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Sugidama

神前の草にこぼして新酒哉
shinzen no kusa ni koboshite shinshu kana

en la hierba del santuario…

derramando sake

de la última cosecha

                                                               Issa Kobayashi

Es el mismo color verde luminoso, el agua de la pila de piedra y el té que nos ha servido la amable señora del templo.

Siempre me ha sorprendido esto de que algunos templos budistas sean regentados por señores que tienen su mujer, sus hijos y su vida tan corriente. Algunos templos, como en este caso, se hacen cargo incluso de una guardería. Cosas…

Me sorprendí a mí mismo tocando la campana del templo. Casi no podía mover el enorme tronco que hace de percutor. El sonido se expandió por todo el valle… sereno, claro, hasta hacerse nada…

…pensando en mariposas dormitando sobre campanas de bronce…

La señora apareció como de la nada. Risueña nos invitó a acompañarla en el porche del templo tomando un té verde. Hablando de todo, de nada. Junto al agua verde y luminosa.

Nishimikawachi es apenas una aldea de casa tradicionales, materiales locales y tejados estilizados, dispersa en un valle.

Campos de arroz que aguardan en invierno como muertos, secos. Las hojas rojas de los momiji, de los serbales, vidrian el cielo de la mañana. Y las jorôgumo, literalmente “araña cortesana” por la viveza de sus colores, parecen suspendidas del aire.

Algunos aldeanos, qué mayores, trajinan en los huertos o hacen labores manuales junto a sus casas. Hay un silencio antiguo y silvestre aquí.

Sin viento, sin ruido, las hojas de los árboles caen sobre los arrozales secos.Algo más adelante, una chica joven vestida con un kimono tradicional se hace fotos. La casa antigua enmarca perfectamente una estampa de serena belleza que bien podría haber pintado Utamaro. A contraluz.

Es una casa que puede visitarse. Madera sobre madera. Vigas trabadas que aguantan el tiempo, el cielo. Con esos tejados que parecen de paja pero en realidad son como de ramitas, ¿de ciprés? ¿de cedro? prensadas y casi compactadas para construir una cubierta sólida.Afuera, un último caqui aún aguanta en una de las ramas del árbol.

Bordeamos valles y atravesamos ríos de agua cristalina. Descendemos hacia la costa. Hizen-Hama es famosa por sus fábricas de sake. Las hay una detrás de otra a lo largo de su calle principal. Y más las había a juzgar por las antiguas factorías que se deshacen en silencio casi junto al mar.

Amablemente me muestran una de ellas por dentro. Y probar el sake, claro. Depende del agua dicen, de su calidad, para que el buen sake adquiera todo su sabor y presencia.

En algunas de las destilerías veo la tradicional sugidama, esa bola hecha con hojas de cedro (sugi) entrelazadas que se cuelga en la entrada y que indica que el sake nuevo está listo para su comercialización.

Es curioso pensar en que a la par que el sake madura en la oscuridad de la barrica, afuera esa bola de cedro se marchita, cambiando también, adquiriendo poco a poco su color marrón definitivo. La nueva cosecha está lista. El agua, la tierra, el cielo… ya se puede beber.

Al mirar hacia atrás en el sendero que termina en el mar… ¿En qué momento me quedé solo?

En el viaje de vuelta suena en el coche las variaciones Goldberg de J.S. Bach. Una melancolía verde, casi luminosa, de derrama suavemente en mi corazón mientras atravesamos los arrozales y saltamos de valle en valle al borde mismo de la noche. Cuando de nuevo nos acercamos a la costa puedo distinguir los postes de los cultivos de nori que fila tras fila se adentran en el mar.

Una luna llena enorme asoma en el horizonte de pronto. Parece una sugidama gigantesca que anunciara que algo ya está listo. Algo que cambia de color lentamente, y que ya, sin darnos cuenta, es otra cosa.

Once

Llueve… una lluvia mansa que parece hastiada de caer, cansada ya de hacerse oír una y otra vez. Llueve… y, sin embargo, allá donde miro todo brilla y el mundo parece por estrenar.

Camino, paso a paso. La lluvia resbala por mi cara… Flota en el aire, ajena a todo, una gaviota. La mar, brava, rompe contra los acantilados.

