saber por qué se acercó una vez, y después se fue.

Decirlo todo y decir la nada. Y para nada. Sin poder evitarlo. Sin el menor significado.

Decir y callar.

La voz de la cigarra.

Todo el silencio que viene después.

 

El alma de la cigarra hizo un último viaje, el más largo, conmigo. Cuando volví a mi tierra meses después.

Algo de mí mismo, caído desde lo alto de alguna parte, vacío, está aquí también aunque yo no lo vea, aunque no pueda oírlo. Aunque ya apenas sea yo.

Qué hermosa la tarde. Qué bella su quietud sobre la hierba, en las hojas del otoño.

 

¿Así que era esto?

 

Cigarras. Sobre mi mano el pequeño peso de la nada que es. Que fue. Atravesada por la luz.

Min-min-min…

CAMINO EN SOMBRA

Un camino en sombra es otra cosa. Unos grados menos de temperatura, un espacio proclive a la humedad donde el color verde se acentúa en las yerbas y matojos, una solapada invitación a detenerse.

En la sombra del camino cantan pájaros y se percibe el olor de la tierra, de vez en cuando cae una hoja, se escuchan de allá, de acullá, sonidos que trae el viento, los perros descansan de su respiración más honda.

Frescor de otoño.

Meriendan en la sombra

dos peregrinos.