– Esta mañana cuando me desperté, había una carta para mí. Me ha sido enviada desde Hongô por alguien que no conozco y cuyo nombre no mencionaré. La carta dice:
“Querido señor,
Me conmovió ayer leer su entrega de Una cama de enfermo de seis pies de largo. Permítame dirigirme con estas pocas palabras.
- En casos como el suyo, puede ser reconfortante creer en la existencia de un Dios Creador o de El que así ha venido.
- Suponiendo que tal creencia sea imposible, debe comprender que se encuentra en una situación en la que no puede hacer nada y que debe aceptar. Debe confiar en que todo fluye. No debe luchar contra el sufrimiento. Debe aceptar lo que es, aceptar esta ley del universo de que todas las cosas, en la tierra como en el cielo, nacen y mueren, surgen y desaparecen.
- Suponiendo que ninguna de las dos opciones anteriores sea posible, debe gritar, atormentarse, colapsar. Y así ir a la muerte. Por mi parte, una vez me encontré en agonía y no pude evitar el tormento y el colapso del cuerpo. Pero gracias a la actitud que mencioné en el punto dos, pude encontrar tranquilidad. Quizás esa fue para mí la salvación que traen las religiones. Me atrevo a sugerir que eso puede aliviar su sufrimiento.
Entre dolor y dolor, le ruego que lo reflexione …”
Es claro que se trata de una carta muy amable y que me ha tocado muy profundamente.
Expone prácticamente lo mismo que yo pienso habitualmente. Sin embargo, en lo que a mi caso actual concierne, el dolor espiritual no tiene nada que ver con las más trascendentes preguntas que surgen entre la vida y la muerte. ¿Será porque la enfermedad me debilitó? ¿Será porque tengo afectada ya la columna vertebral? Es en el plano puramente fisiológico en el que mi mente es atormentada. Y en los momentos de dolor, no hay absolutamente nada que hacer.
Sin embargo, incluso cuando el dolor es fisiológico, no hay forma de evitar que se acabe introduciendo en ese propio “fluir de las cosas”. No hay nada más que hacer que gritar y sufrir hasta la muerte. El mismo dolor de ocho años en alguien, y el mío de diez, no tienen nada más en común que el que nos tenemos que resignar. Y si el dolor fuera de doce años pasaría lo mismo.
Sin embargo, puesto que el dolor es algo corporal, cuando afloja y no es demasiado fuerte, se puede paliar aún más y no darse uno por vencido. Pero cuando llega a ser muy intenso, no solo no podemos paliarlo, sino que ni siquiera me puedo resignar… se me antoja imposible. ¡De hecho lo es!
Puede reír, ¡y los demás! ¡Rían!
¡Reír, te sana!
¡Esa risa!, usted, ¡haga caso omiso de la enfermedad y ría, es feliz!
¡Conduzca un coche, mientras que sus piernas sean fuertes! y ¡ría!
Y usted, que se está preparando para robar un maletín que alguien dejó un momento, sin darse cuenta del policía que anda justo detrás, ¡ría!
A mí mismo, implacablemente sujeto a mi cama, día y noche, me complace contemplar desde abajo, el árbol enano de un metro que me supera, y, cuando mi dolor disminuye un poco, gracias a los tranquilizantes, me da como envidia y también me burlo del paciente atormentado.
Un enfermo es, realmente, una bestia estúpida. Y esto no sólo es cierto para mí: esta estupidez es la cosa más compartida del mundo. Aquellos que han comprendido que yo soy a la vez, tanto el hombre del que se ríen como el que le encanta reír a carcajadas, saben que un buen día, pase lo que pase, vamos a intercambiar nuestros papeles: ellos dejarán de reírse de mi sufrimiento y seré yo quien se ría de ellos. ¡Ja, ja, ja! (escrito el 21 de junio).
Notas del traductor y fuentes
– Hongô fue un antiguo barrio de Tokio, que más recientemente, junto con otros, ha formado el gran barrio de Bunkyô, hallándose al norte del Palacio Imperial de Tokio y al oeste de Ueno. En él se encuentra el campus de Hongô, de la Universidad (Imperial) de Tokio. Es muy conocido porque en él se puede desarrollar la actividad de observar las hojas rojas durante el otoño (especialmente el rojo de los arces aunque también el dorado de los ginkos), conocida como koyo (momiji-gari). Ahí se encuentra, en el campus, la antigua casa de una famosa familia de Tokio, la de los Maeda. A principios de siglo aquí se plantaron cientos de ginko biloba que durante la temporada del koyo se tornan dorados y luego rojizos.
– Quien escribe desde Hongô, ha leído sin duda las más recientes y dolientes entregas de Shiki.
– El que así venido, Nyorai en japonés, Tathágata del sánscrito, es otra forma de designar a un «Despertado» (El que ha alcanzado La Verdad, la realidad tal como es), en otras palabras, un Buda (Zhiyi afirma que Tathágata es el título dado a los Budas de las diez direcciones).
– Sobre el dolor espiritual y las cuestiones que surgen entre la vida y la muerte, en la entrega 65 de 16 de julio, Shiki reflexionará sobre el rol del cuidador, o mejor dicho, de las cuidadoras, de las mujeres de su familia. Del mismo modo, en la entrega 75 de 26 de julio, Shiki reflexionará sobre el dolor y el sentido de la resignación como tal.