Desciendo por una de las escaleras que dan al arenal. En cada paso que doy una huella, una parte de mí… con cada gota de lluvia un vestigio, un trozo de cielo sobre la arena. La playa está desierta. Una ola muere a mis pies… la mar devora los recónditos silencios que brotan de una ligera bruma. Abandono la playa y retomo el paseo marítimo… por un instante, al igual que la gaviota, me siento ajeno a todo… puede que la mar también quiera devorar mis silencios.

Mientras camino observo un grupo numeroso de vuelvepiedras; apenas se les distingue entre las rocas, su quietud contrasta con todo el dinamismo que les rodea… sigue la lluvia, sigue el viento y el rugido de la mar, siguen las nubes su deriva… solo se detiene el mundo bajo el plumaje de estos minúsculos pájaros… Atrapado en su sosiego, también me detengo… por un momento soy mundo… por un momento soy eterno.

Atrás dejo el paseo marítimo… Mis pasos por las calles se vuelven agua. La ciudad alza su voz, áspera y enconada. Camino, entre coches, entre gente, camino por otro mundo… un mundo que nunca para. Se hace tarde, la ciudad se ilumina. La lluvia se acrecienta.

 

Bajo la tormenta

enmudece la ciudad…

un hombre camina descalzo

 

Ya en casa… aún perdura el recuerdo de la lluvia sobre mi cara.

Asturias, donde la tierra siempre es verde.

La puerta de cristal

En el mundo empresarial se ha ido extendiendo el uso de limitar las áreas de oficina con paredes y puertas de cristal, quizá reflejo de la aspiración a la transparencia que los tiempos van requiriendo.

Pero no de ahora, sino desde su construcción hará ya unas cinco décadas, la casa de ciguas y de perros tiene una ancha puerta corrediza en dos hojas de cristal. Esta puerta da al patio y permite que el verdor y la frescura de la lluvia y la claridad del sol ingresen a la casa.

Si bien para los inquilinos humanos esta puerta es placentera, no es lo mismo para los otros habitantes. Logsang Rampa, el monje que nos cautivó en nuestra adolescencia con sus relatos, al tocar el vidrio transparente pensó que estaba tocando la nada, y la calificó de fría.

Pues sí, la puerta de cristal cerrada, es como nada para las avecillas que vuelan en el patio y de repente se estrellan con una pared invisible. Y no solo ellas, también los perros en días de distracción y retozo han tenido su encontronazo con la puerta de cristal o la pared hecha de nada.

Las aves que regresan,

los días que se van.

Serenidad.

 

diez

Cuántas veces, buscando lo que creemos es un final, solo hayamos el principio de algo nuevo.

Llegó el otoño, retraído…con su melancólica mezcla del ayer y del hoy.

Alzo la vista. En lo más alto de un cedro cinco garzas reales apuntan con sus picos al cielo azul. Tres de ellas extienden sus alas… en suave planeo se dejan conducir por el viento… un vuelo que es viento, un viento que es aliento y suena a estertor.

Camino paso a paso… El sol, como si realizase un último esfuerzo, se aferra a mi piel. El corazón me late al ritmo de las hojas que caen… Las pisadas crujen. La luz del mediodía se desparrama sobre los árboles. El parque, poco apoco, pierde su voz mientras, lentamente, se desnuda como lo haría una amante primeriza.

Observo las aves, es tiempo de idas y venidas… unas llegan de la estepa rusa, otras inician su retorno hacia África… la vida continúa su ciclo. Una pareja de martín pescador muestra sus metálicos colores entre la maleza. Las libélulas se aparean antes de su letargo. El vacío que dejó el interminable ajetreo de las garcetas bueyeras se llena con el silencioso estar de los cormoranes. Y yo allí, viéndolo todo… sintiéndolo todo… como el mismo otoño, un poco retraído, colmado con un algo del ayer y otro algo del hoy.

Guardo la cámara fotográfica en la mochila. Pronto serán las tres, la hora de comer. Desde la rama de un castaño me observa una ardilla… no suelta su fruto. Gira en el aire la hoja de un arce… cierro los ojos… el aire lleva un sereno olor a bosque…

Paso a paso, regreso a casa arropado de otoño…

 

La luz del sol

entre las hojas mustias del ciruelo…

palpita el pecho de un raitán

 

Asturias, donde la tierra siempre es verde

Semi no koe

けふ切の声を上けり夏の蝉

kyô-giri no koe wo age keri natsu no semi

alzando la voz

en su último día

cigarra de verano

                                                 Issa Kobayashi

 

Así que era esto… La primera vez que en el jardín de Kôfukuji encontré una exuvia (vaya palabro) de cigarra recuerdo pensar eso. Bueno, en realidad lo primero fue un susto, uno pequeño, porque pensé que estaba viva…

 

Joe qué susto. A pesar de estar ya casi al borde del invierno, al verla ahí entre la hierba del jardín, aunque patas arriba, he pensado que estaba viva. En todo el tiempo que llevo aquí no había visto ninguna. Es bastante grande, más de lo que imaginaba, pero no pesa nada sobre mi mano.

Ya casi ha anochecido y en mi pequeña casa del templo, casi tan vacía como la cigarra que fue, debería estar haciéndome la cena. Sin embargo no puedo por menos que buscar en Internet el famoso haiku de Bashô. Aquel del significado, o la falta de él más bien, de algo de una cigarra…. Vaya memoria de pez la mía, vacía sí, espléndidamente vacía como una exuvia …

«Desde lo alto del árbol cayó sin el menor significado la cáscara de una cigarra»

Una cáscara. Qué curioso. Como si fuera un fruto, seco, más que cae del árbol. Imagino sus largos años bajo tierra, su postrera exploración nocturna, su metamorfosis mágica, siempre mágica. Y su canto, claro. Su voz.

Miro el bichejo, ahora junto a la ventana parece un fantasma asomándose al atardecer. A lo mejor por estar aquí recuerdo el manga de Masamune Shirow “Ghost in the Shell”. Qué asociaciones de ideas tan raras. Será la soledad….

 

Aquella no fue la única tarde que encontré una cáscara de cigarra. Quizá con el viento de otoño, o cediendo a su propio devenir, iban desprendiéndose de los alcanforeros o del bambú, no sé, pero al menos otra sí que encontré. Esta vez casi sin susto.

 

La pareja de ex-cigarras dejan pasar la luz de la mañana como los cristales de mi casa. Me gustan estos días de casi invierno con la tibieza de un sol limpio en el aire. El sonido claro de alguien que corta bambú junto al sendero atraviesa la estancia hasta mi futón. Debe ser Izumi, el ayudante del abad. Dudo si asomarme a la ventana y saludarle.

Pues sí, es él. Cuatro palabros mal dichos en japonés… le enseño las ex-cigarras.

-Semi, hai hai, semi, kara, natsu, koe, min-min… Ríe. Izumi siempre ríe.

Vaya… tengo que aprender más japonés. Palabros sueltos.

 

Min-min… Nunca imaginé que las cigarras hicieran min-min en japonés. Es una bonita onomatopeya.

En Nagasaki nunca escuché la voz de las cigarras. Sin embargo al mirar los caparazones vacíos de lo que fue, siempre me parece escucharlas. Min-min…

Es como si la cigarra no pudiese ser otra cosa que su canto.

Tampoco volví a encontrar más caparazones. Creo que fue justo cuando empecé a buscarlas.

 

Sin el menor significado. ¿Así son todas las cosas?

 

La pequeña casa en el jardín de Kôfukuji, qué vacía debe estar ahora, sin el menor significado salvo para mí. No puedo evitar pensar en ella una y otra vez. Mi mente, esa de las asociaciones raras, esa transparente como una exuvia de cigarra, forcejea una y otra vez con lo que es y con lo que ya no es.

Así como el vacío acaba por llenar todas cosas, todos los recuerdos, lamento, casi sin querer, con un susto pequeño, no haberme dado cuenta. No haber estado presente al final del último momento.

Alzar la voz una última vez. Un haiku del último momento, un jisei, como lo son todos los buenos haikus. Sin poder ser otra cosa que una voz, apenas nada.

Quisiera estar en ese último día, de verdad estar. Sin caparazón, sin alma. Quisiera la transparencia de un canto de cigarra al final del verano. Al final de todo.

Decir bien claro la limpieza del cielo invernal y la risa del amigo, y la mano del hermano y el olor del bambú recién cortado. Decir sin más la cigarra que no está y el abrazo de mi padre, y aquel gato salvaje que sin saber por qué se acercó una vez, y después se fue.

Decirlo todo y decir la nada. Y para nada. Sin poder evitarlo. Sin el menor significado.

Decir y callar.

La voz de la cigarra.

Todo el silencio que viene después.

 

El alma de la cigarra hizo un último viaje, el más largo, conmigo. Cuando volví a mi tierra meses después.

Algo de mí mismo, caído desde lo alto de alguna parte, vacío, está aquí también aunque yo no lo vea, aunque no pueda oírlo. Aunque ya apenas sea yo.

Qué hermosa la tarde. Qué bella su quietud sobre la hierba, en las hojas del otoño.

 

¿Así que era esto?

 

Cigarras. Sobre mi mano el pequeño peso de la nada que es. Que fue. Atravesada por la luz.

Min-min-min…

CAMINO EN SOMBRA

Un camino en sombra es otra cosa. Unos grados menos de temperatura, un espacio proclive a la humedad donde el color verde se acentúa en las yerbas y matojos, una solapada invitación a detenerse.

En la sombra del camino cantan pájaros y se percibe el olor de la tierra, de vez en cuando cae una hoja, se escuchan de allá, de acullá, sonidos que trae el viento, los perros descansan de su respiración más honda.

Frescor de otoño.

Meriendan en la sombra

dos peregrinos.

 

 

 

Nueve

Tenemos un único cuerpo, un cuerpo en el que solamente cabe un alma… un alma formada con pequeños trozos de otras muchas almas…

La senda transcurre paralela al acantilado. Un par de cormoranes descansan, mientras secan sus plumajes, amparados por los resquicios de la abrupta pared. Camino, paso a paso. Queda a mi izquierda la mar… una mar eterna castigada a no reposar… una mar convertida, un día y otro, en camposanto de las esperanzas… una mar que en un mismo gesto se violenta contra las rocas para transformarse en infinitas gotas con las que acariciar una piel… La mar… no sé con certeza que es lo que me atrapa de ella; quizás sean sus cortos pero desgarradores silencios, quizás sea que es la dueña de la voz primigenia que habita en nuestro instinto ancestral.

A mi espalda el sol sigue su ascenso… Gijón se hace pequeño. Asomada al acantilado una máquina desbroza decenas de eucaliptos talados… el paisaje recupera su antiguo esplendor. El viento pega de cara… un viento que parece de otro tiempo, lleno de recuerdos… un viento fuerte que acorta los pasos y se lleva del camino las sombras de unas gaviotas. Avanzo… las flores, marchitas por el estío, cabecean en la cuneta.

Siempre que recorro esta senda me acompaña el recuerdo de mi hermano… diez años ya que se fue… sus manos colocaron cientos de las lajas que hicieron de este pasaje un camino transitable. Por delante 13 km… una memoria que late y miles de piedras que dan forma a las emociones…

La mañana se transforma en tarde. Un pequeño colirrojo vuela a un lado y otro del sendero. Una lagartija, sin cola, se da un baño de sol entre los restos de un muro. Y camino, paso a paso… he de llegar al final… llegar para volver antes que la mar se vuelva un manto negro…

Flores resecas…

nadie detiene su andar

en este camino

 

Asturias, donde la tierra siempre es verde.

Hiraizumi

初雪や 水仙の葉の たわむ迄

hatsu-yuki ya suisen no ha no tawamu made

primeras nieves…

solo la necesaria para combar

las hojas de narciso

                                                                                Matsuo Bashô

 

“Demasiado tarde”. Eso es lo que lacónicamente se limitó a decir Yoritomo Minamoto antes de destruir Hiraizumi. O eso dicen que dijo.

Hiraizumi, el esplendor de tres generaciones de Fujiwara. Aquellas que duraron lo que un sueño de una noche de verano según Bashô. Hiraizumi y su montaña donde florecía el oro según el Manyôshû.

El brillo de la nieve casi ofende en los momentos, pocos, en los que el sol aparece de entre las nubes. El abad de Chûson-ji nos guía por los caminos despejados de nieve que serpentean y bifurcan en el bosque que acoge y parece disimular los pabellones y edificios del templo.

Este lugar es mágico.

El torii que brilla tanto que casi teñía de rojo la nieve, el escenario de noh refugiado en lo profundo del bosque de cedros…

La muerte de Yoshitsune Minamoto, el hermano pequeño del lacónico Yoritomo, es una de esas historias trágicas tan queridas y recordadas por el alma japonesa.

Tras luchar junto a su hermano mayor en la guerra que enfrentó a su clan, los Minamoto (Genji), con los Taira (Heike) el bravo Yoshitsune cayó en desgracia ante los ojos de su ambicioso hermano. Buscó refugio en Hiraizumi, que bajo el dominio del clan Fujiwara se había mantenido neutral. Y si bien en un principio Hidehira Fujiwara le dio amparo, a la muerte de este, su sucesor Yasuhira, más timorato, más ventajista tal vez, decidió traicionar a Yoshitsune a la vista de que la guerra se inclinaba cada vez más claramente a favor del hermano mayor.

Yoshitsune fue forzado a realizar seppuku. Su mujer e hijo también murieron allí.

Sin embargo ni Yasuhira Fujiwara, el señor traidor, ni Hiraizumi, el reino dorado, sobrevivirían a aquel episodio.

“Demasiado tarde”. Incluso las traiciones y el oro tienen su momento preciso, y precioso. Después ya… simplemente no sirven.

La estatua de Bashô aguarda en una orilla del camino. Me saco fotos entusiasmado con el paciente caminante, ahora tan quieto. Aquí y allá, así y asá, con la nieve por los pies. No importa. El abad y Takano-sensei ríen. La pequeña comitiva sigue el camino.

Bashô visitó este lugar en conmemoración del quinientos aniversario de la muerte del pobre Yoshitsune, en su periplo por la estrecha senda del norte profundo. Rodeado de estos cedros y pinos inmensos, surgiendo de la nieve como columnas, podría pensar que siglos y generaciones no son nada. Que todo sigue tal cual. Podría volver aquí quinientos años después y seguiría este silencio tan blanco. En lo profundo del bosque, en la profundidad etérea de la nieve.

Pero no. De hecho nada es igual. El único edificio del s.XII, la época del dominio Fujiwara, que sobrevive hoy en día en Chôson-ji es el Konjikidô (el Pabellón Dorado).

Cubierto de pan de oro tanto en su interior como en su exterior es también llamado Templo de la Luz. No me extraña. Todos los de esta pequeña comitiva errante guardamos ahora un silencio “luminoso”. El pabellón no es muy grande y por fuera está protegido con lo que podríamos llamar un edificio que hace las veces de funda para protegerlo. Es asombroso que haya llegado hasta hoy. Su estructura que parece tan delicada, su oro, su luz.

Se supone que Marco Polo hace referencia a los palacios de oro de Cipango por este templo precisamente.

Nos asomamos al interior y en el resplandor dorado de esta extraña penumbra podemos intuir la imagen de Amida Nyorai (el Buda de la Luz Infinita) a quien está dedicado el templo, y a otros dos bodhisattvas: Kannon y Seishi. Al tenue resplandor se asoman otras imágenes divinas y las tumbas de varios Fujiwara.

Creo que en este lugar he podido atisbar por primera vez la magia, blanca y negra, que ejerce el oro sobre el espíritu humano. Es como luz. Como el rastro de la luz. Aún en la casi oscuridad de aquí dentro puedo sentir ese retazo del sol, de la tierra, que lo creó.

En las dependencias del templo principal el abad nos agasaja con un té verde. En un lado Takano-sensei, Fuji y el abad. Presidiendo la mesa nos colocan a mí y a C. de cara a los demás. Reímos ante esta gentileza tan comprometedora. Dudamos si comer o no el primoroso okashi, ese dulce que siempre acompaña y equilibra el amargor seco del té macha. Reímos de nuevo.

No sé en qué momento empezó a nevar. Justo cuando me quedé solo, justo antes de las despedidas. En el camino que llevaba al aparcamiento.

No sé en qué momento recordé la foto que no hice. Las palabras que no dije.

Demasiado tarde… La nieve, justo la suficiente, se acumula ya sobre el camino y los cedros. En las manos. Sobre la risa y las generaciones. En el rastro de la luz.

Kumano magaibutsu

月今よひ古郷に似ざる山もなし

tsuki koyoi kokyô ni nizaru yama mo nashi

 

luna de agosto…

no hay montaña que no se parezca

a las de mi tierra natal

                                                             Issa Kobayashi

Extendí la mano hasta casi tocarla… pero no me atreví. Una soga de paja de arroz trenzada rodea el tronco del cedro. Es enorme este tronco, este árbol, que apunta al cielo, recto, como el trazo de una flecha. Los zigzags de papel blanco y las gavillas que cuelgan de esa trenza parecen llevar allí siglos. Imposible. Shimenawa, así se llaman estas cuerdas rituales que señalan lo sagrado en el shintoismo.

Creo recordar que leí en alguna parte que representaban la tormenta. Las nubes que se entrelazan y los rayos en zigzag, la lluvia como gavillas que se abren hacia la tierra. A pesar del sol de esta tarde imagino esa pequeña tormenta que abraza al cedro, al bosque. Y al sendero.

De los torii que jalonan el sendero empinado cuelgan también shimenawa. Asciende estrecho y empinado montaña arriba, convirtiéndose, deshaciéndose, poco a poco en pedruscos de tamaño considerable. Qué calor…

El silencio que nace del cansancio y el silencio hijo del sobrecogimiento se han juntado aquí arriba, en mí, en lo que me rodea. De la roca emergen dos rostros enormes de buda. Se mostraron de pronto, al otro lado de los árboles, más allá del sendero.

Aunque su serena presencia es montaña tienen nombre. Fudô Myôô y Dainichi Nyorai, de ocho metros y casi siete respectivamente.

Buda. Roca. Montaña. Bosque. Otro silencio, de la presencia, brota de la misma montaña, lleno, claro, y se une al mío, a todos los silencios, como las ramas al tronco de los altos cedros.

Casi es tierra un viejo recipiente medio destruido por el tiempo y la lluvia lejana. Algunas monedas a su alrededor parecen surgir, o desaparecer, también en la tierra.

Arriba, entre los árboles, un santuario shinto. Algunas estatuas de jizô en diferentes estados de erosión y varias ishi-tôrô, esas linternas de piedra que parecen tener ojos y sombrero.

Qué silencio. Y eso que los insectos no dejan de estar, y que mi corazón aún no se ha aquietado tras la subida.

Joe, si no fuese tan estúpidamente tímido, miedoso, llamaría a los kami. Con un par de palmadas frente al santuario, y agitaría la cuerda con energía para hacer sonar los cascabeles gigantes… y cerraría los ojos.

Estoy solo en lo alto de la montaña y solamente junto las manos.

“Me gustaría que mi corazón saliera de la roca”. Pienso de repente, digo sin más. Muy bajito.

Los haces de luz caen como lluvia entre los cedros enormes. Las raíces zigzaguean brillantes a la luz del sol, apareciendo y desapareciendo de la tierra que huele a tierra.

Un silencio transparente que emana de la montaña lo penetra todo. Entrelazándose blanco con el estar de los insectos y alrededor de los árboles, y en el aire y en la luz.

Si llamara ahora, si llamara ahora con energía y silencio ¿vendrían aquí los kami? Los kodama de los árboles, los iwakura de las piedras. ¿Vendría el kami de mi corazón?

La serena quietud de la montaña emerge de ella misma y muestra su faz. Los dos rostros buscan la luz del sol en esta tarde que ya pasa. Los ojos entornados miran sin mirar algo que está más allá del bosque, al otro lado del silencio. Con la sonrisa tranquila de un niño pequeño que vuelve a casa.

¿Salir de la montaña? ¿Volver a ella?

Joe cómo cuestan a veces las cosas… decirlas… Subir montañas, bajarlas. Atreverse a tocar la tormenta.

La puerta de la noche

Cuando a media noche abro la puerta de mi casa abro la puerta de la noche, la noche de mi calle, en que casi todos los vecinos duermen y nadie transita, ni siquiera los gatos.

Camino con Sawyer, un perro beagle que quiere olerlo todo, no solo el pasto de las áreas verdes y los matojos que crecen frente a las casas desocupadas, sino que el propio pavimento es motivo de sus finas indagaciones mientras emite repetidamente un resoplido tenue.

Así las cosas el cielo de la noche nos resulta lejano, apenas visto en los tramos de la calle donde no encienden los faroles.

Y vamos dejando atrás espacios bien iluminados y espacios de suave penumbra según nos acercamos al confín de la calle, desde donde nos devolvemos. En el trayecto hay puntos que Sawyer marca con su orina, siguiendo una lógica que solo él conoce.

Algún perro nos ladra desde su patio, a veces se oye lejano un televisor, pero no perturban nuestra lenta caminata por la calle que sigue siendo silenciosa, tranquila, donde lo importante es el olor, los olores del suelo, bajo el cielo fresco y lejano de la noche.

 

Fin de la calle.

Màs allá el zumbido

de los insectos.

*

 Fin de la calle.

Desde lo más oscuro

una luciérnaga.